Capítulo LXXI - Quietus
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO LXXI —
❝ Q u i e t u s ❞
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A la llegada del verano, Emily y Richard Granger habían preparado, como de costumbre, un especial viaje con el que pasar las vacaciones en familia. Contando con la compañía de Hermione, se desplazaron hasta Grecia durante el mes de julio, disfrutando de sus largas costas, sus numerosas islas y sus playas. La muchacha quedó fascinada por su rica cultura y su historia, y disfrutó sobremanera sus visitas a los monumentos más emblemáticos, en especial la ciudad de Delfos, lugar que la inspiró como ningún otro.
—¿Sabes que tu nombre deriva de Hermes, el mensajero de los dioses griegos? —le comentó su madre una vez tomaron asiento en uno de los peldaños de piedra del antiguo teatro—. Era también el Dios del ingenio, la elocuencia y la rapidez de pensamiento. Guiaba las almas de los muertos en el infierno, era símbolo de prosperidad y el patrón de diversas artes.
—¿De verdad? —preguntó ella con los ojos brillantes.
—Es también el nombre que recibió la hija de Helena y Menelao, reyes de la Esparta micénica —añadió su padre—. Pero tu madre y yo siempre hemos creído que tienes más afinidad con el heraldo de los Dioses.
—Nunca me lo habíais contado —suspiró ella—. Siempre pensé que mi nombre provenía de la literatura inglesa...
—Buscábamos un nombre diferente para ti, que fuera poco común... y tú siempre le has hecho justicia —admitió Emily, contemplándola con orgullo—. Eres única e irreemplazable, Hermione. Nuestra pequeña bruja.
Los tres se fundieron en un cálido abrazo que Hermione, tiempo después, todavía podía recordar con impoluta claridad, inundando su pecho de ternura. Cada verano que pasaba junto a sus padres superaba al anterior con creces, y deseaba con todas sus fuerzas que siguiera siendo así durante muchos años más.
A la vuelta, empezando el mes de agosto, Hermione recibió la correspondencia de sus amigos, y la que le escribía Ron fue la más especial: en su carta, la invitaba a la final de los Mundiales de quidditch, que después de más de treinta años volvía a celebrarse en Gran Bretaña, siendo una oportunidad única. Su padre había conseguido entradas de primera clase gracias a sus conocidos en el Departamento de Deportes y Juegos Mágicos y, debido a que la fecha del evento quedaba próxima a la vuelta a Hogwarts, Ron también la invitaba a quedarse con ellos en lo que quedaba de vacaciones de verano.
Sus padres, que no podían estar más agradecidos con el convite, se ofrecieron a acompañarla hasta el hogar de los Weasley. Así, un par de días antes de que se celebrara el Mundial, Hermione llenó su baúl de ropa, libros y material escolar y se colgó la guitarra en la espalda. Había repasado hasta el último rincón de su dormitorio para no dejarse olvidados ninguna pluma ni ningún libro de embrujos, y había despegado de la pared el calendario en que marcaba los días que faltaban para el inicio de septiembre. Completamente segura de que llevaba todo cuanto necesitaba consigo, cargó su equipaje en el maletero del coche y se dispuso a emprender el viaje junto a sus padres.
Siguiendo las indicaciones que Ron le había especificado en su carta, pusieron rumbo hacia Ottery Saint Catchpole. Los Weasley vivían apartados del pueblo, por lo que tuvieron que atravesar los campos y los árboles, entre los que destellaba ya el borde de un sol rojo y brillante. Desde su ventanilla, Hermione observó con atención la edificación a la que se acercaban: parecía como si en otro tiempo hubiera sido una gran pocilga de piedra, pero aquí y allá habían ido añadiendo tantas habitaciones que ahora la casa tenía varios pisos de altura y estaba tan torcida que parecía sostenerse en pie por arte de magia, como probablemente ocurría. Cuatro o cinco chimeneas coronaban el tejado; cerca de la entrada, clavado en el suelo, había un letrero que obedecía a su nombre, «La Madriguera», y en torno a la puerta principal había un revoltijo de botas de goma y un caldero muy oxidado. Varias gallinas gordas de color marrón picoteaban a sus anchas por el corral, junto al que Richard aparcó el coche.
Con la amabilidad que les caracterizaba, Arthur y Molly Weasley salieron advertidos por el ruido del motor, recibiéndoles afablemente en la entrada; a sus espaldas aparecieron los rostros idénticos de Fred y George, guiñándole el ojo a Hermione, así como Ginny con una sonrisa tímida, y entre ellos se abrieron paso Harry y Ron, abalanzándose sobre ella para abrazarla con fuerza.
—Bienvenida a mi hogar, Hermione —la recibió el pelirrojo una vez se soltaron—. Aunque, bueno... sé que tampoco es gran cosa.
—¿Bromeas? —preguntó ella con una sonrisa—. ¡Es una maravilla!
La Sra. Weasley se encaminó hacia la casa, invitándoles a seguirla. Se adentraron en ella, topándose con la cocina: era pequeña y todo en ella estaba bastante apretujado. En medio había una mesa de madera que se veía muy restregada, con sillas alrededor. En la sala de estar, junto a la cocina, colgaba un reloj que sólo tenía una manecilla y carecía de números; alrededor de la esfera había escritas indicaciones de dónde podía encontrarse cada miembro de la familia, tales como «en casa», «en el colegio» y «en el trabajo», pero también «perdido», «en el hospital», «en la cárcel» y, en la posición en que en los relojes normales apuntaba al número doce, ponía «en peligro mortal». Una gran chimenea, rodeada de sillones rojos, reinaba en el espacio, y sobre su repisa se amontonaban un buen puñado de libros.
—Será mejor que subamos tu equipaje, Hermione —sugirió Ginny con entusiasmo, ayudándola a cargar la maleta—. Puedes quedarte en mi habitación.
Los cuatro jóvenes salieron sigilosamente de la cocina, dejando que los mayores se pusieran al día, y siguiendo un estrecho pasadizo llegaron hasta desvencijada escalera que zigzagueaba hacia los pisos superiores. Ascendieron sus peldaños, atravesando diversos tramos, hasta llegar a una puerta con la pintura desconchada y una pequeña placa que decía «Habitación de Ginevra». Cuando Hermione entró en el espacio con la cabeza rozando el techo inclinado, se dio cuenta de que Ginny había cubierto prácticamente cada centímetro del viejo papel pintado con pósteres similares en los que se veía a un grupo de ocho hombres vestidos con túnicas negras desgarradas que sujetaban diversos instrumentos musicales.
—¿Tu banda favorita? —le preguntó, dejando su maleta a un lado del tocador.
—Las Brujas de Macbeth —esclareció ella, señalando la colcha que cubría su cama, donde podían leerse las iniciales del grupo—. Son muy buenos. Tocan rock alternativo.
Ginny tenía los libros de magia del colegio recogidos en un rincón junto a una pila de revistas. Su varita mágica estaba en el alféizar de la ventana, encima de una pecera llena de peces de colores, y Hermione echó un vistazo a través de ella: podía verse el campo con total nitidez. Volviéndose hacia Ginny, se dio cuenta de que la miraba con impaciencia, esperando que emitiera su opinión.
—Es un poco pequeña —se justificó ella—. Además, justo aquí arriba está el espíritu del ático, que se pasa todo el tiempo golpeando las tuberías y gimiendo...
Pero Hermione negó con la cabeza, dedicándole una ferviente sonrisa.
—Es perfecta, Ginny —aseguró, logrando que la pelirroja se ruborizara hasta las orejas—. Creo que las dos encajaremos perfectamente aquí.
En los pocos días que pasó en La Madriguera, se dio cuenta de que la vida allí no se parecía a nada que hubiera visto con anterioridad. A diferencia de su casa, donde todo permanecía limpio y ordenado, la casa de los Weasley estaba repleta de sorpresas y cosas asombrosas. Los gnomos se colaban constantemente por el jardín, el espíritu del ático aullaba y golpeaba las tuberías cada vez que le parecía que reinaba demasiada tranquilidad en la casa, y las explosiones en el cuarto de Fred y George se consideraban completamente normales.
El Sr. Weasley había tomado afición a que Hermione se sentara a su lado de la mesa para someterla a interrogatorios acerca de la vida muggle, y le preguntaba el funcionamiento de un montón de chismes de los que había oído hablar.
—¡Fascinante! —celebraba él cuando ella le explicaba cómo se usaba el teléfono—. Son ingeniosas de verdad las cosas que inventan los muggles para apañárselas sin magia.
La noche previa a los Mundiales, los muchachos fueron a dormir muy temprano: debían levantarse con el alba para poder llegar a la Copa. La Sra. Weasley tomó sus listas de material escolar para comprárselas al día siguiente, mientras ellos estuvieran fuera, aludiendo que la última vez el partido había durado cinco días, con lo que no tendrían tiempo de acudir al Callejón Diagon si se diera el caso.
Cuando, en la habitación de las chicas, Ginny la zarandeó para despertarla, a Hermione le pareció que acababa de acostarse. Adormecida, se sentó sobre la cama y observó a través de la ventana: fuera todavía estaba oscuro. A los pies del colchón, Crookshanks la miraba con sus dos grandes ojos, y algo más animada, le plantó un beso en la cabeza.
Las dos muchachas se vistieron en silencio, bostezando y desperezándose, y bajaron la escalera camino de la cocina. La Sra. Weasley removía el contenido de una olla puesta sobre el fuego, y el Sr. Weasley, adecuado en la larga mesa, comprobaba un manojo de grandes entradas de pergamino. Levantó la vista cuando las vio entrar y extendió los brazos para que pudieran verle mejor la ropa: llevaba lo que parecía un jersey de golf y unos vaqueros muy viejos que le venían algo grandes.
—¿Qué os parece? —preguntó entusiasmado—. Se supone que vamos de incógnito... ¿Parezco un muggle, Hermione?
—Sin lugar a dudas —aseguró ella, sonriendo—. Está muy bien.
Se oyeron unos pasos y Harry y Ron entraron en la cocina, pálidos y somnolientos.
—¿Por qué nos hemos levantado tan temprano? —preguntó el pelirrojo, frotándose los ojos y sentándose a la mesa.
—Tenemos por delante un pequeño paseo —explicó el Sr. Weasley.
—¿Paseo? —se extrañó Harry—. ¿Vamos a ir andando hasta la sede de los Mundiales?
—No, no, eso está muy lejos. Sólo hay que caminar un poco —repuso el mayor calmadamente—. Lo que pasa es que resulta difícil que un gran número de magos se reúnan sin llamar la atención de los muggles. Siempre tenemos que ser muy cuidadosos a la hora de viajar, y en una ocasión como la de hoy...
Fred y George no tardaron en aparecer en la cocina, y tras tomar todos un desayuno que se les juntaba con la cena de la noche anterior, se prepararon para aventurarse hacia los Mundiales. Hacía fresco y todavía brillaba la luna cuando salieron al exterior, y sólo un pálido resplandor en el horizonte, a su derecha, les indicaba que el amanecer se hallaba próximo.
Despidiéndose de la Sra. Weasley, emprendieron el rumbo y caminaron con dificultad por el oscuro, frío y húmedo sendero hacia el pueblo. Sólo sus pasos rompían el silencio; el cielo se iluminaba muy despacio, pasando del negro impenetrable al azul intenso, mientras se acercaban. Hermione tenía las manos heladas, y veía como el Sr. Weasley comprobaba constantemente la hora en el reloj.
Cuando se enfrentaron a la subida de la colina de Stoatshead, no les quedaban fuerzas para hablar. A menudo tropezaban en las escondidas madrigueras de conejos o resbalaban en las matas de hierba espesa y oscura, hasta que por fin sus pies encontraron suelo firme.
—¡Uf! Hemos llegado con tiempo. Tenemos diez minutos... —jadeó el Sr. Weasley, buscando a su alrededor—. Ahora sólo falta el traslador. No será grande... vamos...
Los siete se desperdigaron para buscar, y sólo llevaban un par de minutos cuando un grito rasgó el aire.
—¡Aquí, Arthur! Aquí, muchachos, ya los tenemos.
Al otro lado de la cima de la colina se recortaban contra el cielo estrellado tres siluetas distinguidas.
—¡Amos! —exclamó el Sr. Weasley mientras se dirigía a zancadas hacia el hombre que había gritado.
Los muchachos le siguieron el paso, distinguiendo la primera de las tres figuras: se trataba de un mago de rostro rubicundo y barba escasa de color castaño, que sostenía una bota vieja y enmohecida con una mano y estrechaba la otra con la del padre de Ron.
—Éste es Amos Diggory —anunció el Sr. Weasley—. Trabaja para el Departamento de Regulación y Control de las Criaturas Mágicas. Y creo que ya conocéis a su hijo y a su acompañante...
Las dos figuras restantes quedaron al descubierto, alcanzando su posición. Los rostros afables de Cedric y Susan se presentaron frente a ellos con una gran sonrisa.
—Oh, por supuesto que nos conocemos —suspiró Hermione con el corazón dando saltos.
Dejándose llevar por el ferviente impulso de arrojarse sobre ellos, les estrechó entre sus brazos con fuerza, y Harry y Ron se unieron rápidamente al saludo, abrazándose entre todos como una verdadera familia.
—¿Ha sido muy larga la caminata, Arthur? —preguntó el Sr. Diggory.
—No demasiado —respondió el Sr. Weasley—. Vivimos justo al otro lado de ese pueblo. ¿Y vosotros?
—Hemos tenido que levantarnos a las dos, ¿verdad, Ced? ¡Qué felicidad cuando tenga por fin el carné de aparición! Pero bueno, no nos podemos quejar. No nos perderíamos los Mundiales de quidditch ni por un saco de galeones —exclamó con el pecho lleno de orgullo, y echó una mirada bonachona a los muchachos—. ¿Son todos tuyos, Arthur?
—No, sólo los pelirrojos —aclaró el padre de Ron, señalando a sus hijos—. Ésta es Hermione Granger, y éste es Harry Potter.
—¡Por las barbas de Merlín! —suspiró el Sr. Diggory, abriendo los ojos—. ¿Harry? ¿Harry Potter?
Harry ya estaba acostumbrado a la curiosidad de la gente y a la manera en que los ojos de todo el mundo se iban inmediatamente hacia la cicatriz en forma de rayo que tenía en la frente, pero seguía sintiéndose incómodo.
—Sí... soy yo.
—Ced me ha hablado mucho de ti, por supuesto —aseguró él, acercándose al muchacho—. Nos ha contado lo del partido contra tu equipo, el año pasado... Se lo dije, le dije: esto se lo contarás a tus nietos... les contarás... ¡que venciste a Harry Potter!
A Harry no se le ocurrió qué contestar; Cedric parecía incómodo, y Ron, Susan y Hermione permanecieron en el más absoluto silencio, intentando digerir la situación. Después de todo lo que habían pasado juntos, ninguno se acordaba del partido ni le daba la mayor importancia, aunque para el Sr. Diggory resultara todo un mundo.
—Harry se cayó de la escoba, papá —masculló el mayor, intentando zanjar el asunto—. Ya te dije que fue un accidente...
—Sí, pero tú no te caíste, ¿a que no? —insistió el hombre, dándole a su hijo una palmada en la espalda—. Siempre modesto, mi Ced, tan caballero como de costumbre... pero ganó el mejor, y estoy seguro de que Harry diría lo mismo, ¿verdad? Uno se cae de la escoba, el otro aguanta en ella... ¡no hay que ser un genio para saber quién es el mejor!
Hermione tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no reírse ante lo que oía. Estaba claro que el Sr. Diggory desconocía por completo las aventuras que los cinco habían vivido en el castillo, y pensó que Cedric había hecho bien en ocultárselo: si su padre se regodeaba de forma tan abierta de sus logros, les podría haber metido en un buen lío.
—Ya debe de ser casi la hora —se apresuró en decir el Sr. Weasley, volviendo a sacar el reloj—. ¿Sabes si esperamos a alguien más, Amos?
—No. Los Lovegood ya llevan allí una semana, y los Fawcett no consiguieron entradas —repuso el padre de Cedric—. No hay ninguno más de los nuestros en esta zona, ¿o sí?
—No que yo sepa, y queda un minuto... será mejor que nos preparemos.
Con cierta dificultad debido a las voluminosas mochilas que llevaban, los diez se reunieron en torno a la bota vieja que agarraba Amos Diggory. Permanecieron en pie en un apretado círculo, mientras una brisa fría barría la cima de la colina. Hermione pensó en lo extraña que le parecería aquella imagen a cualquier muggle que se presentara por allí, y se puso una mano en el bolsillo, acariciando su varita resguardada con la yema de los dedos.
—Tres... —masculló el Sr. Weasley, mirando atento al reloj—, dos... uno...
Ocurrió inmediatamente: la muchacha sintió como si un gancho, justo debajo del ombligo, tirara de ella hacia adelante con una fuerza irresistible. Sus pies se habían despegado de la tierra, y pudo notar a Ron y a Susan, cada uno a un lado, porque sus hombros golpeaban contra los suyos. Se veían todos arrastrados a una enorme velocidad en medio de un remolino de colores y de una ráfaga de viento que aullaba en sus oídos.
—¡Soltaos! —se distinguió la voz del padre de Ron como un eco lejano y difuso—. ¡Ahora!
Hermione, que mantenía su mano apretada alrededor de la bota con fuerza, fue la primera en hacer caso a sus indicaciones y notó como el remolino aspiraba su cuerpo hacia abajo, haciéndola descender. De un momento a otro todo se tornó claro, distinguiéndose en la realidad a la que verdaderamente correspondía, y se sintió caer de espaldas contra el pavimento que les atraía.
Esperó que la caída le hubiera dolido, pero no lo hizo. Había tenido suerte al caer sobre un tramo de tierra blanda, como arada, que había amortiguado su descenso. Respiró aliviada, pensando que se habrían librado de un buen golpe, hasta que notó como algo caía sobre sí y la rodeaba. Cerró instintivamente los ojos como forma de protegerse del peligro, y no fue hasta que notó un aliento ajetreado caer sobre sus mejillas que volvió a abrirlos, encontrándose con el rostro de Cedric a escasos centímetros del suyo. Ambos se observaron entre sí sin saber muy bien qué decirse en aquella tesitura tan comprometida.
—¿Estás bien? —le susurró Cedric, dedicándole una sonrisa abierta.
Ella asintió con la cabeza, devolviéndole nerviosamente el gesto.
El traslador golpeó con un ruido sordo en el suelo, cerca de sus cabezas, y ambos levantaron la vista, viendo como el Sr. Diggory y el Sr. Weasley permanecían de pie aunque el viento los zarandeaba. Todos los demás habían caído, como ellos, al suelo.
Con cierto pudor, Cedric se alzó del pavimento y le ofreció a Hermione la mano: ella, tomándola con fuerza, se levantó de un salto y se sacudió la ropa. Ambos se dieron cuenta de que habían llegado a lo que, a través de la niebla, parecía un páramo.
Reponiéndose después de la torpe llegada, todos se encaminaron por él, incapaces de ver gran cosa, hasta que transcurridos unos veinte minutos encontraron una casita de piedra junto a una verja. Al otro lado podían vislumbrarse las formas fantasmales de miles de tiendas dispuestas en la ladera de una colina, en medio de un vasto campo que se extendía hasta el horizonte, donde se divisaba el oscuro perfil de un bosque.
Acercándose hasta la puerta de la casita, se encontraron con un hombre en la entrada que observaba las tiendas y que se volvió para mirarlos en cuanto llegaron. Les recibió, tomándoles la reserva, y el Sr. Weasley le pagó el coste, recibiendo a cambio un plano del campamento. Como el Sr. Diggory, Cedric y Susan tenían efectuada la reserva en un prado distinto, se despidieron de ellos antes de marchar, prometiendo encontrarse más tarde, y anduvieron hacia la puerta de la casita.
Caminaron con dificultad, ascendiendo por la ladera cubierta de neblina entre largas filas de tiendas hasta llegar al borde mismo del bosque, en el límite del prado, donde había un espacio vacío con un pequeño letrero clavado en la tierra que decía «Weezly».
—¡Aquí estamos! ¡No podíamos tener mejor sitio! El estadio está justo al otro lado de ese bosque. Es imposible que hubiéramos quedado más cerca —exclamó muy contento el Sr. Weasley, desprendiéndose de la mochila que sujetaban sus hombros—. Bien, siendo tantos en tierra de muggles, la magia está absolutamente prohibida. ¡Vamos a montar estas tiendas manualmente! No debe ser demasiado difícil.
Entre los muchachos fueron averiguando la colocación de la mayoría de los hierros y de las piquetas, y, aunque el padre de Ron era más un estorbo que una ayuda porque la emoción lo sobrepasaba cuando trataba de utilizar la maza, lograron finalmente levantar un par de tiendas raídas de dos plazas cada una. Se alejaron un poco para contemplar el producto de su trabajo, y Hermione frunció el ceño, preguntándose interiormente cómo demonios se las arreglarían para dormir allí todos juntos.
Harry soltó una risa disimulada cuando el Sr. Weasley se puso a cuatro patas y entró en la primera de las tiendas.
—Estaremos un poco apretados —comentó él—, pero cabremos. Entrad a echar un vistazo.
Algo reacios a su sugerencia, ambos se inclinaron, se metieron por la abertura de la tienda y se quedaron con la boca abierta. Acababan de entrar en lo que parecía un anticuado apartamento de tres habitaciones, con baño, cocina y un pequeño salón repleto de sillones confortables. Harry, que parecía muy emocionado, buscó los ojos de la muchacha con los suyos. Ella sonrió, viendo reflejado en ellos su mismo sentimiento.
Los muchachos se entretuvieron instalándose en las habitaciones mientras el Sr. Weasley se esforzaba en encender el fuego. Cuando Hermione salió de nuevo, se dio cuenta de que no lo lograba, aunque no porque no lo intentara: a su alrededor, el suelo estaba lleno de fósforos consumidos, y él parecía estar disfrutando como nunca.
—¡Vaya! —exclamaba cada vez que lograba encender un fósforo, e inmediatamente lo dejaba caer de la sorpresa.
—Déjeme, Sr. Weasley —dijo ella amablemente, cogiendo la caja para mostrarle cómo se hacía.
Finalmente lograron encender el fuego, aunque pasó al menos otra hora hasta que se pudo cocinar en él. Sin embargo, había mucho que ver mientras esperaban: habían montado las tiendas delante de una especie de calle que llevaba al estadio, y el personal del Ministerio iba apresuradamente por ella de un lado a otro. Al pasar, saludaban con cordialidad al Sr. Weasley, y éste no dejaba de explicar quiénes eran.
Acababan de ponerse a freír huevos y salchichas cuando el hombre se puso en pie de un salto, sonriendo y haciendo gestos con la mano a una figura que se les acercaba a zancadas.
—¡Ajá! —espetó entusiasmado—. ¡El hombre del día! ¡Ludo!
—¡Ah, de la casa! ¡El viejo Arthur! —les gritó él, caminando hasta ellos como si tuviera muelles en los talones, y resultaba evidente que estaba muy emocionado—. Vaya día, ¿eh? ¡Vaya día! ¿A que no podíamos pedir un tiempo más perfecto? Vamos a tener una noche sin nubes... y todos los preparativos han salido sin el menor tropiezo. ¡Casi no tengo nada que hacer!
—Éste es Ludo Bagman —le presentó el Sr. Weasley—. Gracias a él hemos conseguido unas entradas tan buenas.
Bagman sonrió e hizo un gesto con la mano, queriendo restarle importancia al hecho.
—¿No te gustaría hacer una pequeña apuesta, Arthur? —sugirió, haciendo sonar en los bolsillos de su túnica negra y amarilla lo que parecía una gran cantidad de monedas de oro—. Roddy Pontner ya ha apostado a que Bulgaria marcará primero, y yo me he jugado una buena cantidad, porque los tres delanteros de Irlanda son los más fuertes que he visto en años... y Agatha Timms se ha jugado la mitad de las acciones de su piscifactoría de anguilas a que el partido durará una semana.
—Eh... bueno bien —murmuró el padre de Ron, rebuscando en sus bolsillos—. Veamos... ¿un galeón a que gana Irlanda?
—¿Un galeón? —suspiró Bagman, algo decepcionado—. Bien, bien... ¿alguna otra apuesta?
—Son demasiado jóvenes para apostar. A Molly no le gustaría...
—Apostaremos treinta y siete galeones, quince sickles y tres knuts a que gana Irlanda —declaró Fred, a la vez que él y George sacaban todo su dinero en común—, pero a que Viktor Krum coge la snitch. ¡Ah! Y añadiremos una varita de pega.
El rostro infantil de Bagman se iluminó al recibirla de manos de Fred, y cuando la varita dio un chillido y se convirtió en un pollo de goma, prorrumpió en sonoras carcajadas.
—¡Estupendo! ¡Hacía años que no veía ninguna tan buena! ¡Os daré por ella cinco galeones!
—Muchachos, no quiero que apostéis —murmuró el Sr. Weasley con un gesto de desaprobación—. Eso son todos vuestros ahorros... vuestra madre...
—¡No seas aguafiestas, Arthur! ¡Ya tienen edad para saber lo que quieren! —bramó Bagman, haciendo tintinear con entusiasmo las monedas de sus bolsillos—. ¿Pensáis que ganará Irlanda pero que Krum cogerá la snitch? No tenéis muchas posibilidades de acertar, muchachos. Os ofreceré una proporción muy alta. Así que añadiremos cinco galeones por la varita, y...
El Sr. Weasley se dio por vencido cuando Bagman sacó una libreta y una pluma del bolsillo y empezó a anotar los nombres de los gemelos en ella.
—¡Gracias! —suspiró George, tomando el recibo de pergamino que Bagman le entregó y metiéndoselo en el bolsillo delantero de la túnica.
Conforme avanzaba la tarde, la emoción aumentaba en el cámping. Al oscurecer, el aire aún estival vibraba de expectación, y cuando la noche llegó como una sábana a cubrir a los miles de magos acampados, desaparecieron los últimos vestigios de disimulo: el Ministerio parecía haberse resignado ya a lo inevitable y dejó de reprimir los ostensibles indicios de magia que surgían por todas partes.
Los vendedores se aparecían a cada paso con bandejas o empujando carros en los que llevaban artefactos extraordinarios: escarapelas luminosas de los colores de los equipos que gritaban los nombres de los jugadores; sombreros puntiagudos de color verde adornados con tréboles que se movían; bufandas del equipo de Bulgaria con leones estampados que rugían; banderas de ambos países que entonaban el himno nacional cada vez que se las agitaba; miniaturas de Saetas de Fuego que volaban de verdad y figuras coleccionables de jugadores famosos que se paseaban por la palma de la mano.
Harry, Ron y Hermione caminaron entre los vendedores, comprando recuerdos. El pelirrojo había adquirido un sombrero con tréboles que se movían y una gran escarapela verde, así como una figura de Viktor Krum, el buscador del equipo de Bulgaria, que iba de un lado a otro en su mano, frunciendo el ceño ante la escarapela verde que tenía delante.
Harry, como detalle para sus amigos, compró cinco omniculares, unos curiosos objetos de metal que parecían prismáticos, llenos de botones y ruedecillas. Con ellos se podía volver a ver una jugada, pasarla a cámara lenta e incluso ofrecían un análisis jugada a jugada.
—Es mi regalo de Navidad —les aseguró, cediéndoles un omnicular a cada uno y guardándose los de Cedric y Susan—. ¡De los próximos diez años!
—Conforme —aceptó Ron, sonriendo, y Harry y Hermione estallaron en una sonora carcajada.
Con los bolsillos considerablemente menos abultados, regresaron a las tiendas. Los hermanos de Ron llevaban también escarapelas verdes, y el Sr. Weasley tenía una bandera de Irlanda. Entonces, se oyó un sonido profundo y retumbante al otro lado del bosque, y de inmediato se iluminaron entre los árboles unos faroles rojos y verdes, marcando el camino al estadio.
—¡Ya es la hora! —anunció el padre de Ron tan impaciente como los demás—. ¡Vamos!
Entusiasmados, cogieron todo lo que habían comprado y se internaron juntos a toda prisa en el bosque por el camino señalado. Oían los gritos, las risas, los retazos de canciones de las miles de personas que iban con ellos. La atmósfera de febril emoción se contagiaba fácilmente, y Hermione no podía dejar de sonreír. Caminaron por el bosque hablando y bromeando en voz alta, hasta que al salir por el otro lado se hallaron a la sombra de un estadio colosal. Aunque apenas podían ver una parte de los inmensos muros dorados que rodeaban el campo de juego, Hermione calculaba que dentro podrían haber cabido, sin apretujones, diez catedrales.
—¡Asientos de primera! —exclamó la bruja del Ministerio apostada ante la puerta al comprobar sus entradas—. ¡Tribuna principal! Todo recto escaleras arriba, Arthur, arriba de todo.
Las escaleras del estadio estaban tapizadas con una suntuosa alfombra de color púrpura. Subieron con la multitud, que poco a poco iba entrando por las puertas que daban a las tribunas que había a derecha e izquierda, y siguieron hasta llegar al final de la escalera, encontrándose en una pequeña tribuna ubicada en la parte más elevada del gran estadio. Había una veintena de butacas de color rojo y dorado, repartidas en dos filas, y Hermione tomó asiento con los demás en la fila de delante, observando fascinada el estadio que tenía a sus pies.
Cien mil magos y brujas ocupaban sus asientos en las gradas dispuestas en torno al largo campo oval: todo estaba envuelto en una misteriosa luz dorada que parecía provenir del mismo estadio. Desde aquella elevada posición, el campo parecía forrado de terciopelo. A cada extremo se levantaban tres aros de gol, a unos quince metros de altura, y justo enfrente de la tribuna en la que se encontraban, casi a la misma altura de sus ojos, había un panel en el que aparecían unas letras de color dorado.
Ron, adecuado junto a Hermione, sacó los ominiculares y comenzó a probarlos, espiando con ellos a la multitud que había al otro lado del estadio.
—¡Sensacional! —exclamó, girando el botón de retroceso que el objeto tenía a un lado—. Puedo hacer que aquel viejo se vuelva a meter el dedo en la nariz una vez... y otra... y otra...
Durante la siguiente media hora se fue llenando lentamente la tribuna. El Sr. Weasley no paraba de estrechar la mano a personas que debían ser magos importantes, y no fue hasta que Ludo Bagman llegaba a la tribuna principal como si fuera un indio lanzándose al ataque de un fuerte que las salutaciones cesaron. Junto a él, Cornelius Fudge asentía complacido, y Bagman sacó la varita y se apuntó con ella en la garganta.
—¡Sonorus! —su voz se alzó por encima del estruendo de la multitud que abarrotaba ya el estadio y retumbó en cada rincón de las tribunas—. Damas y caballeros... ¡bienvenidos ¡Bienvenidos a la cuadringentésima vigésima segunda edición de la Copa del Mundo de quidditch!
Los espectadores gritaron y aplaudieron. En las gradas ondearon miles de banderas, y los discordantes himnos de sus naciones se sumaron al jaleo de la multitud.
—Y ahora, sin más dilación, permítanme que les presente a... ¡las mascotas del equipo de Bulgaria!
—Me pregunto qué habrán traído —murmuró el Sr. Weasley, inclinándose en el asiento hacia adelante—. ¡Ah! ¡Son veelas!
Hermione, empujada por la curiosidad, imitó su gesto. Había leído mucho acerca de aquellas fascinantes criaturas pero todavía no había tenido ocasión de presenciarlas en persona. Las reconoció enseguida cuando salieron al campo de juego y se pusieron a bailar, y pensó que los libros no les habían hecho justicia: eran las mujeres más hermosas que ella hubiera visto nunca. A su lado, las bocas abiertas de sus compañeros le dieron la certeza de que su pensamiento era compartido.
Todo el estadio permaneció como hipnotizado ante la danza de las veelas, y cuando cesó la música, las gradas se inundaron de gritos de protesta: la multitud no quería que aquellas criaturas se fueran.
—Y ahora —bramó la voz de Bagman—, tengan la bondad de alzar sus varitas para recibir a... ¡las mascotas del equipo nacional de Irlanda!
En aquel momento, lo que parecía ser una cometa de color dorado y verde entró disparado en el estadio, dio una vuelta al terreno de juego y se dividió en dos cometas más pequeños que se lanzaron a toda velocidad hacia los postes de gol. Repentinamente se formó un arco iris que se extendió de un lado a oro del campo de juego, conectando las dos bolas de luz. Al desvanecerse, unos instantes después, las dos bolas de luz volvieron a juntarse y se abrieron: formaron un trébol enorme y reluciente que se levantó en el aire y empezó a elevarse sobre las tribunas. De él caía algo que parecía una lluvia de oro.
—¡Maravilloso! —exclamó Ron cuando cayeron pesadas monedas de oro, rebotando al dar en los asientos.
Entornando los ojos para ver mejor el trébol, Hermione apreció que estaba compuesto de miles de hombrecitos diminutos con barba y chalecos rojos, cada uno de los cuales llevaba una diminuta lámpara de color dorado y verde.
—¡Son leprechauns! —sentenció al viento por encima del tumultuoso aplauso de los espectadores, aunque muchos todavía estuvieran buscando monedas de oro debajo de los asientos.
—¡Aquí tienes! ¡Por los omniculares! —ofreció Ron muy contento, dándole a Harry un montón de monedas en mano—. ¡Ahora me tendrás que comprar un regalo de Navidad!
El enorme trébol se disolvió, los leprechauns se dispersaron hacia el lado opuesto al que ocupaban las veelas y se sentaron con las piernas cruzadas para contemplar el partido.
—Y ahora, damas y caballeros, ¡demos una calurosa bienvenida a la selección nacional de quidditch de Bulgaria! —volvió a sonar la voz de Bagman—. Con ustedes... ¡Dimitrov! ¡Ivanova! ¡Zograf! ¡Levski! ¡Vulchanov! ¡Volkov! Y, finalmente... ¡Krum!
Siete figuras vestidas de escarlata entraron tan rápidas montadas sobre los palos de sus escobas que sólo se pudieron distinguir borrones en el aire. La afición del equipo de Bulgaria, ante su llegada, aplaudió con fervor.
—¡Es él, es él! —gritó Ron, siguiendo a Krum con los omniculares.
Hermione se apresuró en enfocar los suyos, y encontró rápidamente al jugador. Viktor Krum era delgado, moreno y de piel clara. Su mirada era fija y su expresión desafiante, asemejándose a una ave de presa. Costaba creer que sólo tuviera dieciocho años, tal y como le habían comentado sus amigos.
—¡Recibamos ahora con un cordial saludo a la selección nacional de quidditch de Irlanda! —bramó Bagman—. Les presento a... ¡Connolly! ¡Ryan! ¡Troy! ¡Mullet! ¡Moran! ¡Quigley! Y, por supuesto... ¡Lynch!
Siete borrones de color verde rasgaron el aire al entrar en el campo de juego. Hermione dio vueltas a una ruedecilla lateral de los omniculares para ralentizar el movimiento de los jugadores hasta conseguir ver sus nombres bordados en plata en la parte trasera de sus túnicas.
—Y para finalizar, llegado desde Egipto, nuestro árbitro, el aclamado Presimago de la Asociación Internacional de Quidditch: ¡Hasán Mustafá!
Caminando a zancadas, entró en el campo de juego un mago vestido con una túnica dorada que hacía juego con el estadio. Era delgado, pequeño y debajo de su bigote sobresalía un silbato de plata; bajo un brazo llevaba una caja de madera, y bajo el otro, su escoba voladora. Hermione le observó atentamente mientras éste montaba y abría la caja con un golpe con la pierna. Cuatro bolas quedaron libres en ese preciso instante: la quaffle, de color escarlata, las dos bludgers negras, y la dorada y minúscula snitch, que logró verse sólo durante una fracción de segundo hasta que desapareció. Soplando el silbato, Mustafá emprendió el vuelo detrás de las bolas.
Aquello era quidditch como Hermione no había visto nunca. Se apretaba tanto los omniculares contra los ojos que se hacía daño en el puente de la nariz sin apenas darse cuenta, demasiado enfrascada en lo que veía: la velocidad de los jugadores era increíble. Arrojaban la quaffle unos a otros a tal velocidad que Bagman apenas tenía tiempo a decir sus nombres a medida que narraba el partido.
Ella sabía lo suficiente de quidditch para darse cuenta de que los cazadores de Irlanda eran soberbios. Formaban un equipo perfectamente coordinado y, por las posiciones que ocupaban, parecía como si pudieran leerse la mente entre unos y otros. Marcaron con maestría al equipo rival hasta alcanzar el treinta a cero, lo que provocó que el juego se tomara aún más rápido pero también más brutal. Volkov y Vulchanov, los golpeadores búlgaros, aporreaban las bludgers con todas sus fuerzas para pegar con ellas a los cazadores del equipo de Irlanda, y les impedían hacer uso de algunos de sus mejores movimientos: dos veces se vieron forzados a dispersarse y luego, por fin, Ivanova logró romper su defensa, esquivar al guardián, Ryan, y marcar el primer tanto del equipo de Bulgaria.
Cien mil magos y brujas ahogaron un grito cuando los dos buscadores, Krum y Lynch, cayeron en picado por en medio de los cazadores, tan veloces como un disparo. Hermione siguió su descenso con los omniculares, entrecerrando los ojos para tratar de ver dónde estaba la snitch.
—¡Se van a estrellar! —gritó Ginny a su lado.
Y así parecía, hasta que en última instancia Viktor Krum frenó su descenso y se elevó con un movimiento de espiral. Lynch, sin embargo, chocó contra el suelo con un golpe sordo que logró oírse en todo el estadio, y un suspiro brotó de la afición irlandesa.
—¡Maldita sea! —se lamentó el Sr. Weasley—. ¡Krum lo ha engañado!
—¡Tiempo muerto! —gritó la voz de Bagman—. ¡Medimagos expertos tendrán que salir al campo para examinar a Aidan Lynch!
—Estará bien —murmuró Harry en tono tranquilizador—. Sólo ha sido un castañazo.
Hermione se apresuró en apretar el botón de retroceso, giró la ruedecilla de velocidad y volvió a colocárselo en los ojos. Presenció de nuevo, esta vez a cámara lenta, a Krum y Lynch cayendo hacia el suelo. Vio que el rostro de Krum se contorsionaba a causa de la concentración cuando, justo a tiempo, se frenaba para evitar el impacto, mientras Lynch se estrellaba, y comprendió que Krum no había visto la snitch: sólo se había lanzado en picado para engañar a Lynch.
Hermione no había visto nunca a nadie volar de esa manera, con tanta agilidad que parecía ingrávido, y al poner los omniculares en posición normal volvió a enfocar a Krum, viendo que volaba en círculos por encima de Lynch. Sus ojos oscuros recorrían el terreno que había treinta metros más abajo, aprovechando el tiempo para buscar la snitch sin la interferencia de otros jugadores.
Finalmente Lynch se incorporó en medio de los vítores de la afición del equipo de Irlanda, montó en la Saeta de Fuego y, dando una patada en la hierba, levantó el vuelo. Su recuperación pareció otorgar un nuevo empuje al equipo, y cuando Mustafá volvió a pitar, los cazadores se pusieron a jugar con una destreza hipnótica.
En otros quince minutos trepidantes, Irlanda consiguió marcar diez veces más. Ganaban por ciento treinta puntos a diez, y a partir de ese momento el juego alcanzó nuevos niveles de ferocidad. Los golpeadores de ambos equipos jugaban sin compasión: Volkov y Vulchanov en especial, no parecían preocuparse mucho si en vez de a las bludgers golpeaban con los bates a los jugadores irlandeses. Dimitrov se lanzó hacia Moran, que estaba en posesión de la quaffle, y casi lo derribó de la escoba. Quigley, el golpeador irlandés, le dio a una bludger que pasaba a su lado y la lanzó con todas sus fuerzas contra Krum, que no consiguió esquivarla a tiempo y la recibió de lleno en la cara.
La multitud lanzó un grito ensordecedor. Parecía que Krum tenía la nariz rota, porque su cara empezó a cubrirse rápidamente de sangre. Hermione estaba a la espera de que alguien interrumpiera el partido para que pudieran atenderle: aunque estuviera de parte de Irlanda, Krum le seguía pareciendo el mejor jugador del partido.
—¡Esto tiene que ser tiempo muerto! —exclamó Ron, que pensaba lo mismo que ella—. ¡No puede jugar en estas condiciones! ¡Míralo!
—¡Mira a Lynch! —contestó Harry.
El buscador irlandés había empezado a caer repentinamente, y Hermione comprendió que no se trataba de ningún movimiento engañoso: aquella vez, era de verdad.
—¡Ha visto la snitch! —gritó Ginny, entusiasmada—. ¡La ha visto!
Sólo la mitad de los espectadores parecía haberse dado cuenta de lo que ocurría. La afición irlandesa se levantó como una ola verde, gritando a su buscador, pero Krum se apresuró en ir detrás de él. Hermione no sabía cómo conseguía ver hacia dónde se dirigía, dejando tras de sí un rastro de gotas de sangre, pero se puso a la par de Lynch y ambos se lanzaron de nuevo hacia el suelo.
—¡Van a estrellarse! —gritó ella con el corazón encogido.
—¡Nada de eso! —se opuso Ron.
—¡Lynch sí! —mencionó Harry.
Por segunda vez, el buscador irlandés chocó contra el suelo con una fuerza tremenda.
—¡La snitch! —gritaron Fred y George desde sus asientos—. ¿Dónde está la snitch?
Krum, que tenía la túnica ensangrentada, se elevó suavemente en el aire con el puño en alto y un destello de oro dentro de la mano.
—¡La tiene! ¡Krum la tiene! —aseguró Hermione—. ¡Ha terminado!
El tablero anunció «BULGARIA: 160; IRLANDA: 170» a la multitud, que no parecía haber comprendido lo ocurrido. Unos segundos después, un bramido se alzó entre la afición del equipo de Irlanda y fue creciendo más y más hasta convertirse en una oda de alegría.
—¡Irlanda ha ganado! ¡Krum ha cogido la snitch, pero Irlanda ha ganado! —voceó Bagman, que parecía desconcertado por el repentino final del juego—. ¡Dios santo, no creo que nadie se lo esperara!
—¿Y para qué ha cogido la snitch? —se preguntó Ron, al mismo tiempo que daba saltos en su asiento y aplaudía con las manos elevadas por encima de la cabeza—. ¡Ha dado por finalizado el juego cuando Irlanda les sacaba ciento sesenta puntos de ventaja!
—Sabía que nunca conseguirían alcanzarlos —respondió Harry, gritando para hacerse oír por encima del estruendo—. Los cazadores del equipo de Irlanda son demasiado buenos. Quiso terminar lo mejor posible, eso es todo.
—Ha estado magnífico, ¿verdad? —comentó Hermione, inclinándose hacia delante para verlo aterrizar mientras un enjambre de medimagos se abría camino hacia él—. Aunque está hecho una pena...
Los tres volvieron a mirar por los omniculares. Era difícil saber lo que ocurría, porque los leprechauns zumbaban de un lado para otro por el terreno de juego, pero consiguieron divisar a Krum entre los medimagos. Parecía más hosco que nunca, y no les dejaba ni que le limpiaran la sangre de la cara. Sus compañeros lo rodeaban, moviendo la cabeza de un lado a otro y con aspecto abatido.
A poca distancia, los jugadores del equipo de Irlanda bailaban de alegría bajo una lluvia de oro que les arrojaban sus mascotas. Por todo el estadio se agitaban banderas, y el himno nacional de Irlanda atronaba en cada rincón.
Una repentina luz blanca y cegadora bañó mágicamente la tribuna en la que se hallaban Bagman y el Ministro de Magia, y pudieron distinguirse dos magos que llevaban, jadeando, una gran copa de oro que entregaron a Fudge.
—¡Dediquemos un fuerte aplauso a los caballerosos perdedores! —gritó Bagman—. ¡La selección de Bulgaria!
Subiendo por la escalera, los siete derrotados jugadores búlgaros llegaron hasta la tribuna. Abajo, la multitud aplaudía con aprecio. Uno a uno desfilaron entre las butacas de la tribuna, y Bagman les fue nombrando mientras estrechaban la mano de su ministro y luego la de Fudge. Krum, que estaba en último lugar, tenía muy mal aspecto: sus ojos negros relucían en medio de su rostro ensangrentado, y sus movimientos parecían menos ágiles, volviéndolo patoso y cabizbajo. Todavía agarraba la snitch, y cuando Bagman pronunció su nombre, el estadio entero le dedicó una ovación ensordecedora.
A continuación subió el equipo de Irlanda. Moran y Connolly llevaban a Aidan Lynch, que tras el segundo batacazo parecía aturdido y tenía los ojos desenfocados. Sonrió muy contento cuando Troy y Quigley levantaron la Copa en el aire y la multitud expresó estruendosamente su alegría.
Finalmente, cuando la selección irlandesa bajó de la tribuna para dar otra vuelta de honor sobre las escobas, Bagman se apuntó con la varita a la garganta y se le oyó por última vez.
—¡Quietus!
—Se hablará de esto durante años —comentó el Sr. Weasley a medida que abandonaban sus asientos con una sonrisa de oreja a oreja—. Ha sido un giro verdaderamente inesperado. Es una pena que no haya durado más.
Antes de abandonar el estadio se encontraron de nuevo con Bagman. Fred y George se plantaron frente a él con una amplia sonrisa y la mano tendida en su dirección.
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