Capítulo LXVI - Nitidus

ARESTO MOMENTUM

— CAPÍTULO LXVI —

N i t i d u s 

A medida que el mes de junio se aproximaba, los días se volvieron menos nublados y más calurosos, y lo que apetecía a todo el mundo era pasear por los terrenos del colegio y dejarse caer en la hierba, con grandes cantidades de zumo de calabaza bien frío o con una partida improvisada de gobstones. Sin embargo, los exámenes finales se echaban encima del alumnado, y en lugar de disfrutar del clima los estudiantes permanecían dentro del castillo, haciendo titánicos esfuerzos por concentrarse en su estudio mientras sentían entrar por las ventanas unas tentadoras ráfagas de aire estival.

Cedric estaba apunto de obtener el T.I.M.O., y superar los exámenes se le complicaba con su labor como capitán del equipo de Quidditch. A menudo repasaba junto a sus amigos durante sus horas libres, quienes le ayudaban a retener en la memoria toda la información posible. Por un lado, Harry y Ron dedicaban al estudio el tiempo suficiente como para no sentirse unos holgazanes; Susan, por otro, se había tomado muy en serio su meta de conseguir las mejores calificaciones posibles. La que parecía estar más nerviosa del grupo, como resultaba habitual, era Hermione. Sus amigos habían dejado de preguntarle cómo se las apañaba para acudir a la vez a varias clases, y cómo compaginaba sus asignaturas con la apelación que seguía elaborando para el caso de Buckbeak, pero no pudieron contenerse cuando vieron el calendario de los exámenes.

—Oye, Hermione —murmuró Ron con cautela, sabiendo que la muchacha, durante aquellos días, saltaba fácilmente cuando la interrumpían—. ¿Has visto ya el calendario?

—Claro que lo he visto —afirmó ella mientras revolvía entre montañas de pergaminos—. ¿Qué le pasa?

—¿Serviría de algo preguntarte cómo vas a hacer dos exámenes a la vez? —se añadió Harry con su misma curiosidad.

—No —respondió ella lacónicamente, observando en todas direcciones—. ¿Habéis visto mi ejemplar de Numerología y gramática?

Ambos muchachos se contemplaron entre sí con la misma mueca de desconcierto, y antes de que ninguno pudiera responderle, se oyó un leve roce en una de las ventanas de la sala común. Hedwig entró aleteando con un sobre fuertemente atenazado en el pico, que no tardó en acabar en manos de Harry.

—Es de Hagrid —comentó él una vez lo hubo repasado—. La apelación a Buckbeak se ha fijado para el día seis.

—¡Es el día que terminamos los exámenes! —comentó Ron, que buscaba el libro de Aritmancia de su compañera.

—Dice que tendrá lugar aquí —prosiguió el de cabellos azabaches, alzando sus ojos del sobre—. Vendrá alguien del Ministerio de Magia... y un verdugo.

Hermione olvidó por completo la importancia que tenían sus pergaminos y levantó la cabeza, encontrándose con los rostros desencajados de ambos muchachos.

—¡Traen un verdugo a la sesión de apelación! —enfatizó ella—. ¡Es como si ya estuviera decidido!

—Sí, eso parece.

—¡Pero no pueden hacerlo! —se ofuscó el pelirrojo—. ¡Hermione le proporcionó a Hagrid una buena defensa! ¡No pueden pasarlo todo por alto!

La muchacha, aunque se sentía halagada por las palabras de su amigo, tenía la horrible sensación de que la Comisión para las Criaturas Peligrosas había tomado ya su decisión, presionada por Lucius Malfoy. A pesar de ello, no estaba dispuesta a dejar a Hagrid con las manos vacías, ni aunque la realidad resultara evidente: ya no sólo pretendía que su gesto le demostrara al semigigante que contaba con su completo apoyo, sino que también quería demostrarse a sí misma la importancia que tenían sus ideales y lo dispuesta que se encontraba de luchar por ellos hasta el final.

Como usualmente lo hacía, se encontró una vez más acomodada en una de las largas mesas que reinaban en la Biblioteca, enfrascada en enormes volúmenes en busca de una buena base que sustentara la apelación. Se había acostumbrado a realizar aquella tarea en soledad, puesto que Helen se encontraba demasiado atareada preparándose para el E.X.T.A.S.I.S., titulación que la ayudaría a entrar en el Ministerio de Magia si conseguía las máximas puntuaciones.

Sin embargo, aquella tarde no se encontraba sola en el inmenso espacio, aunque apenas era consciente de ello. Escondido tras una de las estanterías de la Sección Medieval, Draco la observaba por los huecos que quedaban entre los libros, invadido por una debilidad parecida a la indecisión. El muchacho había estado notablemente apagado desde su último encuentro, y el triunfo de Gryffindor en la final de Quidditch había resultado la excusa perfecta como para hacer pasar desapercibida su culpa interna. Por más que hubiera intentado ignorarlos, se sentía constantemente acusado por sus demonios; era plenamente consciente de las incansables tardes que Hermione dedicaba al caso del hipogrifo, y empezaba a cargarlo como un horrible peso sobre su alma.

Haciendo de tripas corazón tras el buen rato que restó observándola desde el anonimato, se asomó finalmente por uno de los costados de la extensa estantería.

—¡Psst! —chistó él, intentando llamar su atención—. ¡Granger!

Ella, sorprendida, alzó la vista de la superficie y se encontró rápidamente con sus ojos grises. Su mueca se mantuvo impasible durante unos instantes, hasta que la aversión empezó a tomar su protagonismo habitual. Draco conocía de memoria cada detalle que se presentaba en aquel gesto, el que siempre le era dedicado a él.

—Esto era lo que me faltaba... —se aquejó ella en un hilo de voz, queriendo mantener intacta la serenidad que Madame Pince se esforzaba por hacer reinar en la Biblioteca—. Malfoy, déjame tranquila.

En contra de sus deseos, el muchacho volvió a insistirle con simples gestos, invitándola a acercarse. Completamente fastidiada, y comprendiendo que no se libraría de él tan fácilmente, se acabó dando por vencida y cedió, levantándose de la silla con la pluma en la mano y alcanzando su posición a pasos decididos y resonados, con los que pretendía demostrar su más que evidente inconformidad.

—¿Es que no has tenido suficiente? —le recriminó ella una vez se encontraron cara a cara—. ¿Qué es lo que quieres? ¿Acabar con mi paciencia?

—Sigues trabajando en la defensa para tu amigo Hagrid, ¿verdad? —preguntó él, ignorando por completo sus comentarios.

Ella hizo rodar los ojos con total fastidio.

—¿A ti qué te parece? —gruñó—. Mira, si me has llamado para volver a reírte de mí...

—No, no es eso —le aseguró él.

—¿Entonces qué es? —ansió saber ella, cruzando firmemente los brazos por encima de su pecho—. Te recuerdo que todo esto es culpa tuya y de tu estúpido orgullo.

Un sutil destello de vergüenza cruzó fugaz la mirada del Slytherin.

—Lo sé.

Hermione parpadeó exageradamente un par de veces, como si haber escuchado aquello hubiera formado parte de una realidad que no se correspondía a la que realmente se encontraban.

—¿Cómo? —balbuceó ella sin remedio—. ¿Lo sabes?

Ligeramente divertido con su reacción, Draco asintió con la cabeza, acentuando el desconcierto de su acompañante.

—Me estás tomando el pelo, ¿no?

—¡Te estoy diciendo que no, atontada!

Madame Pince, que estaba sacando brillo a la cubierta dorada de un gran libro de hechizos, les chistó desde su escritorio, dedicándoles una mirada reprobatoria capaz de hacer sentir diminuto a cualquier ser que se encontrara sobre la faz de la Tierra.

Hermione, avergonzada, volvió a girarse hacia Draco con el ceño fruncido.

—Encima vas a conseguir que nos echen de la Biblioteca —le recriminó ella en un susurro cargado de manía.

—Pero puedes hacer el favor de escucharme...

Notablemente molesta, la muchacha alzó la pluma y la empuñó ante su cara.

—No, no pienso hacerlo —le aseguró en el tono más bajo que fue capaz de emplear—. No sé qué pretendes con todo esto pero tampoco me importa lo más mínimo.

Hermione hizo ademán de irse, creyendo que su advertencia habría surgido su efecto, pero la mano de Draco tomando su brazo la detuvo. Se zafó de su agarre sacudiendo su extremidad y volvió a enfrentarse a sus ojos grises, bastante más fastidiada.

—Estoy tratando de disculparme —murmuró él.

Su mueca de desagrado se vio eclipsada por lo atónita que se sintió al oír aquello, abriendo ligeramente la boca y entrecerrando los ojos sin apenas darse cuenta.

—¿Disculparte? ¿Lo dices en serio? —recalcó ella, sin acabar de creerse del todo sus propias palabras—. ¿Y de qué te crees que me sirven tus disculpas? Buckbeak tiene todas las papeletas para acabar ejecutado, por mucho que tú te disculpes.

—Ya lo sé —asintió él, impasible—. Eso no hace que me sienta mejor.

—Cualquiera lo diría... —suspiró ella, concentrándose en el moratón que aún residía sobre el tabique del Slytherin y del que ella había sido autora—. Mira, no sé muy bien cómo tomarme esto.

—Joder, eres muy difícil de convencer.

—Llevas años tratando de hacerme la vida imposible. ¿Qué esperabas?

—No lo sé... yo... —balbuceó él sin remedio, intentando encontrar las palabras adecuadas—. Trato de retractarme, Granger. No me siento muy orgulloso de lo que he hecho.

—Creo que el golpe te ha afectado más de lo que pensaba.

Draco se cruzó de brazos y sacudió la cabeza, apartando los cabellos rubios que habían caído y le tapaban el rostro.

—Estoy hablando en serio —conminó él, tomando un tono más severo—. Mira, si pudiera hacer algo para remediar esto, lo haría.

—Pero no puedes.

—No... esta vez no.

—Como comprenderás, es difícil perdonarte en estas circunstancias.

—Lo sé, y me parece lo más lógico —admitió él, perdiéndose con la mirada en la inmensidad de la Biblioteca en busca de salir del callejón en el que se había transformado la conversación—. No te estoy pidiendo que seamos amigos ni nada por el estilo.

—¿Qué estás haciendo entonces? —expuso la ironía de ella—. ¿Aliviar tu conciencia?

—En parte, supongo —dijo, encongiéndose de hombros—. Pero lo que me importa es que dejemos a un lado esta guerra absurda.

Hermione hizo su último intento de hacer salir a flote el verdadero orgullo Slytherin del muchacho.

—Guerra que has iniciado tú con tus estupideces de niñato inmaduro.

En contra de lo que esperaba, Draco rió disimuladamente ante su declaración.

—Que sí, cabezona —asintió él, otorgándole la satisfacción de tener razón—. ¿Entonces qué?

—¿Qué de qué?

—Que si aceptas mis disculpas.

Hermione no se dio cuenta de que sus ojos la traicionaban, llevándola a examinar minuciosamente el rostro del muchacho en busca de cualquier atisbo de culpabilidad en él. Durante los tres años que habían compartido entre bajezas y encontronazos, jamás hubiera creído ver a Draco como ahora lo veía, sosteniéndole la mirada con entereza y dándole la certeza de que sus palabras eran ciertas. Por más que lo intentara, había algo en él que le gritaba un arrepentimiento que ella jamás hubiera esperado llegar de su parte.

La muchacha eligió no responder, y con sosiego se dio la media vuelta y se dispuso a recoger sus cosas de la mesa en la que había hincado los codos, sabiendo que los ojos de Draco la acompañaban en el proceso.

Él, viéndola empacar su bolsa, se sintió ligeramente abatido, creyendo que toda respuesta se resumiría en la indiferencia que ella ahora le demostraba. Tenía la ferviente esperanza de que su gesto hubiera al menos aplacado los demonios internos de Hermione, debido a que no quería seguir siendo una carga en su conciencia, y no fue hasta que ella se colgó la bolsa del hombro y volvió a mirarle, que comprendió que había cumplido su cometido.

Antes de abandonar la sala, Hermione, jugueteando graciosamente con la pluma entre sus dedos, le dedicó una sonrisa efímera y se perdió hacia la Gran Escalinata, dejándole solo en su escondite. Draco agradeció que nadie más que él pudiera ser testigo de la ligera sacudida que sintió en el estómago, y que sabía que nada tenía que ver con los nervios.

***

Comenzó la semana de exámenes y el castillo se sumió en un inusitado silencio. Los alumnos de tercero salieron del examen de Transformaciones el lunes a la hora de la comida, agotados y lívidos, comparando lo que habían hecho y quejándose de la dificultad de los ejercicios, consistentes en transformar una tetera en tortuga. Ron irritó el humor de todos sus compañeros porque juraba que su tortuga era mucho más galápago, cosa que a los demás les traía sin cuidado.

Después de una comida apresurada, la clase volvió a subir para el examen de Encantamientos. Hermione, que estaba convencida de que los encantamientos estimulantes saldrían en el examen, había dado en el clavo. Susan, por los nervios, exageró un poco el suyo, y Ron, que era su pareja en el ejercicio, se echó a reír como un histérico. Tuvieron que llevárselo a un aula vacía y dejarlo allí una hora, hasta que estuvo en condiciones de llevar a cabo el encantamiento.

Hagrid presidió el examen de Cuidado de Criaturas Mágicas, que se celebró la mañana siguiente, con un aire ciertamente preocupado: parecía tener la cabeza en otra parte, hecho que Hermione comprendió a la perfección. Había traído un gran cubo de gusarajos al aula, y manifestó que el examen consistía en conservarlos vivos durante una hora. Como los gusarajos vivían mejor si se los dejaba en paz, aquel resultó el examen más sencillo que habían tenido nunca, y también concedió a Harry, Ron, Susan y Hermione muchas oportunidades para hablar con él.

Buckbeak está algo deprimido —les contó a baja voz, haciendo ver que comprobaba que el gusarajo de Harry seguía vivo—. Ha estado encerrado demasiado tiempo. Pero... en cualquier caso, pasado mañana lo sabremos.

Aquella misma tarde tuvieron el examen de Pociones, que no resultó en el absoluto desastre que prometía ser. A todos les sorprendió que la prueba consistiera en elaborar la Solución chispeante, y muchos creyeron que Snape había tomado un trago de la misma antes de comenzar. Era extraño que el profesor no estuviera enterrado en su mal genio habitual y les vigilara con aires de vengativo placer, pero nadie comprendía el motivo más que Hermione, que se sentía orgullosa de formar parte de su alegría contenida. Apenas se dijeron con palabras más de lo necesario, ya que sus miradas hablaban un idioma mucho más profundo e inadvertido, y cuando la prueba finalizó y Snape pasó por los pupitres a evaluar sus mezclas, Hermione le vio garabatear en el espacio de la nota, antes de alejarse, algo que parecía un diez.

A medianoche, en la torre más alta, tuvieron el examen de Astronomía; el miércoles por la mañana, el de Historia de la Magia, y por la tarde, el de Herbología en los invernaderos bajo un sol abrasador que les quemó la nuca.

El penúltimo examen, la mañana del jueves, fue el de Defensa Contra las Artes Oscuras. El profesor Lupin había preparado una especie de carrera de obstáculos fuera, en la que tenían que vadear un profundo estanque de juegos que contenía un grindylow; atravesar una serie de agujeros llenos de gorros rojos; chapotear por entre las ciénagas sin prestar oídos a las engañosas indicaciones de un hinkypunk, y meterse dentro del tronco de un árbol para enfrentarse con otro boggart.

Aquella última prueba era decisiva para Hermione. El profesor Lupin y ella habían continuado con sus clases particulares a lo largo de las semanas, y había sido muy duro. Ella sabía que el encantamiento y el movimiento de varita por sí solos no afectaban al boggart, y que la forma correcta de ejecutar el conjuro era superando el miedo y concentrándose en algo que hiciera a la criatura parecer divertida. Tuvo que aprender, a base de sudor y lágrimas, a mantenerse firme frente a la terrorífica visión que constantemente se le presentaba, y una vez lo consiguió vino la parte más complicada: obligarle a adoptar una forma cómica. Lupin le sugirió tomar algún elemento muggle para ello, con la intención de que aquella simple conexión con su entorno familiar lograra hacerla sentir más segura, y su ocurrencia logró el efecto deseado.

Con los pulmones cargados de aire, Hermione entró sola en el tronco del árbol y apretó la varita en su mano, esperando su llegada. El boggart se evidenció inmediatamente ante ella y tomó su cruel forma, presentándole una vez más la imagen del cadáver de Snape tendido en el suelo. Ella, sintiendo los latidos desbocados de su pecho, incrustó sus ojos castaños sobre su peor miedo y recordó con impoluta claridad la visión que necesitaba su mente para hacer desaparecer aquel mal.

—¡Riddikulus! —gritó con firmeza, apuntando sobre él.

El cuerpo se alzó del suelo, como si una fuerza sobrehumana lo enderezara, y se manifestó que había vuelto a la vida en cuanto abrió los ojos. Un gorro de fiesta apareció en su cabeza y entre sus labios se sujetó un matasuegras que la visión de Snape hizo sonar. Su sonido estridente y festivo inundó la corteza del árbol y Hermione rió con satisfacción frente a su imagen, notando como su pecho se llenaba de ternura. El miedo que se había enterrado en ella desapareció, igual que el boggart.

—Estupendo, Hermione—susurró Lupin cuando la joven bajó sonriente del tronco—. Nota máxima.

Sonrojada por el éxito y dedicándole la sonrisa que iluminaba su rostro, permaneció junto a él para ver a sus amigos. Harry recorrió el circuito perfectamente, presentándose ante ellos y logrando su misma nota; Ron lo hizo muy bien hasta llegar al hinkypunk, que logró confundirlo para que se hundiese en la ciénaga hasta la cintura, y Susan se mantuvo hasta llegar al árbol del boggart, del que salió gritando. La pantera negra había aparecido a sus espaldas, asustándola con su rugido. Costó un rato tranquilizarla, y cuando por fin se recuperó, volvieron al castillo.

Se reencontraron con Cedric en el Gran Comedor para repasar las asignaturas que les quedaban pendientes, y Hedwig apareció con una pequeña nota atada en sus patas. Harry fue el primero en leerla, y su reacción alertó a sus compañeros. Sin decir palabra, le pasó la nota a Hermione y se cubrió la cara con ambas manos.

La nota era de Hagrid y estaba seca, no había lágrimas en ella. Pero su mano parecía haber temblado tanto al escribirla que apenas resultaba legible.

«Apelación perdida. La ejecución será a la puesta del sol. No se puede hacer nada. No vengáis. No quiero que lo veáis.

Hagrid»

—¡Tenemos que ir! —exclamó Cedric de inmediato al leer la nota—. ¡No puede estar allí solo, esperando al verdugo!

—Pero es a la puesta del sol —comentó Susan, repasando la nota con los ojos empañados—. No nos dejarán salir, y menos a ti, Harry...

El efecto de sus palabras no aplacó los ánimos del muchacho, hecho que quiso demostrarles colocando ambas manos sobre la mesa y mirándoles con los ojos plagados de entereza.

—¿Desde cuándo escabullirnos ha sido un problema?

Los cinco acordaron reunirse después de la cena para visitar a Hagrid. El banquete les resultó eterno, y se notaba a flor de piel que estaban nerviosos: había muchos riesgos en su gesto que debían tener en cuenta, pero el afecto ganaba cualquier batalla. Querían estar ahí para él. Debían. 

Bajaron a cenar con los demás, pero no regresaron a sus respectivas salas comunes al terminar el banquete. Se escondieron en una habitación contigua al vestíbulo hasta asegurarse de que éste estuviese completamente vacío.

—¿De verdad vas a llevarte a Scabbers? —preguntó Hermione por tercera vez consecutiva, viendo a la rata escondida en uno de los bolsillos de la túnica de Ron, pensando en qué demonios hacía eso allí desde que habían acudido a la cena.

—¿Y por qué no? —suspiró el muchacho—. Le vendrá bien un poco de aire.

—¡Es una rata, Ron!

—¡Oye! ¡Yo no digo nada acerca del felpudo al que tienes por gato!

—¡Es lógico! ¡Yo no voy a sacarlo para que tome el aire!

—¡Normal! ¡Si nunca sabes dónde está!

—¡Silencio! —les acalló Cedric, que mantenía la oreja pegada a la puerta.

Oyeron a los dos últimos que pasaban aprisa y cerraban dando un portazo. Harry asomó la cabeza por la puerta para comprobar que se habían quedado solos.

—Vale —murmuró él—. No hay nadie. Podemos taparnos con la capa.

Caminando muy juntos, de puntillas y bajo la capa, bajaron la escalera y salieron. El sol se hundía ya en el bosque prohibido, dorando las ramas más altas de los árboles. Llegaron a la cabaña y llamaron a la puerta. Hagrid tardó en contestar, y cuando por fin lo hizo, miró a su alrededor en busca de la persona que había llamado.

—Somos nosotros —susurró Susan—. Llevamos la capa invisible. Si nos dejas pasar, nos la quitaremos.

—No deberíais haber venido —suspiró el semigigante, haciéndose a un lado para que entraran en la cabaña y cerrando la puerta rápidamente.

Los cinco se descubrieron ante él y le observaron con atención, esperando que reaccionara de alguna forma, pero no lloró ni se arrojó a sus cuellos en busca de consuelo. No parecía saber dónde se encontraba ni qué hacer, y su imagen resultaba aún más trágica de lo que se habían imaginado.

—¿Dónde está Buckbeak, Hagrid? —preguntó Cedric, rompiendo aquel silencio ensordecedor.

—Lo... lo tengo en el exterior —les explicó él, acomodándose en su gran sillón con abatimiento—. Está atado en el huerto, junto a las calabazas. Pensé que debía ver los árboles y oler el aire fresco antes de...

Los cinco se miraron entre sí, completamente apenados.

—¿No hay nada que hacer? —quiso saber Hermione, sentándose en el reposabrazos y apoyándose en él—. Dumbledore...

—Lo ha intentado, pero no puede hacer nada contra una sentencia de la Comisión —aseguró él—. Les ha dicho que Buckbeak es inofensivo, pero tienen miedo. Ya sabéis cómo es Lucius Malfoy... me imagino que los ha amenazado. Y el verdugo, Macnair, es un viejo amigo suyo.

Hagrid tragó saliva. Sus ojos recorrían la cabaña buscando algún retazo de esperanza.

—Pero será rápido y limpio —suspiró al borde del sollozo—. Dumbledore estará presente. Me ha escrito esta mañana. Dice que quiere estar conmigo... es un gran hombre.

—Nosotros también estaremos contigo, Hagrid —alegó Ron con los ojos acristalados.

Hagrid negó con la cabeza, sacudiendo su cabello despeinado de un lado a otro.

—Os he dicho que no quería que lo vierais —conminó él—. Tenéis que volver al castillo. Si Fudge y Dumbledore os encuentran aquí, os veréis en un aprieto.

Por el rostro de Susan corrían lágrimas silenciosas. Cedric, que le rodeaba los hombros con el brazo a modo de apoyo, miró a través de la empañada ventana, viendo como algo se movía en el exterior. Imposibilitado a distinguirlo, tomó su varita con sutileza y apuntó al cristal.

Nitidus —dijo en un hilo de voz, y de su varita empezó a despedirse un vapor que desempañó el cristal y dejó ver a través de él.

Un grupo de hombres bajaba por los lejanos escalones de la puerta principal del castillo. Delante iba Dumbledore, y su barba plateada brillaba al sol del ocaso; a su lado estaba Cornelius Fudge, y tras ellos marchaban el viejo y débil miembro de la Comisión y el verdugo Macnair.

—Ya vienen —les advirtió el muchacho.

—Tenéis que iros —se levantó Hagrid con el cuerpo tembloroso—. No deben veros aquí. Salid por detrás.

El semigigante les acompañó hacia la puerta trasera que daba al huerto, y se encontraron con Buckbeak a pocos metros. Estaba atado a un árbol, detrás de las calabazas, y parecía presentir algo. Volvió la cara afilada de un lado a otro y golpeó el suelo con la zarpa, nervioso.

Mientras Cedric echaba la capa sobre los cinco, oyeron hablar al otro lado de la cabaña. Hagrid miró hacia el punto por el que acababan de desaparecer.

—Marchaos, rápido —dijo con acritud—. No escuchéis.

Volvió a entrar a la cabaña a tiempo, justo cuando llamaban a la puerta de delante. Lentamente, los cinco rodearon silenciosamente la casa y al llegar al otro lado, la puerta se cerró de un golpe seco.

—Vámonos, por favor —les suplicó Susan—. No puedo seguir aquí, no lo puedo soportar...

El sol se apresuraba a ocultarse; el cielo se había vuelto de un gris claro teñido de púrpura, pero en el oeste había destellos de rojo rubí. Con la poca iluminación que les quedaba empezaron a subir hacia el castillo, hasta que notaron que alguno había quedado fuera del envuelto de la capa. Al detenerse, vieron que Ron se había parado y se inclinaba hacia su túnica, intentando impedir que Scabbers se escapara. La rata estaba fuera de sí, chillando y tratando de morderle la mano.

—¡Quédate quieta, Scabbers!

—¡Vámonos, Ron! —le pidió Harry—. ¡Acabarán viéndonos aquí!

El muchacho se apresuró en volver a quedar bajo la capa, y siguieron caminando sendero arriba. La rata chillaba como loca, pero no lo bastante fuerte para eclipsar los sonidos que llegaban del jardín de Hagrid. Las voces de los hombres se mezclaban y se confundían.

Hubo un silencio y luego, sin previo aviso, se distinguió el inconfundible silbido del hacha rasgando el aire. Los cinco se tambalearon.

—¡No me lo puedo creer! —gimoteó Hermione con el aliento sofocado—. ¡Lo han hecho!

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