Capítulo L - Oppugno
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO L —
❝ O p p u g n o ❞
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La tubería parecía un tobogán interminable, viscoso y oscuro. Harry podía ver otras tuberías que surgían como ramas en todas las direcciones, pero ninguna era tan larga como aquella por la que iban, que se curvaba y retorcía, descendiendo súbitamente. Detrás de él podía oír a sus amigos, que hacían un ruido sordo al doblar las curvas, y calculaba que ya debían encontrarse incluso por debajo de las mazmorras del castillo.
Cuando se empezaba a preguntar qué sucedería cuando llegara al final, la tubería tomó una dirección horizontal y él cayó del extremo del tubo al húmedo suelo de un oscuro túnel de piedra, lo bastante alto para poder estar de pie: frente a sí, Lockhart se estaba incorporando, cubierto de barro y blanco como un fantasma. Harry se hizo a un lado y Cedric no tardó en salir también del tubo como una bala, seguido por Susan y Ron.
—Debemos encontrarnos a kilómetros de distancia del colegio —comentó el castaño, haciendo resonar su voz en el negro túnel y ayudando a la pelirroja a incorporarse.
—Y debajo del lago, quizá —añadió Ron, afinando la vista para vislumbrar los muros negruzcos y llenos de barro mientras se sacudía la túnica.
Los cuatro, junto al profesor, intentaron ver en la oscuridad lo que había delante. Con un simple blandir de varita y un susurro, Harry prendió aquella poderosa luz, iluminando el oscuro túnel en el que se encontraban.
—Vamos —exclamó él, adelantándose al resto junto a Cedric y encabezando la marcha.
Lockhart, con semblante asustado, contempló a Susan, que se encontraba tras de sí, clavando en ella sus ojos azules y suplicándole clemencia a través de éstos.
La muchacha, lejos de verse ablandada por aquella mirada de inocencia, frunció el ceño con total inquina, alzando su varita en dirección al hombre.
—Andando —conminó con voz firme, logrando que el profesor, resignándose a través de un suspiro, emprendiera la marcha tras Harry y Cedric.
El túnel estaba tan oscuro que sólo podían ver a corta distancia. Sus sombras, proyectadas en las húmedas paredes por la luz de la varita, parecían figuras monstruosas.
—Recordad —dijo el de cabellos azabaches en voz baja, mientras caminaban con cautela—: al menor signo de movimiento, hay que cerrar los ojos inmediatamente.
Pero el túnel estaba tranquilo como una tumba, y el primer sonido inesperado que oyeron fue cuando Cedric pisó el cráneo de una rata. Harry bajó la varita para alumbrar el suelo y vio que estaba repleto de huesos de pequeños animales; haciendo un esfuerzo para no imaginarse el aspecto que podría presentar Luna si la encontraban, siguió marcándoles el camino. Al doblar una oscura curva, los ojos de Cedric parecieron iluminarse.
—Harry, ahí hay algo... —anunció con la voz ronca, tomando a su compañero por el hombro.
Los cinco se quedaron quietos, contemplando la escena: sólo podía verse la silueta de una cosa grande y encorvada que yacía de un lado a otro del túnel y que no parecía moverse.
—Quizás esté dormido —musitó Susan, avanzando hasta la silueta con la varita en alto e invitando a Harry a imitarla, mientras Ron y Cedric observaban el panorama y Lockhart se tapaba los ojos con las manos.
La luz de ambas varitas iluminó la piel de una serpiente gigantesca, de un verde intenso, ponzoñoso, que yacía atravesada en el suelo del túnel, retorcida y vacía. El animal que había dejado allí su muda debía de medir al menos siete metros.
—¡Caray! —suspiró la muchacha, sintiéndose el corazón palpitarle desbocado en el pecho.
Algo se movió de pronto detrás de ellos: girando rápidamente sobre sus talones, Ron y Cedric fueron testigos de cómo Lockhart había caído de rodillas.
—Maldita sea... —murmuró el castaño, haciendo rodar los ojos con fastidio.
—Levántese —conminó el pelirrojo con brusquedad, apuntando a Lockhart con su varita.
El hombre se puso de pie, y aprovechando el desconcierto se abalanzó sobre Ron y lo derribó al suelo de un golpe. Cedric saltó hacia delante, pero ya era demasiado tarde: el hombre se incorporaba, jadeando, con la varita de Ron en la mano y su sonrisa esplendorosa de nuevo en la cara.
—¡Aquí termina la aventura, muchachos! Cogeré un trozo de esta piel y volveré al colegio, diré que era demasiado tarde para salvar a la niña y que vosotros cuatro perdisteis el conocimiento al ver su cuerpo destrozado —declaró con total convicción—. ¡Despedíos de vuestras memorias!
Levantó en el aire la varita mágica de Ron, recompuesta con celo, dispuesto a conjurar su hechizo estrella.
—¡Obliviate!
La varita estalló con la fuerza de una pequeña bomba. Harry tomó a Susan del brazo y echó a correr hacia la piel de serpiente, escapando de los grandes trozos de techo que se desplomaban contra el suelo. En seguida vio que se habían quedado aislados y tenían ante sí una sólida pared formada por las piedras desprendidas.
—¡Ron! —gritó el muchacho—. ¡Cedric!
—¡Estamos aquí! —la voz del Hufflepuff llegaba apagada desde el otro lado de las piedras caídas—. Estamos bien, pero este idiota no. La varita se volvió contra él.
Desde el otro lado se escuchó un ruido sordo y un leve jadeo, como si le acabaran de dar una patada en la espinilla a Lockhart.
—¿Y ahora qué? —añadió Ron con desespero—. No podemos pasar. Nos llevaría una eternidad...
Susan miró atenta el techo del túnel: habían aparecido en él unas grietas considerables. Ellos nunca habían intentado mover por medio de la magia algo tan pesado como todo aquel montón de piedras, y no parecía aquél un buen momento para intentarlo. ¿Y si se derrumbaba todo el túnel?
Hubo otro ruido sordo y otro jadeo provenientes del otro lado de la pared. Estaban malgastando el tiempo. Luna ya llevaba horas en la Cámara de los Secretos, y tanto Harry como Susan sabían que sólo se podía hacer una cosa.
—Aguardad aquí, con Lockhart —les indicó el de cabellos azabaches a sus compañeros del otro lado de la pared—. Nosotros iremos. Si dentro de una hora no hemos vuelto...
Hubo una pausa muy elocuente en la que Harry y Susan se contemplaron entre sí con total estupefacción.
—Intentaremos quitar algunas piedras —sentenció Cedric, que parecía hacer esfuerzos para que su voz sonara segura—. Para que podáis... para que podáis cruzar al volver.
Con cierta pesadumbre, la pelirroja se acercó hasta la gran pared conformada por las piedras, y con toda la suavidad que fue capaz, colocó su mano derecha sobre ella.
—Volveremos, chicos —dictaminó, inundando sus pulmones de coraje—. Os lo prometo.
A través de una pequeña grieta originada entre las piedras apiladas, la muchacha pudo reconocer los ojos celestes de Ron contemplarla desde el otro lado, e intentó no flaquear ante la tristeza que veía reflejada en ellos.
—Ve con cuidado, Susan —expresó el chico en un hilo de voz, como una súplica desesperada que estremeció el corazón de la Hufflepuff—. Y tú también, Harry.
Tratando de aparentar confianza, el de cabellos azabaches y la pelirroja asintieron, listos para partir hacia lo desconocido cruzando la piel de la serpiente gigante.
El túnel serpenteaba continuamente. Ambos muchachos sentían la incomodidad de cada uno de sus músculos en tensión: querían llegar al final del túnel y al mismo tiempo les aterrorizaba lo que pudieran encontrar en él. Y entonces, al fin, al doblar sigilosamente otra curva, vieron delante de ellos una gruesa pared en la que estaban talladas las figuras de dos serpientes enlazadas, con grandes y brillantes esmeraldas en los ojos.
Harry se acercó a la pared ante la atenta mirada de su compañera, notándose la garganta muy seca. No tuvo que hacer un gran esfuerzo para imaginarse que aquellas serpientes eran de verdad, porque sus ojos parecían extrañamente vivos.
Aclarándose la garganta, el muchacho dejó que aquellas curiosas palabras siseantes salieran de entre sus labios, y acto seguido, las serpientes se separaron al abrirse el muro. Las dos mitades de éste se deslizaron a los lados hasta quedar ocultas, y Harry y Susan, temblando de la cabeza a los pies, entraron.
Se hallaban en el extremo de una sala muy grande, apenas iluminada. Altísimas columnas de piedra talladas con serpientes enlazadas se elevaban para sostener un techo que se perdía en la oscuridad, proyectando largas sombras negras sobre la extraña penumbra verdosa que reinaba en la estancia.
Con el corazón latiéndoles en el pecho con ferocidad, ambos se mantuvieron expectantes ante aquel silencio de ultratumba. ¿Estaría el basilisco acechando en algún rincón oscuro, detrás de una columna?
Ambos empuñaron con fuerza sus varitas y avanzaron por entre las columnas decoradas con serpientes, haciendo resonar sus pasos entre los muros sombríos, esquivando las piedras afiladas que se extendían por el suelo. Iban con los ojos entornados, dispuestos a cerrarlos completamente al menor indicio de movimiento. Les parecía que las serpientes de piedra los vigilaban desde las cuencas vacías de sus ojos, y más de una vez, el corazón les dio un vuelco al creer que alguna se movía.
Al llegar al último par de columnas, vieron una estatua tan alta como la misma cámara, que surgía imponente, adosada al muro del fondo. Ambos tuvieron que echar atrás la cabeza para poder ver el rostro gigantesco que la coronaba: era un rostro antiguo y simiesco, con una barba larga y fina que le llegaba casi hasta el final de la amplia túnica de mago, donde unos enormes pies de color gris se asentaban sobre el liso suelo.
Y entre los pies, boca abajo, observaron una pequeña figura con túnica negra y el cabello enmarañado de un poderoso rubio ceniza tendida sobre el frío suelo de piedra.
Susan, sintiendo que le faltaba el aire, hizo ademán de echarse a correr hacia ella: sin embargo, los dedos de Harry le envolvieron rápidamente la muñeca, deteniéndola.
Tragando saliva, el muchacho volvió a clavar su mirada atemorizada en los ojos castaños de su amiga.
—Esto me da muy mala espina —sentenció él en un hilo de voz, como si temiera estar siendo escuchado por alguien más—. Necesito que te escondas.
—Estamos juntos en esto, ¿recuerdas? —le espetó la muchacha, reticente a su propuesta.
—Susan, escúchame. Es un hecho que no tenemos la certeza de salir con vida de este lugar... —insistió Harry—. No sé si Luna seguirá viva, pero si nos matan a ambos no habrá forma de salvarla.
Tras una breve pausa la pelirroja asintió con parsimonia, y siguiendo las indicaciones de su compañero, procedió a esconderse tras una de las altas columnas que conformaban la estancia, pegando la espalda a ella y manteniendo la varita contra su pecho.
Con rapidez, Harry se hincó de rodillas frente al cuerpo de Luna y dejó su varita a un lado.
—Luna, por favor... por favor, no estés muerta... —jadeó el muchacho, tomándola por los hombros y dándole la vuelta, contemplando su tez blanca y fría y admirando sus ojos cerrados, hecho que le indicó que no se encontraba petrificada—. Luna... despierta, por favor...
—No despertará —conminó una voz decidida que logró que Harry se enderezara de un salto.
Un muchacho alto, de pelo negro, estaba apoyado contra la columna más cercana, mirándole. Tenía los contornos borrosos, como si Harry lo estuviera mirando a través de un cristal empañado... pero no tuvo dudas acerca de quién era.
—Tom... ¿Tom Ryddle?
El muchacho asintió con la cabeza, sin apartar los ojos del rostro de Harry.
—¿Qué quieres decir? ¿Por qué no despertará? —balbuceó el Gryffindor, desesperado—. ¿Ella no está... no está...?
—Todavía está viva —contestó Ryddle—, pero por muy poco tiempo.
Harry lo contempló detenidamente. Tom Ryddle había estudiado en Hogwarts hacía cincuenta años, y sin embargo allí, bajo aquella extraña luz, neblinosa y brillante, aparentaba tener dieciséis años.
—¿Eres un fantasma? —preguntó dubitativo.
—Soy un recuerdo —respondió él— guardado en un diario durante cincuenta años.
Intentando digerir las palabras de su acompañante, Harry volvió a postrar su mirada sobre el rostro de la Ravenclaw.
—Está muy fría... —comentó él, posando ambas manos en las mejillas de Luna, distracción por la que no se percató que Ryddle tomaba del suelo su varita—. Me tienes que ayudar, Tom. Hay un basilisco.
—Solo vendrá si lo llaman.
Sorprendido, levantó los ojos. Ryddle seguía mirándolo... y sujetaba entre sus manos su varita. Frunciendo levemente el ceño, Harry le tendió la mano para que el muchacho se la devolviera.
—Dame mi varita, Tom.
Una sonrisa curvó las comisuras de la boca de Ryddle.
—No la vas a necesitar.
—Escucha, ¡nos tenemos que ir! —insistió el Gryffindor—. ¡Hay que salvarla!
—Me temo que no será posible —comentó Ryddle, paseándose alrededor del muchacho—. Verás... entre más se debilita Luna, más me fortalezco yo.
Sintiendo como sus palabras le desconcertaban, Harry volvió a fruncir el ceño, gesto ante el que Ryddle volvió a esbozar una sonrisa de complacencia.
—Sí, Harry. Luna Lovegood fue la que abrió la Cámara de los Secretos.
El de cabellos azabaches pudo sentir como se le erizaba el vello de la nuca ante sus palabras.
—No... no pudo... —balbuceó, intentando encontrar un razonamiento adecuado a la situación—. Jamás haría algo así.
—Luna ordenó al basilisco atacar a los sangre sucia. Ella escribió los mensajes en las paredes.
Inevitablemente, Harry volvió a clavar sus orbes esmeralda en el rostro adormecido de su compañera, no pudiendo discernir en él más que pureza.
—Pero... ¿por qué? —preguntó en un hilo de voz.
Ryddle detuvo entonces sus pasos frente a él, dedicándole una ávida mirada.
—Porque yo se lo ordené. Verás que puedo llegar a ser muy persuasivo... aunque ella no sabía lo que hacía. Ella estaba... digamos... en una especie de trance —explicó el muchacho, dejando que sus ojos se iluminaran—. El poder del diario la empezó a asustar y trató de deshacerse de él en el baño de las chicas. Y entonces, ¿quién podría haberlo encontrado sino tú? Justo la persona que más ganas tenía de conocer.
—¿Y por qué querías conocerme?
—Necesitaba hablar contigo. Conocerte, si fuera posible. Decidí mostrarte mi recuerdo del torpe de Hagrid para ganarme tu confianza.
—¡Hagrid es mi amigo! —vociferó Harry, acercándose violentamente a su acompañante mientras apretaba los puños y se clavaba las uñas en las palmas—. Y tú le tendiste una trampa, ¿no?
—Era mi palabra contra la de él. Solo Dumbledore creía que él era inocente.
—Dumbledore vio como eras.
—Después de aquello, nunca me quitó los ojos de encima —esclareció él, intentando restarle importancia al asunto—. Yo sabía que no era seguro volver a abrir la Cámara, así que decidí dejar un diario conservando mi persona a los dieciséis años para que algún día guiara a alguien a terminar la noble labor de Salazar Slytherin.
Esta vez fue Harry quien le dedicó una sonrisa plagada de sorna.
—Pues no la has terminado —comentó él con cierta altanería—. Los petrificados sanarán con el zumo de mandrágora.
Lejos de hacer desaparecer el regocijo en el rostro de Ryddle, sus palabras no hicieron sino aumentarlo.
—¿No te lo he dicho? Matar a los sangre sucia ya no me interesa. Desde hace muchos meses, mi nuevo blanco has sido tú —murmuró el muchacho, contemplándole con soberbia—. ¿Cómo es que un bebé sin ningún talento mágico extraordinario pudo derrotar al mago más grande de todos los tiempos? ¿Cómo escapaste con sólo una cicatriz mientras que Lord Voldemort perdió sus poderes?
En aquel momento apareció un extraño brillo rojo en su mirada que logró desconcertar aún más al Gryffindor.
—¿Qué importa eso? Voldemort vino después de ti.
—Voldemort —exclamó Ryddle, imperturbable— es mi pasado, mi presente y mi futuro.
Tomando delicadamente la varita de Harry entre sus dedos perfilados, Ryddle escribió en el aire con ella tres resplandecientes palabras.
TOM SORVOLO RYDDLE
Luego volvió a agitar la varita, y las letras empezaron a cambiar de lugar ante la mirada atenta del Gryffindor.
SOY LORD VOLDEMORT
Harry pudo notar como en aquel preciso instante sus pulmones se habían quedado sin aire. Pareció bloqueársele el cerebro, sabiendo que se encontraba ante el huérfano que se convirtió en el asesino de sus padres, y de otra mucha gente...
—Tú... tú eres el heredero de Slytherin —balbuceó sin remedio, atreviéndose a devolverle la mirada a su acompañante—. Tú eres Voldemort.
—No creerías que iba a conservar el sucio nombre de mi padre muggle —sonrió Ryddle—. No. Me labré un nombre nuevo, un nombre que sabía que un día todos los magos temerían decir... cuando llegara a ser el mago más grande del mundo.
—¡Albus Dumbledore es el mago más grande del mundo! —vociferó Harry con la voz agitada—. Ni siquiera cuando eras fuerte te atreviste a apoderarte de Hogwarts. Dumbledore te descubrió cuando estabas en el colegio y todavía le tienes miedo, te escondas donde te escondas.
De la cara de Ryddle había desaparecido la sonrisa, y había ocupado su lugar una mirada de desprecio absoluto.
—Dumbledore ha sido expulsado del castillo gracias a mi simple recuerdo.
—No desaparecerá mientras le quedemos quienes le somos fieles.
Ryddle abrió la boca, dispuesto a replicar su afirmación, pero sus palabras se vieron interrumpidas por un poderoso gorjeo que atravesó la sala en aquel preciso instante.
Ambos muchachos giraron entonces en su dirección, siendo testigos de cómo apareció de repente un pájaro carmesí del tamaño de un cisne, que entonaba hacia el techo abovedado su rara música. Tenía una cola dorada y brillante, tan larga como la de un pavo real, y brillantes garras doradas, con las que sujetaba un fardo de harapos.
—¿Fawkes? —murmuró Harry con una sonrisa, reconociéndolo.
El pájaro se encaminó derecho a Harry, dejó caer el fardo que portaba a sus pies y alzó de nuevo el vuelo, perdiéndose entre la oscuridad del techo.
Con la curiosidad a flor de piel, el Gryffindor tomó el fardo que había dejado caer y lo alzó del suelo, descubriendo que se trataba de un viejo sombrero, remendado, sucio y deshilchado.
—¿Esto es lo que Dumbledore le envía a su gran defensor? —sonrió Ryddle—. Un pájaro y un sombrero viejo...
Harry permaneció quieto, tenso, aguardando que Ryddle levantara su varita, pero él se limitaba a exagerar más su sonrisa contrahecha.
—Enfrentemos los poderes de Lord Voldemort, heredero de Salazar Slytherin —prosiguió él—, contra el famoso Harry Potter.
Ryddle anduvo unos pasos en dirección opuesta. Harry, notando que el miedo se le extendía por sus entumecidas piernas, vio que el muchacho se detenía entre las altas columnas y dirigía la mirada al rostro de Slytherin, que se elevaba sobre él en la oscuridad. Ryddle abrió la boca y silbó... pero Harry comprendió lo que decía.
El gigantesco rostro de piedra de la estatua de Slytherin se movió entonces y Harry vio, horrorizado, que abría la boca hasta convertirla en un gran agujero. Algo se movía dentro de la cabidad de la estatua... algo que salía de su interior.
Harry retrocedió hasta dar de espaldas contra una de las columnas de la cámara y cerró fuertemente los ojos. Una gran mole golpeó contra el suelo de piedra de la estancia, y él notó que toda la habitación temblaba: sabía lo que estaba ocurriendo, podía sentirlo, podía ver sin abrir los ojos la gran serpiente desenroscándose de la boca de Slytherin.
La voz silbante de Ryddle resonó entonces en sus oídos.
—Mátalo.
El basilisco empezó a moverse hacia el muchacho, y éste podía oír su pesado cuerpo deslizándose lentamente por el polvoriento suelo. Cometiendo la temeridad de volver a abrir los ojos, Harry empezó a correr a toda prisa hacia el otro extremo de la gran sala, sabiendo que el basilisco le pisaba los talones.
—¡Hablar pársel no te salvará, Potter! ¡Sólo me obedece a mí!
De un momento a otro, Harry tropezó irremediablemente contra una de las piedras afiladas y cayó estrepitosamente al suelo, notando como la punta de estas intentaba clavársele en el estómago. La serpiente se encontraba a un metro escaso de él, y él la oía acercarse.
De repente oyó unos pasos frente a sí, y tomando de nuevo sus gafas, que habían caído también al suelo, fue capaz de entrever un par de zapatos que parecían haberse plantado frente a sí... los que no le costó reconocer.
Manteniendo la mirada fija en el suelo de la sala, Susan alzó decidida su varita en dirección a la gran bestia y la blandió en un elegante movimiento.
—¡Oppugno!
Las pequeñas piedras afiladas que se extendían en el suelo se alzaron entonces en el aire, y bajo la orden de la muchacha se abalanzaron sobre el monstruo, atravesándole las carnes sin piedad alguna.
La serpiente, de un verde brillante y gruesa como el tronco de un roble, se alzó en el aire y su gran cabeza roma zigzagueó como borracha entre las columnas. Harry aprovechó la ocasión para alzarse del suelo, y colocándose junto a su compañera, se atrevió a alzar, como ella, su mirada en dirección al monstruo.
Ambos se dieron cuenta en aquel preciso instante que de sus prominentes ojos amarillos brotaba un líquido espeso, su sangre, que resbalaba hasta el suelo a medida que escupía agonizando. No había ninguna duda: el hechizo de Susan había logrado dejarlo ciego.
La serpiente se balanceaba desorientada, herida de muerte.
—¡No! —escucharon la voz de Ryddle al otro extremo de la sala en un grito desgarrador—. Quizá tu amiga haya cegado al basilisco, ¡pero todavía os puede oír!
Como si sus palabras hubieran dictaminado los hechos, el basilisco se enderezó, apuntando con la cabeza en su dirección. Harry empezó a recular, mientras que Susan, completamente estupefacta, se había quedado inmóvil frente a la bestia.
Habiendo escuchado los pasos del muchacho frente a sí, el monstruo abrió su gran boca, mostrándoles sus imponentes colmillos, y Harry, intuyendo cuál sería su próximo movimiento, no dudó ni un segundo en tomar a Susan de la mano y la arrastró con él, esquivando hábilmente el ataque de la bestia.
Ambos, manteniendo sus manos unidas, echaron a correr por una abertura que se abría entre dos de las columnas, como una enorme cañería de la que surgían muchas otras, sintiendo al basilisco justo a sus espaldas.
Cuando la bestia parecía estar a punto de alcanzarles, la unión de sus manos se rompió, y ambos se refugiaron en dos cañerías paralelas en las que no había salida, observándose entre sí con total estupefacción.
Susan se cubrió rápidamente la boca con las manos en cuanto la cabeza del basilisco apareció por la tubería principal. Olfateando sutilmente el aire, la bestia torció su cuello y se deslizó lentamente en la dirección opuesta, justo donde se encontraba Harry, apoyado en los barrotes que lo mantenían acorralado en aquella cañería.
Lentamente, el ciego basilisco se acercó a él, dejando entrever de nuevo sus colmillos... y justo cuando Harry cerraba los ojos, viéndose a merced de su furia, el sonido de una piedra recayendo contra el suelo detuvo las intenciones de la bestia, llamando su atención.
Al atreverse a abrir de nuevo sus ojos atemorizados, el Gryffindor fue testigo de lo que había ocurrido: Susan, colocada en el extremo de la tubería opuesta, se alzaba del suelo y retiraba su mano, dándole a entender que había sido ella quien había ideado la distracción.
Siguiendo aquel estampido, el basilisco retrocedió y emprendió su recorrido por la tubería mayor, perdiéndose en ella y dejando que ambos muchachos pudieran recuperar sus respectivas respiraciones.
Tomándose de nuevo de la mano, Harry y Susan huyeron en contradirección, retornando rápidamente a la cámara, dónde Ryddle restaba con una sonrisa altanera junto al cuerpo inerte de Luna.
Ambos muchachos se arrodillaron junto a su compañera, acariciando tímidamente sus facciones gélidas.
—Sí, Potter. El proceso ya casi ha terminado. En unos pocos minutos, Luna Lovegood morirá y yo dejaré de ser un recuerdo —exclamó Ryddle con total convicción en sus palabras—. Lord Voldemort volverá... lleno... de... vida.
Un gran estruendo inundó entonces la sala, y el basilisco volvió a aparecer, retorciéndose. Su cola volvió a golpear contra el suelo, y un objeto blando golpeó la cara de Harry. El monstruo había lanzado en su furia el sombrero sobre él, y se lo caló en la cabeza, echándose al suelo junto a Susan antes de que la serpiente sacudiera la cola de nuevo.
El sombrero encogió, como si una mano invisible lo estrujara, y Harry notó como algo muy duro y pesado le golpeaba en lo alto de la cabeza. Tomándolo rápidamente entre sus manos, descubrió como de su interior había salido una espada plateada y brillante, con la empuñadura llena de fulgurantes rubíes.
Al alzar la mirada, sus ojos tropezaron con los de Susan, y la muchacha asintió con decisión, sin que hiciera falta adornar el silencio con palabras para entenderse.
Harry empuñó la espada, dispuesto a defenderse. El basilisco bajó la cabeza, retorció el cuerpo, golpeando contra las columnas, y se volvió para enfrentarse a él. Pudo verle las cuencas de los ojos llenas de sangre, y la boca que se abría.... una boca lo bastante grande para tragarlo entero, bordeada de colmillos tan largos como su espada, delgados, brillantes, venenosos.
Con la firme intención de poner a Susan y a Luna a salvo, el muchacho corrió en dirección hacia la gran estatua adosada al fondo de la sala, llamando la atención de la bestia, y empezó a trepar por ella a medida que esquivaba las brutales embestidas de ésta.
Rápidamente se encontró en el punto álgido de la estatua, desde la que adquirió la altura suficiente como para enfrentarse cara a cara con el basilisco. Inundando sus pulmones de valentía, Harry alzó el arma y empezó a arremeter contra la serpiente, hiriéndola y haciéndola enfurecer aún más.
El basilisco arremetió a ciegas, y Harry, al esquivarlo, resbaló estrepitosamente, logrando sujetarse en la estatua y evitando así su propia caída. Sin embargo, el sonido del acero rebotando contra la piedra le indicó que, efectivamente, había perdido la espada.
Intentando mantener la valentía en su pecho, el muchacho volvió a alzarse sobre la gran estatua, y notó como la lengua bífida del monstruo azotó uno de sus costados. Asustado, volvió a alzar la vista en su dirección y tragó saliva: aquel monstruo volvería a arremeter contra él... y no había forma de vencerlo.
La serpiente echó lentamente la cabeza hacia atrás, haciendo ademán de estar dispuesta a realizar su próxima arremetida... aquella que Harry veía como la última, empezando a notar el gélido abrazo de la muerte calarle hasta los huesos.
Justo cuando parecía que la bestia ejecutaría su estrategia mortal, una voz femenina retumbó entre las paredes de la gran estancia.
—¡Harry! —gritó la pelirroja desde los pies de la estatua.
Clavando en ella sus ojos verdes, Harry vislumbró como la chica sostenía la espada entre sus manos, y con toda la fuerza que fue capaz de emplear, Susan se la lanzó desde abajo. Sabiendo que aquella sería su última oportunidad, el muchacho logró tomarla por la empuñadura, y cuando el basilisco atacó de nuevo, yendo directo a él, Harry hincó la espada con todas sus fuerzas, hundiéndola hasta la empuñadura en el velo del paladar de la serpiente.
Mientras la cálida sangre le empapaba los brazos, sintió un agudo dolor encima del codo. Un colmillo largo y venenoso se le estaba hundiendo más y más en el brazo, y se partió cuando el monstruo volvió la cabeza a un lado y con un estremecimiento se desplomó en el suelo.
Sintiéndose desfallecer ante el veneno que parecía estar extendiéndose en su cuerpo a una velocidad asombrosa, Harry se deslizó como pudo por la estatua hasta quedar de nuevo en pie en el suelo de piedra, y haciendo un esfuerzo sobrehumano por mantenerse enderezado, arrastró sus piernas hasta donde se encontraban sus amigas y se dejó caer de rodillas frente a ellas, abatido.
Susan se abalanzó rápidamente sobre él, y dejando que lágrimas de desesperación inundaran sus ojos castaños y descendieran sin control por sus mejillas anaranjadas, le retiró suavemente el colmillo del brazo, sabiendo que probablemente ya sería demasiado tarde.
La herida le producía un dolor candente que se le extendía lenta pero regularmente por todo el cuerpo, y al ver cómo su propia sangre le empapaba la túnica, a Harry se le nubló la vista.
—Es increíble, ¿verdad? Lo rápido que el veneno penetra en el cuerpo. Te queda poco más de un minuto de vida. Pronto estarás con tu querida madre sangre sucia... —se regocijó Ryddle con voz distante—. Es curioso el daño que un tonto librito puede causar, sobretodo en manos de una necia y ridícula chiquilla.
Susan, con los ojos inundados de rabia, observó detenidamente la figura de Luna, aún tendida sobre el frío suelo de piedra, y se percató que su brazo derecho sostenía aquel curioso diario.
Dejándose llevar por su instinto, lo tomó decidida entre sus manos y lo abrió, dejándolo en el suelo. Tomando con fuerza el colmillo que le había retirado a su amigo del brazo, alzó su mirada castaña y observó a Ryddle con total inquina, mostrándole cómo en sus ojos brotaba la furia de un volcán que está a punto de hacer erupción.
—¿Qué haces? —murmuró el muchacho, frunciendo levemente el ceño.
Permitiéndose dibujar una sonrisa malvada entre sus labios turgentes, Susan clavó sin pudor el colmillo sobre las páginas del diario.
—¡Detente! ¡No!
Se oyó un grito largo, horrible y desgarrado. La tinta salió a chorros del diario, vertiéndose sobre las manos de Susan a medida que lo apuñalaba e inundando el suelo. Ryddle se retorcía, gritando, y entonces... desapareció.
Se oyó caer al suelo la varita de Harry y luego se hizo el silencio, sólo roto por el goteo de la tinta que aún manaba del diario. El veneno del basilisco había abierto un agujero incandescente en el cuaderno.
Un débil gemido inundó el silencio en la cámara, y ambos muchachos se volvieron atentos en su dirección: frente a ellos, Luna parecía empezar a moverse, y con la ayuda de Susan se sentó, dejando entrever el desconcierto en sus ojos grisáceos.
—¡Harry! ¡Susan! Fui yo... ¡pero os juro que no fue a propósito! Ryddle me obligó, y... —balbuceó la muchacha sin remedio, hasta que vio detenido su hablar al percatarse de la sangre que emanaba del brazo de su compañero—. ¡Harry, estás herido!
El muchacho le dedicó una débil sonrisa.
—No os preocupéis —exclamó en un tono sosegado—. Tenéis que iros. Volved por el mismo camino y encontraros con Cedric y Ron.
—¡No podemos dejarte aquí, Harry! —suspiró Susan con la voz entrecortada, secándose las lágrimas con la manga de su túnica.
—Tenéis que hacerlo, vamos —insistió el muchacho con las pocas fuerzas que le quedaban.
Luna lo tomó cuidadosamente por el hombro, acercándose a él y dejando entrever las lágrimas de amargura que deseaban salir de entre sus orbes profundas.
—Pero, Harry...
Aquel poderoso gorjeo volvió a atravesar la sala, y los tres muchachos alzaron la vista a su vez, viendo planear con absoluta diligencia a aquel curioso pájaro sobre ellos. Delicadamente, el animal descendió junto a ellos y plegó sus grandes alas. Harry levantó la mirada y se fijó en su pico dorado afilado y sus ojos redondos y brillantes.
—La mascota del profesor Dumbledore... sí, le recuerdo —exclamó la voz amable de Luna—. Le he dado de comer en los jardines del castillo en varias ocasiones. Es un fénix muy amable.
Harry dejó que entre sus labios se dibujara una sonrisa de agradecimiento.
—Has sido muy valiente, Fawkes. Yo he sido un poco lento...
Los ojos azabaches del fénix empezaron a brillar a medida que se humedecían, y de ellos brotó una poderosa lágrima. Ladeando suavemente la cabeza, el animal se inclinó sobre Harry y dejó que su llanto cayera sobre la herida abierta... ante lo que esta empezó a cerrarse para la sorpresa de los presentes.
Susan y Luna sonrieron al mismo tiempo.
—Claro... las lágrimas de fénix tienen poderes curativos —exclamó la pelirroja con total regocijo—. A Hermione le fascina tanto que siempre me lo recuerda.
Alzando sus ojos verdes de su brazo sanado, Harry les devolvió la sonrisa a sus compañeras, afortunado de sentirse retornar a la vida con más fuerza que nunca.
—Todo está bien ahora, chicas. Se acabó. Es sólo un recuerdo.
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