Capítulo I - Oculus reparo
ARESTO MOMENTUM
— CAPÍTULO I —
❝ O c u l u s r e p a r o ❞
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1 de septiembre de 1991
La figura sombría de Severus Snape se paseaba intranquilamente por el despacho, vagamente iluminado por los primeros rayos de sol que atravesaban los ventanales. La luz que caía sobre su rostro era escasa, pero a la vez suficiente como para poder distinguir aquellas facciones tan características. Sus labios turgentes estaban prácticamente sellados; mantenía el ceño fruncido, singularidad que le daba una peculiaridad intrigante; la prominente nariz que poseía le concedía la formalidad idónea para hacerse temer, su más preciado pasatiempo... pero en su rostro también podían distinguirse esas dos grandes ojeras bajo sus ojos azabaches, rasgo que, aquella mañana, se acentuaba con más fuerza que nunca.
Snape no había sido capaz de conciliar el sueño en toda la noche, y sabía perfectamente porqué. Llevaba años esperando la promoción de aquel año, pues entre el nuevo alumnado se encontraba ese condenado crío, fruto del amor entre James Potter y Lily Evans.
No creía estar preparado para ser el profesor de la réplica del hombre que en el colegio le había hecho la vida imposible, hacía muchísimos años, así como de la mujer a la que jamás había dejado de amar, incluso después de su partida. El odio que mantenía por James y la tristeza y el amor que aún sentía por Lily se le hacían una mezcla enrarecida en el cuerpo, capaz de mantenerlo en vela, carcomido por sus recuerdos. Habían pasado los años, y el dolor seguía residiendo en él con la misma intensidad de entonces.
Decidido, Snape detuvo sus pasos una vez se encontró frente a los ventanales que decoraban elegantemente una de las paredes de piedra, y observó el exterior desde su posición, perdiéndose en aquel mar de nubes que reinaba en los cielos. El banquete tendría lugar al anochecer, como cada año, así que disponía de mañana y tarde para organizar su asignatura como habitualmente, así como para concienciarse de que debía estar preparado para cuando ese mocoso irrumpiera en el Gran Comedor como nuevo alumno del castillo.
Le esperaban siete años, con suerte, en los que tendría que convivir con el hijo de los Potter. Ya era hora de aceptar la realidad antes de que esta le engullera sin ningún pudor, se repetía para sus adentros.
Exhalando el aire como un ritual en el que obtener todo el coraje posible, viró elegantemente sobre sí mismo, se acomodó en el sillón que precedía su enorme escritorio de roble y empezó a anotar concienzudamente todos aquellos ingredientes que le hacían falta para el nuevo curso. Esa misma mañana pensaba en ir a comprarlos a Hogsmeade, y así podría distraerse, al menos durante un rato, para no pensar en el mocoso que le condenaría a recordar su amor perdido durante los próximos siete años.
***
Richard y Emily Granger eran un matrimonio corriente asentado en el sur de Inglaterra, donde llevaban sus tranquilas vidas, sonreían con sus tranquilas sonrisas y soñaban sus tranquilos sueños, alejados de cualquier tipo de extravagancia que turbara su día a día... o, al menos, así fue hasta que, decididos a dar el paso más importante de sus vidas, tuvieron a una hermosa e inteligente hija a la que llamaron Hermione.
La pequeña creció en un hogar acogedor, demostrando con creces sus capacidades en todos los ámbitos posibles: era una estudiante excepcional, así como una muchacha responsable, educada y afable que hacía sentir orgullosos a sus padres. Sin embargo, un cúmulo de rarezas que la rodeaban fueron las primeras pistas que la familia Granger obtuvo del que sería un futuro muy próximo.
Cuando apenas contaba con un año de edad, Hermione se había acostumbrado a quedarse dormida con la luz de su globo terráqueo prendida debido a su temor a la oscuridad, habitual en la mayoría de infantes. Emily solía apagar aquella luz antes de retirarse a descansar, cuando por fin su pequeña había caído en brazos de Morfeo, hasta que un día, creyendo que había sido fruto de la casualidad, la luz se había apagado sola. La mujer no le dio más importancia a lo ocurrido hasta el día siguiente, cuando la escena se reiteró: algo extrañada, comprobó que la luz del globo todavía funcionara, y al evidenciarse que así era, no pudo evitar que cierto temor la perturbara. Ese sentimiento fue en aumento a medida que los días transcurrían y el suceso se repetía, pero al no poseer una explicación lo suficientemente convincente se resignó al hecho, intentando restarle importancia.
A sus siete años, Hermione acompañó a su padre a la consulta dental para una revisión rutinaria. Una vez ella se hubo recostado en el sillón y la luz ya enfocaba sobre sí, Richard, habiéndose puesto los guantes, se aproximó a la mesa donde reposaban sus utensilios para tomar de entre ellos su pequeño espejo redondo. Sin embargo, éste resbaló entre sus dedos, y Hermione, que había estado observando, cerró los ojos con fuerza antes de oír el estruendo. Para sorpresa del mayor, el utensilio no llegó a tocar el suelo, pues quedó flotando frente a sí sin ningún tipo de razonamiento posible.
Cerca de cumplir los diez años, Hermione recibió por adelantado el regalo de su abuela materna, un jersey de lana rosa que le vendría muy bien de cara al invierno que se acercaba. A la pequeña no le acabó de gustar el color de la prenda, y cuando entró en su habitación para probárselo a petición de su madre, contempló fijamente el jersey con el ceño fruncido, pensando que el color gris le hubiera sentado mucho mejor. Para su sorpresa, la lana empezó a teñirse lentamente frente a sus ojos, resultando en aquello que ella se había imaginado, y para Hermione fue un hecho tan impactante que no se sintió capaz de explicarlo a sus padres, temiendo que la tacharan de mentirosa.
Todas aquellas situaciones extrañas e inexplicables que los tres habían querido dejar caer en el olvido no tuvieron su esclarecimiento hasta julio de 1991, cuando recibieron en casa una curiosa visita. Miles de preguntas le surgieron a Richard al encontrarse, tras abrir la puerta, con una mujer alta de avanzada edad, de cabello negro, expresión muy remilgada y que lucía una túnica de color verde esmeralda y un sombrero puntiagudo inclinado hacia un lado. Para Hermione no pasó inadvertido el detalle de lo que aquella mujer portaba entre sus manos: una carta que, para su sorpresa, iba destinada a ella.
«COLEGIO HOGWARTS DE MAGIA Y HECHICERÍA»
«Estimada Srta. Hermione Jean Granger:
Tenemos el placer de informarla de que dispone de una plaza en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. Por favor, observe la lista del equipo y los libros necesarios. Las clases comienzan el 1 de septiembre. Esperamos su lechuza antes del 31 de julio.
Muy cordialmente,
Minerva McGonagall, subdirectora».
Contra todo pronóstico, no fue difícil convencer a los Granger de la veracidad de sus palabras: los tres miembros de la familia habían sido testigos de acontecimientos tan sumamente extraños que aquella parecía ser la salida más lógica, y de hecho, lo era. Hermione Granger era una bruja.
Dos meses más tarde, Hermione, equipada con el uniforme reglamentario y sus pertenencias en el carrito que portaba, observaba el Expreso de Hogwarts ante ella con los ojos brillantes, plagados de emoción. Aquel mismo día empezaría su primer curso en la Escuela de Magia y Hechicería, y aunque sabía mantener la compostura, en su interior la consumía una satisfacción inexplicable. Estaba sumamente emocionada por empezar las clases en ese maravilloso lugar y había leído tanto acerca del castillo desde que se había dado a conocer la magia que poseía en ella que le era imposible no sentirse deseosa por empezar su primer año y descubrir los límites de su poder.
Decidida, se despidió de sus padres en la estación y subió al tren, donde recorrió el largo pasillo y observó los compartimentos por los que pasaba con la curiosidad a flor de piel, dedicándoles una sonrisa a todos aquellos que correspondían su mirada: la mayoría de los compartimentos iban llenos, así que se detuvo en seco cuando alcanzó el último del vagón, contemplando a través de la enorme cristalera la imagen de una muchacha solitaria que restaba adecuada a un lado de los canapés, observando la estación por los ventanales. Sus cabellos lacios y pelirrojos iban a juego con las pecas que adornaban su rostro, y su expresión era relajada, bondadosa.
Llenando sus pulmones de aire, Hermione picó ligeramente sobre la puerta, captando la atención de la muchacha, que giró en su dirección y sonrió, permitiéndole pasar.
—Perdona que te moleste. No sé si esperabas a otra persona —se excusó la castaña con ternura—. ¿Podría sentarme contigo? Es que el resto de compartimentos están llenos...
—¡Claro! —asintió ella con amabilidad, y Hermione se adentró en el pequeño lugar con una sonrisa dibujada en su rostro—. Y no te preocupes. No esperaba a nadie.
Hermione dejó a un lado la pesadez de su equipaje y desenfundó con maestría su varita. Pronunciando suavemente las palabras adecuadas que había aprendido en su libro de Encantamientos de primer año, el que había estudiado con esmero durante aquellos dos meses, blandió la varita y deslizó su equipaje por los aires de la estancia hasta colocarlo en el altillo, ordenado junto a las que debían ser las pertenencias de su compañera de compartimento.
—Ojalá hubieras aparecido antes —suspiró la muchacha pelirroja—. Me ha costado muchísimo subir esa maldita maleta hasta allí...
Acomodándose frente a ella en el canapé contiguo, la castaña le ofreció afablemente la mano.
—Soy Hermione Granger —se presentó ante ella.
—Encantada, Hermione. Yo soy Susan Bones —exclamó la chica, correspondiéndole la mano con timidez—. ¿Puedo preguntarte dónde has aprendido ese hechizo?
—He estado leyendo acerca de algunos hechizos de primer y segundo curso durante el verano —declaró ella, guardándose la varita en el elástico de la falda que le rodeaba la cintura—. ¿Sabes conjurar algún hechizo, Susan?
La muchacha, notablemente avergonzada, negó con la cabeza.
—Después de adquirir mi varita, intenté conjurar Aguamenti en casa —mencionó Susan con las mejillas más sonrojadas de lo habitual—. Mi tía se vio obligada a cambiar el parquet.
Las dos muchachas rieron con humildad ante su anécdota, y tal era su distracción que apenas notaron la llegada del chico que se plantó frente a ellas con expresión preocupada.
—¿Habéis visto a Trevor? —preguntó con desesperación, adentrándose bruscamente en el espacio y revisando cada rincón del compartimento.
Ambas chicas detuvieron sus carcajadas y observaron al recién llegado con intriga.
—¿Trevor? —preguntó Susan una vez hubo recuperado la compostura—. ¿Quién es Trevor?
—Mi mascota —esclareció él, simulando las medidas del animal con sus propias manos—. Es un sapo así.
El muchacho estaba tan nervioso que Hermione no dudó en alzarse de su asiento y acercarse a él, colocándole una mano en el hombro.
—Cálmate —le susurró tiernamente—. ¿Por qué no tomas asiento y te permites un descanso?
Con un leve asentimiento plagado de nerviosismo, él se acomodó a un lado del canapé, intentando serenar su ajetreada respiración.
—Tranquílizate, ¿está bien? —se añadió la pelirroja—. ¿Cómo te llamas?
—Neville —balbuceó sin remedio—. Neville Longbottom.
—No te preocupes, Neville. Yo iré en busca de tu sapo —dictaminó finalmente Hermione, y abriendo la puerta del compartimento, dedicó una efímera mirada a su compañera—. Susan, la bruja del carrito no tardará en pasar por aquí. Mi monedero está junto a la maleta: cómprale una rana de chocolate a Neville, que seguro que le sentará bien.
La muchacha asintió con una sonrisa.
—Intentaré conjurar el encantamiento levitatorio para bajarlo del altillo —exclamó—. Espero no crear ningún caos...
Hermione le devolvió la sonrisa antes de abandonar la estancia, y una vez se encontró sola en el largo pasillo empezó a escrutar cada rincón donde pudiera ocultarse aquel sapo. Con iniciativa, fue preguntando a los alumnos de cada compartimento si habían visto la mascota de Neville, pero solo recibió respuestas negativas. Algo disgustada por sus intentos fallidos, se dirigió al siguiente compartimento, encontrándose con dos muchachos a los que todavía desconocía. El primero, de divertida expresión, lucía unos cabellos de un intenso pelirrojo, tenía la nariz manchada de lo que parecía ser ceniza, sujetaba una rata de pelaje grisáceo con una mano y la que debía ser su varita con la otra; el segundo, de posado ligeramente más sensato y cabellos oscuros como el carbón, vestía una camisa holgada que le daba un aspecto empobrecido y protegía sus ojos verdes tras el cristal de sus gafas.
Decidida, Hermione picó dos veces sobre la puerta y, sin esperar invitación, se adentró en el espacio, recibiendo la atención de ambos chicos.
—¿Alguno ha visto un sapo? —preguntó de nuevo, empezando a sonarse repetitiva—. A ese niño, Neville, se le ha perdido.
—No —respondió secamente el pelirrojo, sentado a la izquierda del canapé que ambos compartían, e intentó ocultar la varita que portaba en mano de un movimiento que no pasó inadvertido para la castaña.
—¿Estás haciendo magia? —preguntó sin vacilar, con la firme intención de retar al muchacho—. Me gustaría verlo.
Comprendiendo que no había sido lo suficientemente sutil, el pelirrojo se resignó y, aclarándose la garganta tosiendo un par de veces, apuntó sobre la rata que sujetaba con la mano restante.
—Rayo de sol, margaritas, dulce de mantequilla —pronunció con decisión—, volved amarilla a esta tonta ratita.
Al contrario de lo que ambos muchachos esperaban que sucediera, el hechizo no resultó por ningún lado, hecho que enorgulleció a Hermione por sus propios logros al haber podido poner en práctica gran variedad de hechizos sin mucha dificultad.
—¿Estás seguro de que es un hechizo de verdad? No es muy efectivo —sentenció ella con cierta ironía, adecuándose en el canapé vacío frente a los chicos—. Claro que yo sólo he conjurado algunos hechizos sencillos... pero todos me han funcionado.
El pelirrojo arrugó la frente, ligeramente fastidiado, mientras que el de cabellos azabaches se limitó a observar a Hermione con curiosidad en la mirada. La chica, que lucía orgullosa una sonrisa que surcaba sus mejillas sonrosadas, se percató de que el puente de las gafas de aquel muchacho estaba roto, y a sorpresa de ambos, ella desenfundó su varita y apuntó firmemente hacia él.
—Por ejemplo —exclamó, manteniendo la varita a la altura de las lentes—. Oculus reparo.
De la varita salió una centella casi imperceptible que aterrizó sobre el puente, reparándolo de un chasquido al instante. El muchacho, asombrado ante el hechizo, se retiró momentáneamente las gafas para contemplar cómo, efectivamente, estaban de nuevo arregladas.
—Así está mejor, ¿no crees? —dictaminó la castaña, orgullosa de sí misma.
—Te lo agradezco mucho —sonrió él con afecto—. ¿Cómo te llamas?
—Hermione Granger —se presentó, emocionada—. ¿Y vosotros quiénes sois?
—Yo soy Ron Weasley —contestó el pelirrojo, para seguidamente alzar la rata que sostenía con ambas manos y acercarla a la muchacha, dejando que la pequeña criatura le olisqueara la túnica—. Este se llama Scabbers y no sirve para nada... casi nunca se despierta.
—Uhm... —suspiró la chica, ligeramente asqueada—. Encantada, supongo...
—Yo soy Harry Potter —añadió el otro muchacho, y la absoluta atención de Hermione recayó entonces sobre él.
—¿Eres tú? ¿De verdad? —ansió saber—. Lo sé todo sobre ti, por supuesto. Conseguí unos pocos libros extra para prepararme más y tú figuras en Historia de la magia moderna, Defensa contra las Artes Oscuras y Grandes eventos mágicos del siglo XX.
—¿Estoy yo? —balbuceó Harry, sintiéndose mareado.
—¡Dios mío, no lo sabes! Yo en tu lugar habría buscado todo lo que pudiera —prosiguió ella, sedienta de conocimiento—. He leído que te habías ido a vivir con muggles.
—Sí, pero son horribles... bueno, no todos ellos. Mi tía, mi tío y mi primo sí lo son. Me hubiera gustado tener hermanos magos.
—Nadie en mi familia es mago —se sinceró, sintiéndose reconfortada al encontrar alguien como ella—. Fue toda una sorpresa cuando recibí mi carta, pero también estaba muy contenta, por supuesto, ya que ésta es la mejor escuela de magia, por lo que sé.
—¿No estás asustada? —murmuró él—. Yo no sé nada de magia... hasta que Hagrid me lo contó, yo no tenía idea de que era mago, ni sabía nada de mis padres... seguro que seré el peor en clase.
Hermione negó fervientemente con la cabeza, convencida de su respuesta.
—No será así. Todo depende del esfuerzo y empeño que pongas en aprender —alegó ella, y decidida, buscó los ojos azules del pelirrojo, que les escuchaba con atención—. Por ejemplo, no sé de dónde ha sacado Ron el hechizo que ha intentado conjurar... pero la cuestión es intentarlo hasta conseguirlo.
Las orejas del chico enrojecieron, sintiéndose avergonzado por aquel halago inesperado por parte de la muchacha, que se limitó a sonreír de nuevo a medida que volvía a ponerse en pie.
—Voy a seguir buscando el sapo de Neville —sentenció, conduciéndose hacia la puerta del compartimento—. Será mejor que os pongáis las túnicas, vamos a llegar pronto.
Complacida por lo sucedido, Hermione volvió a perderse pasillo abajo, dejando tras de sí la dicha en ambos muchachos que se observaron entre sí, con una sonrisa de oreja a oreja.
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