3º. CUENTO. Idus Martiae.

«Esto es lo que han querido y a este estrecho me han traído; pues si yo, Cayo César, después de haber terminado gloriosamente las mayores guerras, hubiera licenciado el ejército, sin duda me habrían condenado».

Vidas paralelas. Alejandro-Julio César, de Plutarco[i].

Ni siquiera los presagios de muerte que lo amenazaban ese día, Idus Martiae[ii], le silenciaban los pensamientos acerca de los privilegios conquistados. Unos privilegios[iii] que enterraban en el mausoleo del recuerdo las cenizas de la República. ¿La parte negativa? Que no le permitían dormir. Revivía sus glorias apoyado contra una columna de mármol e iluminado por las lucernas[iv].

Imperator Julio César —susurraba con voz rasposa el título que le correspondía a los generales victoriosos en el campo de batalla, que le concedieron para premiarlo a perpetuidad—. Dictador vitalicio. —Expulsaba las palabras vaciando los pulmones y recreándose en ellas.

     ¿Por qué se enorgullecía? Porque asumiría la plena autoridad del estado mientras viviera. Antes el Senado la cedía de forma temporal y para solventar una emergencia militar concreta. ¡Qué grande era, casi tanto como Alejandro Magno!

     Un movimiento inoportuno lo distrajo. Le echó una mirada despectiva a Calpurnia: en posición fetal sobre el lecho efectuaba unos sonidos alegres al roncar, similares a los resoplidos de los potros. Resultaban molestos e interrumpían la profunda reflexión sobre las atribuciones extraordinarias para gobernar que poseía y que se sumaban al reconocimiento como semidiós[v]. El poder y el renombre iban primero, aunque le agradaba que sus imágenes desfilasen en las procesiones junto a las de los dioses. ¿Si le satisfacían los sacrificios festejando en Quintilis[vi] su cumpleaños y las plegarias anuales por más salud? Sí, al igual que el reconocimiento de que la gens Julia descendía de Venus a través de Eneas, el hijo, héroe sobreviviente de la guerra de Troya.

     Hizo tintinear las monedas con las que jugaba y luego analizó una. Acarició en el anverso el relieve de la diosa del amor y frotó en el reverso la inscripción Caesar[vii], colocada para enaltecer al antepasado que había matado un elefante en combate[viii]. Hazaña que, como digno descendiente, él igualaría en la guerra contra los partos, pues festejar cuatro Triunfos lo dejaron con ganas de más. ¡Si hasta el Gran Pompeyo había conseguido solamente tres!

     Se le hinchó el pecho al rememorar las cuatro celebraciones acaecidas un año atrás, en cuatro días consecutivos. El de la Galia fue el primer Triunfo en desfilar. Por respeto a la cronología y porque allí fallecieron cientos de miles de guerreros combatiendo en valles con hedor a azufre y ardientes como volcanes. Había, asimismo, picos de montañas que convertían a los legionarios en estatuas de hielo y ríos tan aceitosos que, para satisfacción de Plutón, deslizaban a decenas de centurias al Inframundo. Daba ejemplo combatiendo en la avanzadilla y se ganaba a tajos la dignidad de comandarlos. Recordó que, en castigo por los asesinatos de los suyos y por unir a las tribus galas, Vercingétorix marchó encadenado y poco después lo ofrendaron a los dioses.

     También el del segundo día, el Triunfo de Egipto, significó un desquite contra Arsínoe, la hermana traidora de Cleopatra. En la tercera jornada, como el rey Farnaces había muerto y no podía exponerlo, lo sustituyó por un cartel que decía: «Veni, vidi, vici»... Y los banquetes fueron sublimes. Los invitados comían recostados sobre veintidós mil triclinios[ix] e hizo llover trigo y aceite a la plebe. Regaló sestercios a cada ciudadano y a cada soldado. Después regresó a casa, cuya entrada modificó a semejanza de la de un templo, acompañado por un multitudinario cortejo que incluía elefantes decorados con antorchas. Para rematar cazaron leones, tigres, osos, leopardos y sorprendió a los romanos presentándoles una jirafa. ¿Y qué decir de los combates? Batallas a vida o muerte con veinte paquidermos por bando o entre dos pelotones de mil hombres cada uno o entre doscientos caballeros contra doscientos caballeros e infantes. Incluso construyó un estanque artificial en el Campo de Marte y disfrutaron del enfrentamiento naval entre la flota egipcia y la de Tiro. ¿Que lo acusaban de que el olor pestilente de la sangre y el de los cuerpos en descomposición impregnaban el aire? Sí, pero valía la pena. Un semidiós, un súper hombre, un Imperator, un Dictador debía serlo y también parecerlo.

     Cleopatra, a diferencia de Calpurnia, sí sabía cómo contentarlo.

Eres un superhéroe, ¡oh, mi César!, un dios. —Residía en su finca y se tumbaba seductora sobre el lecho—. ¡Cuánto te admiro! Venus y Marte te habitaron en el cuerpo durante los ataques de la «enfermedad divina»[x] y te recompensaron regalándote la grandeza.

     La admiración era recíproca, pues solo la reina le dio un hijo, Ptolomeo Filópator Filómetor César, apodado Cesarión, y según los adivinos se hallaba preñada de otro varón. Además, era valiente, sabia, su igual. Por eso, en el centro del Foro Julio (en el templo a Venus Genitrix)[xi], mandó instalar una estatua de ella recubierta de oro. Pretendía que los romanos se acostumbrasen a la idea de que fundarían una dinastía. Cleopatra era la encarnación de Isis, es decir, de la Venus de Egipto. ¿Qué mejor consorte podría conseguir para regir en Occidente y en Oriente? Pronto empezaría con los planes: cambiaría las leyes, legitimaría a Cesarión, lo instituiría heredero. Y después sería pragmático, repudiaría a la estéril Calpurnia: le había concedido quince años y seguía tan yerma como un desierto.

     Cleopatra, en cambio, lo deslumbraba a diario.

Cuéntame, amado César, ¿cómo te apresaron los piratas? —Lucía sensual usando la toga escarlata que olía a rosas y la adornaban perlas que costaban el rescate de varios faraones—. Empieza la historia desde que Silas te persiguió por no divorciarte de Cornelia, la hija de su mayor enemigo.

¡¿Otra vez?! ¿No te aburre?

¡Jamás! ¡Eres mi superhéroe!

¡Si me lo pides así!... Como sabes, escapé a Bitinia porque si Silas o los suyos me atrapaban perdería la cabeza y me confiscarían las propiedades. —Efectuó una pausa y le dio un beso apasionado: amaba narrar porque se sentía transportado a la juventud—. Estuve en la corte del rey Nicomedes durante largo tiempo y cuando volvía de regreso a Roma me capturaron los piratas en la isla de Farmacusa. Pedían un rescate de veinte talentos, pero me parecía una deshonra porque yo pertenecía a la gens Julia. Por eso, les aclaré que valía cincuenta. Luego envié a mis acompañantes a buscar las monedas y me quedé con dos criados y un amigo. Entrenábamos la espada a diario y me divertía prometiéndoles a los maleantes que los crucificaría. Ellos se lo tomaban a broma. Cuando trajeron los talentos y los piratas me soltaron, reuní en Milesios una flota y volví para apresarlos. Tal como les juré, los hice crucificar y recuperé el tesoro. Fui generoso porque me liberaron y los degollé para no prolongarles los sufrimientos. —Cleopatra se rio con carcajadas armoniosas, aplaudiéndolo, y a ambos los arrasó la lujuria.

     ¿Intentaría dormir o seguiría estimulándose? Estaba en casa porque debía asistir a la sesión del Senado, de lo contrario permanecería en la finca. Observó de nuevo a Calpurnia: seguía en posición fetal y olía a romero, a laurel y a tomillo.

     De improviso, las ventanas y las puertas se abrieron como si varios cíclopes se estrellasen contra las maderas. El viento dispersó del ambiente el aroma a especias, a incienso y a mirra y lo sustituyó por el de la tierra húmeda. La luz de la luna cortó el aire de la estancia y se posó sobre la frente de su esposa. Calpurnia se removió igual que si la pincharan millones de aguijones. La piel se le puso de gallina y sudaba como si danzase en una bacanal. De la garganta le salían gritos aterradores en los que se superponían varias voces.

     Luego se sentó en la cama y pronunció:

—¡Oh, César, todavía estás vivo! Te sostenía muerto entre los brazos. Desperté cuando la estatua que te otorgó el Senado se convertía en polvo y caía a los pies de la plebe. —Calpurnia lloraba como si pretendiera dar nacimiento a otro mar.

     Él se le aproximó y contuvo la aversión.

—Tranquilízate, fue una pesadilla.

—¡Por favor, César! ¡Hoy no vayas al Senado o será tu perdición! ¡Te vi morir y luego te acuné empapado en sangre! ¡Aún huelo el hedor! No acudas: vieron resplandores en el cielo y dos estrellas fugaces chocaron entre sí. Dicen los que saben que Marte portará la lanza, la armadura y el yelmo y que reclamará vidas. Además, ayer algunas palomas dispersas merodeaban, inquietas, por la plaza. —Este espectáculo era inaudito, pues siempre se comportaba tímida, amable y circunspecta.

—No te tortures, Calpurnia. Los presagios unas veces son favorables y otras negativos, pero siempre hay que cumplir con el deber. Justo hoy me autorizarán a combatir en Asia contra los partos y nos vengaremos de la masacre a las legiones de Craso y del robo de nuestras águilas[xii]. Debo recuperarlas: nuestro honor está en juego.

—Si mueres hoy no podrás devolvernos ningún honor, César —insistió, las lágrimas dejaban de ser un mar para transformarse en un río—. En el Triunfo de las Galias el eje de tu cuadriga se partió frente al templo de la Fortuna. ¿Entiendes? Los dioses te alertaban de un negro presagio. Otro mal augurio fue festejar en el último Triunfo la victoria en África sobre los pompeyanos supervivientes de Farsalia. ¡No eran extranjeros, sino los perdedores de una guerra civil entre romanos!

—Te equivocas, Calpurnia, festejaba la victoria sobre el rey Juba que los ayudó.

     Sabía que era hipócrita. ¿Para qué negarlo si quiso que todos supieran que era superior a Pompeyo el Grande?

—No deberías ir, César. El esclavo de Alessio, el legionario, se volvió una antorcha humana. Repetía que Marte venía en camino, que se achicharraba, pero cuando lo examinaron no tenía ninguna quemadura.

—Cuentos de esclavos. —No obstante, lo hacían dudar.

—Vaticinar no es una de mis aptitudes, César, entiendo que no confíes, pero consulta a nuestros magos antes de exponerte al peligro.

—Te haré caso, Calpurnia —y se lo decía en serio porque Balbino, agorero del Senado, le rogó que se cuidara de los Idus Martiae.

     Envió a un sirviente para que trajese al augur. Él confirmaría o desmentiría las predicciones de su esposa. Minutos después este arribó. Cargaba entre los brazos un borrego asustado. Fueron hasta el patio y allí le explicó qué quería saber.

     El adivino degolló a la tierna criatura de un único tajo y luego la abrió en canal. Chorros de sangre caliente regaron los narcisos, los gladiolos y los laureles. A continuación examinó el hígado: el aspecto de los lóbulos, de la vesícula biliar y de la vena porta era el correcto. Sin embargo, cuando se disponía a analizar el interior del pecho, lanzó un grito aterrorizado y dio tres pasos atrás.

—¿Qué sucede? —Se hallaba tan pálido como un muerto.

—¡El animal no tiene corazón, Imperator  Julio César! —No podía respirar, tartamudeaba—. ¡¿Cómo es posible que caminara, que balase y que bebiera leche de los pechos de la madre si carecía de este órgano vital?! ¡No debéis salir de esta casa, nunca vi aberración semejante! —Se tomó el atrevimiento de sujetarlo del brazo para inmovilizarlo—. ¿Quién puede desearos tanto mal?

     César recordó a Cayo Casio Longino, tenía aspecto de conspirador. Y a su querido Marco Junio Bruto, al que algunos denunciaron. Del primero debía cuidarse, pero el segundo era hijo de Servilia, una antigua amante. A pesar de ser yerno y sobrino de su enemigo Catón, confiaba en él y lo perdonó al derrotarlo en Farsalia. Le concedió, inclusive, numerosos honores. ¿Para qué iba a eliminar a la gallina de los huevos de oro?

     Como los dioses lo cuidaban, él se protegería. Envió al fiel Marco Antonio a que disolviera la reunión del Senado y para que diese alguna excusa plausible. Media hora más tarde, arribaba a casa su primo y heredero Décimo Bruto, apodado Albino. Fue sincero y le habló de las pesadillas de Calpurnia y de las pésimas señales.

—César, te he visto combatir después de varios ataques de la «enfermedad divina», nadie cree que no puedas asistir por una simple indigestión. Los senadores me ordenaron venir porque hoy te nombrarán rey de todas las provincias fuera de Italia y te autorizarán a llevar la diadema. Algunos augures vislumbraron que con ella en la cabeza vencerás a los partos.

—¿Me darán la autorización y los denarios para ir a Asia?

—Sí, César... siempre que asistas. Imagina: ¿qué pensarían si supiesen que tú esperas a que Calpurnia tenga sueños favorables? —Albino  lo agarró del brazo y lo empujó hasta la salida.

     Una vez fuera, los separó la multitud de suplicantes.

—¡Júpiter Julio, ayudad a mi familia!

—¡Dios Invencible, mi hijo os necesita!

Imperator Julio César, debo hablar con vos. —Artemidoro zigzagueó entre el mar de gente y la fuerte constitución le permitió abrirse paso a codazos hasta llegar a él y entregarle un memorial—. Leedlo vos solo. Y pronto, porque aquí está escrito vuestro destino.

     Intentó hacerlo, pero un océano de pedigüeños se unía a la marcha a medida que se acercaban al templo próximo al teatro pompeyano, punto de reunión del Senado.

     En la entrada estaba Balbino y César le comentó:

—Ya llegaron los Idus Martiae. —Se sentía renovado, poderoso, el pueblo lo reverenciaba.

—Ya llegaron los Idus, pero no finalizaron. —Obvió la insinuación de peligro, pues se sentía tan invulnerable como cuando se enfrentaba a los bárbaros en la Galia.

     Consciente de ser sucesor de Venus, un superhéroe, casi un dios, entró en el templo con pasos enérgicos y desfiló por delante de la estatua de Cneo Pompeyo. Tulio Cimber se pegó a él y le rogó que perdonase al hermano exiliado, mientras le entregaba la petición. Otros senadores suplicaban también y las voces le recordaban a los balidos del borrego aterrorizado.

     Se sentó en la silla de marfil con incrustaciones de oro, un trono en realidad, que el Senado lo autorizó a usar.

—¡Dejadme! Hoy no escucho ruegos. —César manoteó como si alejase insectos.

     Marco Antonio se quedó en la entrada respondiendo a las preguntas de Marco Trebonio. Era una pena porque lo necesitaba para desprenderse de los aprovechados, que revoloteaban alrededor de él igual que un enjambre de moscas.

—¡Os he ordenado que me dejéis!

     Pero Tulio Cimber tuvo la osadía de tirarle del cuello de la toga y de detrás salió disparado el brazo de Casca, que lo hirió con el pugnus[xiii] en el cuello.

—¡¿Casca, qué osas hacer?! —Y detuvo con los fuertes brazos nuevos ataques.

—¡Auxilio, hermanos! —gimió el agresor.

     Las moscas se mudaron en mortíferas avispas. Portaban espadas e intentaban acertarle con los filos y con las puntas.

     Cuando Marco Junio Bruto le infirió un corte profundo en la ingle, rememoró la conversación de la noche anterior con su amigo Marco Lépido:

¿Cuál crees que es la mejor muerte? —lo interrogó aquel.

La no esperada —le respondió.

     Y tenía razón. Consiguió pararse y se alejó igual que un cordero agonizante. Se apoyó en la estatua de Pompeyo, que iba coloreándose del tono escarlata que tanto amaba Cleopatra. Aspiró la última bocanada de aire: guardaba el sabor de las ostras que le colocaba su amante en la boca y creyó percibir un dejo de su perfume a rosas y del aroma a papiros, a limo negro y a lotos egipcios. Anheló volver a remontar el Nilo con ella, acariciarle la piel tersa, conocer al hijo que le anidaba en el vientre... Pero sabía que sería imposible.

     Julio César murió en los Idus Martiae. Justo en el mes que honraba al Dios de la Guerra, Marte, a quien él sacrificó millones de vidas.



https://youtu.be/l0zz6fzcMSc


[i] Página 122 del libro del historiador Plutarco (año 46-120), citado en la bibliografía.

[ii] 15 de marzo.

[iii] De ahí que numerosos historiadores consideren a Julio César el primer emperador.

[iv] Lámparas de aceite.

[v] Póstumamente (42 a. C.) lo declararon dios (Divine Julius).

[vi] Quintilis, quinto mes del año.

[vii] Caesar, elefante en cartaginés.

[viii]Nunca se habían acuñado monedas en honor de un romano vivo.

[ix] Mezcla de sofá y de lecho.

[x] Julio César era epiléptico, enfermedad que se consideraba divina.

[xi] Significa «Venus madre de todos», en clara alusión al origen de la gens Julia.

[xii] Estandartes de las legiones que tenían águilas con las alas extendidas.

[xiii] El pugnus  era la daga militar estándar.


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