2. James

Llegar a Hasengaard era desagradable, el fuerte olor de las alcantarillas y las ratas que se colaban entre los desperdicios para los marranos, empeoraban el hedor.

Cubrió su nariz con una de sus manos enguantadas y se dirigió con algunos escoltas hacia el gran castillo. Las callejuelas estaban algo vacías y se sentía un tenso aire en el ambiente.
«¿Que ocurría?», pensó con extrañeza.

—Vengo a ver al rey, soy James Darendale —informó al llegar a las enormes puertas, los guardias se hicieron a un lado.
Ahí, en el trono sentado, estaba el rey Peter Wolfden, la corona posaba sobre su cabeza, accesorio que ya hacía parte de su vestuario diario.

—Has llegado. —Se levantó y bajó los escaloncillos para mirarlo de frente.

—¿Para qué he sido llamado, su majestad? —inquirió con sumo respeto.
El rey miró a sus soldados y a su consejero, asegurándose de que estuviesen oyendo.

—El gobernante de los elfos, ha negado su lealtad a la corona —informó pasándole un pequeño pergamino enviado por el mismo Idril y James supo la gravedad del asunto. Si los elfos no los apoyaban, estaban a merced del ataque de las bestias de afuera, también dedujo lo que le pediría a continuación—. Quiero que lo traigas aquí —ordenó con mirada severa.

Estaba claro ahora, James era de los mejores guerreros de Arelion por su habilidad con las espadas y si había un enfrentamiento con los elfos, él más que nadie, debía estar presente.
Pero también sabía que no había que subestimarlos solo porque eran seres pacíficos, estaban dotados de sabiduría y astucia.

—Bueno, si me permite, su majestad —se detuvo para sopesar como sontinuar sin ofenderlo y que no perdiera la cabeza ahí mismo, el rey era alguien muy voluble—. ¿No sería mejor que usted mismo fuera y ofreciera cerrar un nuevo tratado personalmente? Estoy seguro de que eso estaría bien ante los ojos de los Elfos. Para la corona, su pacto es algo importante, mi rey.

Peter endureció la expresión y James temió por haber dicho todo mal.

—Era importante, sino acepta venir, mátalos a todos, es un mandato real —exigió.

—Siendo honesto, no creo que los elfos sean algo para tomarse a la ligera...

—¿Cuestionas mi orden? —habló en tono amenazante—. Te recuerdo que tú me aceptaste como tu rey al ayudarme a traicionar a los Starwick y después a matarlos. Eso implica que me apoyes sin objetar ni ponerte en contra de lo que pido.

James a regañadientes hizo una reverencia.
—Como usted ordene, su majestad —dijo después. ¿Qué más podía hacer? Nada.

Lo que sí podía deducir es que eso no auguraba nada bueno.

—¿Preparándose para el viaje Sir James? —Un hombre llegó a su lado. Lo reconoció como Marcus, el consejero del rey, es por eso que le dió una mala mirada.

—Usted más que nadie, debería de saber que esto que haremos resultará mal. Los elfos no son criaturas a las que podamos someter —dijo mientras ajustaba las riendas de su caballo.
Marcus no dijo nada en seguida, era un hombre obeso, de edad algo avanzada, tez morena y su cabello ya casi desaparecía de su cabeza.

—Lo sé.

—¿Y se lo dijo? Es su consejero.

—Oh, lo hice Sir. Pero usted también debería saber que el rey no escucha muchos consejos.

James lo sabía y lo confirmó cuando quiso persuadir a Peter de no masacrar a todos los Starwick, pero había fallado estrepitosamente.

—Vamos James, ¿qué es lo peor que podría pasar? ¿Morir? —Legonel, su mejor amigo desde que eran niños, quien había luchado varias veces a su lado, y quién seguía presente acompañándolo a sus misiones o guerras, le palmeó el hombro.

—Tengo esposa e hijos —recordó y Legonel se encogió de hombros. Él aún era soltero, le aterraban los compromisos y los niños le asqueaban. Era de pensamiento liberal, se sentía feliz con una copa de vino y una golfa entre sus piernas.

—Si me permite recomendarle Sir James, no creo que Idril venga por su propia decisión, pero, si le ofrece algo a cambio en nombre del rey, quizá reconsidere renovar el pacto con la corona —dijo Marcus de repente. «Como si no lo supiera».

—Veré que se puede hacer sin llegar a la violencia. —Terminó de alistar a su corsel, luego miró a Legonel—. Es mejor que partamos antes de que la noche caiga para poder acampar.

Observó a los veinte hombres que lo acompañarían y casi se rió con amargura, lo mandaban a masacrar elfos sino se sometían y solo le daban a veinte bastardos, «bastardo el rey».

Debían viajar a Ered, que era el límite que marcaban las tierras de los hombres con las de las criaturas, y le calculaba como tres semanas en llegar, pero lo que no le gustaba era que tendría que pasar por el territorio de los Starwick. Un sentimiento de culpabilidad se instalaba cuando recordaba aquella noche en la que había ayudado a un imbécil a tomar el trono. ¿Qué más daba ya?
Ahora solo esperaba no morir en esta misión, no se había despedido como debía de su familia, ni la carta que les había mandado hace un rato con una paloma había sido suficiente.

—Estamos listos, esperamos tus órdenes —anunció Legonel interrumpiendo el hilo de sus pensamientos y asintió.

—Es hora de irnos y rogar a los dioses porque nos ayuden —murmuró montando a su caballo.

—Piense en lo que le dije, mi lord. Los elfos son sabios por naturaleza, usted deberá ser astuto mucho más —se despidió de él Marcus.

Y así, partieron sin saber si lo lograrían.

O más bien... si vivirían.

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