Epílogo
Epílogo
La estación del Este de Londres parecía muy concurrida aquella mañana. Los truenos retumbaban en las paredes de ladrillo de la recién construida estación, anunciando la proximidad de una fuerte tormenta.
—¡Cómo si en Londres nunca lloviera!— Ardith comentaba con desazón.
Su amado esposo, Edmund, la contemplaba y sonreía.
—Dale gracias al cielo por la lluvia. Gracias a este clima hemos podido tomar este viaje pasando desapercibidos. ¡Bendita Inglaterra por estos cielos grises y este clima frío y húmedo!
Las damas elegantemente ataviadas con sus vestidos de última moda caminaban de la mano de sus esposos y abordaban el vagón de primera clase del tren. Edmund y Ardith se colocaban justo al final de la fila de pasajeros. Sus rostros pálidos y sus facciones exóticamente hermosas siempre llamaban la atención de los mortales.
–Voy a extrañar Londres. Fueron casi doscientos años maravillosos en este lugar—, decía una sombría Ardith mientras observaba por la ventana los destellantes trazos que dibujaban en el cielo los rayos al descender con furia para desaparecer al caso besar el suelo con ímpetu.
–Lo sé amor. Pero ves, ya es tiempo de partir. Quedarnos en Londres se ha vuelto peligroso para nosotros. Es mejor irnos antes de que comience de nuevo la cacería de brujas... Si supieran lo que en realidad somos—. Edmund acariciaba el hermoso rostro de su amada y sonreía. El brillo rojiazul de sus irises lo embelezaban.
Su amor no había desmerecido con el paso de los años, o más bien de los siglos. Ambos habían superado tantas adversidades, aun antes de convertirse en vampiros. La guerra, Leila, los inquisidores, el exilio de Harzburg, las cacerías de brujas en Berlín, luego en Italia y por último, en Salem.
Inglaterra se había convertido en su hogar desde ya hacía casi dos siglos. Pero para unos seres tan hermosos, esbeltos, ricos, poderosos y que a demás no envejecían era insostenible. Con esto de la prensa y la invención de la fotografía se había convertido un verdadero peligro vivir en Londres por más tiempo.
Era mejor salir ahora, antes de que se levantaran las autoridades eclesiásticas y se volvieran nuevamente contra ellos... Y el problema no era Dios; después de todo ellos eran una creación divina, corrompida luego de que Adán pusiera la semilla putrefacta de la humanidad en las entrañas de Lilith... pero bueno, esa es otra historia.
–Es mejor que no lo sepan. De todos modos, me hará falta este lugar. La ciudad, el clima... la moda y las fiestas... Fue un error dejarnos tomar esa foto en la boda del príncipe. No hubiéramos podido ocultar nuestra identidad por más tiempo. Hubiera sido gracioso contarles cuando su tátara-abuelo el Rey Eduardo I fue invitado a cenar en la mansión de Cuthberht hace quinientos años atrás. ¿Te imaginas sus caras?— Ardith se reía en voz baja cuidando las apariencias, en ocasiones su risa solía ser muy estruendosa. No había querido controlar aún el gran flujo de aire que sus pulmones podían manejar. Su Edmund le había dicho cuanto le gustaba esa risa sonora.
—Creo que sí. Eres tremenda... Oye, ya los demás pasajeros se durmieron. Creo que es hora de nosotros hacer lo mismo y jugar a estar dormidos por un rato. Faltan varias horas para llegar a Canterbury—. Edmund agarraba la mano de su amada esposa y le guiñaba un ojo en complicidad.
—Tienes razón. Una vez en Bélgica podremos emprender el resto del viaje con normalidad... Extraño Alemania—. Ardith suspiraba mientras cerraba sus ojos para pretender estar dormida por un par de horas. Después de todo ya era de noche y llegarían a Canterbury en un par de horas. De allí zarparían a Bélgica donde tomarían de nuevo el tren hasta Alemania. Ya allí podrían cazar en Berlín para recuperar fuerzas y viajar hasta la región del Harz.
Ardith añoraba tomar posesión nuevamente de sus tierras. Ya, habiendo pasado medio siglo, el fantasma de aquellos días de lúgubre agonía cuando en su luna de miel, los deseos carnales revolvieron en su sangre los vestigios de la maldad de Leila. Para Edmund fue tan difícil aceptar la realidad de su esposa, pero la amaba tanto que se dejó convertir. Beber de la sangre de Ardith para culminar la transformación parecía una herejía... una idea tan descabellada como pecaminosa luego de haber peleado contra cientos de vampiros en aquella batalla en el sur de Alemania cuando era parte del Sacro Imperio Romano.
Tener que huir y renunciar a todo fue aún peor. Pudo haber sido rey de un imperio poderoso. Pero adoraba a Ardith y por ella fue capaz de todo, hasta de vender su alma al diablo con tal de compartir su vida con ella por toda la eternidad. Tuvieron que huir de Germania. Lord Aelderic sufrió mucho, pero entendió que era eso o perder a su propia hija.
Pero esos malos recuerdos quedaban atrás. Y aunque ahora eran dos seres sin alma que para vivir tenían que matar, su amor era tan fuerte que era suficiente para garantizarles ser feliz por los siglos venideros. La hermosa y ahora por siempre joven duquesa estaba muy emocionada. Mantener sus ojos cerrados durante el viaje se le hacía casi imposible. Solo la confortaba el que regresaría a casa, a la mansión de su padre y donde conoció al amor de su vida, de quien ni la muerte ni el tiempo habían logrado separar.
Ardith besaba apasionadamente a su Edmund. A lo lejos, las luces de los faroles de Inglaterra se desvanecían en la oscuridad. La suave brisa del mar jugueteaba con el cabello de la mujer buscándolo zafar de su estupendo peinado. Al otro lado del Canal de la Mancha se asomaban las bajas tierras de Bélgica y con ello la alegría de volver a casa junto a su amado esposo. Ambos se abrazaban tiernamente en la proa del barco y sonreían al futuro. Sería el comienzo de un nuevo capítulo en su eterna novela de amor.
Hola Amigos. Como me lo pidieron, aquí le va el epílogo. ¿Qué les parece? ¿Qué opinan de cómo transcurrieron las cosas en su vida como vampiros?
Dejen sus comentarios y votos si les ha agradado la historia.
¡Gracias a todos por su apoyo!
Los quiero mucho,
Rosa Aimeé
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