Capítulo 9 Comensal Inesperado
CAPÍTULO 9
COMENSAL INESPERADO
Después de aquello, Ardith jamás pudo conciliar el sueño y decidió que era mejor salir de aquella habitación antes que despuntara el alba. Entendió que el ver la desnudez expuesta de Leila la había alterado algo... o más bien, demasiado. La manera natural en que la hermosa pelinegra se desplazaba mostrando sus encantos sin ningún pudor la había inquietado... y comprendió que de manera adversa. <<Es un comportamiento muy libertino y yo no estoy acostumbrada... bueno... en realidad nunca había visto a nadie desnudo>>, pensó.
La inocente criatura, ni siquiera en sueños se había atrevido a pensar en su Edmund de alguna manera impropia. Cada vez que sentía que su cuerpo comenzaba a sentir cosas indebidas, pecaminosas (bueno, no pasaba a menudo, y agradecía a Dios por ello), las suprimía. Su adorado la respetaba, cuidaba de la pureza de su cuerpo y se su alma. Cuando se imaginaba siendo la esposa de Edmund, sólo se veía haciendo sus tareas domésticas y cuidando a sus hijos. Pero en la intimidad jamás. Esos pensamientos eran prohibidos y la conducirían a la corrupción de su espíritu.
Ardith se dio un baño temprano, confiando en que el agua de lavanda se llevaría consigo todas esas memorias obscuras que habían surgido en sus sueños la noche anterior. Pero al tallar su cuerpo, ya los movimientos de sus manos, antes totalmente naturales y asociados con un baño rutinario, se convertían en caricias para sus partes más íntimas. Luego su mente evocaba las imágenes de aquel sueño tan inmoral. Ardith sacudía su cabeza en un intento de echar fuera aquellas perversidades. Pensó entonces que lo mejor era buscar la manera de mantener su mente ocupada... muy ocupada.
Luego de vestirse, decidió organizar su ropero, aprovechando la oportunidad para sacar algunos vestidos que ya no usaba para que Leila los vistiera. Entre todo esto, ya el sol despuntaba en el horizonte. Salió entonces la joven duquesa de su habitación y se dirigió a la cocina.
Una vez entró a la cocina, las doncellas le saludaron con cortesías. Se colocó un delantal y le ordenó a Danäe, una de las sirvientas, que le llevaran el desayuno al cuarto a Leila... Ella prefería no ir por el momento. No era conveniente pues aún se sentía incómoda.
Justo allí en la cocina hizo inventario de los granos, cereales, frutas y verduras en la despensa, anotando todo en un cuaderno mientras seguía impartiendo órdenes a los empleados. Luego salió al huerto de la familia que estaba fuera de la cocina. Allí también contabilizó la producción de hortalizas para el consumo de la casa y vio que todo estaba en orden. Las últimas cosechas habían de realizarse esa semana, antes de que el frio invierno que se avecinaba los obligara a guarnicionar los alimentos y a preparar las conservas. Ella entonces, cargó su canasta con hierbas, frutos y especias para llevarlos a la cocina. Una vez allí, se encargó de dejar preparado el menú para el día y la semana porvenir. Como la mujer de la casa, sus quehaceres incluían, estar pendiente a las reservas de alimentos, las cosechas y la producción de leche y la curación de quesos... tareas que había descuidado anteriormente por estar sumergida en su vaivén de tristezas. Gracias a Dios que estaba Orla, quien se encargaba de todo aquello convirtiéndose en su segunda madre y en su mano derecha.
A la hora indicada, se disponía a reunirse con su padre para desayunar como acostumbraban siempre que él estuviera presente en el ducado. Caminó muy contenta hacia el salón comedor pues ya todo aquello que pretendía olvidar se había ido de su mente. Pero al entrar al salón, se llevó una enorme sorpresa. Sentada junto a su padre, estaba Leila, justo en el lugar que a ella le correspondería a la mesa.
—Mi hermosa hija Ardith, Mira quien nos acompaña esta mañana a desayunar—, Lord Aelderic sonreía de par en par mientras le hablaba a su hija con emoción por tener a la recién llegada sentada en la mesa con ellos.
—Oh. Yo había mandado a llevarte el desayuno a tu habitación, pero, bueno... no importa. Me alegra ver que estás tan repuesta y que nos acompañes a desayunar—, Ardith se dirigía a Leila mientras se sentaba en el extremo opuesto de la mesa.
Desde una esquina, Orla observaba con recelo la escena que se desarrollaba en el comedor. Sus brazos cruzados y su rostro severo mostraban sin disimulo que Leila no era de su total agrado. Algo en ella no le convencía del todo y observaba con detalle y suspicacia todos sus movimientos y gestos al hablar.
—Ay, amiga, espero no te moleste que ocupe tu lugar en la mesa junto a tu padre. Lo hice inconscientemente, pues solía ocupar este lugar cuando comía a la mesa con mi familia. Sabes Ardith que eres tan afortunada por tener a tu padre cerca contigo—, Leila suspiraba al hablar con voz entrecortada.
—Ardith, Leila me ha contado su infortunio. Es un horror que a la pobrecilla le haya ocurrido algo así. Si alguien se atreviera a tocarte un solo cabello a ti, hija mía...—, el duque afectado y furioso dio un golpe en la mesa al concluir su pensamiento.
—¡Padre, calmate! Nunca te había visto tan alterado. Mírame, yo estoy bien. No te preocupes ni te atormentes porque estás tú aquí para cuidarme como siempre lo has hecho. Afortunadamente, Leila fue hallada en nuestras tierras y ya está mejor a nuestro cuidado, gracias a Dios y a la Bendita Providencia—, Ardith tranquilizaba a su padre quien se había exaltado.
Él le respondía ya más calmado, —Disculpen mi repentino desajuste. Es cierto mi pequeña. Nunca dejaré que nada te pase. He estado dándole vueltas al asunto y creo que debo ordenar durante el día que uno de mis hombres viaje a la región de Suavia para que de aviso al padre de Leila. Sí, es lo más apropiado y cuanto antes mejor. El conde debe saber de inmediato que su hija está bien y está viva... Es imperativo. Leila ansía ver a su padre.
Los comensales seguían conversando y Orla, de pie en una esquina seguía observando. Apenas terminado el desayuno Ardith abanicaba sus pestañas y bostezaba. Su padre notó las repentinas y pronunciadas ojeras debajo de sus ojos y el cansancio en reflejado en su cara, —Hija mía, ¿estás bien? Luces un tanto adormilada.
—Oh si padre, estoy bien... es que...—, Ardith comenzaba a dar explicaciones a su padre cuando Leila la interrumpió de súbito.
—Es que anoche la pobre no pudo dormir. Yo tengo la culpa por haberle pedido que se quedara a dormir conmigo anoche. Creo que fue una imprudencia de mi parte. La pobre no paró de dar vueltas en la cama. Debió ser que estaba incómoda al dormir en la misma cama que yo.
Ardith no supo que contestar, sólo asintió. Y era mejor así. Leila la había librado de inventar una absurda explicación. Si alguien supiera la verdadera razón por la que no pudo conciliar el sueño, se moriría de la pena.
—¿Por qué no te vas a recostar un rato, hija? Descansa un poco. Sé que esta mañana te has levantado desde temprano. Has estado muy ocupada y angustiada en estos últimos días y eso no te hace bien... recuerda que tienes que estar fuerte, sana y jubilosa para recibir a Edmund cuando llegue del sur tras haber aplastado a esas facciones visigodas en el sur—, le dijo Lord Aelderic a su hija en un tono más festivo.
Leila reaccionó como sorprendida ante ese último comentario y en un descuido, viró el vaso de jugo sobre la mesa. Luciendo algo nerviosa, la pelinegra se disculpó por su torpeza. —Lo siento tanto. Debí haber sido más cuidadosa. Yo lo limpio enseguida.
—No te preocupes, deja eso muchacha. Eso le puede haber pasado a cualquiera—, el duque le hablaba con familiaridad a Leila. Luego dirigiendo la mirada a Orla, le dijo—, Orla, manda a limpiar la mesa, por favor. Yo voy a ordenar que el mensajero salga a Suavia de inmediato para resolver este asunto apremiante de dar aviso a los condes de Argengau—, un sonriente Lord Aelderic se puso de pie, retirándose de la mesa—. Bueno, el desayuno estuvo delicioso esta mañana. Jovencitas, me retiro. Tengo unos asuntos de suma importancia que atender. Hija... hermosa Leila, Orla, que tengan un lindo día— y el duque salió del comedor, no sin antes darle un beso en la frente a su hija y plantarle uno en la mano a Leila.
Al cabo de unos minutos, Leila y Ardith se retiraron del salón comedor. La huésped en la mansión de Harz acompañaba a Ardith hasta su cuarto ante unos ojos vigilantes de Orla. Mientras recorrían los amplios salones y pasillos, conversaban. —¡Qué triste debe ser tener a tu adorado tan lejos en batalla! Pero mejor cuéntame, ¿contra quién pelean?—, preguntó Leila.
—Ah, mi Edmund. Lo extraño tanto... Bueno, ellos pelean contra un peligroso ejército de rebeldes visigodos que han avanzado a territorio del Sacro Imperio Germano, en las tierras del sur, siguiendo el cauce del sur del Rin.
—¿En serio? Pero qué terrible. ¿Y por qué los consideran peligrosos?
—Porque son un montón de sanguijuelas sedientas de tierras y de poder. Dicen que van a recuperar lo que es suyo y lo más descabellado es que estas huestes dicen estar comandados por el mismísimo general Pelagio.
—¡Sanguijuelas, ja, ja! Qué termino más apropiado... ¿Pelagio? Pero que interesante. ¿Y tú, crees tales cosas?
—¡Cómo es posible Leila! Los muertos no reviven, ni salen de sus tumbas... Eso sólo lo hizo posible el Señor Jesucristo al tercer día de su crucifixión. Él es el único que tiene el poder de regresar de entre los muertos—. Ardith miraba a Leila y sonreía ante la ocurrencia de Leila.
—Claro, que tonterías digo... Bueno, hasta aquí te acompaño. Ya llegamos a tu cuarto y debes descansar... Gracias por haberte quedado conmigo anoche, amiga y siento mucho que no hayas podido dormir bien. Yo me voy a mi cuarto a arreglar el desorden que dejé esta mañana al salir—, Leila besó en la mejilla a Ardith y se retiró.
Ardith entraba en su cuarto. Su cama al parecer la llamaba y esta respondería obediente. Se sentía por demás cansada. Jamás pensó que perder unas horas de sueño provocara tanta debilidad. Dejó su existencia caer en la cama y con todo y vestido se acostó a dormir a media mañana.
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