Capítulo 8 Delirios
CAPÍTULO 8
DELIRIOS
Leila caminaba totalmente desnuda, de manera cadenciosa y sensual hacia la cama, mientras Ardith la miraba fijamente. La tenue luz que irradiaba el fuego en la chimenea se reflejaba en el cuerpo de la hermosa pelinegra creando destellos rojizos sobre su blanca y tersa piel. Ardith permanecía inmóvil sentada sobre la cama sin poder despegar su mirada de Leila que parecía un ángel caído del cielo. Leila se trepaba en la cama y se arrastraba de manera sugestiva hasta llegar a los pies de la duquesa a la vez que acariciaba suavemente las piernas de la inocente y virginal rubia. Ardith sentía como todo en ella se estremecía.
Leila la miraba con aquellos ojos oscuros que parecían atraer su alma y cuerpo de una manera indescriptible y la sometían de manera placentera. La Ardith descubría sensaciones en partes de su cuerpo que pensaba, en su inocencia, eran insensibles.
La sensual pelinegra se sentaba sobre Ardith de frente a ella. Leila abría sus piernas de manera que cada una se posicionaba a cada lado de las caderas de la rubia. Ardith se perdía en un trance profundo, su mente y cuerpos excitados por las caricias que la mujer encima de ela le obsequiaba. Las pupilas negras de Leila, dilatadas por la obscuridad de la habitación, hacían que la exótica hembra luciera como una criatura sobrenatural; hermosamente divina. Ardith permanecía recostada, sin mover un músculo, pero tampoco quería o pretendía hacerlo. Se sentía muy a gusto allí.
Aquella mujer acariciaba los tiernos y rosados pezones erectos de la duquesa y esta lo disfrutaba demostrándolo con gemidos de excitación. Todo en lo que creía, todo lo que se le había inculcado estaba siendo reemplazado por los deseos carnales y las maravillas que Leila le hacía a su cuerpo. Y aún sabiendo que aquello estaba mal, no deseaba que terminara.
Entonces Leila se inclinaba hacia a ella y Ardith seguía sin moverse... No deseaba moverse. Todo aquello le encantaba. Sólo observaba y se dejaba llevar... Ahora los pechos de Leila se rozaban con los de ella. Sentía como la humedad de ambas bañaba sus entrepiernas mientras sus caderas se frotaban con deliciosos movimientos. Un ardor placentero invadía sus partes más íntimas y el deseo corría por su piel latente.
Leila ahora besaba sus labios de manera frenética y del mismo modo Ardith respondía a esos besos... Besos que jamás su Edmund le había dado en semejante modo. Podía jugar con su lengua y saborear lo dulce de su paladar. Aquello era exquisito. Luego, Leila entrelazaba sus dedos entre los rubios cabellos de la doncella con una mano y con la otra rallaba suavemente su espalda haciendo que Ardith jadeara, sintiéndose extasiada. Lo que acontecía entre ambas era celestial... o infernal. No lo sabía y no le importaba porque lo disfrutaba demasiado.
Ardith sentía como Leila besaba su nuca suavemente y luego la lamía. La joven de dorados cabellos no podía dejar de gemir. Su pecho palpitaba a velocidades arrítmicas y frenéticas. La lujuria se apoderaba de su razón aquella noche. Ardith dejó que su mirada se perdiera en el techo de la alcoba y dio un ahogado grito cuando sintió como algo le pinchaba su cuello. Era una mezcla de dolor y de frenesí. La adrenalina sustituía a la sangre y no quería que aquel dolor se extinguiera. Su cuerpo ya no respondía y era presa de Leila y sus encantos. Aquella criatura no despegaba la boca del cuello de Ardith y ésta sentía que la vida se le iba... la vista se le nublaba y todo a su alrededor desaparecía en una oscuridad más negra que la noche misma.
—¡No!—, un grito de terror se ahogó en la garganta de Ardith al despertar. Aún estaba muda cuando al levantarse de un brinco calló sentada en su cama. Su respirar era fatigado y jadeaba... jadeaba y sudaba frío. Su aterrada memoria solo traía imágenes vagas de un sueño o más bien una especie de pesadilla infernal, mas su cuerpo aún latía producto de la desbordante pasión soñada.
Al mirar Ardith a su lado, pudo ver que Leila estaba profundamente dormida, vestida al igual que ella. No podía creer lo que su mente había creado en esos delirios. Nunca Ardith se había comportado de manera tan aberrante estando despierta y mucho menos dormida. Ni siquiera había imaginado que tales cosas se podrían hacer. Ni con su Edmund a quien tanto amaba, por lo que este sueño la hacían sentir manchada, pecaminosa. Se preguntaba, ¿por qué? ¿Qué cosa tan abominable estaba poseyendo su alma que la había provocado a soñar cosas tan perversas? ¿Qué cosa tenía esta mujer que había despertado en ella tales afecciones, totalmente desviadas de su educación moral y religiosa?
Ardith se levantó de inmediato de la cama y tomó un poco de agua de la jarra de plata que estaba sobre la mesa tratando de diluir así el sabor a Leila que aún tenía en su boca. Su cuerpo, lejos de estar relajado, aún tiritaba a consecuencia de las latentes sensaciones dejadas en su piel por la fuerte y negra pasión de aquella pesadilla. Porque eso era... una horrenda pesadilla. Ardith caminó un poco dentro de la habitación y respiraba profundo buscando exhalar las pecaminosas sensaciones aun latentes en su cuerpo. Pero fue en vano y por ende entendió que la única manera de espantar aquellos pensamientos lujuriosos y horrendos era con oración. Así que levantándose de su cama, se dirigió hacia la ventana al fondo de la habitación y mirando hacia las estrellas, como queriendo obtener un contacto más directo con Dios, comenzó a rezar.
—Pater Noster, qui es in caelis,
sanctificétur nomen Tuum,
adveniat Regnum Tuum,
fiat volúntas tua, sicut in caelo et in terra.
Panem nostrum cotidiánum da nobis hódie,
et dimitte nobis débita nostra,
sicut et nos dimittímus debitóribus nostris;
et ne nos indúcas in tentationem,
sed libera nos a malo.
Amén.
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