Capítulo 31 En nombre de la Iglesia

Capítulo 31 En nombre de la Iglesia

Edmund acariciaba el pelo de su amada Ardith que aún estaba dormida. Le hablaba suavemente mientras permanecía sentado a un costado de la hermosa joven. –Amor mío, despierta... por favor. Cuando estos hombres lleguen y te vean en este estado no dudarán en llevarte con ellos o matarte aquí mismo si es necesario. Yo no puedo permitir eso. ¡Yo no podría con esa tristeza! Ardith, mi amor. ¡Despierta! Despierta...

La suavidad de la voz del caballero se convirtió en jadeos y sollozos desesperados de honda melancolía. Edmund levantaba a Ardith entre sus brazos y se aferraba a su cuerpo débil y frío. Podía sentir la respiración y los latidos de su corazón, débiles pero latentes. Las lágrimas de Edmund humedecían los cabellos dorados de su amada. Él le repetía una y otra vez que la amaba. La apretaba fuerte contra su pecho. Imploraba al cielo un milagro. Sabía que en cualquier momento los inquisidores tocarían a la puerta.

–Edmund.– Un susurro, suave y cansado en su oído lo estremeció. Era la voz de su amada que lo nombraba. Edmund despegó su cuerpo de Ardith para mirarle fijamente. En su rostro la incredulidad y la esperanza se mezclaban. Ella aún tenía los ojos cerrados. La contemplaba en silencio esperando que lo que escuchó no fuera el producto de una mala jugada de su mente aturdida por el dolor. Luego de unos instantes los labios de Ardith se movieron, apenas imperceptiblemente y volvieron a susurrar, –Edmund.

–¡Has hablado! ¡Por Dios todo poderoso, has hablado Ardith!– La emoción era tan inmensa que no cabía en el pecho de Edmund. La apretaba y abrazaba esta vez con enjundia. Sus lágrimas eran de alegría pues su adorada le había hablado. –Mi amor, estoy aquí. Sí soy yo Edmund, por favor abre los ojos. Necesito saber que estás bien. ¡Mírame!– Edmund movía a Ardith buscando alguna reacción en ésta que le confirmara que su amada estaba bien. Necesitaba ese reflejo en respuesta coherente para tener la certeza de que el alma de Ardith no había sido contaminada y que seguía siendo humana.

Y el tan anhelado despertar llegó. La joven abría lentamente sus ojos y volvía a pronunciar quedamente el nombre de su amado.

–Edmund... Estás aquí.– Con esto la alegría también llegaba a la vida de Edmund que le abrazaba efusivamente.

–¡Mi amor! ¡Despertaste! Gracias a Dios Santísimo estás bien.

En esos momentos la puerta de la habitación de Ardith se abría. Los inquisidores y dos soldados, seguidos por Lord Aelderic entraban. Sus miradas severas hicieron que Edmund reaccionara instintivamente y se colocara de pie bloqueando la cama de Ardith.

–¿Qué hacen aquí los inquisidores? ¡Aquí no tienen nada que buscar!– Edmund colocaba su mano abierta a un costado suyo, listo para desenvainar su espada y matar si era necesario para proteger la vida de su amada.

–Sir Edmund Wigheard, ¿Ese es el saludo que merecen las altas autoridades de la Iglesia? Y viniendo del heraldo del rey, me sorprende la irreverencia del futuro monarca.– Monseñor Bodicelli miraba con una falsa indignación a Edmund mientras extendía su mano para que el joven heraldo le saludara como era debido. El inquisidor Gui y el Monseñor Fredrick permanecían estoicos, sus miradas escudriñado fijamente a la mujer que estaba recostada en la cama.

Edmund miró primero a Ardith que se encontraba abanicando sus ojos azules, en un intento por dejarlos abiertos. Ella buscaba con sus orbes de zafiro hacia donde venían las voces. El caballero respiró hondo y se fue alejando se la cama de su prometida, bajando la guardia. Colocando un beso sobre el anillo del obispo le saludaba.

–Su excelencia, pido una disculpa por mi actitud errática. Usted sabe la situación tan terrible a la cual me he enfrentado en las regiones del sur. Pido su bendición y su indulgencia.

–Gestión por la cual el Sagrado Imperio Romano Germánico y su Santísima Iglesia Católica le estarán eternamente agradecidos. Luchaste férreamente en nombre del Señor y venciste las huestes de Satanás. Eres un hombre muy valiente... Recibe mi bendición, hijo mío.– Monseñor Bodicelli hacía la señal de la cruz en la frente y en el pecho de Edmund.

Lord Aelderic caminó hacia la cama de su hija quien le miró tiernamente. –Padre.

El duque reaccionaba con gran alegría y abrazando a su hija le habló conmocionado. –¡Hija mía, Ardith, has despertado!

Al fondo se escuchaba el sonido seco de un aclarar de garganta. Era el Inquisidor Gui que se abría paso. Había aguardado paciente, pero el tenía una misión que cumplir y ya se había alargado mucho. Caminaba hasta colocarse justo al lado de Bodicelli y Edmund.

–¡Retírese de su hija, duque! ¡Nadie más va a tocarla hasta que yo la haya revisado!– El inquisidor ordenaba de manera enérgica a Lord Aelderic que soltaba a su hija mas no se alejaba de ella y se colocaba justo en frente de ella a un costado de la cama.

Edmund hacía lo propio y de inmediato se paró al lado de su suegro, nuevamente en guardia. El inquisidor Gui se dirigía hacia ellos caminando. Edmund reaccionaba desafiante. No iba a permitir que ninguno pusiera sus manos en su amada Ardith. –No de un paso más inquisidor, nadie va a tocarla.

Gui miraba a Edmund a los ojos altivo. –Caballero, usted no tiene ninguna autoridad para impedir la misión que se me ha encomendado. Sir Edmund Wigheard, será usted el futuro monarca de este imperio Germánico, pero en esta habitación yo soy la máxima autoridad. Soy el Inquisidor Bernardo Gui, el emisario directo de Dios en la tierra para acabar con el enemigo de las almas. Aquél que anda como león rugiente, buscando a quién devorar. Satanás ha estado en este lugar y ha dejado sus huellas plasmadas en Harzburg. Sabemos que su prometida Ardith fue mordida por un vámpir. Bien pudieron haber acabado con la demonio Von Dorcha, pero su maldita heredad puede estar corriendo en la sangre de esta joven y si es así, usted mejor que nadie sabe cúal va a ser su final.

Edmund tensaba su quijada lleno de ira y frustración, mas se acercaba a Gui para impedirle que avanzara más hacia la cama de Ardith. Los dos soldados de inmediato reaccionaron y empujando tanto a Monseñor Bodicelli como Fredrick y se colocaron flanqueando al inquisidor, sus espadas desenvainadas, listos a mover a la fuerza a Edmund y a Lord Aelderic si era necesario.

–¿Qué está pasando, padre? ¿Quiénes son estos hombres?– Ardith intentaba sentarse por sí misma. Lord Aelderic inmediatamente acudió a ayudar a su hija.

–Hija mía. No te preocupes, no pasa nada. Nadie te va a hacer daño.– Apenas El duque comenzaba a abrazar a su hija uno de los soldados lo removió de la cama para alejarlo de esta.

-¡Dije que nadie se puede acercar a esta joven hasta que yo la revise!– El inquisidor miraba severo a Lord Aelderic que luchaba por zafarse del soldado.

–¡Padre!– Ardith reaccionaba alterada. Sus fuerzas parecían reaparecer a paso lento. Pero el ver a su padre apresado por aquel soldado alto y fuerte le llenó de terror. Estaba confundida, no sabía qué pasaba. –¡Por favor, suelten a mi padre! Emdund, ¿qué está pasando?– Ardith miraba desesperada a su prometido buscando respuestas.

–Mi amor, todo va a estar bien. Este es el obispo de Toulouse, Monseñor Bernando Gui. El sólo viene a revisarte. Puedes estar tranquila, nadie viene a hacerte daño.

Edmund miraba con perspicacia pero se hacía a un lado para que el inquisidor pasara. El mejor que nadie sabía que no era cierto lo que decía, pero debía mantener la compostura por el momento, así que se mantuvo justo detrás de Gui. Si este intentaba hacerle algo a su amada, aunque le costara la muerte, lo mataría primero.

El heraldo miraba a Ardith tratando de calmarla. No quería que se exasperara y que dieran por hecho que estaba poseída. Ardith lucía desconcertada pero asentía sosegada a lo que su amado le indicaba.

El inquisidor Gui se inclinaba para revisar a Ardith. Esta temblaba, mientras el hombre le examinaba las muñecas, los tobillos y por último la base de la nuca. Al verle la mordida en su cuello, Gui reaccionó alterado. Se erguió y caminó hacia atrás alejándose un poco de Ardith.

–En efecto, la mujer ha sido mordida. Tenemos que llevárnosla.– El inquisidor dio la orden a los soldados que de inmediato procedieron a aprender a Ardith.

–¡Ella no es uno de ellos! ¡No se la van a llevar!– Edmund reaccionó iracundo y agarró a uno de los soldados por un brazo y girándolo le golpeó en la cara.

–¿Llevarme a dónde? ¡Padre! ¡Edmund!– Ardith lloraba de miedo e impotencia. Ya entendía lo que pasaba. Se la llevarían para matarla porque Leila la había mordido. El otro soldado ya la tenía bien agarrada y ella no tenía fuerzas para luchar.

Lord Aelderic tenía sus manos atadas. En un intento por detener al soldado para que no lastimara a su hija, se abalanzó contra este, consiguiendo sólo tropezar con el borde de la cama y el soldado, cayendo al suelo.

En esto, Edmund se abalanzaba contra el otro soldado. Con el cabo de su espada le golpeó en la cabeza y este cayó al piso estrepitosamente. Justo cuando Edmund lograba rescatar a su amada, la puerta de la habitación se abrió y esta se llenó de legionarios. Los otros sacerdotes habían salido de la habitación a buscar los refuerzos.

Uno de los soldados de la Iglesia arrinconó a Lord Aelderic y otros dos apresaron a Edmund. Un par de soldados de igual modo tomaron a Ardith por los brazos. La pobre joven lloraba desconsolada.

–¡Llévensela y métanla en la jaula! ¡Arresten a estos dos hombres por sublevarse ante la autoridad de la Iglesia!– El inquisidor ordenaba a sus hombres.

–¡Nooooo!– Gritaba con impotencia el pobre duque mientras veía como se llevaban a su hija.

Edmund no podía permitir que se llevaran a su amada. Sabía que aun ella no siendo un vámpir la iban a torturar hasta escuchar la confesión de iniquidad que ellos querían. Eran inquisidores y venían a matar. La quemarían viva pues no conocían misericordia. Y Gui era el más mezquino y sanguinario de todos. Tendría que pensar algo pronto.

El joven se tiró al suelo. Por un breve instante los soldados perdieron el control sobre él. El tiempo fue justo para que el tomara su daga y se pusiera de pie. Los dos soldados reaccionaron de inmediato y ya estaban a punto de atraparlo nuevamente, pero Edmund agarró su daga y se la enterró en un costado. De inmediato cayó al suelo. Los soldados se miraron asombrados y se quedaron mirando. <<Está loco>>, pensaron.

Ardith miraba horrorizada y destruida a su amado caer al suelo. La sangre brotaba de la herida que el mismo de había infringido.
–¡Noooooooo!

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