Capítulo 29 Regreso

Capítulo 29 Regreso

Edmund llegaba fatigado montando su corcel. La pobre bestia también estaba extenuada tanto por la persecución en el bosque como por la carrera a todo galope para llegar lo antes posible al castillo. El caballo lo entregaba al paje que lo llevaría al establo mientras el prometido de Ardith desmontaba para correr a toda prisa adentro de la mansión. Pasó del recibidor a la sala de estar ensimismado, preocupado ante la mirada atónita de los sirvientes. Una vez al pie de la escalera, pudo ver a su suegro, Lord Aelderic, que venía descendiendo por los escalones. Su cara denotaba angustia.

–Edmund, espera. Aún no subas. Tengo que decirte algo. Es muy importante que me escuches antes de que veas a Ardith.– Lord Aelderic colocaba su mano sobre el hombro de Edmund.

–¿Qué está sucediendo con Ardith? Yo ansío verla de inmediato. No puedo esperar.– Edmund reaccionaba alterado intentando pasarle por el lado al duque para poder llegar al cuarto de su adorada.

–Edmund, escúchame, por favor. Hay algo que debes saber... tienes que mantener la calma ante lo que vas a escuchar.– Lord Aelderic le señalaba una silla a Edmund para que se sentara.

El joven no podía contenerse. Sentía una desesperación terrible y presentía que algo andaba muy mal con su adorada Ardith. Podía leerlo en el rostro del duque y esto lo afligía aún más. Aún así sentía que debía controlarse y escuchar antes lo que le tenía que decir su suegro.

En la sala de estar ambos permanecían de pie. Edmund rehusaba sentarse y caminaba de un lado a otro mirando hasta la segunda planta de la mansión. Lord Aelderic lo ponía al tanto de todo lo acontecido mientras él estaba batallando contra los vámpirs en el sur de Germania. Edmund cerraba sus puños de ira e impotencia y miraba fijamente a su suegro mientras este narraba la peor parte de los hechos. No podía creer el alcance de la maldad de esta mujer llamada Leila. Sus manos sudaban frío ante los inverosímiles hechos.

–...Y ahora estoy seguro que las dos laceraciones que tiene en el cuello y que parecen una mordida, se las hizo Leila.

–¡Laceraciones! ¡Mordidas! ¿Dónde? ¿Hace cuánto notaron esto en ella?– Edmund reaccionaba muy alterado y angustiado. El sabía las consecuencias funestas de la mordida de un vámpir en un humano.

–Bueno, la primera vez que ella enfermó y que Orla, que en paz descanse, notó los orificios en su cuello fue varios días después de que Leila llegó a esta casa. ¡Maldita Leila! ¡Mil veces maldita! Espero que esté ardiendo en las fraguas del infierno junto a Satán mismo... de eso ya hace dos meses. Fui un iluso Edmund... un tonto y ciego que no vi más allá de mis narices. Fueron tantas las señales que me fueron enviadas para desenmascarar a esa criatura del mal... Si algo le llega a pasar a mi hija por mi estupidez, no me lo perdonaría.– Lord Aelderic ya había perdido el temple y sus ojos lloraban de ira y dolor.

–Tengo que ir a verla de inmediato.– Edmund salió corriendo dejando atrás las explicaciones que pudiera darle el padre de Ardith. El tenía que verla. Su corazón no aguantaba más. Necesitaba constatar el mismo el estado en el que se encontraba su amada.

El joven miraba con ojos llorosos la figura dormida de su amada. Estaba lánguida y pálida. Su piel había perdido la lozanía que reflejaba hacía unos meses atrás. Sus cabellos ralos y sin brillo y los muy visibles círculos purpúreos bajo sus ojos cerrados mostraban la cara del espectro de la muerte que acechaba a la joven duquesa.

–Oh, Ardith, mi adorada. ¿Qué te han hecho?– Edmund se sentaba en la cama junto a ella. Suavemente removía los cabellos que caían sobre la clavícula de su amada, para poder ver las laceraciones en su rostro. Un escalofrío terrible corrió por todo su cuerpo cuando en efecto pudo constatar que lo que tenía Ardith en la base de su cuello era una mordida de un vámpir.

Edmund no pudo contenerse y rompió en llanto. El sabía perfectamente que era lo que le esperaba a Ardith si llegase a despertar convertida en uno de esos monstruos. El mismo tendría que matarla y decapitarla para luego quemar sus restos.

–¡No... no, no! Esto no puede estar pasando. Ardith, mi amor, me niego a perderte. Eres lo que más amo en este mundo... ¡Oh Dios no permitas que nada malo le pase! Me moriría si lo que temo se convirtiera en una realidad.– Edmund lloraba un mar de lágrimas recostando su cabeza sobre pecho de Ardith. Le consolaba poder sentir su vaga respiración y que su corazón aún latía. Síntomas de que aún en su cuerpo se libraba la batalla por la vida. Al momento seguía siendo humana... seguía siendo su adorada Ardith.

Lord Aelderic entraba a la alcoba en sigilo. El duque observaba la triste escena y a su mente venían memorias de la terrible noche en que su amada Edwina había fallecido. No podría tolerar perder también a su hija. Se sentía impotente, culpable por no haber protegido a su hija de la maldad de Leila.

Edmund advertía la presencia del duque y levantó su cabeza de sobre el pecho de Ardith. Era un acto inapropiado y debería disculparse con el padre de la joven que lo observaba en silencio. –Le ruego perdone mi atrevimiento, Lord Aelderic. Le juro que no quería faltarle al respeto a su hija. Solo quería corroborar que respiraba.– El yerno del duque se ponía en pie.

–No te preocupes. Sé que jamás le faltarías al respeto a mi hija... Dime, ¿cómo la ves?– Lord Aelderic se paraba junto a Edmund al pie de la cama para contemplar a su hija que permanecía profundamente dormida.

–Parece un ángel así dormida. Pero se ve tan demacrada. La muy maldita de Leila estuvo bebiendo de su sangre por mucho tiempo. Esto me preocupa tanto. No quisiera ni imaginarme lo que sería de ella si llegara a despertarse convertida en uno de ellos.– Edmund le hablaba al duque con su mirada fija en su amada.

–¿Qué has dicho Edmund? ¡Se puede convertir en una criatura de los infiernos como lo era Leila! ¿Pero cómo?– Lord Aelderic estaba aterrado ante tal revelación. No podía creer lo que estaba escuchando.

–Debo ser franco con usted, duque. Una vez que un humano es mordido por uno de estos vámpirs corre el riesgo de convertirse en uno de ellos si su sangre se contaminara o si bebiera de la sangre de uno de estos seres del mal. Vi muchos hombres en batalla levantarse a los dos o tres días de entre los muertos convertidos en uno de estos demonios sedientos de sangre y atacar a los suyos.– Edmund le hablaba a su suegro con un nudo en la garganta. Todo esto era demasiado para él. Su corazón se estaba partiendo en mil pedazos ante la posibilidad de perder a su Ardith.

–Pero entonces, ¿qué hacían con estos hombres que se convertían en vámpirs? Dime Edmund. ¿Cómo los convertían en humanos nuevamente?– Lord Aelderic inquiría. Su rostro denotaba terror y desespero. No quería escuchar lo que era obvio.

–Lord Aelderic, una vez el humano se convierte en una de estas criaturas, deja de ser humano... para siempre. Lo único que queda es acabar con el recién convertido. La única manera de matar a estos seres es decapitándolos y quemando sus restos.- Edmund veía como la cara del duque se desfiguraba. El horror y la tristeza se apoderaban de Lord Aelderic que lloraba desconsoladamente. La idea de tener que matar a su propia hija era inconcebible.

–¡No, no no! Me niego a aceptar que esta sea una posibilidad. Oh Dios Santo. No permitas que este sea el fin para mi hija. Tú sabes que ella es lo único que tengo.– Lord Aelderic se arrodillaba a un lado de la cama de su hija. Edmund elevaba de igual modo una plegaria al cielo. Dios tendía que escuchar sus ruegos.

En esos momentos entraba Jamison, el jefe de la servidumbre, al cuarto de Ardith. –Disculpe Lord Aelderic, Sir Edmund. Abajo en la sala de estar lo espera Moneñor Bodicelli. Dice que es imperativo hablar con usted, Lord Aelderic.– Jamison lucía nervioso. Ambos caballeros, Edmund y Lord Aelderic se miraron. Primero en sus rostros había sorpresa y confusión. ¿Qué haría el líder máximo de los asuntos de la iglesia en Germania en la mansión de Cuthberht? Ambos hombres reaccionaron al unísono horrorizados. –¡Oh, no! ¡Vienen por Ardith!

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