Capítulo 25 Seda Granate y Soldados

Capítulo 25 Seda, Granate y Soldados

Leila contemplaba ufana su reflejo en el espejo y sonreía maléficamente. Los eventos transcurridos la mañana anterior habían llenado su mente de un regocijo maligno. Ver como aquella mujer se retorcía entre las llamas mientras era quemada viva por sus crímenes de brujería la colmaban de vigor y satisfacción. Leila había disfrutado cada segundo de la ejecución.

Leila siempre pensó que el morir quemada en la hoguera era en método mucho más horrible que la horca. Y en ella era contradictoriamente emocionante y mórbido, teniendo en cuenta que la única manera de acabar con un ser como ella, un vámpir, era precisamente quemando sus restos. Pero después de todo, encontró el acontecimiento como un espectáculo desabrido mas a su vez glorioso. Aquella bruja maldita merecía morir de la manera más horrible después de haberse metido con ella.

El olor a carne humana quemada y a sangre hirviendo le dio hambre. Esa noche Leila había decidido salir de cacería. Necesitaba abastecerse para estar fuerte al día siguiente, si no el pobre duque moriría antes de lo previsto y su plan podría venirse abajo. Así pues, Leila se escurrió en la oscuridad de la noche y salió del castillo.

Aquel miserable borracho que salía de la posada tarde en la noche fue una presa fácil. El remedio de hombre se convirtió en una cena poco apetitosa, pero comida al fin. Eso era mejor que nada.

El sabor agridulce y rancio del exceso de alcohol en la sangre del hombre no era de su total agrado. Aquel residuo que dejaba en el paladar de la vámpir era el de un horrendo vino barato. En todo caso Leila prefería el dulce sabor de un vino tinto italiano de buena calidad o la pureza de la sangre en las venas de una virginal doncella... Tal como lo era Ardith.

A la mañana siguiente, Leila se miraba en el espejo nuevamente y sonreía. Sus ojos reflejaban un brillo especial... el brillo que le daba la alegría de saberse triunfadora. En pocas horas se casaría con Lord Aelderic y todo el ducado sería de ella. Eso era suficiente razón para estar más que feliz.

Todo había salido tal y como lo había planeado. Había estado meses observando a Ardith en el cementerio desde la penumbra. Escondida tras las criptas la estudiaba. De nada le hubiera servido saciar su sed con ella el primer día que la vio sola y triste llorando la muerte de su madre sobre la fría lápida de Doña Edwina. Ardith representaba para ella más que un recipiente de sangre. La joven duquesa representaba lo que ella una vez, hace más de un siglo, había sido.

Leila era joven y hermosa, llena de vida y con un futuro prometedor. Eran muchos los hombres que la pretendían. Pero Leila era impetuosa y se enamoró de Leonardo, quien sería su infortunio. Entregó su vida, su cuerpo y su alma en una pasión desenfrenada. Aquel hombre robó algo más que su virginidad. Se llevó todo de ella aquel día en el bosque cuando la hizo suya... por completo.

Leila había muerto. Su esencia había desaparecido de este mundo terrenal. Cuando despertó siendo un vampiro lo perdió todo. Ella misma asesinó a sus padres y su familia al regresar desde las fraguas infernales como un ente sin alma que solo buscaría saciar su sed de sangre. Aún recordaba el rostro de terror de los suyos. Pero ella nada podía hacer. Su madre le suplicó por su vida, pero su frenesí por el líquido carmín fue más poderoso.

Leonardo la había convertido en un monstruo. Leila lo buscó y lo buscó por todo Suavia y jamás lo encontró. Lo había perdido todo... todo. Fue desterrada de sus tierras por haberse convertido en un engendro del demonio. Y vagó... y vagó por todo el imperio germánico acabando con aldeas enteras para aplacar su deseo de sangre.

Embrujó a cientos de hombres y luego de haberlos matado se apoderaba de sus bienes. Pero ninguno tan poderoso como Lord Aelderic... y ninguna otra como Ardith. Oh... Ardith era algo especial. Tan especial que aún la mantenía con vida.

Ya poco a poco había acabado con sus enemigos: la entrometida doncella que la descubrió mientras bebía de la sangre de Ardith por vez primera en su habitación; Orla y el mensajero. Hasta la carta que el estúpido de Edmund había enviado a Lord Aelderic y que revelaría lo que era ella había desaparecido. Nada ni nadie impediría que ella fuera una duquesa nuevamente y que viviera en un castillo que defendería esta vez a capa, espada y muerte.

Lo mejor de todo fue esa carta. De algo sirvió un humano pusilánime. Edmund había acabado con el ejército de los vampiros en el sur del imperio... Pero pensándolo bien, después de todo la idea no era tan terrible. Aunque en un principio pensó que la idea de que los magnos generales Ardo y Pelagio lograran apoderarse del Sacro Imperio Germánico desde el sur y ella lograra coronarse como duquesa de uno de los bastiones sajones más importantes de la comarca, era lo ideal. Ahora ella sería la única dueña y señora y podría emprender su propia conquista. ¿Quién sabe? Bien este Edmund podría servirle como un tremendo general una vez llegara y lo convirtiera en vampiro.

Leila pensaba en todo esto y se sonreía de su propia maldad. Pero ya habría tiempo de pensar en todo aquello. Hoy su mente estaba ya sacudía estos pensamientos de su cabeza porque su suerte había cambiado. Las doncellas le ayudaban a arreglar su hermoso vestido de seda color perlado con detalles negros y dorados. Su cabello había sido trenzado y acomodado en un recogido alto y decorado con cintas y flores blancas. Lucía más que preciosa. Parecía un ángel con su piel tan blanca como la porcelana y una vez habiendo aplicado rubor de cártamo y delineado sus enormes y negros ojos con kohl, su belleza era más que exótica... casi divina.

La mujer admiraba su belleza y se ufanaba en su interior. El escandaloso escote en su vestido revelaba sus firmes y redondos pechos y un corsé bien ajustado delineaba aún más su fina cintura.

 ̶ Señorita Leila, en verdad que no hay novia más hermosa que usted. ̶  Le admiraba una de las doncellas mientras de terminaba de acomodar unas flores en el cabello.

 ̶ Lo sé. Gracias.  ̶  Leila soberbia sonreía triunfante y despedía a las sirvientas. Pronto vendrían sus escoltas para acompañarla. La ceremonia habría de comenzar en cualquier momento.

El patio exterior estaba hermosamente decorado. Había pocos invitados, puesto que la boda había sido algo apresurada, tal y como Leila lo había planificado. No quería más personas quedándose en el castillo de las que podría controlar... o matar.

Todos miraban atónitos a la fastuosa novia mientras esta hacía su entrada en los atrios exteriores designados para la ceremonia. Los invitados se ponían de pie en actitud de reverencia y respeto ante el desfile de la futura duquesa de Cuthberht. Leila caminaba con su cabeza erguida y sonriendo de par en par. Sus caderas se remeneaban con el vaivén de su cadencioso caminar que parecía estar sincronizado al ritmo de la suave música que producían las arpas y las flautas de la pequeña orquesta.

Al fondo estaba el obispo de pie debajo de un arco de hierro forrado con flores blancas y rojas. Lord Aelderic no disimulaba el regocijo y el orgullo que le causaba el desposar a una mujer tan bella, parecía brincar de la emoción. El hombre se veía tan elegante, ataviado con su túnica verde y negra con bordados dorados que hacían resaltar sus expresivos ojos azules. No cabía duda de que aún siendo un hombre que pasaba los cuarenta, era sumamente apuesto.

Leila pensaba en el manjar que se daría esta noche. Hacía décadas que no gozaba el estar con un hombre. Y Lord Aelderic le daría doble placer esta noche. Pasión y sangre a borbotones... lujuria y fortuna. El destino le estaba sonriendo y no precisamente reflejado en el rostro del duque de Harzburg.

Lord Aelderic tomaba la mano de Leila y le susurraba. -Amor mío... te vez tan hermosa.

 ̶ Gracias, mi adorado. ̶  Leila le regalaba una sonrisa al duque. Uno al lado del otro se colocaban frente al obispo quien comenzaba a oficiar la ceremonia.

 ̶ Amados hermanos en la fe del Señor. En este día que el Creador nos ha regalado, celebramos la unión de con, duque de Harzburg. ̶ El cura oficiaría el resto de la ceremonia en latín, como era lo debido de acuerdo al ritual de bodas para los nobles.  ̶ Hodie est dies dilectus munera Deus fecisset celebritatem nuptialem inter et Lord Aelderic Cuthberht Von Lowe et Lady Leila Von Dorcha y Fleischer ...  ̶  Después de los votos ofrecidos por ambos, Leila y el duque, el obispo peticionó los anillos.

 ̶ Quod signum anuli adducamus unio in nuptiis amorem...

Lord Aelderic colocaba el fastuoso anillo dorado en el dedo de Leila. Los ojos negros de la mujer reflejaban el brillo del gigantesco granate en el aro matrimonial que Lord Aelderic le obsequiaba. Leila sonreía de felicidad. Estaba a un momento de convertirse en la duquesa de Harzburg. Todo lo que tenía frente a sí y mucho más sería suyo...

Los portones gigantescos de hierro que daban al patio trasero del castillo se abrían de par en par de manera estruendosa. Una decena de hombres a caballo irrumpían en los atrios exteriores donde se efectuaba la ceremonia. Los invitados se ponían de pie y se hacían a un lado presos de la sorpresa y el temor, mientras los corceles nerviosos se hacían paso. Eran los soldados del Sacro Imperio Germánico, liderados por el mismo Edmund Wigheard.

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