Capítulo 23 Seducción y Perdición

CAPÍTULO 23
SEDUCCIÓN Y PERDICIÓN

PARTE I

—¿No me engañas, verdad amor? Mira que yo he pasado por tantas penurias que una decepción más me rompería el alma en mil pedazos. Dime que es enserio lo que me propones, mi vida—, Leila se aferraba el cuello del duque. Sus rostros apenas a unos pocos centímetros de distancia.

—¡Claro que es enserio lo que te propongo Leila! Quiero que seas mi esposa. Tenerte a mi lado me haría el hombre más dichoso del mundo—. El duque besaba a Leila con pasión en la sala de estar. La pelinegra entrelazaba sus dedos en los cabellos de Lord Aelderic y este apretaba el cuerpo de la mujer más hacia el suyo. Leila sentía contra su piel la erección en el duque y esto le garantizaba la victoria.

—Oh, Aelderic, te amo tanto. Has llenado mi vida de luz y alegrías desde que te conocí. Tus atenciones y afecto... tus caricias y besos han borrado de mi mente todo lo terrible que me ocurrió en un pasado sombrío—. Leila dejaba escapar lágrimas falsas y mostraba una hipócrita alegría.

—No pienses más en ello. Yo te prometí que nadie te iba a volver a lastimar mientras estuvieras bajo mi cuidado. Así ha sido y así será. Sólo esperaremos a que lleguen tus padres para pedir tu mano formalmente y nos casaremos entonces—. El duque tomaba de las manos a Leila y le daba un beso en la frente.

Leila abría los ojos de par en par y miraba fijamente al duque. —¿Por qué esperar si nosotros nos amamos? Yo muero de ganas por ser tu esposa. Te deseo tanto que no sé si me pueda controlar ante tus cálidos besos y lo recio de tu cuerpo mi amado Aelderic—. La mujer se aferraba más al cuerpo del duque apretando sus caderas contra el cuerpo del hombre. Colocaba una de sus piernas entre las de Lord Aelderic y este jadeaba de pasión. Su miembro varonil más erecto aún, lo ponía en una situación sobre la cual perdería el control. En su mente sólo deseaba tomarla allí mismo en el sillón, en el suelo... donde fuera. La deseaba más de lo que su cuerpo podía asimilar. Leila despedía un olor a rosas y miel que lo embriagaban y se perdía hipnotizado en sus ojos de ónix.

—Yo también te deseo. ¡Oh mujer, no sabes cómo!— El duque retiraba su cuerpo del abrazo sensual de Leila que le tenía sudando. Necesitaba distanciarse un poco para aclarar ideas y hablar con cordura. El tener a Leila tan cerca de sí le nublaba los sentidos. Ya un poco más calmado le continuaba hablando con dulzura. —Leila, mi amor. Pensé que sería más prudente esperar a que llegaran tus padres para recibir su bendición.

—Yo prefiero no esperar—, Leila interrumpía al duque—. Además, pienso que sería mejor darle la sorpresa. Saltarán de júbilo una vez lleguen y me encuentren bien y dichosa ya casada con el hombre más maravilloso del mundo entero—. La infame condesa besaba los labios del duque una vez más.

—Amor... Aún pienso que deberíamos esperar. Vamos a ver... te propongo una cosa. Si en tres días el mensajero no ha regresado con tus padres o por lo menos con noticias de ellos, nos casaremos de inmediato. ¿Te parece? Mientras tanto, voy a llamar a la zurcidora para que vaya tomándote las medidas para el vestido. Así daremos también algún tiempo para que Ardith se recupere. Tengo fe la enfermedad que la aqueja le va a pasar pronto y la buena noticia de nuestra boda será un aliciente para su triste corazón—. Lord Aelderic tomaba de las manos a Leila e intentaba hacerle entender que era mejor esperar. Esto a Leila no le parecía. Sabía que tenía que casarse con el duque lo antes posible para que todas sus tierras fueran de ella y por fín recuperar las riquezas que una vez le fueron arrebatadas por su infortunio. Algo se le ocurriría, pero por el momento tendría que jugar a la inocente damisela.

—Se hará como tú dispongas mi adorado. Tienes la razón en ello y no debemos apresurar las cosas y si, me parece bien que esperemos en lo que llegan mis padres... Le doy gracias al Cielo por haberme traído hasta las puertas de tu morada. Me haces cada día tan feliz—. Leila se despedía con un beso del duque quien la veía retirarse mientras ella se zarandeaba sensualmente. El hombre se secaba el sudor de su frente, el candente momento escenificado hacía unos minutos había sido demasiado. Ahora él era el que no sabía si podría resistir ante la tentación de tener a la seductora pelinegra junto a él por más tiempo. Cada día que pasaba su voluntad se doblegaba ante el deseo que está le provocaba. Pero por lo pronto ordenaría a preparar todo para la boda y para la llegada de los padres de Leila.

Lord Aelderic subía por las escaleras hacia el segundo piso de la mansión. Pensaba en su pobre hija. Sí. Casarse con Leila era la mejor opción. Ella era una mujer sana y fuerte que le daría muchos hijos. Sí Ardith no mejoraba, al menos tendría quien le ayudara a cuidar de su hija. Y si algo malo le ocurriera a ésta, Leila le daría más hijos. El duque de Harzburg sacudía su cabeza para espantar ese último pensamiento. Aunque tener más hijos le llenarían de alegría, de cierto no podría soportar el perder a su adorada hija. La sola idea lo atormentaba y el nudo en su garganta se hacía más difícil de tragar al pensar en el fatídico desenlace.

Lord Aelderic se encontraba ya frente a la habitación de su hija. Al abrir la puerta el olor a yerbas medicinales golpeaba el olfato del duque. Mientras se acercaba a la cama, contemplaba con tristeza el rostro palidecido de su hija. Si bien mostraba alguna mejoría, aún no reflejaba la lozanía que la caracterizaba. Su pecho subía y bajaba rítmicamente, pero con lentitud según respiraba. La joven sólo era despertada para alimentarse y para ser aseada por las sirvientas. El resto del tiempo lo pasaba durmiendo. Barón Ascili así lo había dispuesto por el bien de la salud de Ardith. Una vez se recuperara del todo podría asimilar mejor las cosas, incluyendo la muerte de Orla.

Aún no entendía como su hija podía culpar a Leila de semejante atrocidad. Sólo podría ser producto de su enfermedad las barbaridades y locuras que Ardith decía de la mujer que habría de ser su esposa. Que bebía sangre humana... que si mataba con sus propias manos... que había ido noche tras noche a beber su sangre. Era más que inverosímil; era una total barrabasada. Leila no sería jamás en la vida capaz de hacerle daño a nadie. Su adorada prometida era el ser más dulce del mundo de ello no había la menor duda.

Lord Aelderic acariciaba los cabellos de su hija. Parecía un ángel en la tranquilidad del sueño profundo que la arropaba. El duque se inclinaba y daba un beso en la frente de su hija mientras le echaba su bendición.

—Por favor, Jesebelle, me avisas sin dudar de cualquier cambio en su estado de salud—, Lord Aelderic le daba instrucciones a la sirvienta que servía de dama de compañía para su hija y procedía a salir del cuarto. El resto del día lo pasaría arreglando los preparativos para su boda con Leila.

PARTE II

Lord Aelderic entraba a sus aposentos luego de un arduo día de trabajo. Ya había enviado mensaje al obispo, a la costurera, y al notario. También había ordenado cual sería el menú para el día en que llegaran los padres de Leila. Ya había mandado a comprar los víveres y todo lo que hacía falta para la celebración de su boda. Caminó de un extremo a otro en su cuarto ignorando deliberadamente una misiva que aguardaba sobre su buró para ser abierta. Ni siquiera había leído el remitente. Lord Aelderic estaba muy cansado como para atender otro asunto más.

Luego de haber tomado un baño con agua tibia y burbujeante salía del lavatorio y veía como la cama lo invitaba para descansar y el accedería al llamado complaciente. Ya al otro día reanudaría las faenas en el ducado. Entre los asuntos pendientes sería enviar un mensajero a las regiones del sur luego de reunirse con los principados del norte para ultimar detalles sobre la batalla que se estaba librando sobre las facciones visigodas. Las últimas noticias habían sido poco alentadoras.

El duque se ponía la túnica para dormir cuando sintió que no estaba solo en su habitación. En efecto, al voltearse hacia su izquierda vio a Leila parada justo en medio de la alcoba apenas vestida con un camisón semi-transparente que dejaba ver todos los hermosos detalles femeninos en el cuerpo de la mujer. La mirada del hombre mirada recorría con beneplácito cada palmo del cuerpo de Leila: sus firmes y erectos pezones, su abdomen plano y la línea curva de su fina cintura hasta sus redondeadas caderas. Toda su femineidad estaba expuesta bajo aquellas telas reveladoras.

—Oh, mi amada doncella, ¿qué haces así, casi desnuda, en mi alcoba? ¿Acaso quieres que pierda el control? Vas a provocar que no pueda contenerme. Eres una diosa... lo más hermoso que mis ojos han visto—, El duque retrocedía buscando esquivar sus instintos carnales desde el lado contrario de su cama. Pero Leila quería provocarle así que avanzaba hacia el caballero mientras dejaba caer sus ropajes al suelo dejando completamente al descubierto su desnudez. El vaivén de sus caderas lo embelesaba y éste ya no podría contenerse más.

—Hazme tuya—, Leila pedía en un susurro melodioso, ya más cerca del duque quien aún permanecía de pie junto a su cama. Lord Aelderic perdía su voluntad ante la sensualidad y belleza de Leila.

—Leila... esto no está bien—, el duque respondía como implorando misericordia ante el acecho de Leila.

Ya la mujer abrazaba a Aelderic aferrándose a su cuello. El padre de Ardith podía sentir el roce de su etéreo cuerpo junto al suyo. Sus senos se presionaban contra el pecho de Lord Aelderic y el jadeaba de pasión mientras la besaba. El hombre ya no pudo más ante la tentación y agarrando por la cintura a la pelinegra la colocaba sobre su cama donde ambos iniciaron un ritual de desbordante pasión. Leila y el duque se fundían en besos y caricias ardientes y sus cuerpos desnudos se contorsionaban con frenesí sobre la cama.

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