Capítulo 20 El Mensaje que no llega

CAPÍTULO 20

MENSAJE QUE NO LLEGA

PARTE I



—¿Cómo que Orla ha desaparecido?—, el duque cuestionaba a su mayordomo luciendo alterado y sorprendido.

—Mi señor, hace dos días que Orla no aparece. La última vez que la vieron fue hace dos noches luego de revisar a la niña Ardith. Ayer la buscamos por todo el castillo pero como su merced no estaba y la niña Ardith estuvo todo el día durmiendo. Peinamos la mansión de palmo a palmo, pero no hay rastro de ella—, el mayordomo Jamison le explicaba a Lord Aelderic con gran preocupación.

—Algo le debe haber ocurrido a Orla. Ella nunca se ausentaría de la mansión sin avisar. De hecho nunca antes había salido del castillo. Jamison, reúne tus hombres de inmediato. Haz que busquen por todos lados, hasta debajo de la tierra si es posible—, Lord Aelderic ordenaba al mayordomo, quien salía de inmediato a cumplir con lo cometido.

En esos momentos Leila entraba con su sensual contoneo a la sala de estar. Lord Aelderic, al verla, de inmediato caminó hacia ella como movido por un hechizo. Su rostro cambió de preocupación a total fascinación.

—Leila, cuánto gusto el poder verte en esta mañana. Luces radiante, como siempre—, el duque recibía a Leila plantando un beso en su mano.

—Usted siempre tan galante Lord Aelderic. El placer es todo mío. Hacía ya varios días que no le veía. ¿Cómo estuvieron las conversaciones en Goslar?— Leila conversaba casual con sus gestos y sonrisa coqueta.

—Las conversaciones fueron muy favorables. Sajonia como estado del imperio está muy sólido económicamente y políticamente hablando. El feudo ha respondido muy bien—, Lord Aelderic respondía mirando embelesado el rostro de la hermosa pelinegra.

—Oh, bueno, yo de esos menesteres conozco muy poco. Entiendo que todo está bien por lo que me ha platicado y me alegra saber que sus negocios prosperan.

—Bueno, en realidad no todo está bien Leila. Ha acontecido algo terrible en el castillo y recién me he enterado—, el duque tomaba fuertemente ambas manos de Leila y se acercaba más a ella para hablarle.

—Me asusta Lord Aelderic. ¿Qué es eso tan terrible a lo que usted se refiere?—, Leila no soltaba las manos del duque y reaccionaba de manera suntuosa, acercándose un poco hacia él, apenas unos pasos de distancia.

—¿Orla no aparece? ¿Pero cómo es posible? ¡Eso es terrible!— Leila fingía estar sorprendida y hasta angustiada por la noticia. Y la verdad lo hacía muy bien.

—Ya envié al mayordomo que iniciaran la búsqueda... Sólo espero que esté bien y que no haya corrido la misma suerte de aquella pobre sirvienta.

El hombre estimaba mucho a la sirvienta y le preocupaba que la pobre hubiese corrido la misma suerte de la doncella hallada muerta en los establos.

—¡Oh, no! ¡Dios no lo quiera! — Leila seguía con su actuación, soltando las manos del duque mientras caminaba hacia la ventana. Lord Aelderic la siguió enternecido ante por la aparente congoja de la astuta mujer. Los ojos de Leila se perdían en la lontananza como buscando algo en la lejanía del paisaje. El duque colocó sus manos en los hombros de Leila y ella se volteó para mirarlo.

—Lord Aelderic, ¿usted nunca ha pensado en volver a casarse? Es su merced un hombre apuesto e inteligente, un caballero en toda la extensión de la palabra. Las mujeres deben caer rendidas a sus pies y tendrá cientos de admiradoras de sociedad—, Leila hablaba en un tono sutil, muy dulce y con sus gestos coquetos encandilaba al hombre.

—No, Leila. Ninguna mujer había llamado mi atención desde que enviudé... hasta ahora que llegaste tú a mi vida—, Lord Aelderic le habló a la mujer y ambos se fundieron en un beso ardiente y apasionado.



PARTE II


En las afueras de la ciudad, el mensajero cabalgaba a toda prisa por la serranía. Estaba ya a un día de camino de la mansión de Cuthberht. Goeffrey apenas había descansado... ni su bestia. Solo se detenían a dormir algunas horas en alguna posada o a refrescarse en algún riachuelo. Su misión era más importante que su propio cansancio. De que llegara a la mansión lo antes posible dependía la vida de los habitantes de esta. Si no llegaba a tiempo, tal vez sería demasiado tarde para Lord Aelderic y la señorita Ardith, pues estos no sabían el peligro que representaba Leila siendo una vampyr.

El sol ya comenzaba a descender acariciando las altas copas de los pinos y abetos del boscaje que bordeaba las laderas de los montes. Si avanzaba, podría llegar hasta la posada que estaba al pie de la Sierra de Harzburg antes del anochecer. En la mañana temprano podría salir hacia la mansión, pero de noche no se aventuraría. La serranía y los bosques densos que la cubrían eran lugares muy peligrosos de noche para un viajero solitario. Y tendría que cabalgar bordeando la cadena montañosa y atravesar el área boscosa por horas en la oscuridad, lo que era una locura. Mejor era llegar sano y salvo que nunca llegar.

Geoffrey seguía avanzando sobre su corcel a todo galope buscando adelantar terreno antes de que cayera más la oscuridad de la noche. Ya la luna asomaba su disco platinado tras la sierra. Al descender la colina y llegar al llano, divisó una silueta que avanzaba a toda prisa hacia él. Su piel se erizaba al distinguir que era una silueta humana, pero que parecía flotar moviéndose a una velocidad sobrehumana.

Sus blancos ropajes se batían con el viento y su negra cabellera ondulaba libre según se acercaba. El corazón de Geoffrey se aceleraba queriendo casi salírsele del pecho presintiendo el horror que lo acechaba. Aquella pálida mujer parecía un fantasma. Pero esto no lo hubiera asustado tanto como el darse cuenta que no era un espíritu... si no algo peor.

La mujer en segundos ya estaba frente a él. El caballo se detuvo de sobresalto y relinchando se paró en sus patas traseras moviéndose de lado a lado aterrado. El mensajero reconocía el rostro de aquella mujer. Era Leila. Geoffrey trataba de controlar al caballo para poder salir huyendo de la presencia de la vampyr quien se reía burlándose de los fallidos intentos del pobre hombre de controlar a su bestia.

—¿Por qué la prisa en irte, mensajero? Yo que venía a recibirte con los brazos abiertos y tú que te quieres ir—, Leila se dirigía a Geoffrey en tono sarcástico y se reía estruendosamente, burlándose del infortunio del mensajero.

—Se lo que eres, Leila. Eres una vampyr, un ser malvado que se alimenta de la sangre de los mortales. ¿Qué le has hecho a mi amo?—, Geoffrey preguntó. Su voz entrecortada era una mezcla de terror y angustia.

Ya había podido calmar a su caballo pero no así su propio espíritu. El hombre miraba fijamente a Leila pretendiendo enfrentarla, pero su instinto humano le decía que si no huía podría ser asesinado.

—¿Yo? Nada... No le he hecho nada a nadie. Creo que tienes un concepto erróneo de mí... Sabes qué mensajero, voy a dejar que te vayas para que lleves tu mensaje. ¡Anda, ve! Para que veas que no soy tan mala como piensas.

El tono irónico en la voz de Leila y su sonrisa malvada le confirmaban a Geoffrey que tenía que salir rápido de aquel lugar. Y así lo hizo.

Geoffrey salió cabalgando raudo y veloz de la presencia de aquella mujer sin mirar atrás. Las carcajadas de Leila resonaban en sus oídos. Él se alejaba más y aun así podía escuchar como la risa malévola se acercaba en vez de alejarse. Sabía que todo era una trampa y que él se había convertido en una presa de la malvada criatura. La podía escuchar justo detrás de él así que apretaba fuerte los costados de su caballo con sus botas y la bestia galopaba más a prisa. En el silencio de la serranía hacían eco el corazón acelerado de Geoffrey, el galope apresurado de la bestia y la risa de Leila.

De momento la risa cesó. Geoffrey sentía que era acechado en la oscuridad y la sensación era aún más horrible. Ya no escuchaba la risa de la vampyr y no sabía dónde ésta estaba ahora con relación a él, pero sentía el miedo que siente un animal cuando está siendo cazado, esta vez acechado en medio del silencio y la oscuridad lo que lo ponía en una situación aún más precaria. Goeffrey cabalgaba por su vida y solo rogaba a Dios el poder salir del valle ileso. El pobre hombre sudaba frío y el terror y la adrenalina corrían por sus venas mezclándose con su sangre.

Su cuerpo tiritaba, más intentaba mantener su equilibrio y destreza sobre el corcel. Sus sentidos parecían nublarse y ahora sólo podía escuchar el contacto de las herraduras de su caballo sobre el suelo en compás arrítmico; tan arrítmico como el apresurado latir del corazón en su pecho.

<<¿Se habrá ido?>> pensaba. Y aunque la incertidumbre era mucha, no quería alejar su vista del camino y no podía dirigir su mirada hacia atrás. Tenía que llegar a la posada a toda costa y con premura pues de ello dependía su propia vida.

A lo lejos ya podía divisar el tiritar fulguroso de las antorchas en los puestos de vigilancia de la región sajona. El pueblo estaba cerca. Solo tenía que seguir cabalgando sin mirar atrás. Ya no escuchaba nada, solo su fatigada respiración y el martilleo sonoro de su corazón que retumbaba pulsante en sus tímpanos. Las llamas de las antorchas se veían más cerca y sintió que la esperanza de sobrevivir ya no estaba tan lejana.

Pero la esperanza fue sacada del cofre. Leila había alcanzado al hombre. En el silencio de la noche venía corriendo detrás de la bestia y de un solo salto se trepó al equino. Con un fuerte golpe derribó al mensajero del caballo y ambos rodaban por el suelo mientras el caballo seguía a toda prisa desbocado sin su jinete.

Leila se colocaba sobre el cuerpo de Geoffrey. Éste trataba de zafarse pero era imposible. Leila arremetió contra el desgraciado y de un zarpazo desgarró la cara y el cuello del mensajero. El desgraciado no pudo luchar por su vida. La fuerza de la diabólica vampyr era sobrehumana. La sangre salía a borbotones de las heridas y de la boca del agonizante hombre. La vida de Goeffrey se extinguía. Sus ojos abiertos miraban al cielo estrellado mientras Leila drenaba la sangre de su cuerpo.

Una vez la demoniaca mujer hubo bebido hasta la última gota de sangre del mensajero, limpió su boca llena del rojo líquido con su mano, se levantó de encima del cuerpo inerte de Geoffrey y se marchó caminando con su usual cadencia. Sus pies descalzos apenas tocaban la yerba húmeda. Sus negros cabellos reflejaban el resplandor de la luna llena, el único testigo de lo que había acontecido. Esta vez el mensajero no llegaría a su destino.

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