Capítulo 12 Aversiones

CAPÍTULO 12

AVERSIONES


PARTE I



—¡Oh, Leila, allí estás! Llevaba rato buscándote. ¿Por qué te fuiste?—, Ardith corría hacia su amiga que se hallaba de espaldas hacia ella junto a un abedul en el jardín posterior de la mansión. Sus manos se movían frenéticamente y su cuerpo parecía contorsionarse. Ardith, al notar el extraño comportamiento de la joven detuvo su apresurada marcha a unos cuantos metros de la mujer—. ¿Leila, estás bien?

La pelinegra se volteó con lentitud. Ardith se impresionó muchísimo al ver el rostro palidecido de su amiga. La lozanía que había ganado en los pasados días había desaparecido por completo y su cara era el enjuto espectro de la muerte. Sus ojos negros resplandecían en tonos rojos y unas grandes y oscuras ojeras los rodeaban. Sus labios morados reflejaban una enfermedad repentina que no podría explicar. Apenas hacía unos minutos, la pelinegra era la imagen viva de la belleza y la sensualidad y ahora la duquesa no entendía lo que estaba viendo.

—¡Por Dios Leila! ¿Qué tienes? Te ves muy mal.

—Creo que me impresioné al ver el cadáver del oso... No puedo ver la sangre. Es algo en mí que no puedo controlar. Se me revuelca el estómago y me pongo muy ansiosa... Tengo el estómago muy débil—, Leila respondió con voz temblorosa y áspera en un principio, como cuando se tiene sed.

—Oh, bueno, eso es muy normal y le pasa a mucha gente. Yo por poco me desmayo cuando lo vi también. No debiste haber estado tanto tiempo frente a los restos del oso. En verdad era una escena muy perturbadora—, Ardith se acercaba hacia su amiga mientras le comentaba.

—Sí, ya lo creo que sí. ¿Me puedes acompañar a mi habitación? Me tengo que acostar. No me siento muy bien—, Leila le pedía a Ardith con su usual voz aniñada mientras le tomaba de las manos. La duquesa accedió y luego ambas salieron del jardín hacia el interior de la mansión.

Escondida tras unos arbustos no muy lejos en el jardín, Orla observaba ya hacía rato a las dos doncellas, estudiando con recelo la escena personificada por Leila y Ardith. Al ver a ambas jóvenes caminar hacia el castillo se decía así misma, —Hay algo en esta Leila Von Dorcha que no me parece bien. Han pasado demasiadas cosas desde que llegó y todo esto es muy extraño... La manera como se relaciona con mi niña no me agrada en lo más mínimo. Me parece que hay que seguirla observando muy de cerca.


PARTE II


Ya habían pasado tres días desde el incidente del oso y la calma había vuelto de manera relativa al castillo de Cuthberth. Lo único que parecía robarle la tranquilidad al duque era la repentina enfermedad que aquejaba a su adorada Ardith. La niña lucía muy débil, no salía de su habitación y prefería quedarse recostada.

—Y me has dicho que esas dos picaduras aparecieron por vez primera hace ya una semana. Es muy extraño, parece como si estuvieran sellando por fuera pero se ven muy enrojecidas e inflamadas. Debe tener algún tipo de suciedad en la sangre—, le informaba el Barón Ascili a Lord Aelderic y a Orla luego de examinar minuciosamente a la debilitada Ardith, que permanecía recostada en su cama sin ánimos para levantarse.

—Bueno, Barón, encargaré a las muchachas que recolecten las hierbas necesarias para hacer las infusiones y se administren según lo ha indicado. Orla lo puede asistir en cualquier procedimiento—, Lord Aelderic le respondía al médico de la familia que había acudido ipso facto al llamado y había llegado tras un día de viaje a la mansión Cuthberht.

—Me parece bien. Es importante que observen las lesiones antes, durante y después del tratamiento. La enfermedad se encuentra en una vía principal de sangre del cuerpo. Si empeora, lo que le esté ensuciando la sangre puede viajar a cualquier órgano del cuerpo y causarle hasta la muerte—, Ascili aconsejaba.

—¡Dios no lo quiera, Barón! De inmediato bajo y yo misma empiezo a recolectar las hierbas. Con su permiso—, Orla contestó y se retiraba a toda prisa para realizar la tarea asignada por el médico.

Al salir de la habitación de Ardith se topó con Leila que aguardaba tras la puerta.

—¿Cómo sigue mi amiga?—, preguntó Leila a Orla denotando gran preocupación en su rostro.

—¿Tu amiga? Mal... luce muy mal—, Orla respondía con un tono ácido en su voz. La sola presencia de Leila la irritaba.

—Pobrecita... ¿Y qué dice el médico? ¿Ya tiene alguna idea de lo que tiene?— Leila preguntaba simulando una sobreactuada ansiedad.

—El cree que es una enfermedad relacionada con una extraña mordedura que tiene en su cuello y que pudo haber ensuciado su sangre.

—Qué raro, ¿verdad? ¿Qué la habrá mordido?

—No sé, pero lo que sea lo voy a encontrar y lo voy a aplastar como a una cucaracha—, Orla respondía con sarcasmo y enojo, observando cada gesto en la cara de Leila, pero esta permanecía incólume—. Ahora me retiro, tengo cosas importantes que hacer—, el ama de llaves dijo para luego retirarse dándole la espalda a Leila quien la observaba haciéndole muecas mientras se perdía de vista al bajar las escaleras hacia el primer piso.

La puerta del cuarto se abrió justo en ese instante y por ella salían el Barón Ascili acompañado del duque. El médico saludaba cortésmente a Leila al encontrársela, en el pasillo.

—Señorita Leila usted se ve muy repuesta. Me alegra ya poder encontrarla mejor.

—Oh, sí. Gracias a sus sabios consejos e infusiones y a los cuidados de mi amiga Ardith y a todos en esta casa que muy bien me han acogido como una más de la familia... y al duque, especialmente—, Leila le dirigía una mirada coqueta a Sir Aelderic. Éste no despegaba los ojos de la preciosa pelinegra, quien ya había recuperado toda su lozanía y belleza nuevamente.

—Bueno, yo me retiro a mi alcoba. Tengo que desempacar y organizar mis cosas en la habitación. Estaré el tiempo que se estime necesario para curar a la joven Ardith. Les pido me avisen tan pronto las infusiones estén listas. Con su permiso, Sir Aelderic... Señorita Leila—, el Barón se despedía y se retiraba caminando pasillo abajo para entrar a la habitación en la cual se quedaría para poder atender a Ardith propiamente.

—Lord Aelderic, no sabe cuánto me aflige toda esta enfermedad repentina de Ardith. Su hija es más que una amiga, se ha convertido en casi una hermana para mí... y usted como un padre, amoroso y tierno conmigo—, Leila hablaba con su característico aire sensual y coqueto mientras se acercaba al duque para colocar las manos sobre el pecho del hombre de manera sugestiva.

Lord Aelderic clocaba sus manos sobre las manos de Leila y la miraba fijamente al sentirse atrapado por la mirada profunda de la exótica belleza que tenía frente a él. En ese momento sus casi olvidados instintos varoniles parecían despertar. Su corazón comenzaba a palpitar con más fuerza al tener tan cerca a tan espectacular mujer. Leila derrochaba sensualidad y erotismo en toda su esencia. Hacían largos años que ni siquiera sentía el perfume de una dama mucho y menos tenerle tan cerca y que le tocase con sus delicadas manos.

Leila se acercaba al duque suntuosamente. El duque podía respirar su aliento que era una rica mezcla entre rosas y vino tinto; era un aroma embriagador mezclado con el perfume de lavanda y almizcle que emanaba su cuerpo.

—Lord Aelderic, no tengo forma en cómo pagarle tanta amabilidad y tanto cariño que me ha brindado usted—, Leila habló con voz seductora. Ya se encontraba a unos pocos centímetros del cuerpo del duque mientras le continuaba con su tono epicúreo.

—Yo... yo no te estoy pidiendo algo a cambio. La amistad y el cariño hacia mi adorada Ardith es suficiente—, le respondía el duque, quien estaba acorralado con su espalda en la pared, mostrando la ansiedad en el que provocaba Leila con su atrevida cercanía.

—Bueno, si piensa en alguna manera no repare en dejármelo saber. Estoy en deuda con usted, Lord Aelderic—. Una sonriente Leila besaba en la mejilla al duque de Harzburg.

Luego de abanicar sus pestañas con sus ademanes coquetos, la condesa se dio vuelta y se retiró a su alcoba caminando con un vaivén exagerado y provocativo.

El duque acomodaba su miembro erecto con una mano y sacudía el sudor de su frente con la otra. Leila había despertado en él sensaciones que parecía enterradas tras la muerte de su esposa. Esta mujer se había convertido en todo un enigma; un sensual y erótico enigma que su cuerpo ansiaba descifrar de alguna manera u otra. Leila se le estaba metiendo por la venas y no sabía si eso era bueno, o no. Algo tendría que hacer... algo.

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