Capítulo 11 Una bestia menos
CAPÍTULO 11
UNA BESTIA MENOS
PARTE I
—¡Leila, allí estás!—, Ardith corría a abrazar a la mujer sintiéndose aliviada al ver que esta estaba a salvo.
La mujer venía caminando de manera muy despreocupada por el pasillo y le respondía al abrazo muy sonriente y luciendo totalmente enajenada de lo acontecido en las caballerizas.
—Aquí estoy amiga. ¿Pero, por qué cargas esa angustia en la cara?— Leila tomaba entre sus manos la cara de Ardith muy cariñosa y ésta a su vez sumamente afectada y llorosa le comentaba lo que había acontecido mientras caminaban por el pasillo y bajaban por las escaleras hacia el primer piso de la mansión.
Allí una vez llegaron a la sala de estar ambas tomaron asiento mientras la joven duquesa describía la macabra escena en los establos con lujo de detalles. Fuera de la habitación se podía percibir el bullicio de los sirvientes que seguían apresurados las órdenes dadas por el Lord.
—Pobrecita, la última persona que la debió haber visto con vida debiste haber sido tú, Leila. ¿No te parece espeluznante?—, Ardith le comentaba a Leila, pero esta permanecía incólume. Su rostro sereno y apacible no reflejaba emoción alguna tras el relato de Ardith. La niña miraba ahora a Leila con asombro—. Parece que no te ha afectado nada lo que te he dicho, Leila. Yo por poco me muero cuando lo vi.
—Oh sí, me parece espantoso lo que me has contado. Esta mañana esa doncella lucía tan radiante y rebosante de vida. Debió haber sido como una pesadilla encontrar a la pobre sirvienta decapitada y desangrada. Espero que pronto localicen a esa bestia salvaje. Puede ser un peligro para todos. Y disculpa mi aparente falta de escrúpulos, es que creo que lo horrendo que he vivido en el bosque parece que me ha marcado. Simplemente hay cosas que ya no me impresionan como antes. ¡Oh, amiga fue tan horrible todo lo que me hicieron! Tantos meses fuera de mi hogar, sin mis padres. El estar retenida contra tu voluntad es algo tan horrendo—, en esos momentos Leila abrazaba a Ardith fuertemente.
La duquesa sintió algo de culpa por errar en la apreciación de los sentimientos de Leila. Olvidaba lo terrible que debió haber sido para ella ser violada repetidas veces, golpeada y dejada por muerta tirada en el bosque.
Leila acariciaba el cabello de Ardith con terneza. Ardith podía sentir la tibia respiración de su amiga en su nuca y las caricias que esta le estaba brindando. Por alguna extraña razón, encontraba aquello muy agradable. La pelinegra continuaba con sus arrumacos, ahora mirando fijamente a los ojos verdes de Ardith quien se perdía entonces en las negras órbitas de la pelinegra, que parecía hipnotizarle con su profunda mirada.
Leila jugaba con los rizos sueltos de la hermosa doncella con una mano y con la otra acariciaba sus mejillas. Sus rostros estaban apenas a unas pocas pulgadas el uno del otro. Ardith se sentía atraída por una especie de hechizo. La hija del duque podía admirar la lozanía del rostro de Leila y el repentino rubor que había aparecido en sus pómulos. Aquella palidez mortuoria y las purpúreas ojeras se habían desvanecido por completo, otorgándole a Leila una hermosura casi divina.
—Ardith, ¿te habían dicho antes lo bella que eres?—, Leila le susurraba a Ardith acercándose un poco más.
—Oh... sólo una persona me lo había dicho así... mi prometido Edmund—, Ardith respondía mientras bajaba su mirada con melancolía al recordar a su amor. Leila soltaba el rostro de Ardith súbitamente y se ponía de pie dándole ahora la espalda a la joven.
—¿Entonces es formal? Estás comprometida con ese hombre que está pelando en el sur contra los... visigodos.
—Oh amiga, mi tristeza es tan grande. Como te había comentado, Edmund, el hombre que amo está tan lejos en batalla.
—Si, recuerdo que me lo habías dicho. ¿En serio se han atrevido a emprender un ataque contra las fuerzas visigodas? ¡Qué ilusos!—, esto último lo habló Leila en un susurro.
—Perdón, ¿qué has dicho, Leila?—, Ardith preguntaba mientras se paraba junto a Leila.
—No, nada, que esos intrusos visigodos son muy aguerridos en batalla, como me has dicho antes, son prácticamente invencibles. Conozco de sus malas mañas. Recuerda que Argengau está en el extremo sur del imperio donde realizaron sus últimas barbaries—, comentaba Leila mientras sostenía ambas manos de Ardith.
—¡Oh, Leila por favor, no me angusties más! El pensar que mi Edmund podría fallecer en batalla sería algo funesto para mí. Moriría del dolor si algo malo le pasara.
—Tonterías, nadie muere del dolor... Y créeme, la muerte no es el final. Mira, vamos a cambiar el tema. No me gusta verte triste amiga. ¿Qué te parece si vamos al jardín? Creo que el día afuera está maravillosamente nublado... Me encantan los días nublados.
Leila tomó de la mano a la duquesa y ambas salieron al jardín.
PARTE II
En las afueras del castillo, los hombres emprendían la cacería tras la misteriosa bestia que había asesinado a la doncella en las caballerizas. El duque y varios sirvientes avanzaban alertas con sus arcos y flechas, espadas y dagas en mano, amagando a todo lo que se movía entre la espesura del bosque.
Los cazadores escucharon ruidos en unos arbustos cercanos y pudieron notar como unas ramas se movían violentamente. El duque mandaba a callar y a proceder con cautela. Varios de los hombres se adelantaron. De repente, los arbustos se sacudieron con más fuerza. Un par de ojos amarillos brillaban como siniestras gemas entre la densidad del follaje. Era una bestia peluda y enorme aquel oso pardo que caminaba ahora furioso hacia los cazadores.
El oso emprendió la embestida, pero no corrió muy lejos. Afortunadamente fue detenido por una lluvia de flechas y lanzas. El enorme animal caía estrepitosamente al suelo y Lord Aelderic se acercó a la bestia mal herida y enterró la espada en el torso del animal, traspasando a la bestia con el fierro. La sangre salía a borbotones del animal, manchando de carmín la verde alfombra de musgo y hierbas donde yacía el animal. Uno de los sirvientes cortó seguido la cabeza y la levantó en alto celebrando. La sangre aún chorreaba al suelo. Sería el trofeo de cacería, el símbolo de una muerte vengada y justicia conferida a mostrar los habitantes del castillo. La muestra fehaciente de que la bestia asesina ya había sido encontrada y finiquitada.
—Muy bien hecho caballeros. La bestia ha sido muerta. Ya podemos estar tranquilos, que éste no matará a nadie más—, el duque hablaba alentando a sus hombres, mientras estos echaban la cabeza sangrienta en un saco y arrastraban el resto del cuerpo hasta el castillo. Su piel, grasa y carne se podría aprovechar. Así caminaban hacia el ducado, orgullosos de haber completado con éxito la misión.
Al llegar al patio interior del castillo, todos festejaban el pronto regreso del grupo de cazadores encabezados por el mismo duque de Harzburg. Tal como había sido prometido, el oso había sido cazado antes del anochecer. Las mujeres les recibían con vítores y aplausos. Ardith y Leila se unían al grupo tras escuchar la algarabía. La joven duquesa palidecía aún más al ver el cuerpo sin cabeza de la bestia peluda tirada en el suelo. El saco chorreando sangre fue algo que su estómago apenas podía resistir.
—¿Qué es eso que está en el saco padre?—Ardith preguntó.
—Eso, hija mía son los restos de ese oso infernal que acabó con una vida esta mañana. Pero ya no podrá hacer más daño—, contestó el duque abrazando a su hija.
—¿Estás seguro de qué este era el animal? ¿No habrá otro merodeando por allí, padre?
—Oh, sí, estamos seguros de que este fue. Mis hombres y yo peinamos el bosque alrededor del castillo. Este era el único oso pardo por estos lares... pero siempre habrá más bestias merodeando. Debes tener cuidado de no salir sola fuera del castillo.
—¿Oíste Leila? ¡Ya la bestia está muerta! No corremos más peligro... ¿Leila? ¿Dónde se habrá metido?—, Ardith llamaba a su amiga que había desaparecido del lugar como un fantasma... sin que nadie se diera cuenta.
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