El Precio del Poder



¡Sabe Dios cuántas veces me voy a la cama con el deseo, sí, incluso con la esperanza de no despertarme nunca más!

―¿Con quién te has enfrentado esta vez? ―, le inquiere a Izan, observando su ojo hinchado mientras está de pie frente a la puerta. ― Ese anciano desgraciado regresó al club anoche ―, responde con su habitual frialdad.

Extrae una caja de cigarrillos del bolsillo, sus dedos deslizándose sobre el paquete con una destreza familiar. Su figura está envuelta en una camisa negra que se fusiona con las sombras del pasillo, y su cabeza rapada, un amarillo que ha llevado desde los días de la escuela.

―¿Perdiste ante un viejo borracho? ―, me burlo. ― Fue suerte de su parte, pero no te preocupes, ese no se moverá en un mes.

La llama brota con una luz naranja intensa, iluminando momentáneamente su rostro. Un pequeño chisporroteo se escucha cuando el fuego encuentra la superficie del tabaco.

Hace ya un tiempo que ese maldito alcohólico ha estado importunando a las chicas. Esta marca la tercera ocasión en que mis hombres lo han expulsado del club. No quería tomar medidas drásticas, pero parece que tengo que hacerle entender quién es el que manda.

― Si vuelve, no quiero que lo toquen. Déjenlo reservado para mí ―, exclamo mientras atravieso la estancia, abriendo la puerta a sus espaldas. ― Espera afuera ―, instruyo a Izan.

No tenía la intención de venir hoy. Desde que dejé la escuela, mi primer acto fue abandonar este repugnante hogar, y jamás planeé volver a pisarlo. Si no fuera por la suplicante petición de mi padre de reunirnos hoy, nunca habría regresado, pero por otro lado... el recuerdo de su cuerpo tendido en la cama frente a mí hace que mi sangre hierva. La sensación de la humedad entre sus piernas aún está viva en las yemas de mis dedos; incluso su olor perdura en mi nariz, el mismo aroma de siempre.

Naroa está más hermosa, mucho más seductora que la última vez. Su piel está bronceada, virgen de mis caricias. Cómo deseaba besar su boca hasta romper esos carnosos labios. ¿Por qué no lo hice? ¿Por qué no deslicé mi lengua entre sus piernas?

Ahora no vale la pena martirizarme con esos pensamientos, tiempo es lo que más tengo.

―¿Dónde está mi padre? ― pregunto al notar su ausencia.

La luz de la luna se filtra a través del cristal de la gran ventana, iluminando todo el estudio de mi padre, que permanece intacto desde la última vez que estuve aquí. Si no fuera por la presencia de Hernán y Simone, el ambiente no sería tan cargado.

El suelo alfombrado hace que mis pasos sean más lentos mientras me dirijo hacia el escritorio, situado en un rincón meticulosamente organizado; un pequeño oasis de placer en medio del caos emocional. Abro la botella de Jubileu, mi favorita. La bebida cae lentamente en el vaso, un ballet líquido que se despliega con gracia y elegancia.

― Parece que debo recurrir a la ayuda de tu padre para que vengas a verme ―, murmura Simone a mis espaldas, enviando un escalofrío desagradable a través del aire solo con el sonido de su voz.

Intento ignorarla mientras el sabor amargo se desliza por mi garganta, quemando todo a su paso. A pesar de ello, el gusto sigue siendo extraordinario.

― Ya que hiciste perder mi tiempo, por favor, ve al grano ―, le respondo con frialdad, consciente de lo irritada que se pone cuando utilizo mi distancia como arma.

Si esa es la única defensa que tengo contra esta bruja, la usaré sin vacilar.

― Soren ―, me regaña mi hermano, pero me da igual.

Siempre lo tuvo fácil.

― Parece que en todos estos años no has cambiado en absoluto ―, comenta Simone. ― Quizás ese sea el precio que debo pagar por ser tu madre.

Sus palabras me arrancan una risa amarga, ¿cómo puede ser tan descarada?

― Tú no eres mi madre, solo me sacaste de un orfanato porque no eres capaz de procrear. Y cuando, por milagro, quedaste embarazada, te olvidaste de mí y convertiste mi vida en un infierno ―, digo, volteándome hacia ella y clavando mi mirada en sus fríos ojos verdes. ― El papel de madre ejemplar simplemente no te queda.

Mis palabras caen en oídos sordos; ninguna fisura aparece en su postura imperturbable, siempre recta y elegante. Su belleza, aparentemente intocable, oculta la maldad que se esconde bajo su piel.

― No espero que comprendas por qué mis acciones contigo han sido diferentes. Estamos aquí para tratar de negocios y eso es lo que haré ―, declara con frialdad, su voz resonando en la habitación.

¿Negocios? ¿Qué tengo yo que ver con sus mezquindades?

― Simone, tú y yo no compartimos nada, ni siquiera la sangre, ― murmuro, desafiante, pero mis palabras caen al abismo de su indiferencia. ― Necesito pedirte un favor ― su grave tono despierta en mí un leve destello de inquietud.

La observo con detenimiento, aguardando sus siguientes palabras con atención.

― Necesito la ayuda de tus hombres para transportar la mercancía; te recompensaré generosamente, no te preocupes.

Cuando supe a lo que se dedicaba mi madre, Simone Zonta, la mujer ejemplar de carácter fuerte, madre y esposa extraordinaria a ojos de los demás, no me sorprendió en absoluto. Solo cuando convives con las personas es cuando las conoces de verdad. Siempre que llegaba a casa, se quitaba esa máscara, revelando su verdadero rostro. Solo mi padre era ciego y no conseguía ver el verdadero monstruo que tenía como esposa.

― Sabes uno de los motivos por los que me fui de esta casa? ― No espero su respuesta. ― Porque me resultaba repugnante vivir bajo el mismo techo de una mujer que explota a otras mujeres y, a pesar de ello, tengo que llamarla madre ante la sociedad.

― No seas hipócrita, Soren. ¿Crees que esas chicas que trabajan para ti son diferentes?

― No es lo mismo ―, la interrumpo con vehemencia. ― Y lo sabes. Ellas vienen a mi club porque necesitan dinero. No las obligo a tener sexo con viejos asquerosos, ni les prometo un mundo de fantasía para después arrojarlas a un prostíbulo ―, aumento el tono de mi voz. ― Si deciden bailar en mi establecimiento es porque lo desean y lo que hagan fuera de él no es asunto mío.

― No te he llamado aquí para que me juzgues, solo quiero...

― No ―, la interrumpo una vez más. ― Esa es mi respuesta ―. Me encamino hacia la puerta, pasando junto a Hernán, rígido como una estatua.

― Entonces, voy a tener que enviar a tu hermano ―, incrédulo, me vuelvo hacia ella. ― No serías capaz ―, murmuro. Su mirada desafiante me demuestra que, en efecto, lo es. Simone Zonta es capaz de eso y mucho más.

― Qué hija de... ― comienzo a decir, pero ella me interrumpe.

― Cuidado con lo que dices ―, advierte.

Su figura se desplaza hasta la ventana.

― Tienes una cara hermosa, mi querido hijo, pero sin tu lengua, no sé si podrías vivir. ― La luz de la luna se refleja en su rostro, dándole un aspecto más tenebroso de lo que ya es. ― Más tarde te enviaré las coordenadas. Ahora, puedes retirarte.

Simone siempre fue consciente de mi afecto por Hernán. Desde que éramos pequeños, siempre procuré protegerlo de la mejor manera posible, a pesar de las dificultades que aquel desgraciado me ponía. Ella sabe que no permitiré que mi hermano se involucre en situaciones peligrosas, sobre todo cuando su vida está en juego. Lo que nunca imaginé fue que ella sería capaz de poner en peligro la vida de su propio hijo.

¿Hasta dónde es capaz de llegar esta mujer?

Observo a Hernán frente a mí, aguardando alguna reacción de su parte, pero ¿qué puedo esperar de él? Jamás nadie se atreve a contradecir a Simone Zonta, ni siquiera yo mismo soy capaz de hacerle frente.

Salgo disparado de esa maldita habitación, temiendo perder mi juicio y cometer alguna locura irreversible. Mis pasos resuenan por los oscuros corredores mientras me dirijo hacia el gran salón, donde Ester celebra una fiesta. Mis ojos escrutan entre los invitados en busca de Naroa, pero no logro encontrarla.

Abandono esa casa maldita, deseando con todas mis fuerzas incendiarla con todos ellos adentro.

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