Besos y Mentiras
Nota de la autora: El siguiente capítulo es la continuación del anterior. Para intensificar la experiencia de la lectura, te sugiero escuchar la música.
Sin poder discernir el rostro del desdichado que me cargaba sobre su hombro, el miserable que no percibía que mis nalgas quedaban expuestas debido a la falda del uniforme, comencé a gritarle, implorando que me soltara, pero al parecer, él era sordo a mis súplicas.
Vi cómo me llevaba por el mismo sendero que ya había recorrido, atravesando aquel pasillo oscuro sin que una pizca de miedo me invadiera, gracias a la adrenalina que corría por mis venas en ese instante.
― ¡Suéltame, idiota! ―, repetía una y otra vez, pero mis palabras caían en oídos sordos.
Pude percibir la expresión de horror en el rostro de mi hermana y de Ester, que estaba a su lado, cuando pasamos frente a ellas. Era el semblante de quienes acababan de ver un espectro del más allá. Detrás de ellas estaba el chico de cabeza rapada disfrutando de mi situación.
A pesar del ardor del momento, sentí el frío aire cuando me sacaron de la iglesia. La noche había caído como un manto negro, envolviendo todo en una oscuridad profunda y misteriosa. Solo las luces de algunos carros alumbraban el sendero, destellos intermitentes que cortaban la penumbra. Hice otro intento, lanzando patadas al vacío, solo para recibir una nalgada como respuesta.
― Deja de hacer un escándalo ―, dijo el desgraciado. ― Hijo de tu maldita madre, suéltame ahora o te juro que... ―, no logré terminar la frase antes de que mis pies tocaran el suelo.
Permanecí rígida como una estatua al encontrarme frente a Soren Zonta, sin entender por qué demonios había hecho eso.
― ¿Estás loco o qué te pasa? ― Él no dio respuesta alguna. Yo estaba tan furiosa que solo podía gritar. ― Responde, maldito imbécil ―, verlo tan sereno ante la situación me enervaba. Mis palabras no fueron suficientes y mis manos se dirigieron a su pecho intentando empujarlo, pero fue más rápido. Tomó mis muñecas con tanta destreza que ni siquiera percibí cuando mi cuerpo fue presionado contra un automóvil. Todo su cuerpo yacía sobre el mío, con mis manos sujetadas por las suyas sobre mi cabeza.
― Calladita te ves más bonita ―, sentí su aliento a cigarrillo, apenas oculto por un leve aroma mentolado.
― Juro que te... ―, mis labios fueron sellados por los suyos. "Maldito", pensé mientras intentaba liberarme de su asedio, pero fue inútil. Mis manos estaban inmovilizadas y su cuerpo me empujaba contra el carro a mis espaldas. Con cada intento de liberación, su lengua se adentraba más en mi boca con una habilidad asombrosa. Traté de morderla con mis dientes, pero él escapó, chupando mi labio inferior.
La impotencia me envolvía, acompañada de un deseo que me hacía sentirme impura. Era incapaz de articular palabra, lo que para él era una oportunidad para apoderarse aún más de mí. Incliné mi cabeza hacia atrás en un intento de escapar, pero fue en vano. El muy desgraciado me tenía completamente sometida, y yo no podía hacer más que disimular; y eso fue exactamente lo que hice.
Relajé mi cuerpo, mostrándole mi rendición. Me dejé llevar por su lengua, como si estuviera cediendo a su posesión. Lamiendo sus labios para ganar su confianza, hasta que finalmente atrapé su lengua, chupándola con firmeza. Pareció disfrutarlo, según el gemido que soltó. Repetí el movimiento, esta vez, mis dientes se aferraron a ella con tal fuerza que, de un solo golpe, el maldito me soltó.
― ¡Hija de la gran puta! ― mascullaba mientras escupía sangre de su boca. Limpié la mía, ahora marcada por su repugnante rastro. Lo tenía bien merecido, aunque lamentaba no haber logrado arrancarle la lengua.
Su mirada, feroz y penetrante, no logró sembrar el temor en mi interior; más bien, despertó en mí una extraña empatía. Cada movimiento de su pecho desnudo, mecido por la furia, y las escasas gotas de herida en su piel, lo transformaron en una criatura salvaje. Sus nudillos, envueltos en una cinta blanca impregnada de vestigios de sangre, de su oponente, o tal vez de él mismo.
― ¿Naroa está bien? ― preguntó mi hermana, con miedo en los ojos, al llegar a mi lado.
― ¿Estás loco o qué te pasa? ― reclamó Ester a Soren. ― Loca está ella, que casi me arranca la lengua.
― Bien merecido lo tienes, maldito asqueroso ―, dije con desprecio, pero Hernán se interpuso en mi camino.
― Soren, ¿acaso te volviste loco? ¿Qué demonios estabas intentando hacer?
― Joder, solo tomé lo que es mío ―, gritó él, y todos nos quedamos perplejos. ― La apuesta, coño ―, explicó al ver la expresión de confusión en nuestros rostros.
¿Él realmente pensaba que yo...? No, no, no, eso era imposible.
― Hermano, Naroa no es la chica de la apuesta ―, intentó explicarle Hernán. Soren Zonta me miró como si pudiera encontrar alguna respuesta en mí. ― La hermana de Joel es aquella ―, dijo señalando a la rubia que poco antes se besaba con Ester.
― ¿Y esa es virgen? ―, pregunté incrédula, pero todos me ignoraron; estaban concentrados en ver a Soren alejándose hacia su carro.
El elegante auto deportivo negro cobró vida mientras pasaba a nuestro lado.
― ¿Y la apuesta? ― gritó Hernán.
― Que se vaya al infierno la apuesta ―, respondió su hermano, y el carro aceleró, alejándose velozmente por la carretera.
──── ∗ ⋅◈⋅ ∗ ────
Mi hermana irrumpió en mi habitación con una pregunta que dejó mis sentidos desconcertados: ―¿Por qué Soren Zonta te besó? ― Envuelta en una toalla, me dirigí hacia la cómoda para cepillar mi cabello mojado, mientras reflexionaba sobre su pregunta intrigante.
― No lo sé ―, susurré, mirando sus ojos escudriñándome en el espejo. ― El imbécil está loco. Creo que pensaba que yo era la chica de la apuesta.
De regreso a casa, percibí las miradas acusadoras de ella y Ester, quienes me acompañaron durante todo el camino. Ignoré sus gestos inquisitivos, pero ahora no podía dejarlo pasar.
―¿Qué pasa? ―, pregunté, incapaz de comprender su expresión. ― Naroa, te vi. Todos te vimos devolverle el beso. Parecía que incluso estabas disfrutándolo ―, dijo ella.
Un ardor surgió en mis mejillas, no por placer, sino por la furia. ¿Cómo podía decir algo así, sabiendo perfectamente lo que sentía por Hernán? Se lo había confesado aquella vez que me descubrió mirándolo a escondidas en el recreo. ― Tuve que fingir para apartarlo de mí, no porque me gustara ni nada por el estilo. Además, tú sabes muy bien a quién quiero besar ―, respondí, elevando mi tono de voz.
Nos enfrentamos por un momento, incapaces de comprender la mirada desafiante en los ojos de mi hermana. ¿Podría ser que ella...? No, era imposible.
― Simplemente, aléjate de él. Según Ester, Soren no es un buen chico ―, me aconsejó, su voz llevaba un tono amenazante. Ignoré sus palabras y, con un gesto de desdén, le di la espalda, poniendo fin a la conversación.
──── ∗ ⋅◈⋅ ∗ ────
En la penumbra de mi cuarto, donde el techo se convertía en mi reflejo y punto de meditación, intenté procesar todo lo sucedido. Aún no podía creer que a los ojos de Hernán yo fuera la "chica más hermosa que jamás había visto". Me sonrojé solo al recordarlo. Él conocía mi nombre, se había de mi existencia. ¿Será que le gustaba? ¡Oh, claro que sí!
Tapé mi rostro con la almohada, avergonzada, como si alguien pudiera verme en toda esa oscuridad que me envolvía. A pesar del incidente con su hermano, el recuerdo de su mirada hizo desaparecer todo el mal momento que había vivido.
Un ruido súbito me hizo levantarme de un salto de la cama. Llena de temor, caminé hacia la ventana y, cuando estuve cerca, una piedra impactó contra el vidrio, haciendo que pegara un brinco del susto.
― ¡Maldición! ―, susurré. Miré a través del cristal y justo cuando estaba a punto de acercarme, el rostro de Hernán surgió de la nada, haciéndome caer de nalgas al suelo.
¿Qué estaba haciendo él aquí? ¿Cómo había conseguido escalar hasta mi habitación? ¿Cómo sabía dónde vivía?
Todas esas preguntas se agolparon en mi mente simultáneamente. Podía leer en sus labios que abriera la ventana. Miré a mi alrededor, pensando si mi madre o Carolina habían entrado, pero seguía sola, excepto por Hernán, que me suplicaba del otro lado del cristal.
Finalmente, me levanté y le abrí. ― No quiero entrar solo vine a disculparme ―, así me recibió él. El viento frío y algunas gotas de lluvia se colaron por el espacio hueco que no estaba cubierto por su cuerpo. ― Tú no eres quien tiene que disculparse.
― Lo sé, pero mi hermano es muy orgulloso para hacerlo, así que estoy aquí en su lugar.
¿Podría ser más amable o era solo una excusa para algo más? Reuní coraje; el día no podía ir peor.
― ¿Estás seguro de que viniste solo por eso? ―, pregunté mientras lo miraba a los ojos sin importarme lo atrevida que pudiera parecer. No vacilé cuando su mano tomó mi cuello y me atrajo hacia él, acercando nuestros rostros. ― Claro que no ―, su aliento cálido sopló contra mis labios, su mirada pidiéndome permiso. Mi respuesta llegó cuando atrapé sus labios entre los míos y lo besé como si fuera la primera vez. En cada movimiento, borré el rastro de los besos de su hermano, y para mí, siempre será ese mi primer beso.
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