Simposio en la loma
La loma, abrigada por una niebla añil, se encontraba más melancólica que de costumbre. En ese momento despuntaban los primeros destellos matinales y yo sentí como me bamboleaba con el aire de las alturas aun cargado de rocío, el viento arrastraba mi hedor bien lejos y eso se agradecía. El cáñamo alrededor de mi cuello emitía algunos gruñidos, cualquier día terminaría de corroerse y acabaría tirado en el barrizal.
En el burgo, allá en el valle, se distinguían varios resplandores, ya habían comenzado los primeros trajines de los habitantes. Escuché el eco de bestias relinchando entre la arboleda.
En la loma todos seguían aletargados, con ese sueño inconexo que tan bien conocíamos, latidos que eran, en realidad, días. Mi cuello parecía haber cedido un poco a la presión debido a la carne descompuesta. Hacía tiempo que no veía mi ropaje podrido, ¡me faltaban dos dedos!, ¿desde hacía cuánto? Miré alrededor. Tarde un rato en darme cuenta de la novedad. Un nuevo poste se había erguido, "parece que pronto tendremos compañía".
Noté un siseo dos patíbulos más allá, Charles había vuelto a la vigilia, notaba ese zumbido que solo los que vivimos más allá del velo sabemos reconocer. Para tratarse de Charles era un saludo algo distante, parecía de pésimo humor. Pronto vendrían los cuervos y me contaría todo, ¿pronto?, no, ya estaban aquí, los graznidos se acercaban.
Definitivamente, había mucho movimiento en el burgo. Sentí un pellizco en la cuenca del ojo.
—¡Hola, Moro! —Con una inclinación de cabeza y un suave picotazo a mayores en la mejilla, Moro me saludó. Era mi carroñero particular, mi asistente personal, podría decirse. ¡Ah! las interminables conversaciones en el velo eran bien distintas, pero cuando tocaba la ronda, solo estos pajarracos del demonio nos permitían cambiar impresiones entre nosotros.
Yo había sido el primero en comenzar la ronda e inspeccionar los aledaños a mi cadáver, aquel día auguraba algo interesante. Vivianne y Alfred sintonizaron. Chispa y Lamefístulas, coronaban sus cabezas e ignoraban el bamboleo que su peso provocaba en los cuerpos colgantes. Las aves emitieron un sonido disonante, el zumbido se acompaso con él, se formaron las palabras.
—Buenos días, Griswald —saludaron casi al unísono.
—Alfred, Vivienne...
—Te has levantado pronto hoy —dijo Vivienne.
—Día de ronda. Ya sabes, querida, a Griswald le encanta la ronda. Si hubiera muerto con su cabeza incrustada en sus posaderas, aun así, asistiría a cada ronda puntual, aunque fuera solo para contemplar su colon.
—¡Alfred!
Alfred rio, Lamefistulas gorjeó un rato, Alfred era algo simplón, pero de buen corazón, un bastardo mantenido en secreto por su padre y dado a la buena vida, aunque se decía que mancillaba a cortesanos y su mujer, Vivienne, disfrutaba del espectáculo. No se encontró prueba alguna que apoyase estas acusaciones, extrañamente, eso no evitó que acabaran en aquella loma, con su carne llena de bochas y sus vestidos de lana de calidad hechos jirones.
—Pues sí, adoro las rondas —respondí yo al comentario, con buen humor—, un poco de aire fresco, de consistencia...
—La solidez no lo es todo. ¿Os habéis fijado?, han alzado un nuevo poste, ¡qué emoción!, vamos siendo ya como una pequeña familia.
—¡Oídme!, ¿y donde se ha metido Charles?, ¿aún duerme? —preguntó Alfred.
—¿No está despierto?, le escuche hace un rato —respondí.
—A lo mejor Falaz aún no ha llegado. ¡Ah!, pero si le veo desde aquí, le picotea la tripa, como de costumbre.
—¡Bah!, lo hace por vicio, nunca le veo llevarse ni un solo bocado al buche —dijo Vivienne.
—¿Charles? —No recibí respuesta.
—Parece algo reservado hoy —susurró Alfred.
—Triste, quizás —puntualizó Vivienne—, a lo mejor ha visto algo.
—¿Habláis de mí? —Falaz gorjeó.
—¿Fingías no escucharnos, Charles?
—Vivienne...
—Estaba pensando... —responde Charles.
—Cuéntanos, ¿qué has visto? Sabes que siempre he sentido curiosidad por tus historias. Quiero decir, ¿no es increíble?, cuando vivías soñabas con nosotros y ahora que estas a nuestro lado, sueñas con ellos.
Charles no parecía seguir el hilo de la conversación.
—Déjale querida, siempre haces lo mismo.
—Las cosas no hay que guardárselas.
—Parece que allá abajo se ha liado una buena —puntualizó Alfred, de repente.
Charles no dijo nada, ignorando nuestras palabras.
—Sí, lo sé —respondí yo—. Empezó hace... ¿Cuánto tiempo llevamos hablando?
—Cuatro horas —dijo Vivienne.
—¿Cómo es posible que puedas calcularlo? —me sorprendí.
—Es algo que se me da bien.
—Te despistas unos minutos y para la carne viva ya ha pasado medio día —bufó Alfred—, nunca me acostumbraré.
—Bueno, el caso es que parece que hay mucho bullicio y...—dije— he oído gritos. ¡Mirad, mirad!, luces subiendo la loma.
—Son candiles, ¡pero si ya ha amanecido! —puntualizó Vivienne.
—¿Y eso que importa? —dijo Alfred.
—Que son ganas de tirar el aceite que las cosas no se dan regaladas.
—Querida, de verdad, a veces...
—¿Qué puede estar ocurriendo? —les interrumpí.
Oí a Charles dar un suspiro, Falaz dio un gritito ahogado, transcribiendo sus palabras. Mi querido Moro, a su vez, respondió lacónicamente, transmitiendo mi preocupación.
—¿Que acontece Charles? Dinos que has visto.
Charles pareció dudar.
—He visto a mi sobrino.
—¿Tu sobrino?, ¿Cuantos años ha de tener ya?, debe ser señor feudal, por lo menos. —husmeó Vivienne.
—Vive en la ciudadela rodeado de lujos, pero hoy todo eso se ha acabado.
—¿Tiene esto algo que ver con él?
—¿Quieres decir...? —comenzó Alfred.
—Sí, he tenido una visión, le he visto reunirse conmigo aquí en la loma.
—Pero, Charles, ¿acaso es un hechizado como tú?
—No lo creo —respondió.
—Pero es un señor feudal, ¿cómo? —dije—, es imposible que...
—Los tiempos cambian mientras soñamos. —Charles suspiró.
—Nosotros no soñamos, somos sueño —dijo Vivienne.
—Querida, deja estas letanías para el velo. El tiempo vuela aquí.
—Mirad. —Me puse en guardia—. Ya se oyen las voces airadas, alguien suplica.
—Es mi sobrino. Le traen a la grupa de un caballo atado de manos y piernas. Mi querido sobrino. Aún es un muchacho tan sagaz, tan gallardo.
—Venga, venga, no es una tragedia. Se quedará con nosotros, todos acaban así. —dijo Alfred.
—El caso es como acaban, querido.
El gentío iracundo hundió sus pies en el barrizal de la loma. La comitiva estaba compuestos aldeanos y burgueses de baja cuna, estaban muy excitados.
—No es muy apreciado, tu sobrino —dijo Vivienne.
—Algo les habrá hecho —puntualizó Alfred.
—Todo un pueblo levantándose al unísono. —Estaba sorprendido—. Han pedido apoyo a otro señor feudal.
—Idiotas, ahora estarán bajo su merced. Salir de las ascuas para caer en el fuego —Alfred habló con sorna.
—La plebe es plebe querido. Mirad, ya le desmontan.
—¿Que dicen? —pregunté ansioso.
—Algo de que dios le da fuerza contra la haraganería —dijo Vivienne—, no, ¡la tiranía! ¡ha dicho la tiranía! Eh...blah,blah... pues buen señor es aquel que vela por las buenas gentes piadosas.
Lamefistulas dio un graznido de enfado acorde con la situación:
—No hace falta que lo retransmitas todo, Vivianne.
—Mi pobre sobrino, ¡y yo he de verlo! —gimió Charles—. ¡Por favor, Falaz! ¡Arráncame los ojos!
—No seas bobo, luego te aburrirás en las rondas —le regañé.
—Siempre puede salir del envoltorio —dijo Vivienne—, como los pobres subterráneos. Si quieren ver algo más que su caja de pino han de trepar.
—Fuera del cadáver hace frio —recalcó Alfred.
—Se creen mejor que nosotros —dijo Vivienne.
—Ser ahorcados será denigrante, pero, al menos, tenemos buenas vistas. —Alfred se mostró airado.
—¡Alfred, Vivienne! —increpé—. Cálmate, Charles. Acepta las cosas como son, este es el final del camino para todos, al menos te tendrá a su lado.
Un muchacho apareció tropezando por el barrizal y entró en mi ángulo de visión, era el sobrino de Charles. Intentaba ganar tiempo a base de traspiés. Pude verle con su manto sucio a los hombros, se lo habían puesto a modo de mofa pues iba en ropa de cama, lo que significaba que le habían asaltado en plena noche. Sus cabellos rubios ocultaban unas gallardas facciones llorosas. Dos recios artesanos le daban empujones, provocando que, más de una vez, estuviese a punto de caer en el lodo.
—Ya sabemos para qué es el nuevo poste —dijo Vivienne apenada.
Falaz daba grititos y los gemidos de Charles nos rompían nuestros corazones pálidos. Al joven señor se le había caído el manto y pataleaba, olvidando toda dignidad.
—¡Dios mío! Si solo es un muchacho —dije.
—Que no ha sabido jugar sus cartas —continuó Alfred—. El pueblo rebelado, ¡que fascinante! —Vivianne parecía casi disfrutar de la situación.
—Más bien manipulado —respondí.
—Pero, como dije, los tiempos van cambiando.
—¡No quiero verlo! —Insistía Charles—. ¡Falaz, por lo que más quieras, deglute mis corneas!, ¡trínchalas!, ¡no me permitas ver esto!
Apilaron un par de cajas y unas alforjas y ajustaron la soga al cuello del muchacho con un nudo corredizo. El joven señor quedó ahora solo en su plataforma improvisada, lívido como si la muerte le hubiera reclamado ya.
Los graznidos eran inaguantables, el llanto de Charles era incomodo, Vivienne y Alfred habían abandonado la letanía vacua y jocosa que tanto les caracterizaba. Algún aldeano se puso nervioso al oír al ave gañir de tal modo. Un hombre enjuto en ropas pardas recitaba desde hacía un buen rato una perorata, a su lado, con sotana ajada, se encontraba un sacerdote.
—...por justicia de dios que es de los hombres y por tanto la del pueblo...—decía.
—Nos llore más Charles, es ley de vida, pronto podrás saludarle. —Vivienne intentó animarle sin éxito.
—Comiencen la ejecución. —finalizó el sacerdote.
Los gritos y las suplicas acudían ahora a la garganta del muchacho que, hasta el momento, parecía haber enmudecido. El verdugo se preparaba para derribar el único apoyo del condenado, atento a la orden del sacerdote. No podía soportar ver así al pobre Charles, mi cuervo voló presto.
—¡Arráncale la lengua, Moro! —pensé con toda la fuerza de la que fui capaz—, sácale de en medio.
Moro comenzó a hacer estragos entre la multitud, que gritaban con sorpresa. Llegó junto al sacerdote y comenzó a coserlo a picotazos.
—¿Vamos, querida? —le preguntó Alfred a Vivienne y esta rió extasiada. Sus voces se enmudecieron, sus intérpretes alados se dirigían ahora en pos del verdugo. Falaz, comprendiendo lo que ocurría y envalentonado por la hazaña de sus compañeros, abandonó a Charles y revoloteó también alrededor del sacerdote y del hombre de las ropas pardas a modo de advertencia, después graznó de forma muy aguda y continuada durante unos segundos y, antes de que el verdugo echara a correr manoteando y sangrando loma abajo, nuevas formas oscuras se aproximaron al lugar. Eran bandadas espontaneas de cuervos que respondían a la llamada de Falaz. Las gentes comenzaron a gritar de nuevo, esta vez, de pánico.
—¡Esto es cosa del maligno!, ¡Dios mío de los cielos, ten compasión! —exclamaban.
—El demonio no quiere que se haga la voluntad divina, ¡aguantad hermanos! —El sacerdote había recuperado el ánimo, él mismo se encaramaba ahora a la improvisada tarima para empujar las alpacas.
—¡Atento moro, ahí compañero! —pensé—. Encárgate de ese gaznápiro calvo, ¡así, chico!
El sacerdote, ahora sin parpado, y cubriéndose el globo ocular, cambió de opinión y se sumó a la tocata y fuga. No cabía en mí de la ilusión, Alfred y Vivienne reían con la alegre perfidia acostumbrada. Podía notar la esperanza volver al espíritu de Charles.
El muchacho que no pecaba de espabilado, había por fin decidido dejar de admirar aquel espectáculo surrealista y, viéndose solo, se liberó del lazo aun holgado y, con las manos a la espalda, bajo del apeadero tropezando con algunas sacas. Corrió loma abajo hacia la arboleda. Tres veces cayó en el barro y tres veces se levantó con desesperación.
—¡Protégeme, señor! —murmuraba.
En dirección contraria, pude observar a los últimos burgueses trotar en desbandada hacia la ciudad. En la loma aún quedaban algunos incautos huyendo de los cuervos, que los perseguían en vuelo rasante.
—Moro. Ven, bonito. Aquí Moro, ¡que vuelvas! ¡Maldito come-heces!
Falaz, mucho más responsable en su cometido, hacía ya rato que picoteaba en la cabeza de Charles,
—¡Gracias, gracias a todos!, ¿cómo podré agradecéroslo?
—¿Que ves ahora, Charles?
—Veo casi lo mismo —sonrió Charles—...pero algo más lejano.
Vivienne se sumó a la conversación.
—Ha sido divertido, querido Charles, pero no entiendo que ha cambiado con esto. Como tú dices, acabará en un lugar muy parecido a este, ¿qué sentido tiene retrasarlo?, se hubiera ahorrado angustia, miedo y una paupérrima vida de fugitivo.
Alfred ya dotado de palabra coincidió con su esposa:
—¿Qué tipo de vida tendrá ahora? —Charles no paraba de reír. Lo hacía con dulzura.
—La misma vida que entra ahora en vaharadas en sus pulmones, la misma que intenta conservar. Sí, yo sé cuál es su destino. Solo queda por descubrir que camino será el que recorra hasta alcanzarlo, y eso, mis estimados colegas, es lo que más importa.
—Entretenida Ronda, sin duda —alegué yo—. No hay nada como tener buenas vistas.
Todos reímos. Los chillidos de los carroñeros inundaron la loma del patíbulo.
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