Pellela
Pellela atravesó la plaza. Agosto en Roma. Peinada con un desenfado calculado, vestía una camiseta con remaches, el símbolo de la paz adornaba la cinturilla de sus vaqueros descoloridos.
Pellela observó a una mujer rumana tocando el acordeón. Dos niñas con faldas rosas, animadas por la música, corrían sobre los adoquines alrededor de las farolas. Pellela aplaudía a la interprete cuando una niña le pisó un pie y Pellela perdió el equilibrio, la otra niña, a la zaga de la primera, le dio un ligero empujón. Pellela dio un traspiés y un adoquín traicionero causó que su cabeza chocara contra una papelera. Su cuello quedó ligeramente desviado.
Pellela alfombró la plaza durante al menos dos horas. Se desmontaron las terrazas, la gente cenaba ya y los turistas sacaban sus últimas fotografías. Dos "Carabinieri" se toparon con Pellela y la miraron con sorna, criticaron sus ropas remendadas, pero no repararon en la mancha carmesí que adornaba la papelera. La arrastraron hacia la esquina del callejón situado en el lateral de la Iglesia.
—Esto está lleno de drogadictos —dijo uno.
—Dejémosla ahí hasta que se le pase el mono —respondió el otro.
Pero lo único que pasó por allí fue un carterista que la despojó de su billetera y su tarjeta american express. Pellela siguió adornando los adoquines una semana más hasta que su olor la delató.
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