Luciérnagas
Me senté en mi hamaca verde, con los pies mojados metidos en las chanclas. Las noches de mayo en el jardín son para disfrutarlas. Di un sorbo a mi cerveza sin alcohol. La manguera reposaba a mi lado. El césped hacía días que necesitaba de un alivio, una regañina de mi mujer me convenció de lo urgente de la situación, aunque llamar césped a lo que me encontré era indulgente. Prometo que intenté hacer lo que pude por aquellas briznas tostadas. Mandé a mi hijo Daniel sentarse en el cemento y seguir leyendo allí. Él siempre tan recogido, siempre tan tranquilo. Los grillos movían sus patas y la noche llego al vecindario, acompañado de una brisa bañada en salsa barbacoa.
Observé a mi esposa a través de los ventanales de su estudio. Se inclinaba sobre sus documentos, soplándole al mechón de cabello que insistía en caerle sobre el rostro.
Apenas me di cuenta de la aparición de las primeras luciérnagas. Me dediqué unos minutos a contemplarlas, dando sorbos a la cerveza y alejándolas de mi cuenco de nachos con algún manotazo distraído. Escuché de repente unos resuellos. Mi hijo había abandonado su lectura y perseguía con lentitud, pero de forma pertinaz a aquellas ascuas invasoras. Sus ojos verdes parecían tener luz propia y competir con las mismas luciérnagas.
"Su hijo es capaz de amainar una tempestad con un par de palabras", le había dicho su profesora en la reunión de padres de alumnos. "No da ningún problema, por eso puede estar tranquilo. Es un niño modelo, posee un gran carácter conciliador". "Si, lo sé, por eso siempre nunca le quito el ojo de encima", ella había reído educadamente.
Mi mujer me miró desde su estudio, me dirigió una sonrisa y le dio ligeros toquecitos a su reloj. Eso se traducía en un amable "¿cenamos ya?". Yo asentí, el pollo con arándanos hacía rato que guardaba calor en el horno. Sabía que siempre era mejor esperar a que ella se tomara un descanso por motu proprio que sacarla de su trabajo a tirones, eso podría ser tan arriesgado como despertar a un sonámbulo.
Entré en la cocina y retiré la bandeja del horno, luego dispuse la mesa y saqué el agua fresca de la nevera, así como una botella de vino. Llamé a mi mujer por el pasillo y salí al jardín para avisar a Daniel. Me quedé agarrotado en la puerta al patio. Mi hijo reía. No, aquello no era risa, eran alaridos febriles. Apuntaba a las luciérnagas con la manguera y las hacia caer al suelo. Miles de ellas alfombraban la hierba formando una vía láctea en nuestros parterres. Daniel, saltó con delicia encima de los insectos hasta que su luz se apagó por completo.
"Daniel, cielo, la cena se enfría", dije con calma, y retorné al interior. "Carácter conciliador", pensé. "Si, por eso nunca le quitó el ojo de encima".
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