Las Llanuras de Arcilla


En las llanuras de arcilla nada crecía. Los matorrales secos acababan sus días en la hoguera, pues no tenían otra utilidad. Ni fruto ofrecían al hambriento, ni color al paraje. Los animales de pasto no sobreviven mucho tiempo en los dominios de la culebra y el roedor, entre mato seco y polvo. No siempre había sido así. Ese gran escenario, antaño, se engalanaba con salpicaduras de fronda y se le podía llamar hogar. Bai retenía aún esa palabra en la memoria, sentado a unos metros de su cabaña de arcilla barro y alabastro, entrecerraba los ojos y venteaba la brisa en busca de algún aroma de nostalgia camuflado. Su hijo, mientras, recogía más pasto seco.

La comida aquel día era más exigua que nunca, dos ratas bermejas y un lagarto zancudo. Bai se sentía frustrado. Ni su pértiga afilada, ni su honda, ni su pericia... De nada servían, no contra la escasez. Se habían resistido a abandonar esas tierras hasta entonces, tenían un pequeño suministro de agua subterránea y la ladera de la meseta, en su peculiar inclinación, les proporcionaba cobijo en invierno y sombra en verano, eso era suficiente.

Bai observó a su hijo que silbaba una canción de forma entrecortada, debido al esfuerzo que requería su tarea. Dodamodia le había puesto su madre al nacer, segundos antes de que ella pereciera. Era de espíritu curioso y corazón compasivo. Su padre, sin embargo, era de naturaleza solitaria y, a pesar de ello, no alcanzaba a comprender como su retoño, tan joven como era, podía soportar aquella vida sin queja alguna. Una vida sin estímulos y apenas sin compañía.

Solo de vez en cuando bajaban de la meseta para visitar a algunos vecinos cuyo número, con el paso de los años, se había ido reduciendo. Tan solo quedaban Watabe y Mosai, amigos de la familia desde siempre. Dodamodia disfrutaba de lo lindo con sus hijos las pocas veces que se reunían.

Desde hacía ya muchos inviernos, la llanura de arcilla era un cementerio de polvo. Mientras Bai azuzaba las llamas, se preguntaba cuántos de sus antiguos vecinos habrían sobrevivido al Éxodo. Acabaron de comer. Habían roído hasta los huesos. Su hijo ya saciado, dormitaba sobre las pantorrillas desnudas de su padre. La realidad golpeo a Bai en la cara sin previo aviso y rompió en llanto. Sus lágrimas perlaron la cabeza de su hijo que, en su regazo, se agitó en sueños.

La comida escaseaba cada vez más, el depósito podría secarse en unos años, pero El Éxodo era un viaje a lo desconocido, la muerte árida, y tenía un niño a su cuidado. Necesitaba una segunda opinión así que decidió que visitaría a su amigo Watabe al día siguiente, quizás él también había llegado a la misma conclusión.

—Dos cabezas piensan mejor juntas —se dijo Bai, mientras llevaba a su hijo en brazos a la cabaña.

Al día siguiente, Bai bajó al valle. Había dejado a su hijo ocupándose de quehaceres menores, indicándole que pasaría por la cabaña de Watabe antes de ir de caza. Una hora después, se encontraba en el hogar de su amigo Watabe donde se encontró con algo excepcional. Mientras descendía por la pared arcillosa de la Gran Meseta, Bai, divisando la cabaña en la lejanía, se había sorprendido del colorido de los pastos en el terruño de su vecino. Al principio, pensó que era una ilusión provocada por el calor, pero no fue así. Al acercarse a su destino, se percató de que no se trataba de una visión, sino de un milagro. Las tierras de Watabe eran un vergel.

—Pero, ¿cómo es posible? —Bai estaba tan aturdido que podía haberse olvidado de respirar, Watabe le sonreía satisfecho.

—Un verdadero milagro, ya ves —le respondió.

Watabe le rellenó el cuenco de arcilla con más néctar de cardo. Una bebida que, desde los diez años, Bai solo había vuelto a probar en sueños. No paraba de llevarse el líquido rojo a la nariz para olfatearlo una y otra vez. La familia de Watabe se mostraba vital ante una providencia tan esperanzadora.

—Un milagro —no paraba de murmurar Watabe.

—Pero es imposible. Así, de la noche a la mañana... ¿Es eso cierto?

Watabe en ese momento miró a su esposa Mosai de reojo, esta se encontraba remendando unas prendas y le devolvió una sonrisa trémula.

—Pues así fue tal como te digo.

—Pero si apenas teníais agua suficiente sino era para vuestro consumo.

—No lo sabemos, ahora la tierra siempre está húmeda.

Bai era, ante todo, observador.

—¿Qué ocurre, que pasa?, ¿Por qué miras a tu esposa de ese modo?, hay algo que no me estáis contando.

Watabe, cogido en renuncio, se puso nervioso.

—Entiendo. Quizás no queréis compartir vuestro secreto, teméis que si me lo decís yo pueda...

Bai se sentía, de repente, profundamente herido, pero antes de que pudiera terminar la frase y ponerse en pie, Watabe, le dijo:

—No es eso. Verás, es otra cosa...

—La Catula —dijo de improviso Mosai.

—¿La Catula? —Bai se volvió a sentar.

Watabe parecía haber recuperado las palabras y el ánimo.

—Ahora ya no queda más remedio que decírtelo.

Le cedió la palabra a su mujer con un gesto.

— Fuimos a ver a La Catula —dijo esta—, para que nos ayudase. Nos dijo que no habíamos complacido a los Inmensos, que no habíamos clamado por su ayuda, dándoles prueba de nuestra fe, como antaño.

La Catula era la chaman del viejo culto de la Comunidad. Se decía que ahora vivía sola en la estepa, qué se había negado a aceptar la huida de su pueblo y se había vuelto una ermitaña, una loca. Algunas malas lenguas decían que había muerto, otras, que su espíritu vagaba por algún lugar de los páramos enloqueciendo a los viajeros.

—¿La Catula? No puede ser, nadie la ha visto en décadas.

—Fue sacerdotisa, no lo olvides Bai. Dime, desde El Éxodo, ¿cuantas veces has cumplido los ritos?, ¿has honrado a los Inmensos?, ¿has oído las palabras de Una Voz? La Catula, en su tiempo, fue Una Voz poderosa.

—Aunque así fuera, no es de fiar.

La pareja intercambio miradas de nuevo.

—Nosotros hemos ido, hemos hecho lo que nos ha dicho y ahora ya ves.

—¿Y qué os dijo?

—No podemos decírtelo, es algo personal, protocolo del culto... Ya sabes.

Bai notaba algo raro en sus amigos. Se quedó en silencio y el viento del páramo acompañó sus pensamientos, las risas de los muchachos de Watabe jugando en el exterior le hizo reaccionar de nuevo.

—Bien, será verdad, pues. ¡Increíble! Quizás los Inmensos sí nos hayan abandonado.

La esposa de Watabe, a sus espaldas, posaba ahora una mano sobre el hombro de su marido y los dos escucharon la decisión de Bai.

—Iré en busca de La Catula, esta noche no le traeré una mísera rata a mi hijo para cenar. Habrá frutos en mi tierra y carne en mi estómago. Haremos un festín, si los Inmensos así lo quieren.

Sus ojos casi en blanco miraban hacia un futuro intangible, esperanzador. Pidió las indicaciones necesarias, cogió su bolsa y su jabalina y se despidió, agradeciendo sus atenciones.

La pareja se asomó a la puerta de la cabaña y, con una débil sonrisa, le vieron partir. Watabe bajó la cabeza entonces, compungido. Su mujer tiro de él hacia el interior.

Al este de las Madrigueras donde Bai procuraba sus piezas, se extendía el Páramo, y un poco más al este, a donde las indicaciones le llevaban, estaban Las Zarpas. Allí la tierra arcillosa parecía haber vomitado géiseres de mineral fundido que, al hacerse sólidos, habían creado un bosque de retorcidas columnas. Estas proyectaban sus sombras alargadas cortando a cuchillo la luminosidad anaranjada que desprendía la tierra. A Bai no le gustaba mucho la idea de adentrarse en esa región, pero se sabía un hombre al que no le sobraban alternativas. Quizás solo hubieran pasado unas horas desde que se puso en camino, pero pronto se sintió agotado. Vapores nocivos emanaban de las grietas que se abrían en el terreno y, tras unos cuantos metros más, tuvo que sentarse y reposar un poco a la vera de una protuberancia arcillosa. Se sentía algo mareado.

En un rato pareció encontrase mejor, quizás ya se había acostumbrado al ambiente enrarecido. Se puso en ruta de nuevo. Fue al atardecer cuando divisó algo extraño en la lejanía. Parecía una casa colgante, esférica hecha de estuco y gruesas fibras de cáñamo sustentada con largos cabos a dos de las más grandes columnas del lugar. Bai supo enseguida que se trataba de la casa de La Catula. Él solo se había dejado llevar por su instinto, pues las indicaciones fueron muy generales y dio gracias por haber tardado tan poco tiempo en encontrarla. Pasar una jornada entera en aquellas tierras no era buena idea. Bai no podía imaginarse como la anciana "Voz" podría vivir en un lugar así.

Bai dedicó unos minutos a contemplar aquella esfera pendulante, aquel refugio elevado, último vestigio del antiguo rito en toda la llanura. "Se conoce que debo trepar", ­ se dijo. Las columnas que sustentaban la cabaña eran retorcidas y fácilmente escalables, y las cuerdas de cáñamo tenían el mismo diámetro que una boa de la corteza. Tardaría un par de minutos en llegar arriba. Bai era un hombre delgado, pero recio, no tuvo especiales problemas en llegar a la pasarela de cabos entrecruzados.

Mientras se acercaba a la entrada de la choza haciendo equilibrios, una voz, parecida al chirrido de los grillos, gritó.

—Fuera, fuera, no hay nada aquí para ti, solo arcilla cocida y carne vieja.

Bai, cogió aire y cargó sus palabras de decisión.

—Es a ti a quien busca Catula "Última Voz", vengo a escuchar de nuevo.

—Ya no hay ninguna voz aquí, tan solo una garganta seca, ya no hay voz.

—Sé que has prestado servicio a otros La Catula, préstamelo a mí.

—Falacias.

—¿Es que acaso no soy digno?

—¿Lo eres? —La voz contrajo un deje de sorna—. ¿Cuánto hace que no rindes honor a los Inmensos? Aunque pudiera cantarles no lo haría, pues no han recibido servicio alguno por tu parte.

—¿Te refieres...—Bai recordó los rituales de su juventud— "al acomodo"?

La anciana seguía hablando desde el interior y él la escuchaba cimbreándose en el puente de cuerdas, a merced del viento.

—Si deseas escuchar, haz lo pertinente, pues. Ofréceles un lugar donde reposar en su visita. Baja a la llanura y construye un reclinatorio de arcilla. —Bai iba a replicar, pero no tuvo oportunidad—. Ve, los Grandes Padres no muestran su sabiduría a aquel que no muestra su humildad.

Bai abrió y cerró la boca un par de veces aun en desacuerdo, pero descendió de nuevo y comenzó a apilar rocas, labor que le llevó más de dos horas. Varias veces la estructura se cayó y, varias veces, hubo de reconstruirla.

La noche acechaba ya, en la cabaña Bai pudo observar una luz tenue a través de los ventanucos cegados con gasas, La Catula le observaba. Bai había finalizado el ritual. Agotado y apenas sin nada en el estómago más que un poco de cecina, sacó fuerzas de flaqueza y escaló de nuevo el pilar, esta vez ninguna imprecación le detuvo. Es más, al llegar al cortinaje de la entrada, la voz chirriante le invitó a entrar.

Olía a almizcle y ahumado, quizás producto de pieles curtidas y botánica en descomposición. Los cabellos de la mujer (si podía llamarse así), se encontraban coronados por una maraña de ortigas y sujetados por cinchas, su rostro parecía esculpido en un quebradizo gneis y la tintura de sus ojos, semejante a las alas de una polilla, invitaba a uno a irse por donde había venido, sobre todo cuando ella te escrutaba sin necesidad de pestañear largo minutos.

—Con tu reclinatorio —dijo—, has invitado a los Inmensos a bajar y reunirse contigo, pero los Inmensos no responden a ruegos y preguntas, cazador. Ellos hablan sin importarle lo que tú quieras escuchar y solo ellos deciden cuando callar. Si existe algún deseo en tu corazón, reza porque lo escuchen. Grítalo bien alto y quizás te hagan caso.

Había una cazuela de arcilla al fuego, que había empezado a burbujear hace unos segundos. Un olor distinto comenzó a invadir la cabaña, más agridulce, más agradable. Bai se encontró, sin embargo, volviendo a respirar con dificultad. Las masas solidas a su alrededor comenzaron a adquirir la levedad de un velo, comenzó a hablar, sabía que el proceso había comenzado.

—La tierra se muere, grandes padres, ¿Me habéis abandonado?, ¿y mi futuro y el de mi hijo? ¿Es porque hemos obviado la voz? No os olvido Grandes Padres, pero no os olvidéis de mí, ¿qué debo hacer? que debo...— Bai solo se escuchaba a si mismo emitiendo un murmullo, la voz de La Catula se parecía cada vez más a los ruidos de un insecto.

—Hablaran a tu oído —le susurró. Bai supo que el aire que respiraba ahora era Su aire, el aire de Allí.

Los crujidos del cáñamo que rodeaba al refugio eran ahora insoportables, su propia respiración le parecían viento huracanado. La Catula no parecía afectada, quizás ya fuese inmune al Aliento de los Inmensos. Lentamente, en lo que parecía un millar de años, le acercó un cuenco con el contenido de la cazuela.

—Esto te proporcionará calma en la tormenta. Bebe y parte ya. —Bai quería negarse, pero domino su instinto animal. Otro millar de años pasaron antes de que el cuenco llegase a sus labios.

Apenas notó el líquido en su garganta quiso regurgitarlo, pero el fluido, más rápido que sus impulsos, había alcanzado ya su estómago. Solo un trago fue suficiente para volverle del revés. Ahora él era el engullido, engullido y digerido por una bestia oscura e informe. Ya no oyó más el crujido del cáñamo ni la respiración gruesa de la anciana.

Eón tras eón, las llanuras florecieron y marchitaron hasta que ya no volvieron a florecer. En la sequía permanente, tumbado en el polvo de la llanura, Bai vio pasar los siglos. Las nubes en lo alto, moviéndose en violentas espirales, conformaron la silueta de una máscara ritual que sonrió cáustica, una sonrisa cruel y familiar. Entonces la tierra en derredor se rompió y geiseres colosales salieron despedidos de inmensas grietas y rocas volcánicas fueron escupidas en chorros verticales y se solidificaron en aquel universo atemporal. Bai reconoció aquel lugar, Las Zarpas en sus inicios. Una columna de material candente le arrastro en su caudal hacia las alturas. Bai estaba adherido a ella por la piel quemada de su espalda que se había fundido con el mineral, quedó crucificado al solidificarse la arcilla.

Desde allí pudo ver el lugar en vuelto en vapores y, entre los vapores, un túnel se abrió. A través de ese túnel de humo pudo recorrer a vista de águila todo el camino de vuelta a las regiones del este, al Paramo y a la Meseta, y, entonces, una silueta conocida se dibujó ante sus ojos, una construcción... su cabaña. De repente, un geiser mayor que los demás, esta vez verduzco, surgió justo debajo de sus cimientos y extendió su ponzoña por toda el área. Cabalgando en el geiser, entre trozos de madera y estuco, balanceado por el aire a presión, Bai vio un cuerpo. Era el cuerpo su hijo, con sus huesos quebrándose en el aire.

Bai gritó y el geiser se tragó su hijo y se hundió en la tierra, gritó y la humareda sofocó la visión, gritó y la columna volvió a descender hacia el suelo. El humo se disipó, la máscara sardónica rio con temblores de tierra. Entonces, la oscuridad regresó.

Con la boca pastosa y aturdido, Bai se irguió, se froto los ojos para recuperar visión e intentó levantarse tanteando la superficie a sus espaldas. La luz de la mañana era tenue y ayudó a sus retinas a adaptarse más rápido. Escuchó el constante chirrido de los grillos marrones, anunciando el alba. Sus pertrechos estaban en el suelo, seguía ataviado como para el viaje. Miró alrededor en busca de la cabaña colgante. Ni rastro de ella, de hecho, ni siquiera estaba en el mismo lugar que la noche anterior. Recordaba aquel enclave, había estado antes allí, cuando se había parado a descansar. Dio un respingo y miró la columna en la que estaba apoyado, era la protuberancia de arcilla que había usado de respaldo.

¿Entonces eso había sido todo?, ¿agotado por el aire de Las Zarpas se había quedado allí inconsciente? ¿Nunca había llegado hasta tierras más profundas? "Imposible, ¿y ella?, ¿y lo que vi?".

La visión que tuvo de su hijo se impuso, sustituyendo toda incertidumbre. Comenzó a sudar. Sueño o no, no podía ignorarla. Trató de aclarar sus ideas y el miedo se acrecentó aún más. Había pasado todo el día y la noche fuera, no había vuelto a casa ni había llevado comida. Rezó porque su hijo hubiera podido aguantar o hubiera acudido a la cueva de provisiones, su último recurso. Bai también debía pasar antes por la cueva, lo que había era poco, pero debía llevar algo para comer aquel día, urgentemente. No había tiempo ya aquel día para descubrir si La Catula pertenecía a este o el otro mundo.

Recorrer el camino de vuelta le llevó toda la mañana, él también se encontraba hambriento. Acabo llegando al pie de la meseta y se desvió un poco hacia su cara oeste, allí, al pie de la gran formación había un conjunto de cuevas. Una de ellas era su almacén para el invierno, ese invierno seco y mortal.

Primero, debía entrar por un gran túnel, una galería principal que tenía a su vez acceso a pequeñas cuevas. Buscó la suya cerca de la entrada, se sabía el camino de memoria. Un minuto después, salía cargando un par de sacos de cecina. Debía llegar a su cabaña, sino, no se quedaría tranquilo.

Entonces escucho pasos más adelante, en la galería principal. Alguien había entrado en el túnel y se paseaba por los corredores. El intruso llevaba una antorcha, las luces titilantes de esta denunciaron su rostro. Era Watabe.

¿Qué hacía allí? Watabe almacenaba todo bajo su casa y, además, ahora tenía la bendición de los Inmensos. Bai le vio alejarse por el túnel hacia el sur, dio un par de pasos en pos de él y se asomó justo a tiempo para divisar como escalaba la pared hacia el agujero apenas perceptible. Parecía otra galería de túneles, esta más pequeña, que ascendía en diagonal hacia el exterior.

A pesar de su curiosidad, Bai reculó, no había tiempo para aquello, debía llevarle sustento a su hijo. Tardó casi una hora en escalar la parte de la Meseta, otros veinte minutos en llegar a la cabaña. Nada más llegó pudo comprobar que las ramas estaban apiladas, la casa barrida, los cuchillos afilados y pulidos. su hijo había hecho sus tareas, incluso había ido a recoger agua. Le llamó: "¡Dodamodia, hijo!, ¿me oyes?, contesta". Entró y salió varias veces de la cabaña y hasta la rodeó por completo, nada. Luego se alejó hacia las bajas praderas que rodeaban la caseta, quizás había salido a recolectar alguna raíz o matar alguna rata.

Tras registrar la zona más cercana a sus tierras sin resultado, volvió a la cabaña y se encamino hacia el camino que provenía de la Meseta. Había estado tan concentrado en volver al hogar que no había registrado a fondo la bajada. Entonces vio algo cerca de un roquedal. Un grito surgió de su pecho, anteponiéndose a toda expectativa.

"¡No!", surgió mucho antes de ver el bulto en la hierba, "¡No!", mucho antes de ver aquel cuerpo inerte. Comenzó a llorar mientras se agachaba y giraba su rostro. Lo sabía, lo supo todo aquel tiempo, algo se lo decía. El cadáver de su hijo lucía azulado, no tenía pulso. Su hijo no solo iba pertrechado con aperos de caza sino con algunas sobras de la cena pasada, Bai supo en seguida que no había ido a cazar, había ido a buscarle a él porque estaba preocupado. Pudo ver dos incisos en su tobillo, algo le había atacado; una serpiente de la hojarasca. El niño aún no era lo suficientemente experto como para conocer donde construyen sus nidos. Su veneno mataba en tres horas sino era extraído por alguien. Su hijo había muerto, una muerte lenta y agónica.

Bai apenas podía coger aire, "si hubiera estado ahí... si él...", no pudo acabar la frase, no había palabras, no las había, acunó el cadáver entre sus brazos meciéndose adelante y atrás. Lloró hasta el agotamiento, se quedó dormido, despertó y volvió a llorar.

El sol se puso y salió de nuevo. En la noche dio sepultura a su hijo y se desmayó de cansancio. En su delirio volvió a ver aquella visión. Su hijo muerto cabalgando un géiser ponzoñoso. ¿Le habían advertido los Inmensos?, ¿o quizás había sido solo su subconsciente?

Recordó, entonces, la máscara de nubes burlona. Esta vez, esa imagen se congeló en su cabeza, ¿cómo no lo había reconocido antes?, aquella faz que se reía de él, que se regocijaba en su desgracia... Era la de Watabe.

Watabe ocupó sus pensamientos al despertar y al coger sus pertrechos, Watabe al bajar la meseta a traspiés, Watabe permanecía aun en su mente al llegar a las cuevas, herido y cubierto de polvo. Sabía que no cabía duda alguna, todo aquello había comenzado con Watabe, con su milagro, y Watabe sería quien esclareciera todo el asunto. Era allí, en aquellos pasadizos secretos, donde se encontraba la respuesta a todo.

Echando mano de su memoria, Bai fue tanteando las rocosidades, levantando la cara para poder notar las corrientes de aire que le indicaran la posición de la oquedad.

Tras dar vueltas en la misma área, la encontró. Una vaharada de fauna y humedad que dejó a Bai confuso. Este escaló la pared e introdujo su cuerpo en la galería diagonal. Era más lisa que la principal, sus paredes estaban más pulidas y, tras haber andado un rato de rodillas por su estrechez, notó como arcilla mojada dejaba una costra en sus rodillas.

Pasados unos minutos, una luz tenue se distinguió al final. Estaba llegando al final de la galería, donde le recibieron el sonido del agua corriente y el silbido del viento entre árboles.

En la techumbre de la cueva había una oquedad creada por la formación natural del terreno. A través de ella penetraba la luz del sol. Vetas de minerales pulidos refractaban la luz por toda la cueva. Una piscina de agua subterránea se perdía en las áreas más cavernosas.

Bai cogió un puñado de tierra entre sus manos, no se lo podía explicar. La humedad bajo aquella horadada cúpula era revitalizadora, los hongos crecían diseminados y el suelo de arcilla se encontraba enriquecido con una buena capa de humus. El pasto era verdoso, árboles frutales, zarzas y arbustos lindaban lo que Bai, atónito, pudo distinguir algo semejante huerta, una buena huerta donde crecían altivos los nabos, las judías y las remolachas y, más allá, un pequeño jardín con zarzamoras e incluso fresas. Alguien había cultivado aquella tierra, alguien se valía de ella.

Las tierras de arcilla que habían hecho de la superficie una tumba, aquí abajo, en aquellas condiciones, era un fenómeno sin precedentes. Uno cuya existencia alguien había decidido guardarse para sí. Bai sabía quién era el único beneficiario de aquel vergel privado: "Watabe...". Nunca había habido milagro alguno, quizás ni siquiera existía ya la Ultima Voz. Aquel enclave subterráneo había sido el causante de su prosperidad.

Bai pudo ver agujeros excavados en ciertas zonas a las orillas de la piscina, no estaba muy seguro, quizás fuera una suerte de canalización de agua. ¿Podría ser posible? Aquello no era cosa de meses. Quizás ya haría algunos años que Watabe había descubierto aquel enclave y había comenzado sus cultivos y empezado las obras de canalización para abastecer, poco a poco, los jardines que rodeaban su propiedad. Todo en el más absoluto secreto para que los vecinos restantes no descubriesen el enclave. Nada de milagros, tuvo suerte y, en su mezquindad, decidieron no compartir su hallazgo mientras sus vecinos se enfrentaban a un éxodo sin retorno o a la hambruna.

¡Qué sorpresa la de Watabe al llegar un par de horas más tarde a su escondite de abundancia y encontrarse con la pértiga de Bai en el cuello! Este temblaba lleno de ira contenida. Watabe le hizo un gesto con las manos para que se tranquilizase, Bai gritó:

—Todo fue mentira, ¡todo!, el milagro, la Catula.

—Bai, yo...

—¡Sabías como salvarnos a todos de nuestra miseria y permaneciste en silencio, nos condenaste!

—Tengo una familia, tienes que...

Bai aulló de dolor, casi rozando la locura, él también había tenido una familia hacía menos de un día. Watabe arguyó:

—Si le hubiese contado a todos los que quedan sobre este enclave lo asolarían. ¡No hubiera quedado nada!

—Me mandaste a un páramo inhabitado con falsas esperanzas, casi no sobrevivo a causa de la ponzoña de su aire. Él... mi hijo... salió a buscarme, hambriento y cansado ¡y ahora ha muerto! El veneno de esa serpiente no es tan diferente al que emana de tus palabras.

—¡No puedes culparme de ello solo a mí!

—¡Te atravesaré el corazón, es lo que te mereces!

El extremo afilado de la pértiga, presiono levemente la carótida de Watabe. Watabe preso de una furia desesperada le miro a los ojos con frialdad.

—¿Y tú, insensato?, ¿que fuiste a clamar al cielo a rezar en los Paramos?, ¿cómo podía saber yo que te arriesgarías a tal cosa tras mis absurdas indicaciones? Mejor hubieras hecho dedicándote a conseguir alimento para tu familia, explorando tus tierras como hice yo, en pos de algo útil, en vez de perder tu tiempo en lamentos y en creer en cuentos. No tienes sino lo que mereces. Los Inmensos no harán por ti lo que tú no hagas por ti mismo.

La jabalina se alzó en el aire, reflejándose en los minerales acristalados de las paredes. El golpe seria mortal. Bai respiraba pesadamente y con los ojos desorbitados.

—¡Tu hijo ha muerto, pero los míos, no! ¡Por los Grandes Padres! ¡Me necesitan!

—Ahora estas tierras los alimentará a ellos.

—Son muy pequeños, no saben cómo. Mi mujer espera otro niño. Ellos no podrán seguir adelante, no sin mí.

Bai intento tragarse esa furia, pero la regurgitaba una y otra vez. El dolor le laceraba el pecho, el testimonio de la mirada de su hijo era una carga demasiado pesada. Y su voz, esa voz pausada... Su imagen fue vívida, lo veía como siempre, tranquilo y apaciguador. Recordó cómo dormía en sus rodillas todas las noches a la luz de la hoguera y cómo le abrazaba una pierna cuando él se enfadaba, cómo le hacía reír. Y aún en el tormento de su dolor, su hijo llegó a él, una leve voluta de su compasión innata flotó sobre Bai. En ese momento, el recuerdo de Dodamodia le reveló una gran verdad, que un hijo nunca debía pagar la necedad de un padre.

Luchando contra fuerzas invisibles, casi sudando, Bai alejo la jabalina de Watabe, pero su brazo aun la sujetaba en el aire, tembloroso. La duda ya no le atormentaba, la venganza parecía ahora efímera.

Cuando la voz de su hijo calló, su propia voz habló, la voz de su dolor. Bai afirmó el brazo de nuevo, Watabe dio un gritito asustado, pero la jabalina apuntaba ahora en dirección contraria. Bai se empaló a sí mismo. Otra verdad indiscutible dominó su pensamiento hasta el último latido, "un padre nunca debería sobrevivir a su propio hijo". Bai cerró los ojos y sonrió a Dodamodia, lo único en el mundo que había merecido su fe.

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