El Señor Hopplin
Nadie supo cuando había llegado el señor Hopplin, pero allí estaba como siempre, reclinado en su butacón, mirando con calma a su alrededor con esos ojos pequeños y arrugados. De vez en cuando, se inclinaba sobre la mesa de canapés y se comía alguno. Altanero, con su corbatín al cuello, recibía, sin cesar, las atenciones del resto de los invitados.
La recepción de Miss Eagleton, sin duda, reunía a la flor y nata de la capital. La señora Eagleton se sintió satisfecha por la presencia de tan ilustres personalidades, pero, sobre todo, satisfecha por la presencia del Señor Hopplin.
Hacía ya unos años que aquel importante personaje había comenzado a asistir a las reuniones selectas que se llevaban a cabo en la capital. Al principio, nadie sabía de quién se trataba, incluso muchos se mostraban algo alarmados por su presencia. Pero él aparecía siempre con un ostentoso regalo para el anfitrión y una tarjeta firmada a su nombre que solían reposar a su vera allí donde estuviera sentado. "¿He de entender que este presente es para mí? No deberíais haberos molestado", decían sus destinatarios, deshaciéndose en halagos. El señor Hopplin se granjeó, así, sino el aprecio, al menos, el interés de las altas esferas. En principio, parecía tener sirvientes propios que le atendían en todo momento y pululaban a su alrededor.
Abandonó esa costumbre, gracias a dios, ya que había comprendido que, con ello, denigraba la atención de su anfitrión.
Algunos decían que era un acaudalado viudo dueño de yacimientos minerales en el extranjero, otros que era el propietario de unas patentes revolucionarias, o incluso accionista de grandes empresas multimillonarias aún sin confirmar. Nadie sabía cuál de todas estas suposiciones habían sido o no corroboradas por el Señor Hopplin. Él era reservado, misterioso. En aquel mismo momento con su gesto impasible, respondía con cabeceos y murmullos reposados a los comensales que se reunían en torno suya, no afirmando ni desmintiendo nada cuando estos, con subterfugios, trataban de sonsacarle.
A la señora Eagleton le parecía un gran personaje, siempre tan intrigante, y se aseguró de que no le faltara de nada y, en varias ocasiones, como buena anfitriona, le preguntó si todo estaba a su gusto, a lo que el honorable invitado le respondía siempre con una cortés inclinación de cabeza. La señora Eagleton, de familia allegada a la Baronía, organizaba aquel evento con motivo de la presentación en sociedad de su hijastro. Tras unos cuantos días de preparaciones, la señora Eagleton los había recibido en su palacete de la montaña, donde sirvió una exótica cena en las terrazas ajardinadas que allí poseía.
Dado que la cena había ido tan bien y la celebración estaba en su punto álgido, la señora Eagleton en ese mismo instante mandó llamar a su vástago. Todos se giraron hacia las puertas que daban al jardín. El muchacho salió firme, aunque sonrojado, iba hecho un pincel. La señora Eagleton, le presentó como su hijastro Jeremy Eagleton, y todos aplaudieron.
Con una mano sobre su hombro dirigía al muchacho de corrillo en corrillo y este se presentaba ante todos los asistentes, respondía a sus preguntas y se animaba a hacer algún comentario. "Delicioso, realmente delicioso este muchacho", afirmó más de una dama presente, comentario, ante el cual, la señora Eagleton esbozaba la mejor de sus sonrisas. El muchacho recibió el apretón del General Highbert, las palmaditas de Lord Fallady, besó los anillos del orondo Cardenal Palova y recibió las atenciones de las jóvenes hermanas O'Hearty, hasta que llegó al final de su recorrido en la balconada, a donde su madrastra le condujo, ansiosa. Era hora de que se presentase ante el señor Hopplin.
Nada más lo vio el muchacho abrió mucho los ojos y pareció acercarse como a regañadientes.
—Señor Hopplin —dijo la señora Eagleton—, deseo presentarle a mi hijastro Jeremy, ¿qué te pasa hijo?, saluda al señor Hopplin
—Pero... —El muchacho dudaba, dio un paso adelante y reculó de nuevo, miró indeciso, ora al señor Hopplin, ora a su madrastra.
—¿A qué esperas? —le dijo ella. Los invitados, que habían estado pendientes en cierta forma de ese momento, se acercaron curiosos, con menos reservas, extrañados por la reacción del muchacho.
—Pero madre, como voy a presentarme, si no me va a entender. —La señora Eagleton le miró interrogante, tras ella los invitados también parecían confusos, un tímido semicírculo se iba agolpando alrededor de la balconada.
—¿A qué te refieres? —dijo ella nerviosa ante tanta expectación, se suponía que todo debía salir perfecto.
—A que no es humano. —A su madrastra casi le da un colapso, un comentario así era suficiente para echar por tierra la presentación del chico en sociedad.
Entre los invitados se oyeron murmullos y suspiros contenidos, alguna de las damas se llevó la mano a la boca.
—¿Qué dices muchacho?, ¡no digas barbaridades!, discúlpele Señor Hopplin, no ha visto mucho mundo, es joven... —El señor Hopplin murmuró algo y se inclinó como con condescendencia.
—¡Pero madre!, si es, ¿Cómo se dice...? ¡Lo he leído en alguna parte!
—¡Basta ya, Jeremy!
—¡Una marsopa!, ¡eso es, madre! —gritó—, lo que está ahí sentado no es más que una marsopa con corbatín, seguro que es una broma vuestra madre, ¿era para ver si me daba cuenta?
El tirón de orejas fue de órdago, la mujer estaba totalmente azorada, la indignación se extendió entre el público, aunque también hubo quién retuvo risotadas. Qué vergüenza para la casa Eagleton.
—Pero madre, mire, ¡es una marsopa!, tiene cola y atrapa con la boca los entremeses.
—¡Dios mío, mil perdones!, ¡mil perdones, señor Hopplin!, ¡discúlpele por tales ofensas! ¡Estoy avergonzada!
La señora Egleton tironeó a su hijastro del brazo y se abrió paso entre el público alzando la voz con dignidad, pero sin gritar, una dama no grita.
—¿Acaso no te hemos enseñado modales, niño descarriado?, ¿educación? Has de aprender y, dios bien sabe que lo aprenderás... —Y procuró que los presentes se enteraran—. Que esta familia no tolera tales deshonores hacía miembros tan insignes de nuestra comunidad.
—Pero, madre...
—No hay peros que valgan, entrarás en la casa y me esperarás arriba —le empujó a través de la puerta—, ya hablaremos después.
La mujer cerró las puertas y volvió al jardín a arreglar el estropicio. El muchacho taciturno subió las escaleras, sin comprender realmente que había pasado. Por supuesto, eso daría que hablar sobre los Eagleton una buena temporada y todos los presentes ya habían tomado la decisión de que Jeremy Eagleton no debería ser invitado a actos de tal envergadura, no todavía.
Consciente del destierro social de su hijo y de la ruina de la velada. La señora Eagleton, acudió de nuevo ante el impertérrito señor Hopplin y le repitió sus disculpas sin cesar.
El señor Hopplin meneó la cabeza hacia los lados y dio un pequeño grito, palmeó dos veces y se bajó de su silla, arrastrando su obesidad por el suelo. Se apoyó en la bandeja de los canapés, meneó sus bigotes y empezó a lamerla con avidez. La señora Eagleton, interpretó aquello como una aceptación de sus disculpas y se dirigió presta a intentar recuperar el poco reconocimiento social que aún le quedaba.
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