El Salón de Ámbar
Los portones traslúcidos se abrieron sin chirriar. El ámbar del que estaban hechos era tan denso que no se veía apenas lo que había al otro lado. Hiera se atusó el pelo y se ajustó el corbatín de su uniforme mandarina compuesto de falda y americana. Esbozó una amplia sonrisa.
Un hombre nervudo, de rostro afilado y con cara de confusión entró en la sala dando dos pasos adelante y uno atrás. Miraba con temor la inmensa sala hecha de ámbar, la luz de las lámparas se reflejaba en ellas inundando el lugar de mareas anaranjadas. Lo único que no estaba hecho de ese material era un árbol majestuoso, colocado en el centro de la estancia. Su tronco sangraba ríos de resina que recorrían todo el lugar. Amueblada y decorada como un gran salón del siglo dieciséis, la sala llamó la atención del anticuario. Porque el recién llegado era anticuario, Hiera lo sabía, su trabajo era saberlo todo sobre él.
Los ojos del anciano, verdes como el moho, repararon en ella. El anticuario levantó las cejas alarmado. Como en un conocido ritual, Hiera le saludó muy cortésmente.
—Saludos, soy Hiera y seré su guía en este lugar. Bienvenido al Salón de Ámbar. —El anticuario hizo una breve inclinación de cabeza.
—Por favor, se lo ruego, sígame. La mesa está servida.
El anticuario siguió a Hiera hasta una enorme mesa repleta de comida. Las viandas encima de platos de cristal amarillo no eran del otro mundo, pero el anticuario las olía y las comía con lentitud como intentando adivinar algo, como si encendiesen una chispa de consciencia en su interior.
—¿Ha probado alguna vez algo así?
El anticuario habló con voz pastosa, saboreando un postre de vainilla que sostenía con inseguridad.
—No lo sé, quizás haya probado algo parecido, no estoy seguro.
—Es posible —dijo Hiera satisfecha—. Quizás este ligero brunch le haya dado fuerzas y le ayude a la hora de tomar sus decisiones.
—¿Qué decisiones?
—Estoy aquí para atestiguar que usted da lo que nosotros llamamos El Paso, para valorar si está preparado, y si no lo está, ayudarle a que lo esté.
—¿El Paso? —preguntó el anticuario confuso.
—Puede que sus recuerdos se hayan nublado, pero si de algo es consciente es de lo que le hablo, ¿me equivoco? Recapacite.
Tras un suspiro entrecortado, el anticuario musitó:
—Sí, creo que sé de qué me habla.
—Es un procedimiento sencillo. Si ya ha terminado, sígame, por favor.
Abandonaron la mesa y ella le acompañó del brazo al centro del salón cruzando los puentes de madera supurante, bajo los cuales corrían los torrentes de resina.
—Todo este ámbar de calidad, debe valer una fortuna —murmuró el anticuario.
Hiera sonrió sin responder. Llegaron al gran árbol.
—Comenzará aquí, en el eje del salón —dijo ella.
—¿Que he de hacer?
—Es sencillo, por todo el salón hay una gran variedad de objetos encerrados en grandes piedras o ataúdes de ámbar. Coja todo aquello que considere valioso. Solo las personas que poseen un gran juicio de valor atraviesan la puerta del Paso, cuanta más valía tenga su carga, más preparado le consideraré para continuar. Use esto. —Una carretilla surgida de la nada se encontraba ahora a la vera del anticuario.
Hiera irguió una mano hacía una de las ramas y arrancó una hoja, que se desprendió con un sonido parecido al de unos crótalos.
—El tiempo que tarde esta hoja perlada en surcar el rio y llegar a aquella catarata, es el tiempo del que dispone para la recolección —le advirtió Hiera.
Con un delicado movimiento de muñeca dejo caer la hoja en la corriente. El hombre titubeó, hasta que comprendió que no estaba de broma y trotó por todo el inmenso salón con su carretilla, recogiendo objetos. Algunas masas de ámbar eran grandes y pesadas y encerraban muebles artesanos de alta calidad, otras más pequeñas, enclaustraban joyeros, alhajas o piezas de oro vislumbrables a través de su coraza de resina. La carretilla parecía no tener fondo. Cogió cuantos más objetos mejor, cuánto más ostentosos mejor, solo dudo en uno de ellos, un juego de cepillos de tocador. Parecían de plata y eran bastante antiguos, valiosos sin duda, aunque había cosas de mucho más valor por los alrededores. Sin embargo, los cogió, no creía haber perdido mucho tiempo por ello. El hombre estaba satisfecho con sus elecciones; como anticuario, creía poder evaluar un objeto y saber si este era o no valioso.
Cuando el tiempo finalizó, Hiera le ordenó volcar el contenido de la carretilla. Un gran montón de escombros de ámbar se amontonaron sobre el suelo, de ese gran montón, y tras un par de ojeadas, Hiera solamente extrajo las piedras de ámbar en las que se encontraban encerrados los cepillos de plata y las puso aparte.
Luego chasqueó los dedos y el ámbar que rodeaba todos los objetos se derritió y dos regueros de resina fluctuaron de forma autónoma hacia sus manos. La resina se concentró en densas figuritas de ámbar, parecidas a los pesos de una balanza. Uno de esos pesos, y solo uno, era amarillo limón, surgido del ámbar que rodeaba a los cepillos. Los demás, procedentes de los otros enseres de colección, eran anaranjados. Cinco pesos del color del ocaso. Hiera indicó al confuso anticuario que le siguiera. El anticuario preguntó dudoso:
—¿Pero si va a evaluar la valía de esos objetos, porque los deja ahí tirados?
—La valía de esos enseres no se encuentra en sí mismos, sino en aquello que exudan, en el aura que los rodea. —Hiera levantó los pequeños pesos de ámbar que sujetaba en la mano, mostrándoselos al hombre—. Esto es todo lo que necesito para evaluarle.
Llegaron junto a una balanza finamente labrada. Hiera comenzó colocando algunos de los pesos anaranjados. El platillo de la balanza se inclinó hacia la derecha, Hiera entonces colocó en el otro platillo el peso amarillo limón, y la balanza dio un vuelco, la fuerza de aquella sola pieza era increíble. ¿Cómo un solo peso del mismo tamaño y material que los otros, más numerosos, podía pesar más? ¿Qué tenían que ver los cepillos de plata con ello?
Pero no fue suficiente, Hiera terminó de colocar los demás pesos anaranjados que faltaban en el otro platillo y este cedió hacia la derecha una vez más. La evaluación había finalizado.
Ella suspiró. Él la miró interrogante sin entender nada.
—¿Lo he conseguido?, ¿puedo dar el paso?
—Lo que sí puedo decirle, señor, es que es usted libre de abandonar esta estancia.
Él sonrió y aliviado buscó la salida. Hiera recogió su cuaderno de notas y señaló con su dedo hacia otra puerta de ámbar mucho más pequeña que la anterior.
—Por allí, dese prisa, aquí no queda nada más que hacer. —Y sonrió.
El viejo anticuario dio las gracias y, a traspiés, corrió hacia la puerta que se abrió sola. Al otro lado solo había neblina. Cogiendo aire, el anticuario la cruzó.
Hiera tomaba anotaciones en su cuaderno mientras las puertas se cerraban de nuevo. Murmuraba:
—Cuarto intento, puntuación alta, casi lo consigue... Quizás la próxima sea la definitiva.
Esbozando una sonrisa, acarició la pesa amarilla. Una imagen de los cepillos de plata se instaló en su mente. El ámbar de la pieza se volvió líquido y, reptando, cayó al rio de resina. Entonces el torrente del rio se alzó y su caudal empezó a formar figuras acuosas que representaron una escena con todo lujo de detalles, el tono anaranjado fue desapareciendo hasta que las figuras líquidas cobraron color y definición.
Una niña pelirroja y de piel aterciopelada como el albaricoque, se peinaba en camisón delante de un espejo. Era de noche. Una sombra irrumpió en la estancia. La niña sonrió.
—¡Qué tarde llegas, papá! Mamá está enfadada, te había hecho flan de vainilla para la cena, tu favorito.
—Tuve mucho trabajo, hija. ¿Cómo es que todavía estás levantada? Te tengo dicho miles de veces que no son horas para andar haciendo tontadas.
—Estaba peinándome —dijo ella poniendo morritos—, con los cepillos que tú me regalaste, ¿recuerdas? Pertenecieron a una marquesa, ¿verdad? —La niña lo dijo emocionada.
—Así es, o sea que más vale que los cuides. Ahora vete a la cama, no quiero volver a pasar por aquí y ver a la luz encendida. —La niña recuperó la languidez y asintió obediente.
La escena se desvaneció entre las luces del ámbar. El caudal retomó su curso. Hiera hizo un gesto resignado con la cabeza y se alejó andando hasta la entrada del salón. A su paso, todo cambió. El ámbar se derritió y luego se evaporó, el árbol invirtió su crecimiento y se hundió en el suelo, los torrentes se secaron.
El uniforme de Hiera se tornó marfileño, superficies blanquecinas con tintes irisados surgieron adoquinando toda la estancia y adornando el mobiliario. Hiera volvió a la entrada del salón, sus portones ahora también blancos, comenzaban a abrirse. Hiera se ajustó su corbatín.
Cuando las puertas se abrieron del todo un anciano de rostro afilado y ojos verdes como el moho entró en la estancia, dando dos pasos adelante y uno atrás. Miró con temor a su alrededor como si no recordara que es lo que hacía allí, o para que había venido. Reparó en ella, alarmado.
Hiera sonrió y saludó al anticuario.
—Saludos, soy Hiera, y seré su guía en este lugar. Bienvenido al Salón de Nácar.
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