Blunt Y Bluff



En la Extensa Cizaña,

nación de los discrepantes,

se alza la ciudad de La Criba,

capital de lo huraño.

La habitan los Cribados,

de naturaleza irritada

y discurso incendiario.

Es tras sus murallas,

en un extenso páramo,

donde se encuentran dos exiliados,

por insufribles, allí relegados.


Blunt y Bluff, se llamaban

y su disputa era tan eterna

que ni siquiera en la ciudad soportaban

a los dos hermanos y su interminable arenga

de diretes del pasado.

De un campo de esporas grises

era dueño el más alto,

de las que se meten en tu nariz

y no te dejan seguir respirando.

Tierras con verdes lagos,

poseía en cambio,

el más pequeño de los hermanos.


Los dos territorios se veían separados

por un acantilado profundo,

en el que se divisaban jardines subterráneos,

copas de cipreses asomaban fragosos,

un desfiladero, sin duda, extraño,

testigo de las riñas de los desterrados.

Sin hacer caso de sus tierras,

ni de sus más íntimas necesidades,

allí sobre una peña,

se encontraban ambos litigantes.


Asentados justo en la frontera

con opiniones dispares,

tras una bofetada y otra y otra,

se reprochan crueles verdades.

Vivía, asimismo, en la ciudad,

un muchacho amable,

de familia compasiva,

extraña gente para vivir en La Criba.


Iba al bosque, al valle,

a recoger frutos para su madre,

y llevaba siempre un zurrón

con humildes manjares.

Años ha, el muchacho y su padre,

cazando animales,

descubrieron dos vagabundos desnutridos,

que, sin fuerza ni fuelle,

intentaban abofetearse.

Nunca daban gracias,

como mucho algún gruñido,

pero desde entonces recibieron atención

de la familia de aquel niño,

quizás demasiado amables

para su propio beneficio.


Este niño, digo,

dejó el zurrón en el peñascal

como cada mañana,

y, sin dejar de gritar,

ambos contrincantes,

abrieron bien la boca

tanto para comer

como para escupir maldades.


Al muchacho recadero siempre le apenó,

no solo vivir en aquella ciudad de mal agüero

donde todos estaban siempre de mal humor,

sino encontrarse con tal excentricidad cada día,

ese extremo del rencor que daña en lo más hondo,

dejando una herida que no supura, pero causa dolor.

Sus lenguas laceraban el aire en sus enfrentamientos:


Que, si antes fue el huevo,

que si la gallina primero,

que si imbécil retardado,

que si bastardo enfermo.

Que si yo te hice eso,

que si tú me hiciste aquello,

que si yo digo que tú me dices,

que si dices aquello que dije,

aunque ni siquiera me acuerdo.


El muchacho creía que era hora de cortar por lo sano,

e hizo lo que antes nadie hizo jamás,

interrumpir el encuentro.

Aun a riesgo de ser dañado,

aun a riesgo de no salir entero,

se interpuso entre los bofetones

y clamó al cielo:


Años y años se os ha aguantado en vuestro sin sentido,

ni siquiera sabéis ya cual fue el motivo,

aun así, os mantenéis juntos,

seguís con los mismo.

¿Es acaso una excusa para permanecer unidos?

Un par de idiotas tales jamás vi delante mía,

que para expresarse afecto

no han recurrido a mayor tontería

que comportarse como enajenados.

Y si en vuestra estupidez

no habéis comprobado todavía,

que, al guardar un orgullo enfermizo,

no podéis vivir la vida,

es que bien os mereceríais

caeros de esta peña y partiros ambos la crisma.


Después de un minuto en silencio,

los gruñones por excelencia

abrieron la boca un par de veces,

sin palabras, atontados,

con un estupor que no duró demasiado.

Que qué me has dicho,

Que qué le has dicho a mi hermano.

Que, si a él solo yo le insulto,

Que qué te has creído enano.

De ambas direcciones,

dos cachetes se encontraron

con la cara del buen niño,

que empezó a sangrar por los labios.


Detrás de él corrieron

por el campo esporado,

delante de ellos siguió el chaval huyendo

a través del lodo de los grandes lagos,

dejando agua y esporas,

en su camino, mezclados.

Nadie supo nunca que, con el agua,

las esporas se sembraron

y afloraron jardines tan o más bellos

que los que había en el acantilado,

pues estos habían surgido

de cada vez que los hermanos se habían abofeteado,

algo de agua que se había filtrado,

alguna espora pegada a las manos

que cayó desde la peña al cañón

y fertilizó.


Viendo que sus terrenos estaban hechos

para formar uno solo

y disfrutando de un objetivo común,

que era gritar al infante,

Blunt y Bluff se llevaron bien

de ahí en adelante.

El muchacho llego de una pieza a su casa,

pero podía escuchar cómo le gritaban

todos los días a través de la muralla

desde la vasta estepa ahora floreada.


Que si sal si te atreves,

que si a ver si lo repites.

Que quién te crees que eres,

que qué te habías pensado.

Su padre, ante aquello,

le prohibió salir a por bayas

y llevarles más comida,

tanto el niño como la familia aprendieron

un par de lecciones aquel día.

La primera, solo un imbécil se entromete

entre disputas fraternales.


La segunda, no hay que compadecerse

de los que a voluntad arruinan su vida,

el precio es a veces demasiado alto,

no es maldad, ni egoísmo solapado,

es fácil distinguir a aquel infeliz

que lo es porque se lo ha buscado.

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