Blanco
Blanco me recibía siempre a la vuelta de la esquina. El plástico tenía un brillo opaco, que lo hacía aún más atractivo a los ojos de un niño.
Siempre que pasaba por delante del ultramarinos de la Señora Leonora acariciaba su morro puntiagudo, algunas veces, de camino al colegio, corría unos metros por delante de mi madre para que me diese tiempo a montarme unos segundos sobre su grupa. Mi madre nunca metía monedas, mi abuela, como toda buena abuela, lo hacía siempre que yo se lo pedía y, entonces, Blanco trotaba y una música distorsionada del oeste sonaba, y yo, agarrado muy fuerte por miedo a escurrirme, lanzaba grititos y reía hasta que me dolía la mandíbula.
A veces, mi madre entraba en el ultramarinos a comprar algo y yo aprovechaba para charlar con él. "¿Qué tal blanco?, ¿no te aburres aquí solo todo el día? ¡Qué guapo mi blanco!, tendrías que bajar de ese cajón e ir a ver mundo. ¿Sabes?, hoy Hugo me ha robado el estuche y me lo ha escondido, ¿y ahora como hago los ejercicios?, pero no se lo digas a mamá, hablaría con la madre de Hugo y ella le reñiría y, entonces, Hugo me pondrá la zancadilla en clase, o me tirara las gafas al suelo".
"¡Que fresquito estas, con el calor que hace!, ¡claro, como estas a la sombra...!", y yo arrimaba mi cara a su cuello. "¡Que guapo, mi blanco! Ya sale mamá, no te aburras mucho Blanco. Seguro que hoy viene alguien y te monta. La hija de la señora Tomasa, ya verás. Siempre pasa por aquí".
Blanco era para mí como la mascota del barrio, su guardián de plástico de ojos azules, esos ojos grandes y sinceros. Yo creo que también le gustaba, porque, a veces, metíamos las cincuenta pesetas y me daba la sensación de que el viaje duraba más de lo debido. Seguro que solo lo hacía conmigo.
Un día me quede fuera de casa. Mi madre dijo que ya era mayor para tener mis propias llaves. Parece ser que no estaba en lo cierto, pues me encontró sollozando en la puerta de los ultramarinos ya cerrado, en pleno enero, tiritando de frío y abrazado al animal. Creo que esa imagen tan descorazonadora me libró de una buena regañina.
Unas cuantas semanas después de aquel día algo genial ocurrió, la señora Leonora, que regentaba el ultramarinos, me dijo que podía montarme en Blanco cuantas veces quisiera, que solo tenía que pedírselo.
Así que durante una semana cabalgué sobre blanco por llanuras imaginarias, al trote, con mi cabeza apoyada en sus crines y escuchando sus galopes y relinchos. Eran mis quince minutos de felicidad, ya que la señora Leonora, me dejaba montar un buen rato. Pero al acabar la semana, regresó el lunes inclemente, el día en el que me lleve el mayor de los disgustos.
Ocurrió cuando me dirigía a clase. Hacía dos semanas que mi madre había decidido, con mucho pesar, que iba siendo hora de que fuese al colegio por mi propio pie. Parecía que el incidente de las llaves no la había amilanado en absoluto. Yo corrí hasta la esquina, para darle los buenos dios al Blanco y saludar a la señora Leonora, que tan amable había sido conmigo.
Me quede helado, no me lo podía creer. Y, aunque mi cabeza había comprendido ya lo que sucedía, no deje de correr hasta que llegue a la entrada de los ultramarinos. Allí no había nada, solo un rectángulo mucho más claro que el resto del pavimento, justo donde hacía tres días había estado Blanco. La señora Leonora que me había visto venir, estaba asomada a la puerta. Yo la miré sin gesticular, con los carrillos hinchados y cogiendo aire. Ella con ternura, me puso una mano en la cabeza.
—Lo siento, cielo. Tuvimos que sacarlo, era muy antiguo. El otro día la niña de la Tomasa casi se pilla los dedos en las junturas, además estaba muy oxidado. La señora Tomasa no paró hasta que le prometimos desmontarlo, pero quise tenerlo unos días más para que te pudieras despedir de él. —Mi corazón de niño era capaz de reconocer las buenas intenciones de la señora Leonora, pero eso no evitó que en aquel momento me sintiera traicionado. "Mi blanco, mi pobre blanco, ¿a dónde le llevarían?".
La señora Leonora respondió a mi mudo interrogante, sonriendo con tristeza.
—No te preocupes, ¿sabes dónde está ahora? En una granja, una granja para animales de feria, donde está funcionando todo el día y donde le cuidarán muy bien.
Me alejé de allí murmurando para mí, asintiendo a solas. En una granja, ¡pobre Blanco!, pero al menos allí conocería a otros como él, una manda de Blancos. Aquel día fue algo cenizo, llegue tarde al colegio y la maestra me castigó.
Pasaron unos días y no podía evitar el pellizco que me asaltaba al pasar por el ultramarinos, así que cambié de ruta. No me costó mucho olvidarme del desagradable suceso, olvidarme de Blanco, que relinchaba feliz en una granja de feriantes. Y cuando me di cuenta, me dejo de importar del todo. Para ir al instituto tomaba el bus dos calles más abajo, y esa fue mi ruta hasta que me fui a estudiar a la capital.
Como muchas otras cosas, Blanco se había perdido en la memoria, un símbolo de mi infancia trotando ladera abajo en mi subconsciente.
Y aquí estoy ahora, tras todos estos años, las lentillas han ganado la guerra contra las binoculares, el bello se apoderado de mi cara y mi sonrisa se ha vuelto más tensa. Aquí estoy en pleno mes de diciembre cargado de bolsas de rebajas, enfrente de esta tienda de hardware, mirando un pedazo de acera vacía.
"Que guapo, mi blanco", susurro y, mientras giro la esquina, cierro el cuello de anorak como intentando ahogar el pellizco en mi pecho.
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