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Era uno de esos momentos en los que aparecían sentimientos encontrados. Por un lado, el orgullo de ver que su alumna había aprendido bien, tomando incluso más precauciones de las necesarias con el asunto. Por otro, los deseos de ahorcarla por obligarla a pasar una noche en el campo, casi en medio de la nada, con las dichosas cigarras y el calor de infierno; todo para luego decirle que debían hacer un viaje de cinco horas desde allí hasta el lugar de los hechos, en una ciudad que había pisado al llegar al país.

—Anda, profe, cambia la cara. ¿Qué pasó con lo de ninguna precaución es suficiente ni exagerada?

Oriel hizo una mueca, luego bebió de su café en silencio y maldijo internamente a su yo del pasado por ser tan eficiente al enseñarle. Solo eran ellas en el estacionamiento y el par de empleados de turno al interior de la tienda. A simple vista, parecían solo dos turistas haciendo una pausa para el café en un descanso de la carretera.

—Supongo que tienes registros de la escena del crimen y del cuerpo, después de tanto tiempo no habrá mucho que mirar. Este tipo de casos se limpia rápido. —Cambió de tema, hablar del caso se llevaría su mal humor. Aunque sabía que el comentario estaba de más, Okapi no la llamaría para desperdiciar su tiempo.

—Sí, solo te envié lo esencial. —Le entregó un grueso sobre—. Quería entregarte los detalles en persona.

Dentro del sobre encontró las imágenes de la escena del crimen y del cuerpo, también notas e información relevante. Todo lo que faltaba en el primer archivo. Hasta ese momento solo sabía que encontraron a la famosa arquitecta Diana Santos muerta en un restaurante chino y sin ojos, justo el día en que celebraba su cumpleaños número cuarenta. Junto a ella, un detalle que a simple vista parecía menor: un papel con una frase salida de una galleta de la fortuna. Pero fue precisamente ese pequeño gran detalle lo que llamó la atención de Oriel.

—Te contacté cuando reconocí la frase. Era la que usaban ellos, ¿no? —comentó Okapi.

—Sí...

Era una sencilla oración que ese culto solía utilizar con sus sacrificios importantes: «La dicha te alcanzará al liberar las ventanas del alma». Solo era una forma bonita de decir «tienes que entregarnos tus ojos y te juramos que serás feliz porque, bueno, estarás muerto y no hay dolor en la muerte».

—Si no quieres continuar, está bien. Puedo pedir ap...

—Soy una profesional y este caso me compete más que a cualquier otro. No vuelvas siquiera a sugerir que debo dejarlo —sentenció, interrumpiendo a Okapi con brusquedad.

La joven se limitó a asentir y permaneció en silencio en lo que Oriel terminaba de revisar la información. Sí, todo apuntaba a ese grupo o a algún imitador que sabía demasiado. Cualquiera de las dos cosas le servía.

—¿Trabajaba en esto cuando murió? —preguntó y le mostró una serie de fotografías de un plano. Según la escala, sería una edificación enorme.

—No, lo terminó poco antes de morir. Al parecer era un proyecto que mantenía en el máximo secreto, nadie de su entorno sabía de ese trabajo... Uno bastante extraño si me lo preguntas.

Oriel asintió. En efecto, la estructura, la distribución de los espacios y las anotaciones sobre el plano, indicaban que no era un edificio común: decenas de habitaciones que no seguían un orden lógico, pasadizos secretos que llevaban a salones ocultos, una prisión subterránea, una cámara de frío gigantesca, un hospital pequeño y una escuela.

—Creo que, en vista de las circunstancias de su muerte, podríamos decir que era un miembro importante de ese culto. Y, como toda buena servidora, lo entregó todo a la causa: su mejor trabajo y su vida.

—¿Era miembro?

—Fíjate en los detalles del cuerpo y en la copia del informe que conseguiste. Si se tratara de una persona común, un siervo de las esferas más bajas o un sacrificio al azar, no hubieran sido tan cuidadosos.

Salvo los ojos —que fueron reemplazados con dos esferas de cristal— no faltaba nada más por fuera y, según el informe, tampoco tomaron órganos internos. Si se trataba de los sujetos que ella buscaba y no de imitadores, podía asegurar que esa mujer fue importante o en particular útil para el grupo porque solo le pidieron sus ojos: un sacrificio necesario para demostrar su compromiso con los líderes.

Además, la víctima recibió cinco puñaladas en el abdomen, hechas de tal manera que seguían los trazos de una estrella de cinco puntas dibujada, presumiblemente, por el mismo cuchillo. Las puntas de la estrella tocaban los límites de un círculo, dibujado de la misma manera. También, había pequeñas estrellas a nivel de la articulación del codo, por anterior, en la zona desde donde se extrae la sangre cuando se necesita una muestra.

—... Supongo que la sonrisa también fue parte del ritual —señaló Okapi con el rostro impasible, pero el escalofrío que la recorrió no pasó desapercibido para Oriel. No la culpaba, tratar con ese tipo de crímenes era bastante escabroso y ni toda la experiencia del mundo lo hacía más fácil.

Sí, Diana mostraba una amplia sonrisa, gracias a las costuras que habían hecho en la comisura de sus labios y en el labio inferior.

—Por supuesto, la alegría de la muerte y la dicha de haberlo entregado todo por ellos —comentó Oriel sarcástica. Detestaba a esa gente que vivía aprovechándose de la vulnerabilidad de otros para utilizarlos a su antojo—. Es común que hagan «la entrega final» durante una celebración especial y en un sitio de gran valor para su «comunidad». ¿Hablaste con la gente del restaurante?

—El poco personal que trabajaba ese día se retiró temprano, no vieron nada. Y los dueños no quisieron responder preguntas, es más, hablaron únicamente en chino —respondió con evidente fastidio.

—Andando entonces. Se me antoja comida china para el almuerzo. Supongo que llegamos, ¿no?

La chica sonrió y echó a andar el motor. A medida que avanzaban por la carretera, Oriel no pudo evitar preguntarse si involucrarse era de verdad bueno para su salud mental. «Ja. Como si pudiera empeorar», pensó riendo por lo bajo.

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