🌺; Segundo pétalo.
A Yuichiro jamás se le había hecho extraño que los pesados de los amigos de Mika, siempre lo molestasen con él cada que tenían oportunidad. La gente siempre lo veía raro cuando lo encontraban solo recorriendo los pasillos, pero sus miradas no importaban. No cuando sabía que después de clases degustaría los dulces besos de aquel entrañable hombre que tenía a su merced. Aunque no significaba que estaba del todo bien con ello; las palabras de esos chicos, ciertas veces llegaban a ser hasta ofensivas, por lo que no dudó en comentárselo a Mika un día.
—Ellos siempre me dicen que soy un juguete sexual para ti —murmuró—. Imagínate eso, pero dicho que formas completamente vulgares. ¿Puedes decirles que, por favor, paren?
Los profundos ojos zafiro de Mika lo examinaron, deformando su rostro levemente en una mueca.
—Lo siento. Lamento que hayas tenido que pasar por eso —le dio un fugaz pico en la comisura de la boca—. Prometo que ya no volverán a molestarte, ¿de acuerdo? Y si lo hacen, me lo dices y les daré una paliza.
Escuchar la risa de Yuu, siempre alegraba su día. Aquella no era la excepción. Ser testigo directo de la belleza de su sonrisa y de sus enormes lentes resbalando por el puente de su pequeña nariz, era el mejor retrato que había tenido oportunidad de apreciar. Sus pequeños ojos verduzcos lo veían con tanto amor y afecto, que ganas no le faltaron para encarar en las duchas a la banda de estúpidos de sus amigos, luego de concluir un partido de práctica. Tener en mente la expresión inconforme del pequeño chico mientras le contaba las cosas que ellos le gritaban por los pasillos del instituto, encendió en su alma una chispa de dinamita que amenazaba con explotar.
—¿Pueden, por la mierda, dejar a Yuu en paz? —les gruñó como un perro rabioso—. No era parte del trato que ustedes se involucraran con él, así que métanse en sus propios asuntos.
—Oh... nos metimos con su noviecita... —se burló uno, haciendo reír al resto estruendosamente.
Mikaela frunció el ceño, dispuesto y a punto de ir y encajarle un puñetazo en la mandíbula a todos y cada uno de los idiotas que se mofaban de él. El calor que quemó sus venas, mermó cuando sintió una mano helada posarse en su hombro desnudo. Volteó el rostro, empapando sus mejillas con el agua que los mechones oscuros de su cabello destilaron y se topó con su mejor amigo, quien lo veía con una expresión más seria de lo usual.
—Mika, yo te dije que esto sería una mala idea.
Su vista ensombrecida se le quedó clavada por varios segundos antes de lanzarles una filosa mirada a los idiotas que aún se reían de él. Se retiró junto al otro chico hacia sus casilleros, con la cabeza agachada y un torbellino de pensamientos encontrados en la mente.
—¿Qué tratas de hacer ahora? —le preguntó mientras retiraba su toalla enganchada a la cintura—. ¿Quieres fingir que te preocupas por ese chico, o qué?
Mika supo que René siguió reclamándole y regañándolo por su insensatez; su voz se escuchaba como un murmullo ahogado en la lejanía. Pero en lo único que podía concentrar su atención en ese momento, era en la desnudez de su mejor amigo. Recorrió su cuerpo entero de pies de a cabeza, deleitando su mirada con la palidez de su piel. Observó su ancha espalda, los amplios hombros y siguió bajando por la curvatura de su trasero bien formado por tanto correr y entrenar. Divisó el largor de sus piernas, el grosor de los muslos y sus trabajados gemelos. Examinó hasta el cansancio su fuerte pecho y los abdominales que lo acompañaban, echándose un clavado en la mata de vellos púbicos que ejercían un cómico camino desde el ombligo hacia su entrepierna. Su miembro flácido estaba allí, a la vista de todos, sin importarle que todos los demás hombres en el vestidor lo viesen, inclusive, de la forma en que él mismo lo estaba haciendo.
—Creo que eres demasiado injusto con ese niño. ¿Para qué lo defiendes si a fin de cuentas le harás daño? —refunfuñó, abriendo la compacta puerta metálica y buscando allí su ropa interior, totalmente ajeno al bufet visual que era para el rubio—. No tiene sentido...
Mika giró el cuello hacia atrás, fijándose por primera vez en los cuerpos sin ropa de sus compañeros de equipo. Todos eran hombres. Todos tenían exactamente lo mismo; una espalda amplia, un pecho plano, traseros respingados y un pene. Pero él no comprendía por qué aquello no le excitaba en lo más mínimo. No le excitaba como cuando hizo suyo a Yuichiro la otra noche y pudo embadurnarse la visión con la perfección de su figura desvestida, enseñando su piel dorada ante sus ojos con timidez.
Yuu tenía algo especial, algo que ningún otro hombre poseía. Su rostro, su anatomía, su hermosa personalidad; todo era tan distinto en él, que llegó a abrumarse de pronto. Se dio cuenta de cuán perdido estaba por el moreno. Desearlo con aquella intensidad, no era algo que tuviese en sus planes. Amarlo de aquella manera, no era el objetivo de su absurda apuesta. ¿En qué momento se descubrió a sí mismo hundido en aquel abismo?
—Yo creo que deberías terminar con esto ya. Ni siquiera deberías haber aceptado esa tontería.
Y él estaba en lo correcto. Era una tontería que debía erradicar en ese instante. Al carajo el capricho de los imbéciles que tenía por amigos. Al carajo su puesto seguro como capitán. Al carajo si sus sentimientos eran pisoteados con tal de proteger los de Yuichiro.
—Lo haré.
A la hora del almuerzo, se acercó a Yuu sin llevarle su merienda habitual. Si tenía que acabar con lo que sea que tenían, no sería un hipócrita, sería el cabrón que desde un momento fue. Caminó hasta su rincón de siempre, donde lo vio descansar en la mesita de mármol en la que convivieron tantas tardes; donde estudiaron hasta acabar hablando de la inmortalidad del cangrejo y de donde empezaron reuniéndose para comer algo para finalizar devorando sus labios. Sería difícil. Pero nada lo fue más, que ver la banca normalmente vacía, ocupada por un desconocido que lo hacía reír como él tantas veces lo hizo. Sintió su sangre hervir a tal punto que una oleada de calor quemó su cuerpo y lo hizo sudar un poco.
Se acercó, completamente desconcertado y celoso de ver a su solitario Yuu invitando a alguien más a entrar en su vida. Era egoísta y, sin embargo, no le importaba serlo si aquello retendría al niño de los ojos esmeralda en su vida.
—Oh, Mikakkun —lo llamó la dulce voz que tanto amaba, con aquel mote que detestaba, pero que le había permitido usar sólo por ser él—. Él es Yoichi Saotome, somos compañeros en artes visuales —concretó con una sonrisa tan resplandeciente, que fulminó de un zarpazo sus ganas de terminar con él.
—Hola, mucho gusto —sonrió el sujeto.
Miró al tal Yoichi con cautela, analizándolo y decidiendo si era bueno para su novio. Se veía amable, pero aquello no significaba nada. Su cuerpo actuó por sí solo, sentándose al lado del pequeño, rodeándolo posesivamente por sus hombros. El alegre chico frente a él se carcajeó al notarlo, pero Yuu se sonrojó, acurrucándose a su costado, dejando caer su cabeza contra su pecho con suma suavidad. Su corazón latió de prisa, cayendo en cuenta que no sería capaz de dejarlo ir. No aún. No cuando sentía que su vida tenía sentido al mirar sus preciosos ojos de aquel tono de verde tan brillante que lo cautivó. No cuando, al tenerlo nuevamente en su cama aquella noche, penetrando su interior mientras sus manos se mantenían unidas con fuerza y sus adorables jadeos llenaban sus oídos, por primera vez quiso llamarlo hacer el amor.
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