3· "Estoy un poco loco, está bien que pienses eso"
Fue el verano más calurosos de los años sesenta y las temperaturas ascendieron varios grados sobre la media normal. Estaban pronosticadas unas fuertes tormentas que harían que el clima se refresque gradualmente. El calor y el clima estaba en la boca de todos, y ya desde varios días había aplazado otros temas importantes.
Además de las previsiones meteorológicas, estaban las señoras que día a día agregaban un grado más al termómetro. Encontrarse una hablando acerca del clima en un negocio aumentaba la sensación térmica circundante unos cinco grados, corriendo uno despavorido hacia la puerta como quién viera, en vez de señoras, estufas prendidas en pleno verano.
Durante casi todos los días de aquellas vacaciones me sentaba a la hora de la siesta en el sillón de tres cuerpos que estaba frente al ventanal de mi casa, viendo como el pueblo se apagaba al pasar un nubarrón. Sin embargo, por mis anteriores observaciones sabía que era solo un alivio momentáneo y no un aviso de lluvia, ya que en un instante determinado el sol resurgiría y volvía a brillar de nuevo, reluciendo todo lo que estuviese en la superficie de la tierra con gran ímpetu, sin que la nube tacaña tirara siquiera tres gotas sobre la tierra seca. Bastaba poca observación para comprender que no sucedería; sentarse a la misma hora en el mismo lugar y ver transcurrir las nubes una y otra vez hacía el mismo destino.
Cuando una nube pasaba, también el interior de mi casa se oscurecía levemente. Esa tarde llevé junto a mí un plato beige con tres mandarinas. El silencio de la siesta y el contraste lumínico entre el afuera y el adentro producían un ambiente misterioso, sin embargo, no parecía importarle a nadie, excepto a perros que andaban merodeando y niños que no dormíamos la siesta. Los adultos preferían cerrar sus ventanas y dormir en la habitación más fresca de la casa.
Reflexionaba sobre algo que escuché en la radio la noche anterior —en las afueras del pueblo, en un lugar especial que habíamos elegido con Aquelo para escuchar dichas trasmisiones—. Esa noche hablaban sobre la vida eterna, y recordé las palabras de Aquelo, que decía que en torno a esa discusión había un error semántico que nunca se discutía: lo que la gente llamaba Vida Eterna, en realidad era un anhelo de Juventud Eterna. Decía siempre él «Si mañana se descubriera la vida eterna, el viejo se enojaría pues sería eternamente viejo».
Pasaba horas contándome los pensamientos que lo invadían por la noche, cuando solía mirar las estrellas en su patio. Decía que cuando escuchaba música —sobre todo clásica—, le llegaban muchas revelaciones sobre la vida, la muerte y el Universo. También solía tener una especie de muletilla que repetía con tono de locutor «la música convierte lo misterioso en algo comprensible para el hombre».
Entre el calor y el silencio de pueblo, típicos de una siesta veraniega, junto a unos niños que se oían gritar muy a lo lejos y el cantar de unos pájaros, sentía un chirriar rítmico y metálico que se acercaba cada vez más. Aunque pueda parecer que desvarío, podía oír ese chirrido aunque estuviese a cuatro o cinco cuadras de distancia. En un momento se detuvo. Pasaron unos minutos y lo volví a oír. Luego la puerta de mi casa se abrió bruscamente y escuché que alguien se llevaba las cosas por delante. Me sobresalté tanto que me paré inmediatamente para ver que pasaba. A medida que me acercaba a la cocina comencé a ver una silueta oscura a contra luz y en ese instante supe de quién se trataba.
—Me duele, la rodilla —se quejó la silueta, apoyando una mano sobre la mesa.
—¿Qué te pasó Aquelo? —le pregunté mientras intentaba sostenerlo.
—Me caí de la bicicleta, en el baldío ese que hay. Pero ya va a pasar, va a pasar. Pasa que está bicicleta —dijo, señalándola con desprecio— es demasiado vieja y hace mucho que no se usa... tengo que ponerla a punto —se justificó.
—Echate agua, eso te va a calmar. En el patio hay una canilla.
Entonces lo acompañé, abrí la canilla y dejó correr agua sobre la lastimadura. Aprovechó que estaba fría para mojarse la cara y se dio cuenta que ya no le dolía tanto, a excepción de cuando movía la rodilla de una manera particular. Permanecimos allí un rato más y considerado el sol ardiente volvimos a la frescura de la casa, al cómodo sillón donde reposaba aún el plato, ahora con dos mandarinas. Noté que uno de sus pómulos estaba un tanto más hinchado que el otro. Además tenía un gracioso halo de polvillo sobre el área de cara que no había sido mojado. Le dije lo del pómulo, pero él se negó a admitirlo, mientras intentaba distraerme hacia su pierna herida.
Aquelo, como solía decirle cariñosamente, era bruto, pobre. Por eso no insistí en preguntarle por el moretón, que quizá tenía de antes. Tenia un gran corazón y una inteligencia como nunca había visto jamás. Siempre aparecía en casa golpeando y arrastrando todo, con sus alpargatas desajustadas. Nunca cerraba las puertas detrás, sencillamente procuraba avanzar, cosa que ya hacia con evidente torpeza.
Podía oírle respirar, incluso podía sentir una leve sibilancia, un sonido silbante al respirar. «Debería hacer dieta», pensaba yo. Se quedó viendo algo en la ventana, seguidamente tomó un pañuelo arrugado que llevaba en su pantalón y sin quitar la vista de lo que observaba, se secó unas gotas de agua que aún tenía en la frente. Luego, se inclinó hacia mí y dijo susurrando:
—Qué calor, ¿viste?
—Si, mucho.
—Que bueno seria que alguien me convidara una fruta.
—Oh si, perdón —me giré para tomar una mandarina.
Desgajaba cuidadosamente su mandarina y mantenía una sonrisa. Se comió un gajo. Me miraba cada tanto como preparando algo para decir. Balbuceo unas palabras aún con mandarina en la boca. Le quedé mirando. No comprendí lo que quería decir.
Atenuaba su voz para no despertar a los que dormían y probablemente para asegurarse que nadie más escuche lo que tenía para decir pero mi padre había comenzado a roncar y junto a mi tío, que había venido a pasar unos días con nosotros, se oían como una orquesta sincronizada que procedía del pasillo.
—¿Qué decías? No te escuché —le dije.
Esto le provocó una pequeña carcajada. Tragó la rodaja y de inmediato se inclinó hacia mí;
—Perdón, que quiero comer y hablar al mismo tiempo y viste, creo que no se puede... Te decía que si te gustaría ir a un Edén de la Juventud.
—¿Edén de la Juventud?
—Sí.
—El pueblo te está pegando terrible —le contesté, pero con genuina curiosidad.
Aquelo no era del pueblo, era de algún lugar de Buenos Aires. Vino junto a su familia por el trabajo de su padre. Continuó él;
—¿Nunca oíste hablar de ese Edén que hay entre las montañas, en el pueblo vecino? ¡Alguien te lo debió de contar alguna vez!
—Aquelo, ¿alguien te dijo alguna vez que estás muy pero muy loco? —le pregunté tratando de ocultar mi gran curiosidad.
Se quedó mirando para otro lado, haciéndose el afligido por lo que yo había dicho. Era un gran actor.
—Nunca, no.
Nos quedamos callados por un momento hasta que, para romper su acting, le conté algo que había escuchado en la radio: el próximo lunes venía durante toda una semana un Parque de diversiones que incluía la Gran Vuelta al Mundo.
—Quisiera que sea mañana mismo, estoy ahorrando para poder subirme a la Vuelta al Mundo.
Todo el mundo sabía que la Gran Vuelta al Mundo en realidad no era «tan» como decían. Crujía con tanta fuerza y sonaba tan fuerte a hierro retorcido que algunos niños —sobre todo los más pequeños—, por instinto, intentaban bajarse cuando el motor comenzaba a acelerar, esperando evitar una tragedia, y los únicos que se los impedían eran los operarios que cerraban la garita desde fuera al mismo tiempo que procuraban hacer la vista gorda con un cigarrillo en la boca, mirando para otro lado. Era más bien una tortura con gusto. Pero no dejaba de ser divertido y novedoso, y además podía verse el pueblo desde una altura imposible. Pensaba; «Si no muero, me habré quedado con una imagen en mi memoria de un pueblo al atardecer. Triste y desolado, quizá, pero bello y querido por algunos».
—Bueno, ¿pero venís conmigo al Edén? —insistió.
—No sé Aquelo, veré. Por ahora estoy interesado en el Parque...
—¡Pan y circo! ¡Pan y circo! Te digo que te llevo a un lugar que es un Paraíso, ¿y vos me salís con esto? —lo vi agitando una mano—. ¿Con un parque de diversiones? ¡Te van a sacar toda la plata ahí Juancito! Te lo digo ya —dijo como señora de barrio—. En cambio yo te ofrezco algo mejor... un lugar inmensurable, con termas de barro suave y grutas, y jóvenes haciendo lo que quisiesen y donde quisiesen ellos...
«¿Qué viene ahora?», pensé.
Sin quitarme la vista de encima, movió la cabeza indicando un «sí», como si estuviese respondiendo sabiamente algo que yo le preguntara telepáticamente. Cerró los ojos y prosiguió haciendo notables gestos sobreactuados con la mano:
—Un Paraíso en la tierra... Helados de crema por doquier. En cantidades ilimitadas; ¡Que belleza!
Luego volvió en si, y más calmadamente, poniendo una mano sobre la mesita ratona que estaba frente a nosotros y colocándose de tal manera que pueda hacer esto y mirarme al mismo tiempo, dijo:
—Juancito, supongo que creerás que estoy un poco loco, está bien que pienses eso. Pero no. Mañana salimos y te muestro. Si no percibo mal, hemos entrado en la llamada edad del pavo. Es evidente; vos estas con una voz que desvaría y cambia de gruesa a fina en milésimas de segundo, intolerable para cualquier oído que te tenga que escuchar por más de cinco segundos, y yo... Y yo no controlo más mis extremidades, ahora ellas me controlan a mi...
Al ver que me reía de lo que decía, se detuvo un momento y me dijo:
—Ya te va a pasar a vos y no te vas a reír tanto Juancito, vas a ver... vas a andar tirando vasos como yo.
Y continúo enseguida,
—Obviamente viejos no somos, así que podemos acceder al Edén del que te estoy hablando. Solo los jóvenes tienen acceso —mantuvo una pequeña pausa y continuo mirándome aún con más fuerza— y podemos hacer lo que quisiéramos ahí Juancito, ¡lo que quisiéramos! —repitió levantando el dedo índice—. Pero encontrarlo nos va a tomar tiempo, por lo que vamos a estar ahuyentados, más lo que propiamente estaremos allí... calculo que unos tres o cuatro días reales, o quizá más, no sé. Por lo que te pido abstengas de contarle nuestros planes a nadie. Esto es un secreto entre vos y yo.
Solía tener ataques de frenesí pero nunca lo había visto tan compenetrado y con una ocurrencia tan idealizada y de tanto detalle. Parecía que sabía de lo que estaba hablando, como si alguien le hubiera contado sobre ese Edén en medio la campo, o como si lo hubiera leído en algún lugar, lo que sonaba más probable, debido a su gusto por los libros.
Aquelo tenia una personalidad peculiar. Lo conocí en la escuela, al principio parecía un chico tímido y silencioso. Cuanto más lo conocía más chico simplón, caradura e invasivo se ponía, pero ocasionalmente dejaba entrever su verdadero pensar y sentir, y era entonces cuando uno entendía que detrás de esa imagen de joven picarón, se encontraba una persona delicada y educada de alto vuelo, por decirlo de alguna manera. Es decir, era un chico muy completo: detrás del tímido se encontraba el invasivo y detrás de este, una faceta poco conocida; el Aquelo reflexivo que yo apreciaba tanto.
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