17· "¡Yo también estoy seguro que todo fue real!"
Entrada la tarde del día siguiente, estaba terminando mis labores de aseo frente al espejo, preparándome para ir al parque de diversiones cuando oí tres suaves golpecitos hechos adrede en el ventiluz del baño que se encontraba unos centímetros abierto.
—¿Estás listo para ir a «Parque de la muerte»? — dijo Aquelo con voz terrorífica.
—Aguantá que ya salgo —le dije sin preocuparme demasiado.
Él estaba prolijamente peinado con gel —«gomina» le llamábamos en aquel tiempo—. Creía que no iría, puesto su postura con respecto a los parques de diversiones que parecía intransigente, pero al parecer, había cambiado de idea. Desde el ventiluz, impaciente por hablar, continuó:
—Todo lo que paso el otro día fue muy raro. Intuyo profundamente que tiene algún sentido. Por mi parte, me hizo entrar en razón e intentar dejar de ser tan idealista. Por eso voy a ir al parque a divertirme un poco. Tengo un par de cosas más que contarte.
Terminé de peinarme. Fui a mi cuarto y me puse un poco de perfume. Tomé el frasco donde tenía el dinero ahorrado y salimos los dos camino al parque. En cuanto estábamos en la calle comenzó con lo que tenía para decir.
—Tengo algunas cosas que contarte, Juancito. En primer lugar quiero decirte que mi verdadero nombre no es Aquelo, en realidad me llamo Ignacio Aquelo.
—¿La novedad?
Aquelo se quedó mirándome mientras caminábamos. Continué.
—Sé eso hace tiempo. En el listado de la escuela aparecías como Ignacio.
—¿En serio? —dijo, tomándose el pecho con una mano—. Pensé que era un secreto, pedí que me anotaran como Aquelo pero veo que fue en vano.
—¿Por qué tanto drama con tu nombre?
Mi papá... se llama Ignacio... y no quiero ser mi papá. Tiene los pies pegados a la tierra. Él quiere que yo sea como él, pero yo no quiero.
Desvió la mirada mientras caminaba, pensaba.
—En fin, tengo algo más para contar...
—¿Qué?
—El libro.
—¿Qué pasa con el libro?
—No existe.
Quedé un poco confundido puesto que sin el libro el «Edén de la Juventud» habría sido solo una locura temporal. Al final la idea de un estado hipnótico cobraba fuerza y todo lo vivido habría sido parte de un gran ensueño producto del ahogamiento en un arroyo caudaloso durante una tormenta feroz.
—Me lo inventé todo en la biblioteca privada de la escuela cuando hallé el cuadernillo. Supuse que sería una buena idea para hacer algo. Y en la casita de piedra —el tapial— lo improvisé un poquito más... El cuadernillo de 1955 existe. Las coordenadas no. Perdón —remató con cara de arrepentimiento—.
—Pero Aquelo, ¡recuerdo con lujo de detalles todo lo que pasó en el Edén!
—¡Yo también estoy seguro que todo fue real! También conocí a Nils y a todos esos jóvenes que vivían en el Edén. Pero tenemos que ser realistas, Juancito. Posiblemente caímos ambos en un estado hipnopómpico, nos comunicábamos en este estado lo que veíamos y creamos un mundo en común. Esa es mi hipótesis. No te olvides que en la tormenta estuvimos sumergidos durante bastante tiempo y cayeron durante ese momento muchos rayos. Quizá los golpes de electricidad nos propiciaron la inconsciencia y el estado hipnopómpico... Bueno, eso estuve pensando esta tarde. Intentaba dormir la siesta.
Pero, ¿cómo era posible? Aquella vivencia quedó grabada en mi mente con tal fuerza que me acompañó durante años. Producto de la hermosa visión de los cielos en el Edén de la Juventud y del increíble firmamento con sus estrellas, mezclada de recuerdos y de la voz de Nils nombrando Betelgeuse y Rigel elegí allí mismo, en el Edén, mi profesión. Cuando crecí estudié Astronomía. Ahora, mucho años después, escribo en medio de esta noche porque intento hacer mediciones de luminosidad para la colocación de un gran telescopio en representación del Observatorio Europeo Austral (ESO). En la Meseta de Somuncurá hay niveles muy bajos de contaminación lumínica y poca humedad, que la vuelve competidora directa de, por ejemplo, el desierto de Atacama. A la hora de colocar costosos telescopios hay que asegurarse que se estén instalando en el lugar más adecuado.
La idea de mi amigo me pareció bastante plausible y ante la impotencia de no hallar mejor hipótesis decidí no agregar ni una palabra más. Sería así hasta que, con más tranquilidad, encontrara una mejor manera de explicar lo que había pasado. Aún hoy sigo pensando que la hipótesis de Aquelo era correcta y mi formación científica lo respalda, aunque siempre cobijo en mis sueños la idea de que se haya equivocado. Yo quería cambiar de tema:
—¿Algo más que quieras confesar? —dije—.
—No... Lo último que te quiero contar es algo por lo que me siento triste. En casa están empaquetando todo. Nos volvemos a Buenos Aires. Mi padre terminó todo su trabajo aquí. Todas las calles y manzanas están mensuradas.
Cuando oí eso pensé que era una broma. Enseguida caí en cuenta que me estaba diciendo la verdad y me invadió una terrible sensación de angustia. Sin embargo, traté de hacerme el fuerte y para no llorar le dije:
—¡Qué pena! fuiste un gran amigo.
Después de un tiempo, él ya en Buenos Aires, nuestra amistad siguió por cartas durante años. Su actitud ante la vida había cambiado mucho; fumaba y no llevaba una buena dieta. «Panza llena, corazón contento», remarcaba en sus cartas. Durante las décadas siguientes se fascinó con la computación. Fue en los ochenta que por fin tuvo un golpe de suerte y se convirtió en importador de las primeras computadoras personales del país. Unos años después, por la competencia, cayó en banca rota y decidió cambiar de rubro por completo y dedicarse a su segunda gran afición: la cocina.
Temo lo peor pues hace ya unos años que no escribe, pero siempre mantengo la esperanza de encontrar una carta en mi puerta que diga su nombre. He intentado contactarlo por Internet sin éxito. En la última carta que escribió, envió una foto de él, su familia y en el fondo, su restaurante solitario en medio de una ruta desértica. Llevo esa foto a todos lados pues el cartel luminoso, a modo de guiño secreto dice «El Edén» y con letra más pequeña remata «del camionero»...
Aquella conversación en la calle tomó lo que llegar hasta la entrada del parque de diversiones. Sin palabras nos detuvimos, miramos por un instante el cartel y entramos. Hablamos luego, claro, pero ya de cosas más superfluas, cosas como qué era más rico, si el algodón de azúcar o la manzana acaramelada. Era suficiente con lo que habíamos hablado en camino al parque.
De forma inevitable llegamos al pie de la «vuelta al mundo». Teníamos los tickets para subir. En lo alto, me recuerdo mirando el horizonte junto a Aquello, que no dejaba de moverse, intentando mirar todo en cuanto pudiera. Muy a lo lejos, había una la luz, la más intensa en kilómetros sin contar las del pueblo. Estaba donde debería estar El Edén de la Juventud.
Comprendí, como quién encuentra el significado en un instante toda aquella locura de Aquelo; él sabía sobre su regreso a Buenos Aires incluso mucho antes de que me lo dijera e inventó todo esto para que siempre lo recordase de la mejor manera, de una manera especial. Ya decía él cuando lo conocí que le gustaba dar buenas impresiones y que el placer de la vida estaba en saber darlas.
Lo miré por un instante y sonreí.
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