Capítulo 8
Abrió los ojos despacio. Parpadeó un par de veces mientras se desperezaba aún somnolienta. Luego de su cita de la noche anterior, le costó un poco dormirse. Había estado a nada de pedirle a Lucas que subiera y pasara con ella la noche, pero él la interrumpió antes de que pudiese pronunciar palabra alguna. No para rechazarla —era más que evidente que él deseaba lo mismo—, sino para señalarle que no lo haría hasta que supiera que ella estaba segura.
Resopló, frustrada, mientras clavaba los ojos en el techo. Si había algo de lo que no tenía dudas era de lo mucho que anhelaba volver a estar en sus brazos. Sin embargo, podía entender que no fuera tan claro para él. Después de todo, la última y única vez que estuvieron juntos, se había marchado sin siquiera despedirse. ¿Cómo se habría sentido si las cosas hubiesen sido al revés? ¿Si hubiese sido ella quien, al despertar, encontrara la cama vacía?
Una vez más, sintió culpa. Debía reconocer que se habría sentido usada, no valorada, y él le habría parecido poco hombre. ¿El hecho de que fuera mujer hacía que su comportamiento fuese menos reprochable? No, lo que hizo estuvo mal y nada podría excusarla, ni siquiera el temor de que él ya no la mirase de la misma manera y regresara a su casa como si lo que compartieron no hubiese significado nada.
Era consciente de que, aunque lo único que había buscado era protegerse a sí misma, fue una cobarde. Ahora se daba cuenta de que Lucas era diferente a todos los hombres con los que había estado. Seguía mirándola con la misma ternura de siempre y con un deseo que superaba el de aquella oportunidad, si acaso eso era posible. Comprendió que la pelota estaba de su parte esta vez y que, si quería conseguir algo, entonces debía ser ella quien diera algo primero. Tenía que demostrarle con hechos, más que con palabras, que no huiría de nuevo.
Recordó lo que Agustín había dicho la noche en la que Lucas apareció en el hotel. En un intento por convencerlo de quedarse le sugirió que le mostrase la playa y aún no había encontrado la ocasión para hacerlo. Sintió un cosquilleo en la boca del estómago ante la idea de compartir eso con él. No creía que hubiera nada más sexy que deleitarse con la visión de su cincelado torso desnudo bajo el rayo del sol.
Se puso de pie y se acercó a la ventana para verificar el clima. Sonrió al ver que no había una sola nube en el cielo y, decidida, regresó junto a la mesita de luz para agarrar su celular. Se apresuró a abrir su chat y comenzó a escribir, rogando que no estuviese dormido. Aunque lo dudaba. Por lo que había visto hasta el momento, solía despertarse temprano. A continuación, bloqueó el teléfono y, presionándolo contra su abdomen, posó la mirada en el mar a lo lejos mientras aguardaba su respuesta.
Lucas avanzaba con paso firme sobre la dura y húmeda arena mientras "You shook me all night long" de AC/DC sonaba a todo volumen en sus auriculares. El día recién comenzaba y las playas todavía se encontraban vacías, sin duda, un agregado especial a su rutina matutina. Se sentía lleno de energía, aunque no precisamente de la buena. Después de cómo había terminado su cita con Lucila, necesitaba liberar tensiones y, como de momento el sexo estaba descartado, debía conformarse con salir a correr.
De pronto, advirtió que la canción era interrumpida a causa de la entrada de un nuevo mensaje. No era habitual en él que detuviese el ejercicio para atender cada notificación que le llegaba, a menos, por supuesto, que fuese urgente. No obstante, algo lo llevó a sacarlo de su bolsillo y comprobar el destinatario. Sonrió al ver su foto en la pantalla y experimentó una nueva descarga eléctrica que lo recorrió entero. Negó con su cabeza, resignado. No importaba cuanto esfuerzo físico realizara; sus ansias por ella solo desaparecerían cuando volviese a estar enterrado profundamente en su interior.
Sudado y con la respiración acelerada, frenó para entrar en su chat. Su sonrisa se amplió al leer su mensaje. Lo estaba invitando a pasar el día con ella en una playa alejada del norte. Sin perder tiempo, escribió su respuesta y se apresuró a dar la vuelta para regresar al hotel. Era consciente de que sería todo un desafío para él no reaccionar a la visión de ella en traje de baño, pero debía confiar en su autocontrol. Después de todo, había sido entrenado para afrontar situaciones extremas.
Luego de una muy necesaria ducha se vistió para la ocasión y, tras asegurarse de que su arma y su placa estuviesen a resguardo en la caja fuerte de la habitación, salió para ir en su búsqueda. Por un momento pensó en preparar su equipo de mate, pero estaba ansioso por verla y no deseaba hacerla esperar más de lo necesario. Lo que sí llevaba encima eran las llaves del auto. Por lo que le había dicho en el mensaje, la playa a la que deseaba ir se encontraba a un par de kilómetros del hotel.
Estaba por cruzar el puente de madera que conectaba ambas edificaciones cuando la vio caminar hacia él. Sus labios se curvaron de forma involuntaria en una sonrisa en cuanto sus ojos se encontraron. La recorrió con la mirada recreándose en sus preciosas piernas mientras avanzaba en su dirección. Llevaba un vestido corto y suelto, y en sus pies, unas adorables alpargatas en color blanco. De su hombro colgaba un enorme bolso de color beige y, sobre su oscura cabellera, un sombrero de paja del mismo tono.
—¿Listo? —la oyó decir con una radiante sonrisa que lo doblegó al instante.
—Yo nací listo, bonita —replicó con picardía.
Sus carcajadas no se hicieron esperar.
—Ya veo por qué Pablo y vos son tan amigos —lo provocó—. Son tan arrogantes.
Esta vez fue él quien se carcajeó y, a continuación, se inclinó para besar su mejilla.
—Me gusta el sombrero —le susurró al oído justo antes de apartarse.
Lo complació notar que se estremecía ante sus palabras.
—Gracias —respondió, aún afectada por el impacto de su cercanía—. Sé que no lo dije antes, pero deberíamos ir en auto.
—Lo suponía. —Le guiñó un ojo mientras le mostraba las llaves.
Lucila sonrió de nuevo a la vez que negó con la cabeza. Era un insolente a toda regla y le encantaba. No pudo evitar posar los ojos en su boca, recordando todo lo que le había hecho con ella. Engreído o no, lo cierto era que el hombre sabía muy bien lo que hacía.
Lucas inclinó la cabeza hacia un costado al ver el cambio en su expresión. No sabía qué estaba pensando, pero, sin duda, no se trataba de algo inocente. Más le valía ponerse en movimiento o acabaría haciendo lo opuesto a lo que le había dicho la noche anterior. Con un gesto de la mano la instó a caminar en dirección al estacionamiento.
A diferencia de la zona céntrica, cuanto más al norte se encontraban, más amplia y desolada era la playa. Maravillado por el extenso manto de arena frente a ellos, la siguió por un alto médano para acceder ella y caminaron varios metros hasta aproximarse al mar. Un poco antes la vio detenerse y, tras deshacerse del bolso, extender una manta. Menos mal que él tenía una de esas carpas plegables en su auto porque por lo visto a Lucila no le preocupaba en absoluto las consecuencias de exponerse al sol.
Casi se quedó sin aire cuando la vio sacarse el vestido por encima de la cabeza. Todos sus movimientos eran en extremo femeninos y su cuerpo, un sensual camino de curvas que ansiaba volver a recorrer con sus manos y su boca hasta oírla gritar su nombre en medio de un orgasmo. Reprimió un gemido al notar que su miembro comenzaba a despertar en el momento menos oportuno y con dificultad, apartó los ojos de ella para centrar su atención en la maldita carpa.
Lucila podía sentir su intensa mirada sobre ella y debió hacer un gran esfuerzo por mantenerse imperturbable. Su corazón latía con fuerza mientras se quitaba el vestido y se recostaba boca abajo en la arena. Tal vez era mejor si se sentaba y le hablaba de cualquier cosa hasta que esa tensión sexual, que estaba segura ambos sentían, desapareciera. Sin embargo, no se le ocurrió nada y, en su nerviosismo, se puso a tomar sol como si estuviese sola. Aun así, era muy consciente de su presencia a su lado.
A Lucas le llevó apenas unos pocos minutos dejar listo todo, aun así, fueron suficientes para recuperar el control de su cuerpo. Más tranquilo, colocó el bolso de ella en el interior de la carpa y se sentó bajo la sombra. Permaneció en silencio por unos instantes con sus ojos fijos en el mar y las hipnóticas olas que rompían en la orilla una y otra vez. Intentó no apartar la mirada del oceáno, aunque fracasó. Le resultaba imposible resistirse ante semejante belleza.
La contempló con devoción mientras recorría cada centímetro de su piel con sus ojos. Su traje de baño no era osado y se dio cuenta de que eso le gustaba. Después de tantos años saliendo con una modelo estaba acostumbrado a que los hombres mirasen a Julieta con deseo. Al fin y al cabo, era parte de su trabajo. No obstante, con Lucila era diferente y, si bien no había lógica alguna en su razonamiento, encontró sumamente satisfactorio que ella no exhibiese sus atributos frente a los demás. No era algo que quisiera compartir con otros.
—Deberías salir un poco del sol, bonita —le dijo luego de un rato. Pero ella no respondió. Al parecer, se había quedado dormida—. Lucila —insistió con suavidad a la vez que le tocó el hombro—. El sol está muy fuerte. Vas a quemarte.
La oyó emitir un largo quejido que lo hizo sonreír. Debía estar en verdad agotada. Y aunque no quería despertarla, tampoco que se lastimase. Susurró su nombre una vez más y le insistió para que se aplicara protector solar.
—Está en el bolsillo de mi bolso —balbuceó, adormilada.
Al oírla, se apresuró a buscarlo.
—Acá lo tenés.
Ella ni siquiera hizo el amago de sujetarlo.
Exhaló al darse cuenta de que tendría que aplicárselo él. No porque no deseara hacerlo, sino porque era demasiado arriesgado. Si estaba teniendo problemas para controlarse solo con mirarla, no quería ni imaginar lo que sería en cuanto la tocase. Se humedeció los labios y asintió para sí mismo en un intento por darse valor. Luego, colocó un poco de crema en sus manos.
Lucila suspiró al sentir las deliciosas caricias por todo su cuerpo. Sus manos la recorrían con delicadeza por la espalda, hombros y brazos; era una sensación de lo más exquisita. Notó que sus dedos incursionaban por debajo de la tira de su corpiño, masajeando con suavidad para esparcir el protector en su piel. Supuso que se trataba de un sueño y, si bien la sorprendía que fuera tan consciente de lo que sucedía en este, se dejó llevar por los anhelos de su travieso inconsciente. Era increíble cómo su memoria recordaba y reconocía su tacto, incluso estando dormida.
Se estremeció al advertir que descendía hasta la parte superior de su tanga. Sus dedos se deslizaban despacio sobre el borde y acariciaban parte de sus nalgas por debajo de la tela. Deseó que se aventurara aún más hasta alcanzar su latiente feminidad y calmara la necesidad que había despertado en ella con sus caricias; no obstante, se apartó demasiado rápido para continuar con sus piernas. Gimió en protesta cuando se alejó hacia sus tobillos y jadeó al sentirlo regresar por el interior de sus muslos. Pero entonces, la mano se detuvo de golpe y se apartó de forma brusca.
De pronto, sintió sus labios contra su oreja, su cálido aliento sobre su cuello, y tembló ante el placer que eso le provocó.
—Me estás matando, bonita —lo oyó decir con voz ronca repitiendo las mismas palabras que había utilizado aquella vez mientras se deslizaba en su interior.
A continuación, lo oyó alejarse. Abrió los ojos de repente, consciente de lo que acababa de ocurrir. Hasta ese momento estaba convencida de que se trataba de un sueño, aunque nada más lejos de la verdad. Había sido su mano la que la acarició con tanta sensualidad y provocó que ella se derritiera bajo su tacto. Avergonzada, alzó la cabeza en su búsqueda, pero ya estaba lejos. Alcanzó a verlo de espaldas justo antes de que se sumergiera de cabeza en el mar.
Por un instante, creyó que moriría. Había supuesto que no le resultaría nada fácil mantenerse imperturbable en cuanto la tocase; sin embargo, jamás se imaginó que sería tan difícil. Deslizar la crema por su suave y tersa piel más que un desafío fue una completa tortura, y su ferviente respuesta lo empujó al límite. Demasiado cerca estuvo de dejarse llevar por la intensidad de lo que generaba en él y acariciarla de forma íntima hasta hundir los dedos en su feminidad.
Por un momento, no le había importado la poca gente que había en la cercanía. Deseaba quitarle lo único que lo separaba de él y tomarla allí mismo, en esa misma posición; sujetarla del cabello y besar su cuello mientras se enterraba de lleno en su interior; sentir el fuego de su excitación a su alrededor, la prensa de su cuerpo contra su miembro y penetrarla una y otra vez hasta que ambos enloquecieran de placer.
Requirió de toda su fuerza de voluntad para apartar su mano e incluso entonces, casi se rindió de nuevo al sentirla temblar cuando le habló al oído. Se apartó antes de que fuese demasiado tarde y tras quitarse la remera de forma apresurada, corrió hacia el mar en un intento por serenarse. Ardía de deseo y necesidad y solo el contacto con el agua helada lo ayudaría a calmar la agitación que estaba experimentando tanto su mente como su cuerpo.
Como un poseso nadó a través de las olas y se alejó lo más que pudo de la costa. El mar estaba tranquilo y él sabía nadar desde que tenía uso de razón, por lo que no le preocupaban las corrientes que pudiesen arrastrarlo. No obstante, no quería que ella se asustara, por lo que volvió a sumergirse, esta vez de regreso, y no se detuvo hasta que sus brazos protestaron por el repentino esfuerzo. Solo después de eso, sintió que por fin comenzaba a aplacarse.
Al volver, la encontró sentada sobre la manta. Por la expresión en su rostro supo que se había dado cuenta de lo que pasó. Parecía avergonzada, culpable, y apretó los puños al pensar que podría sentirse arrepentida. Pero entonces, la vio abrir su bolso y sacar un paquete envuelto en papel de regalo. Era bastante grande, lo cual le resultó sorprendente ya que no estaba seguro de cómo había hecho para meterlo allí dentro.
—Te compré algo —le dijo con timidez mientras se lo entregaba.
Él arqueó las cejas sorprendido y una enorme sonrisa apareció en su rostro a la vez que la tensión abandonaba su cuerpo. Lo tomó entre sus manos y se apresuró a romper la envoltura.
—Es un equipo de mate —afirmó sin dejar de sonreír mientras deslizaba el cierre hacia el costado.
Sin embargo, no se trataba de cualquier equipo. Era una mochila matera impermeable con compartimiento para notebook, bolsillos laterales y separadores. Y en su interior, contenía un mate, una bombilla, una yerbera y un termo, todo de acero inoxidable.
—El otro día que fui a caminar al centro lo vi y pensé en vos. Esta mañana fui a buscarlo. Espero que te guste.
Alzó los ojos y los clavó al instante en los de ella. ¿Qué si le gustaba había dicho? ¡Le encantaba!
—Es el mejor regalo que recibí alguna vez —declaró, conmovido—. Pero no puedo aceptarlo, Lucila.
Ella frunció el ceño.
—¿Por qué no? Hay otros modelos si no te gustó.
—No es por eso —la interrumpió—. Me encanta y mucho más porque fuiste vos la que lo elegiste —prosiguió—. Pero sé lo caro que es y no puedo dejar que gastes tu dinero en mí.
—Podés y vas a hacerlo —replicó, decidida—. Ese mate fue hecho para vos. Solo faltaba que alguien lo pusiera en tus manos.
No sabía por qué, pero de pronto tuvo la sensación de que ya no hablaba del regalo. Sonrió de nuevo.
—Tendré que cuidarlo entonces. No quisiera que nadie se llevase lo que siempre fue mío.
Notó el momento exacto en el que ella comprendió que él tampoco se refería al mate. Sus mejillas se encendieron y un brillo destelló en sus preciosos ojos pardos. ¡Dios, deseaba besarla! No obstante, era un hombre de palabra y todo dependía de ella ahora.
Afectada por su declaración implícita, se apresuró a sacar el paquete de yerba y el termo que había traído con agua caliente y lo instó a que lo estrenaran juntos. Necesitaba distraerse o no podría seguir conteniendo la imperiosa necesidad de arrojarse a sus brazos.
Lucas no lo pensó dos veces y, con una emoción que le resultaba difícil de catalogar, procedió a prepararlo. No entendía cómo era posible, pero con ella se sentía pleno, completo. Lo aceptaba tal cual era: juguetón, gracioso e intenso. Podía ser él mismo y eso estaba bien. No recordaba haberse sentido así con una mujer jamás.
Transcurridas un par de horas, logró convencerla de que entrase en el mar con él. Lo divirtió ver que, en lugar de meterse de una, prefirió hacerlo de forma gradual sumergiéndose poco a poco mientras su cuerpo se aclimataba a la fría temperatura. Para cuando por fin estuvo toda mojada, la tomó de la mano y la llevó más lejos para que recibieran juntos las olas más altas.
Pasaron toda la mañana y gran parte de la tarde en esa playa. Lucila se había asegurado de llevar también algo para comer, por lo que no tuvieron necesidad de comprar nada. Conversaron, rieron y volvieron a meterse en el mar, repitiendo el tortuoso ritual de sumergirse en escalas. Una vez más, Lucas bromeó al respecto.
—¿Hasta cuándo tenés vacaciones? —preguntó cuando estuvieron de nuevo en la arena, incapaz de disimular la ansiedad que su respuesta le provocaba.
—En teoría, ya se me terminaron, aunque ellos sabían que había una posibilidad de que decidiera quedarme más tiempo, así que lo informé por mail al día siguiente de haber venido.
Lucila asintió en silencio. Sus palabras acababan de hacer más real su partida y una profunda sensación de vacío se instaló en su pecho. Se estremeció de solo pensar en que él pudiese marcharse.
Lucas advirtió de inmediato el cambio en ella y supo que no era frío lo que la hizo temblar. Le preocupaba que se fuera y le gustó saber que no era el único que estaba teniendo problemas para lidiar con eso.
—Por primera vez en mucho tiempo siento que realmente estoy disfrutando del descanso, y hay varios lugares que me gustaría visitar mientras estoy acá. La historia de su fundador me parece muy interesante, y sé que la casa que construyó cuando todo esto era solo médanos ahora es un museo. Pensé que tal vez podrías mostrármela.
—Me encantaría —dijo, de pronto más animada.
Él sonrió.
—Perfecto, entonces.
La noticia de que esa noche el intendente iría a cenar la tomó por sorpresa. No porque no lo supiera —Bruno se lo comentó días atrás—, sino porque lo había olvidado por completo. Tal y como siempre sucedía que Ricardo Milano se reunía allí con otros importantes funcionarios, su primo se obsesionaba con que todo fuera perfecto y no le faltase nada. Ya había discutido temprano con José por el menú y en ese momento la estaba fastidiando a ella para que supervisara a los mozos encargados de su atención.
Suspiró, agobiada. Desde que Lucas llegó al hotel, no había prestado atención a nada excepto a él; no obstante, la realidad siempre se encarga de volver de una forma u otra y en esa oportunidad, lo hizo en forma de guardaespaldas. Porque el intendente siempre iba acompañado de sus guardias personales, entre ellos Mauro Padilla, el custodio que hacía que se le pusiese la piel de gallina solo con sentir su perturbadora mirada sobre ella.
Miró el reloj. En cualquier momento llegarían y ella estaba más nerviosa de lo habitual. Sin que supiera como, el hombre se las había ingeniado para conseguir su número y le había enviado varios mensajes en un intento por persuadirla de que aceptase su invitación a cenar. Por supuesto, no le respondió y después, procedió a bloquearlo. Lo que menos necesitaba en su vida era a otro guardaespaldas rondándole. No estuvo interesada antes, mucho menos ahora que Lucas estaba allí.
No pudo evitar buscarlo con la mirada al pensar en él. Se encontraba en una de las mesas del extremo junto a Agustín. Por la expresión que ambos tenían en sus rostros parecían estar pasando un buen rato. Negó divertida. Su primo apenas pasaba los veinte y Lucas tenía treinta y dos. Aun así, parecían de la misma edad cuando estaban juntos. Sin duda, tendía que ver con que ambos compartían el mismo tipo de humor.
Ese descubrimiento la hizo sonreír. A pesar de que siempre había sido más cercana a José, desde que llegó a la costa fue con Agustín con quien compartió más cosas y quien logró que se relajase lo suficiente como para olvidar aunque fuese por un tiempo las razones que la habían llevado allí en primer lugar. Su alegría y desparpajo eran contagiosas, así como la frescura y picardía del hombre que, sin esfuerzo alguno, había conquistado su corazón.
Lucas reía ante una de las tantas tonterías que estaba diciendo el muchacho sentado frente a él. De los tres primos de Lucila, era el que mejor le caía y aunque los separaba más de una década, lo divertía su compañía. Bruno era un buen tipo y se había ganado su respeto, pero era demasiado serio y formal para su gusto. Si bien no tenía nada en su contra, no sería a quien iría a buscar para compartir unas cervezas. José, por otro lado, era todo un misterio. Se notaba lo mucho que quería a su prima y solo por eso, había dejado pasar su mala actitud hacia ambos. Sin embargo, era evidente que algo escondía. Lo que aún no sabía era el qué.
A pesar de que daba la apariencia de estar distraído, no había perdido de vista a Lucila en ningún momento. Estaba pendiente de ella y cada uno de sus movimientos. Así fue como notó el instante exacto en el que ella se sobresaltó cuando Ricardo Milano y su séquito ingresó en el restaurante. Con el ceño fruncido, prestó especial atención a la escena que se desarrollaba delante de él. Entonces, lo descubrió. Uno de los guardias del político, un hombre alto y corpulento, tenía la mirada fija en ella. Todo su cuerpo se tensó al ver la forma en la que se la comía con los ojos.
Lo observó caminar detrás del intendente mientras este se dirigía a la mesa que tenía reservada. Incluso a la distancia, continuaba mirándola con lascivia. Apartó los ojos de él para enfocarlos en ella. Parecía ocupada revisando unos papeles en su atril, aunque a él no lo engañaba. Estaba nerviosa y si bien se esforzaba por no demostrarlo, era evidente que no se sentía cómoda. ¿Sería ese el tipo que no aceptaba un no por respuesta? No estaba seguro, pero se aseguraría de que supiera que Lucila no estaba disponible.
De repente, su celular vibró en su bolsillo con una llamada entrante. Se apresuró a sacarlo para atender; no obstante, se detuvo al ver el nombre en la pantalla. Presionó los labios con fastidio. No había querido bloquearla antes. Los padres de ambos eran muy amigos y no le parecía correcto hacerlo, sin mencionar que además le parecía un comportamiento bastante infantil. Sin embargo, tal vez debía reconsiderar su decisión si ella no aceptaba que su relación había terminado. Tras rechazar la llamada, apagó el teléfono. No tenía tiempo, ni ganas, de preocuparse por los berrinches de su exnovia.
Cuando alzó la mirada de nuevo, ni el intendente ni su custodio se encontraban en la mesa. Tampoco Lucila y por un momento, sintió la tensión en su cuerpo. Pero entonces, la vio en la entrada recibiendo a una pareja y volvió a relajarse. Segundos después, el político y el imbécil que no había dejado de desnudarla con la mirada regresaron del pasillo que conducía a los baños. Una vez más se contuvo de acomodarle las ideas al verlo mirarle las piernas con evidente deseo.
De pronto José Pedrosa, que en algún momento habría salido de la cocina sin que él lo advirtiera, apareció por el mismo pasillo por el que habían salido los otros hombres. Se veía tenso y alcanzó a percibir furia y recelo en sus ojos. Siguió el trayecto de su mirada sorprendiéndose al descubrir que el funcionario era el destinatario de tanta hostilidad por su parte.
Todas sus alarmas se encendieron al percatarse de que su evidente rechazo hacia él podría estar relacionado con su profesión y no con su persona. No era extraño que políticos estuviesen involucrados en actos de corrupción y, por lo que sabía, Ricardo Milano los había ayudado con la habilitación de la ampliación del hotel. ¿Acaso José y él tenían algún tipo de negocio juntos? ¿Era esa la razón por la que procuraba mantenerse lo más lejos posible de él? Algo no le cerraba, pero no descansaría hasta averiguarlo.
Para cuando el turno de Lucila acabó, Agustín ya se había marchado. A pesar de la constante incomodidad que venía sintiendo desde hacía horas, no dejaría que un extraño le arruinase la noche. Decidida a enfocarse únicamente en Lucas, caminó hacia su mesa y se sentó a su lado. Él debió saber que lo haría ya que un plato caliente la esperaba. Relajándose por fin una vez cerca de él, procedió a cenar mientras se sumían en una grata conversación.
—Estoy agotada —murmuró a los pocos minutos y apartó el plato a medio terminar.
—¿Qué te parece entonces si cambiamos la caminata por una película? Tu primo me dijo que había una pequeña sala de cine en el hotel.
Lucila sonrió.
—Me parece una idea increíble.
Mientras se alejaban, el policía advirtió la mirada del guardaespaldas sobre ellos. Clavando los ojos en los de él, colocó su mano en la parte baja de la espalda de la joven y continuó caminando hacia la salida.
El mensaje era claro. Lucila era suya.
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