Capítulo 27

Dos días habían pasado desde que Lucas la encontró en esa cabaña en medio de la nada y la trajo de vuelta. Todavía se estremecía al recordar el momento en el que, luego de volver en sí, debió fingir que estaba dormida mientras sentía cómo Mauro rozaba su escote diciéndole lo mucho que disfrutaría forzándola. No obstante, las horribles pesadillas que la despertaban temblando en medio de la noche habían cesado y eso tenía que agradecérselo al mismo hombre que la había salvado.

Sin exigirle nada, la abrazaba con fuerza hasta que los temblores pasaban y le susurraba que estaba a salvo, que no dejaría que nadie le hiciera daño. Su paciencia para con ella la había conmovido. No la había presionado en ningún momento para que le hablase de lo sucedido, como así tampoco había interferido cuando le pedía estar a solas con su amiga. No era que no deseara abrirse con él. Simplemente, necesitaba más tiempo.

Tener a Daniela allí con ella, poder llorar en sus brazos y sentir su apoyo incondicional, le había permitido volver a respirar con normalidad. Sobre todo, luego de que tuviese que revivir el infierno cuando, al día siguiente, había ido a declarar a la comisaría. Ella, más que ninguna otra persona, entendía el terror que había sentido estando cautiva y, aunque sabía que le dolía verla tan angustiada y rota, a diferencia de Lucas, no tenía que lidiar con un aplastante sentimiento de culpa.

Si bien le había dicho, una y otra vez, que él había sido tan víctima como ella en todo esto, podía ver cómo sus ojos se oscurecían y su mandíbula se apretaba ante los recuerdos de esa noche. Aun así, había permanecido a su lado brindándole el soporte que tanto necesitaba. Lucas era su pilar, su roca. Lo había sido, incluso, antes de ser pareja cuando sus consejos le sirvieron para darse cuenta de su propio valor y alejarse, de una vez por todas, de alguien que no sumaba —ni lo haría jamás— en su vida.

Recién la noche anterior había podido abrirse a él y contárselo todo. Estaban en la bañadera, él detrás de ella con sus brazos rodeándola, cuando por fin se animó a hablar de eso. Tal vez el hecho de que no pudiese verle la cara le había dado el valor necesario. Era consciente de que lo lastimaría, eso era algo que no podía evitar, pero merecía escucharlo de su boca.

Él no la interrumpió. La dejó sacarlo todo hasta que las palabras se agotaron y las lágrimas ocuparon su lugar. Entonces, la hizo girar en sus brazos y, en silencio, la apretó contra él volviendo a unir sus partes rotas. Lloró de nuevo, esta vez confortada por el hombre que amaba y, por primera vez desde lo sucedido, se sintió más liviana, tranquila y en paz. Lucas era su remanso. Él era su hogar.

El verano estaba llegando a su fin y pronto se marcharía para empezar una nueva vida a su lado. Aún no lo había hablado con sus primos; había querido esperar a que estuviesen todos juntos una vez que Bruno y Patricia regresaran del hospital. Sin embargo, estaba segura de que la noticia no los sorprendería. El amor de Lucas era una fuerza de la naturaleza que no pasaba desapercibida; y la felicidad en su interior desde que él había llegado al hotel, sin duda, tampoco lo hacía.

Alzó la vista hacia la puerta cuando vio entrar al mayor de sus primos. Se habían reunido en su departamento para esperar su llegada luego de que este les avisara que estaban en camino. Ansiosos por conocer a la nueva integrante de la familia, habían decorado el lugar con globos de colores y carteles de bienvenida; y José y Daniela habían combinado sus talentos para la elaboración de la comida.

Pronto llegaría su tía también, quien se había ido de viaje unos días antes de que Lucas apareciera y, desde entonces, no había vuelto a verla. Si bien deseaba verla después de tanto tiempo, quería aprovechar un último almuerzo solo con ellos.

Notó cómo los ojos de Bruno recorrieron el lugar hasta detenerse en los suyos y, decidido, avanzó hacia ella. Sin soltar la silla donde llevaba a la bebé, la rodeó con un brazo y la apretujó contra su cuerpo. Sintió un nudo en la garganta ante aquella demostración de afecto y cerró los ojos disfrutando del cálido saludo. Sonrió al sentir el abrazo de su cuñada a su espalda cubriéndola, entre los dos, como si de un sándwich se tratase.

—¡Menos mal que estás bien! Estábamos muy preocupados —murmuró la mujer, notablemente aliviada.

—Lo estoy —dijo con voz temblorosa mientras correspondía su abrazo—. También me preocupé por ustedes cuando me contaron lo que había pasado. Me alegra que haya salido todo bien. ¿Dónde está...? —Se calló al darse cuenta de que no sabía el nombre que habían elegido para su hija.

Separándose de ambos, posó los ojos en la hermosa bebé que, en ese momento, se encontraba durmiendo plácidamente. Se sintió cautivada, de inmediato, ante semejante visión.

—Acá estás —susurró, emocionada, a la vez que se agachó para verla de cerca—. ¡Pero qué bebé más hermosa! —prosiguió colocando su dedo meñique sobre la diminuta palma de su mano. Sonrió al sentir que cerraba el puño a su alrededor—. Bienvenida a la familia, pequeña...

—Lucila.

—¿Sí? —respondió, distraída.

La risa de Bruno hizo que alzara la vista hacia él. Este negaba con su cabeza.

—Lo que quiero decir es que se llama Lucila, como vos.

Se puso de pie en el acto, sorprendida.

—¿Qué? —preguntó buscando a Patricia con la mirada.

Ella asintió con una sonrisa confirmando así lo que acababa de escuchar.

—Aparte de mi mamá, sos la mujer más fuerte, valiente y buena que conozco —continuó su primo luchando contra su propia emoción—. No se me ocurre mejor nombre para mi hija.

—Yo... no sé qué decir —balbuceó a la vez que pasó una mano por su rostro quitando la lágrima que había comenzado a deslizarse por su mejilla.

—¿Pero te gusta? —preguntó la joven madre.

—¿Que si me gusta? ¡Me encanta! —exclamó entre sollozos.

Y sin más, volvió a abrazarlos.

Luego de ese momento tan conmovedor, todos los presentes se acercaron para saludar a la pequeña bebé Luci, como empezaron a llamarla.

Aún emocionada, se apartó para darles espacio y contemplar la escena. De inmediato, sintió unos fuertes brazos envolviéndola y un suspiro escapó de sus labios.

—Estás feliz —afirmó más que preguntó Lucas cerca de su oído.

Un estremecimiento la recorrió entera cuando su voz reverberó en todo su cuerpo.

—Sí —respondió apoyando las manos en sus antebrazos.

—Me gusta verte así.

Cerró los ojos al sentir el roce de sus labios sobre su cuello. No importaba que estuviesen rodeados de gente. El mundo parecía desvanecerse a su alrededor cada vez que él la tocaba.

Para cuando volvió a abrirlos, vio como sus primos se pasaban a la recién nacida de brazo en brazo como si fuese un peluche. Frunció el ceño. Aunque entendía la emoción que ambos tenían en ese momento, no creía que fuese lo más conveniente.

De pronto, vio que su amiga se acercaba despacio para observar a la bebé. Tal vez para los demás no era tan evidente, pero sí para ella. La luz en los ojos de Daniela decía mucho más que sus palabras.

Patricia debió haber visto algo también, ya que, en ese momento, le preguntó si quería sostenerla. Ella dudó por un instante, pero luego, abrió sus brazos para recibirla. Sus labios se curvaron inevitablemente en una sonrisa y, en el acto, alzó la mirada en busca de su esposo. Él la miraba por completo embelesado. Tal vez la idea de ser padres no estaba tan distante como ella imaginaba.

Una repentina sensación de paz la invadió y supo, con absoluta certeza, que todo lo malo finalmente había quedado atrás. No seguiría lamentándose por lo ocurrido. Por el contrario, se dedicaría a divertirse y pasarla bien. Había llegado el momento de disfrutar y aprovechar, al máximo, sus últimos días en la costa.

Aún entre los brazos de Lucas, giró hasta quedar frente a él y fijó los ojos en los suyos mientras le acariciaba el cabello con ternura.

—¿Qué te parece si vamos a la playa hoy? Podríamos alquilar unos cuatriciclos y... no sé... ¿retar a estos dos a una carrera por los médanos? —propuso con expresión divertida.

Vio cómo una enorme sonrisa se formaba en su rostro al tiempo que miraba a su compañero y su amiga.

—Me parece una fantástica idea.

Lucas estaba contento. Esa chispa, tan característica en Lucila, por fin había vuelto y parecía decidida a quedarse. Con ambas manos sobre el volante, conducía, en silencio, hacia el lugar donde contratarían la excursión que los llevaría a recorrer la playa en cuatriciclos. A su lado, Pablo negaba con la cabeza mientras Daniela, desde el asiento trasero, planteaba toda clase de argumentos para que la dejase ir sola en su propio vehículo. Ella, a su lado, los miraba, divertida.

—¿Cómo voy a disfrutar de verdad si no puedo dejarme llevar por la adrenalina y experimentar la sensación del viento en mi cara?

—Lo siento, princesa, la respuesta sigue siendo no. Nunca manejaste uno y es peligroso, sobre todo en este tipo de terreno.

Daniela resopló, resignada. Cuando se trataba de su seguridad, su marido siempre se mostraba intransigente.

—Tiene razón, Dani —intervino Lucila, consciente de que querría asesinarla solo por ponerse de su lado—. Y antes de que me recrimines por no apoyarte, te digo que no es fácil manejar esas cosas. Son pesadas y traicioneras. Una duna muy alta sin la velocidad suficiente puede hacer que te vayas marcha atrás y corras el riesgo de darte vuelta. Creéme, lo vi antes y no es divertido.

—Está bien —aceptó, por fin. No era cuestión tampoco de tentar a la suerte.

—Ánimo, estás perdiendo de vista algo muy interesante —le susurró al oído solo para ella—. Como, por ejemplo, dónde vas a poner tus manos mientras sea él quien maneje.

Ambas se miraron y, a continuación, estallaron en grandes carcajadas.

—No sé qué pensás vos, pero, en mi experiencia, que dos mujeres se rían así, nunca es buena señal para nosotros —provocó Lucas con diversión.

—Soy muy consciente de eso —murmuró Pablo entre dientes.

El sol resplandecía a lo alto, no había ni una sola nube en el cielo y el viento apenas soplaba, lo que lo volvía el día perfecto para esa aventura.

Al llegar, luego de unirse a un grupo que tenía el mismo destino que ellos, emprendieron la marcha junto al guía. Este les dio una charla de seguridad, les indicó cual sería el circuito y les brindó unas cuantas recomendaciones para que pudiesen disfrutar, a pleno, de tan maravillosa experiencia.

A toda velocidad, emprendieron el camino hacia las entrañas de las dunas más desafiantes de Villa Gesell junto a los turistas que, al igual que ellos, querían experimentar una aventura increíble. Tras atravesar un angosto trecho del legendario bosque de pinos, cipreses y araucarias que Lucas y Lucila habían recorrido a pie en otra oportunidad, se dirigieron hacia las anchas playas de la costa.

Motivados por el rugir del motor, la suave y cálida brisa proveniente del mar y las múltiples irregularidades en la arena que sentían conforme avanzaban, Pablo y él fueron los primeros en romper el pelotón. Acelerando a fondo, se lanzaron hacia la inmensidad de médanos perdiéndose entre ellos. Al instante, cual reacción en cadena, las otras personas que los acompañaban hicieron lo mismo dispersándose por todos los sectores mientras el guía los observaba desde lo alto de una duna, consciente de que, en esos primeros minutos, la adrenalina se encontraba en el pico más alto.

Aferradas a sus hombres, Daniela y ella se perdieron en el vertiginoso momento disfrutando tanto de la velocidad, como de las curvas y contracurvas que trazaban en el camino. Contrario a lo que su amiga había pensado, ninguna sintió la necesidad de manejar su propio cuatriciclo para divertirse. Más bien lo opuesto. El cederles el control a ellos les permitía centrarse exclusivamente en las fantásticas sensaciones que estaban experimentando.

Luego de unos minutos, comenzó la travesía en grupo. El olor a mar inundó sus fosas nasales cuando llegaron a la costa y sintieron el viento con mayor intensidad. Un centenar de gaviotas se lanzaron, en bandada, al advertir su inminente y abrupta presencia desplegando sus alas para echarse a volar, lejos de los intrusos que invadían su hábitat.

—¡Qué hermoso! —exclamó Daniela, cautivada por tan majestuosa imagen, y afirmó su agarre alrededor de la cintura de su esposo.

Pablo sonrió al oírla. Él, más que nadie, sabía de su alarmante debilidad por los animales.

—¡Te lo dije! —gritó Lucila desde el cuatriciclo contiguo, sus ojos fijos en las manos de su amiga. Las mismas estaban completamente abiertas sobre el duro estómago del policía.

Daniela sonrió, de oreja a oreja, y apoyó la cabeza en su espalda para deleitarse con su cercanía.

Lucas aprovechó el breve, aunque evidente, momento de distracción de su compañero para rebasarlo y, colocándose delante de él, continuó desplazándose a lo largo y ancho de la playa. Siempre habían sido muy competitivos entre ellos, por lo que se aferraría, con uñas y dientes, a esa pequeña ventaja para evitar que lo alcanzara.

—Maldito imbécil —lo oyó decir al darse cuenta de lo que había hecho.

De pronto, un tentador médano se interpuso en el camino y Lucas, dispuesto a salir victorioso, elevó las revoluciones del motor y lo trepó, a puro vértigo, sin dejar de acelerar.

—¡Esto es increíble! —gritó Lucila, eufórica, al sentir cómo la adrenalina se disparaba en su torrente sanguíneo.

Él sonrió al percibir la alegría en su voz. En verdad la había extrañado.

Se detuvieron al llegar a lo alto de la interminable duna y contemplaron el impactante panorama. Desde allí, la postal era única. La línea del horizonte parecía perderse haciendo que cielo y mar se fusionasen. Los demás no tardaron en alcanzarlos y, al igual que ellos, guardaron silencio mientras observaban el magnífico paisaje.

Lucila apartó la vista del mismo cuando sintió que Lucas se volteaba hacia ella. Lo miró a los ojos perdiéndose, en el acto, en su verde mirada. Supo, entonces, en ese preciso instante, que lo más lindo de todo no era el lugar en el que se encontraban, sino que estaban juntos, ahora y para siempre.

—¿Estás bien? —preguntó él al notar sus lágrimas contenidas.

—Sí, mejor que nunca. 

La experiencia había sido asombrosa, dos horas de maravillosa travesía que jamás olvidarían. Habían reído, se habían emocionado y habían disfrutado no solo del lugar, sino también de la compañía. No obstante, todo tenía un final y cuando quisieron acordarse, debían regresar.

—No quiero ir al hotel todavía —dijo, de pronto, Lucila.

—Yo tampoco —concordó Daniela.

—¿No estás cansada? —cuestionó Pablo, consciente de que el ejercicio no era algo que le gustase precisamente.

—Más razón aún para tirarse en la arena y disfrutar del sol —argumentó encogiéndose de hombros.

—O meterse al mar —agregó Lucila con los ojos fijos en los de Lucas.

Él sonrió y, sin dudarlo, buscó la primera salida hacia la playa.

—Tus deseos son órdenes para mí, bonita.

Faltaba poco para que atardeciera, por ende, la playa se encontraba bastante despejada. Lucila se apresuró a quitarse la ropa hasta quedar en traje de baño y, con una sonrisa traviesa, comenzó a correr hacia el océano. Lucas largó una carcajada y, tras arrojar su remera al montón que ella había dejado sobre la arena, se dispuso a seguirla.

Daniela y Pablo, en cambio, permanecieron vestidos y, de la mano, caminaron por la orilla permitiendo que las olas acariciaran sus pies. Sonrieron al escuchar las risas de sus amigos a lo lejos. Ambos habían estado muy preocupados por Lucila, no solo durante las horas que estuvo secuestrada, sino también después, cuando la tristeza por lo ocurrido pareció devastarla. Por esa razón, verla disfrutar de ese modo los alegraba sobremanera.

Cuando Lucas por fin la alcanzó, la atrapó entre sus brazos y la atrajo hacia él. La había extrañado tanto... La distancia que ella había puesto entre ambos esos últimos días, le había dolido como ninguna otra cosa. Sin embargo, entendió que era lo que ella necesitaba en ese momento y, luchando contra el impulso que lo instaba a no apartarse de su lado, cedió el lugar a su amiga para que fuese ella quien la contuviese.

Y no se arrepentía. Daniela le había dado todo su apoyo y su amor ayudándola a salir de la pesadilla en la que se encontraba, incluso, estando despierta. La presencia de Pablo, por otro lado, había sido un gran soporte para él. Su compañero había sabido qué decirle para darle fuerzas y esperar a que Lucila se sintiese lista para volver a él, lo cual había sucedido la noche anterior.

Había preparado todo para que pudiese relajarse con un baño de inmersión. Le había echado sales aromáticas al agua, había distribuido varias velas en el cuarto de baño y seleccionado la música que a ella le gustaba. Él estaría esperando en la habitación, listo para abrazarla y recordarle que ya no tenía nada que temer. Pero entonces le pidió que se metiera en la bañadera con ella y, por supuesto, no lo pensó dos veces.

Escucharla relatar la escena que él mismo había presenciado, desde el otro lado de la ventana, lo había destruido. Saber la angustia y el miedo que ella había sentido mientras ese tipo la tocaba y amenazaba con violarla lo había llevado al límite de la cordura. Toda la ira y el odio resurgieron con fuerza en su interior haciendo que le resultase muy difícil mantener la calma. Sin embargo, lo había logrado, aferrado a la idea de que, al menos, había llegado antes de que pudiese cumplir su amenaza.

Luego del tortuoso relato, la abrazó con fuerza permitiéndole desahogarse en sus brazos hasta que el sueño terminó por vencerla. Entonces, la cubrió con la toalla y la llevó a la cama donde pasaría toda la noche pegado a ella haciéndola sentirse protegida, amada y a salvo.

Al despertar esa mañana, sus hermosos ojos pardos ya no tenían un oscuro velo cubriéndolos, opacándolos. Su mirada volvía a tener ese brillo que tanto le gustaba. Su preciosa Lucila por fin había vuelto.

—Sos tan sexy así todo mojado —la escuchó decir, de repente, regresándolo al presente.

Se estremeció al sentir la caricia de su mano sobre su pecho.

—Creo que solo me querés por mi cuerpo —provocó con una media sonrisa.

Ella se rio y para él fue el sonido más hermoso.

Estaba por besarla cuando una ola los alcanzó de imprevisto rompiendo con violencia contra ellos. Se apresuró a cubrirla soportando el golpe en su espalda, pero no pudo evitar que ambos se hundieran bajo el agua. Los dos tosían cuando volvieron a subir a la superficie y, a continuación, estallaron en carcajadas.

—Esto es tu culpa —acusó él entre risas.

—¿Cómo es eso?

—Cuando estás conmigo no presto atención a nada más —explicó con fingido agobio—. Sos mi perdición, bonita.

Ella sonrió, feliz.

—Entonces estamos a mano —replicó acercándose a él—. Porque puede haber un millón de personas alrededor de mí y al único que voy a mirar es a vos. Te amo, Lucas.

—Yo también te amo.

Pasando una mano por su cintura, la pegó a su cuerpo y la besó de la forma en que había deseado hacer desde hacía días.

No supieron cuánto tiempo estuvieron en el mar, pero para cuando salieron, la piel en los dedos de ambos estaba completamente arrugada. Tomados de la mano, se acercaron a la orilla para regresar con sus amigos. Mientras avanzaban, los buscaron con la mirada. No tenían idea de dónde estaban. No habían vuelto a verlos desde que habían salido corriendo.

De pronto, Lucila se detuvo aferrándose al brazo de Lucas.

—¡Oh, por Dios!

Sorprendido por su reacción, siguió la dirección de su mirada y entonces, los vio. Pablo se encontraba de rodillas, su rostro apoyado en el vientre de su esposa. Ella, de pie frente a él, le acariciaba el cabello con una mano mientras apartaba las lágrimas de su cara con la otra. Luego, se arrodilló también hasta quedar a la misma altura y, acunando su rostro entre sus manos, asintió varias veces. No hacía falta escucharlos para saber lo que hablaban. Daniela estaba embarazada.

Lucila se llevó una mano al pecho, conmovida por la escena. La felicidad parecía envolverlos, cual burbuja, aislándonos por completo del resto del mundo. No pudo evitar emocionarse. Ahora entendía la reacción de su amiga cuando, horas atrás, había sostenido a la bebé de su primo.

—Tal vez deberíamos darles algo de espacio, bonita.

La voz de Lucas la sacó, en el acto, de sus cavilaciones. Tenía razón. A pesar de que se encontraban en un lugar público, era evidente que ambos estaban compartiendo un momento íntimo. Sin embargo, no se creía capaz de contenerse por mucho más tiempo. La alegría que la embargaba era demasiada y la misma pujaba, con fuerza, por salir.

—¡No puedo! —dijo reaccionando por fin y, tirando de su mano, lo instó a ir hacia ellos.

Daniela la vio antes de que llegase. Con los ojos llenos de lágrimas, asintió confirmándole lo que ambos habían adivinado ya.

Al notar su presencia, Pablo la ayudó a levantarse y se hizo a un lado para permitir que Lucila se acercase.

—Estoy toda mojada —murmuró, con voz temblorosa.

—No me importa —respondió ella, sonriente.

Ambas amigas se fundieron en un fuerte abrazo.

—¿Desde cuándo lo sabés? —preguntó a través del nudo que se había formado en su garganta.

—Hace unos días que vengo sintiéndome rara y esta mañana me hice el test. Perdón por no habértelo contado antes. Quería decírselo a Pablo primero.

Ella se separó solo un poco para poder mirarla a los ojos.

—No necesitás pedirme disculpas. Él es el padre, por supuesto que tenía que ser el primero en saberlo. ¿Cómo te sentís?

—Bien, aunque un poco asustada la verdad —confesó posando los ojos en los de su esposo—. Sé lo mucho que un padre puede lastimar a un hijo, incluso sin proponérselo y tengo miedo de equivocarme.

Pero Pablo no la dejó continuar. Dio un paso hacia ella y sujetó, ahora él, su rostro entre sus manos.

—Por supuesto que vas a equivocarte. ¡Los dos lo haremos! Pero te puedo asegurar que nada de lo que hagas va a perjudicar a nuestro hijo. No conozco mujer más determinada y compasiva que vos, claro ejemplo fue la forma en la que atendiste a la lechuza en Entre Ríos.

Daniela sonrió.

—Era un búho, Pablo.

Él le devolvió el gesto. Se lo había dicho a propósito esperando exactamente esa reacción en ella.

—No tenés nada de qué preocuparte, princesa. Vas a ser una excelente mamá —aseguró justo antes de besarla. 

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