Capítulo 26

Ambos disparos resonaron en el ambiente tapando, por un instante, los demás sonidos que llegaban desde el exterior. Lucas permaneció inmóvil observando el cuerpo sin vida de Mauro Padilla. La sangre comenzaba a acumularse debajo de su cuerpo y sus ojos habían perdido ese brillo malicioso que provocaba escalofríos. Por primera vez en horas, sintió que podía respirar con normalidad. El peligro había pasado. Estaba muerto. Ya no volvería a tocar a Lucila.

Su voz lo alcanzó de pronto sacándolo bruscamente de sus pensamientos. Con el arma aún en la mano, corrió hacia ella, que repetía su nombre entre sollozos angustiosos. Debía estar aterrada. Lo último que había visto fue a Mauro atacándolo, por lo que no sabía quién le había disparado a quién. Necesitaba abrazarla fuerte y asegurarle que estaba bien, que todo había pasado, que por fin estaba a salvo. Pero justo en el momento en que salía de la habitación, seguido de cerca por su compañero, dos oficiales entraron en la cabaña.

—¡Alto, policía! —gritaron a la vez mientras les apuntaban.

Ambos alzaron las manos en el acto.

—Somos policías también —se apresuró a decir y, con cuidado, sacó su placa para mostrárselas.

Pablo lo imitó.

—Bajen las armas, muchachos —ordenó una voz desde la entrada—. Son los inspectores de Misiones. Díaz y Ferreyra, ¿verdad?

Todos se tranquilizaron y obedecieron al comisario.

—Así es —respondió Lucas a la vez que guardó su pistola.

Olvidándose en el acto de las demás personas, escaneó el lugar hasta dar por fin con Lucila, quien, desde un extremo de la cocina, los miraba asustada. Avanzó hacia ella y la abrazó de inmediato. Inspiró profundo nada más sentir su cuerpo contra el suyo. Odiaba sentirla tan vulnerable y eso no hacía más que aumentar su ya desatado instinto protector. Definitivamente, no se arrepentía de haber presionado el gatillo, incluso sabiendo que eso iba a meterlos en problemas.

—Tranquila, bonita, estoy acá, ya pasó todo —susurró solo para ella mientras la estrechaba con más fuerza permitiéndole desahogarse. Necesitaba sentirla cerca, segura, a salvo.

Por el rabillo del ojo vio cómo Pablo regresaba a la habitación, seguido por el comisario. Ahora que todo había pasado, los dos tendrían que dar su versión de los hechos. Que fuesen policías no los eximía de la justicia, no les daba libertad para disparar contra quien ellos quisieran, a menos claro, que la otra persona estuviese armada y amenazara sus vidas. Claramente, este no había sido el caso. Cuando lo mataron, Mauro ya no representaba ningún peligro para ellos.

—Cuando escuché los disparos, creí que... —murmuró Lucila de pronto.

No pudo evitar sentirse conmovido. A pesar de todo lo que había padecido en las últimas horas, de haber estado a merced de un loco desquiciado, se preocupaba por él. Besó su coronilla a la vez que le acarició la espalda intentando confortarla. Luego, se apartó para poder mirarla a los ojos.

—Si algo te hubiese pasado... —prosiguió ella entre sollozos, pero él no la dejó terminar.

—Estoy bien. Los dos lo estamos —aseguró mientras acunaba su rostro entre sus manos eliminando, con sus pulgares, las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas—. Ya estás a salvo, mi amor.

Se estremeció ante la ternura que alcanzó a oír en sus palabras. Siempre había sido cariñoso con ella —que la llamase bonita con frecuencia no era más que una muestra de eso—, pero la forma en la que acababa de hablarle simplemente le había tocado el alma.

—Te amo. ¿Lo sabías no? —susurró, apenas audible, antes de apoyar una mano en su pecho.

Él sonrió.

—Yo más.

A pesar de la angustia, vio que sus labios se curvaban levemente formando una sonrisa y supo, en ese mismo instante, que pasaría el resto de su vida haciendo que la misma no desapareciera de allí.

De pronto, alguien se aclaró la garganta a su espalda. No hacía falta que se girase para saber que era Pablo, pero lo hizo de todos modos. Entonces se percató de los médicos que aguardaban, junto a la puerta, para atender a Lucila. Le llamó la atención no haberlos oído llegar. Había estado tan ensimismado en su pequeña burbuja que no había registrado ni siquiera el sonido de las sirenas. Asintió hacia su compañero. No quería dejarla, pero sabía que tenía que ir con él para explicar lo sucedido al comisario.

Volteando de nuevo hacia ella, le prometió que no iría lejos y con un asentimiento, les indicó a los doctores que podían acercarse. Aunque, por fortuna, la cosa no había llegado a mayores, ese tipo la había drogado, por lo que no estaba de más que le hicieran una primera revisión antes de que él la llevase al hospital para un examen más exhaustivo. Por otro lado, se quedaría cerca de la puerta para poder verla. Esta vez no volvería a cometer el error de perderla de vista.

—Terminemos con esto de una vez —dijo al pasar junto a Pablo.

Este asintió mostrando su completo acuerdo. Al igual que él, también deseaba zanjar el asunto para regresar al hotel con su esposa.

El comisario se encontraba en cuclillas evaluando el cuerpo. No lo tocaba, por supuesto, solo lo miraba, consciente de que no debía contaminar la escena del crimen. Pablo ya le había dado su versión de los hechos y estaba esperando oír la de él para, luego, sacar sus propias conclusiones.

Estaban jodidos, lo sabía. El ser policías no los volvía inmunes a la ley. Por el contrario, ellos, más que nadie, debían rendir cuentas y disparar a matar siempre es el último recurso.

—Muy bien, inspector Ferreyra, lo escucho —dijo con soberbia sin siquiera mirarlo.

Contuvo el impulso de mandarlo al carajo y meterle esa actitud de superioridad por el culo. Hacía años que Almada y Padilla operaban de forma ilegal frente a sus narices y no había hecho una maldita cosa para atraparlos. Al fin y al cabo, había sido él quien había conseguido las pruebas necesarias para ello, su determinación la que hizo que pudiesen atraparlo antes de que cometiese otro crimen, y su compañero quien evitó que lo matase en el último minuto. Ellos, en cambio, se habían tomado todo el tiempo del mundo para llegar. "Malditos holgazanes", pensó a la vez que cerró los puños en un intento por controlarse.

Cuidándose de medir el tono de su voz para que no llegase a los oídos de Lucila, le contó todo lo que había pasado desde su llegada a la cabaña hasta el enfrentamiento con Padilla y su posterior muerte. No omitió ningún detalle; por el contrario, los remarcó impidiéndole ignorar el hecho de que no era más que una escoria que no merecía piedad alguna.

No pasó por alto el fugaz esbozo de sonrisa en su rostro y, por un momento, estuvo a punto de preguntarle si todo esto le parecía divertido. Pero se contuvo. Pablo, a su lado, debió haber advertido lo mismo, ya que frunció el ceño ante ese gesto. No obstante, tampoco dijo nada.

Los dos eran conscientes de que no debían empeorar la situación. Habían matado a un hombre desarmado que, al momento de los disparos, no era una amenaza para ellos. y, para peor, ni siquiera se encontraban en su jurisdicción, por lo que su jefe no tenía injerencia alguna allí. Aun así, sabían que movería los hilos para ayudarlos, incluso si eso significaba que tuviese que viajar a la costa él mismo.

El comisario se apartó del cuerpo cuando la policía científica arribó al lugar y se acercó a ellos. Se frotaba el mentón en un gesto pensativo mientras miraba a los oficiales hacer su trabajo. Lucas intercambió una mirada con Pablo. Este parecía igual de extrañado que él. Gutiérrez estaba haciendo tiempo, eso estaba claro, lo que ninguno entendía era por qué.

No tuvieron que esperar demasiado para descubrirlo.

—Arma blanca bajo su mano derecha —anunció uno de los agentes.

—Revólver calibre veintidós asomando por el bolsillo izquierdo —agregó el otro mientras se apartaba para que su compañero tomase las fotografías correspondientes.

El comisario resopló al oírlos a la vez que negó con la cabeza.

—Bueno, está claro que no tuvieron otra opción —declaró, solemne.

Entonces lo supieron. Había aprovechado el momento en que se había quedado a solas con el cuerpo para plantar las armas en la escena. Se miraron una vez más, sorprendidos por el nuevo giro de los acontecimientos y volvieron a posar sus ojos en los de él.

Ambos repudiaban cualquier acto de corrupción y esto claramente entraba dentro de esa categoría; sin embargo, tampoco eran idiotas. El comisario les estaba dando una salida limpia de una situación complicada que tenía el poder de destruir sus carreras y cambiar por completo sus vidas. No iban a desperdiciarla.

—La señorita Narváez puede ir mañana a declarar a la comisaría —prosiguió, sin esperar respuesta—. Tienen hasta entonces para presentar sus informes. Pueden irse.

Sin perder más tiempo, salieron de la habitación. Los médicos ya habían terminado con Lucila, por lo que, luego de ir por ella, se marcharon de inmediato.

Como habían dejado el auto un poco alejado de la cabaña, tenían que caminar un largo trecho hasta llegar al mismo. Lucas la sostuvo de la cintura para evitar que tropezase. Si bien ya parecía que se encontraba mejor, no quería arriesgarse a que sus piernas fallaran y cayera al piso.

Pablo se había alejado un poco con el teléfono pegado al oído seguramente para llamar a Daniela quien estaría desesperada por saber de su amiga. En cuanto lo vio cortar, le arrojó las llaves para que fuese él quien manejase. Ahora que finalmente la tenía en sus brazos, no había chance de que volviese a soltarla esa noche.   

Agustín se estaba volviendo loco. Su cuñada siempre había sido una mujer razonable, pero el embarazo la había cambiado por completo. A pesar de repetirle, una y otra vez, que debía estar tranquila por el bien de la bebé, Patricia no se había quedado quieta ni un segundo desde que habían subido a su departamento a pedido de su hermano.

Había perdido la cuenta de las veces que tuvo que levantarse y quitarle la escoba de la mano o el montón de ropa para doblar y guardar. Quería que permaneciese sentada, al menos quince minutos de corrido, para poder también él relajarse. Por dentro, estaba luchando con su propia preocupación por su prima, y estar de acá para allá siguiendo a una embarazada por todo el departamento no ayudaba demasiado. A pesar de eso, no se quejaba. Adoraba a la esposa de su hermano y si ella lo necesitaba, allí se quedaría.

Alzó la vista en su dirección. En ese momento, se encontraba calentando agua para un té. Solo rogaba que, una vez lo sirviera, se quedase un rato quieta. Le había puesto su serie favorita y, hasta ahora, él había sido el único que le había prestado atención, lo cual era ya todo un logro, ya que no se acercaba, ni por asomo, a las que le gustaban.

De pronto, su celular emitió un pitido anunciándole la llegada de una nueva notificación. Casi saltó del sofá para arrojarse sobre el móvil que había dejado en la mesa ratona. Después de todo, podía ser Bruno con noticias de su prima. No obstante, no lo era.

Sus mejillas se encendieron al leer las primeras líneas de un mensaje tan sensual como inapropiado para el momento en el que se encontraba. Con una semi sonrisa en el rostro, se apresuró a escribir su respuesta y lo guardó en su bolsillo justo antes de que Patricia se sentara a su lado.

—¿Alguna novedad de Luci?

Negó con su cabeza. No era la primera vez que se lo preguntaba y, en cada ocasión, su respuesta había sido la misma. Tomó una de sus manos entre las de él al notar la decepción en su mirada y la apretó con suavidad. También se sentía ansioso, solo que lo ocultaba un poco mejor.

Estaba por decirle que todo saldría bien cuando la canción "I'm too sexy" de Right Said Fred comenzó a sonar en su celular. Era el tono que había elegido para el chofer del intendente o, como a él le gustaba llamarlo, su chico.

Si segundos antes se había ruborizado, ahora debía parecer un tomate. Con torpeza, sacó su teléfono del bolsillo y lo silenció. ¿En qué estaba pensando cuando había seguido su juego antes? En distraerse, por supuesto. Lo que no esperaba era que él lo llamase después. Nervioso, miró a su cuñada. A pesar de las circunstancias, notó el brillo en sus ojos mientras sus labios se curvaban levemente hacia los lados.

—¿En serio? —preguntó ella con una ceja levantada.

Y entonces, la maldita canción volvió a sonar.

—Enseguida vuelvo —se excusó a la vez que se incorporó para tomar la llamada.

Llevándose el móvil a la oreja, salió al balcón para tener un poco de privacidad. De espaldas al interior del departamento, fijó la mirada en el océano y permitió que Germán lo alejase, aunque fuese por unos minutos, de toda la mierda que estaba viviendo. Incluso estando en esa situación, no pudo evitar que su cuerpo reaccionara al sonido de su voz. Todavía recordaba la electricidad que lo había recorrido entero la primera vez que, acercando sus labios a su oído, le había susurrado lo mucho que le gustaba.

¡Mierda! Tenía que apartar sus pensamientos de eso o tendría una puta erección en ese instante. Gruñó al darse cuenta de que era demasiado tarde. Con su mano, ejerció un poco de presión en un intento por disimular el aumento en sus pantalones y volteó para asegurarse de que Patricia no estuviese mirando.

Pero entonces, se olvidó de todo, ya que su hermosa cuñada, esa que tenía ganado el cielo por soportar a su hermano cada día, estaba saliendo por la puerta.

Daniela miró la hora de nuevo. Estaba a punto de gritarle a alguien porque seguían sin tener noticias. Lucas y Pablo se habían marchado hacía horas y todavía no se habían comunicado. La policía se había llevado a Gabriel detenido y, desde entonces, el silencio imperaba en el ambiente, cada uno centrado en sus pensamientos. Se frotó las manos, nerviosa. Necesitaba saber que habían logrado llegar a tiempo, que Lucila estaba bien y que, pronto, volverían los tres al hotel.

De repente, el sonido de apresurados pasos llamó su atención sacándola de sus cavilaciones. Alzó la cabeza y miró en dirección a la puerta justo a tiempo para ver a Patricia entrando en la sala. Con una mano sostenía su abultado vientre mientras que la otra la apoyaba en la pared en un intento por equilibrar su cuerpo. Vio como Bruno, sorprendido y asustado en partes iguales, se ponía de pie en el acto para ir a su encuentro. José lo imitó, aunque permaneció en el lugar.

—¿Patricia? ¿Qué pasó? ¿Qué estás haciendo acá?

Pero antes de que respondiese, Agustín irrumpió justo detrás.

—¿Acaso querés matarme? Tuve que correr para seguirte el paso. Para estar de casi nueve meses caminás muy rápido.

—¿Podría alguien decirme qué carajo está pasando? Creí haberte pedido que te quedases con ella en el departamento.

—¡Y eso hice! —se defendió—. Pero es difícil cuando el otro no colabora. Me estaba volviendo loco. No paró un segundo desde que nos fuimos. Deberías saberlo. ¡Te casaste con ella!

—¡Está embarazada, Agustín!

—¡Lo sé! La que parece no haberse enterado es ella.

—¿Pueden dejar de hablar de mí como si no estuviera?

Daniela no podía creer lo que sus ojos veían. Parecía la escena de una de esas películas cómicas en las que todo sucede a la vez. Bueno, al menos, era una distracción.

—Cariño, el médico dijo...

—¡El médico se puede ir a la mierda! —lo interrumpió con exasperación sorprendiéndolos a todos—. Estoy harta de que me traten como si fuera de porcelana. Mi preocupación por Lucila no va a desaparecer solo porque me encierre en casa. Más bien todo lo contrario.

—Yo creo que las hormonas finalmente la volvieron loca.

—¡Basta, Agustín! —dijeron a la vez.

Este alzó las manos en ademán de rendición y, dando un paso hacia atrás, se apartó del peligro.

—De acuerdo, pero haceme el favor de sentarte, ¿puede ser? —rogó su marido mientras le rodeaba la cintura con un brazo.

No obstante, el celular de Daniela comenzó a sonar acaparando, al instante, la atención de todos los presentes.

—¿Pablo? —dijo en cuanto atendió la llamada.

—Lucila está bien, princesa.

Y con esas palabras, sintió que le volvía el alma al cuerpo.

Rápidamente la puso al tanto de la situación y luego de pedirle que no se preocupara, que pronto estarían de regreso y podría abrazar a su amiga, se despidió de ella.

A continuación, transmitió el mensaje al resto y, debilitada por el gran alivio que sentía, se dejó caer en el sofá. Pero entonces, algo insólito ocurrió. Centró la vista en los zapatos de Patricia. Los mismos se encontraban mojados.

—¿Eso es...?

—Oh, Dios, ¡creo que rompí bolsa!

A partir de ese momento, todo se volvió caótico.

Bruno, que siempre se había caracterizado por mantenerse calmado durante situaciones estresantes, palideció. A su lado, Patricia comenzó a sollozar, preocupada por la inminente llegada de su hija y Agustín lanzó un insulto al aire mientras se llevaba las manos a la cabeza sin apartar los ojos de aquel charco que cada vez se hacía más grande.

Inmediatamente, José tomó el mando. Pidiéndole a este último que fuera a buscar los bolsos que estaban listos desde hacía meses, se acercó a su hermano mayor.

—¡Ey, reaccioná! Todo va a estar bien, pero tenés que ponerte en movimiento ahora.

Eso pareció despabilar a Bruno.

—Sí... —balbuceó—. Necesito las llaves de la camioneta. ¡¿Dónde dejé las malditas llaves?!

—¡Acá las tengo! —exclamó Agustín desde la entrada, quien, respirando de forma acelerada, acababa de regresar con dos enormes bolsos colgando de sus hombros—. Manejo yo —continuó, decidido.

—Me parece bien —concordó José—. No veo que Bruno sea capaz de hacerlo en este momento y yo no puedo dejar a Dani sola. Por favor, mantenenos informados.

—Así lo haré.

Menos de cinco minutos después, se marcharon del hotel en dirección al hospital. 

Luego de una —a su criterio— innecesaria revisión en el hospital, por fin la dejaron irse. Pablo iba al volante mientras Lucas, sentado a su lado en el asiento trasero, intentaba confortarla. Podía sentir sus fuertes brazos envolviéndola, protegiéndola, y no pudo pensar en ningún otro lugar en el que desease estar en ese momento. Por primera vez desde que se habían despedido por la mañana, se sentía segura, a salvo, y todo se lo debía a él.

Si bien no habían tenido la oportunidad de hablar de lo sucedido en profundidad, había alcanzado a decirle quienes eran los responsables de que Mauro la secuestrase y todavía no lo asimilaba. De Julieta no podía decir demasiado, ya que ni siquiera la conocía, aunque lo poco que sabía de ella, no era muy alentador. Sin embargo, enterarse de la participación de Gabriel la había dejado absolutamente anonadada.

A pesar de que nunca habían llegado a tener algo formal, se había enamorado de él —o, al menos, eso había creído en ese entonces—. Sin embargo, nunca supo valorarla. Obsesionado con su mejor amiga, la había menospreciado y aunque estaba segura de que no lo había hecho a consciencia, ya no fue capaz de seguir rondando en su órbita. Estar con él se había vuelto demasiado doloroso.

Eso, sumado a que Daniela no estaría cerca de ella porque, después de su boda, se mudaría a otra provincia, la llevó a tomar una difícil decisión: marcharse. Tenía el corazón destrozado, pero sabía que pasar un tiempo con la única familia que siempre la había aceptado sin condiciones la ayudaría a sanar sus heridas, a seguir adelante.

En ningún momento había contemplado la posibilidad de que, justo antes de irse, experimentaría el mejor sexo de su vida con el hombre más sexy, cálido y divertido que había conocido alguna vez, quien, además, la trataba como si fuese un preciado tesoro. Pero la decisión ya estaba tomada y no había vuelta atrás. Por eso, en un acto de cobardía, se había alejado de él sin darle opción a nada. Por fortuna, Lucas no se había conformado y, tiempo después, había ido a buscarla.

Hoy por fin era feliz. Su corazón había comenzado a sanar gracias a él, al profundo e incondicional amor que le profesaba, y se sentía mejor que nunca. ¿Por qué Gabriel no la había dejado en paz? ¿Por qué estaba tan empeñado en arruinar su felicidad? Si en verdad la amase, tal y como había afirmado ante Lucas y Pablo cuando apareció en el hotel para confesar lo que había hecho, jamás la habría puesto en peligro de ese modo. No otra vez.

No pudo evitar estremecerse al recordar el momento en el que, creyéndola dormida, Mauro Padilla le había acariciado el pecho mientras le decía lo mucho que disfrutaría forzándola. Nunca se había sentido tan aterrada en su vida y, lo peor de todo, era que había estado muy cerca de cumplirlo. Si Lucas no hubiese llegado en ese momento, ese psicópata habría logrado su cometido y ella estaría muerta, o peor aún, deseando estarlo.

Él debió advertir lo que le pasaba, ya que, en el acto, la estrechó más fuerte entre sus brazos. Cerrando los ojos, se aferró a sus costados mientras escondía su rostro en el hueco de su cuello e inspiraba profundo para llenarse de su olor. La sensación de seguridad fue inmediata.

—Ya pasó todo, bonita. Estás a salvo —lo oyó susurrar con una ternura que logró desarmarla—. Ya estamos cerca. Llegaremos pronto.

Asintió en silencio. No quería que la voz se le quebrase al hablar. Ya había llorado demasiado y, en cada oportunidad, había visto la expresión de dolor en sus ojos. Sabía que Lucas se culpaba a sí mismo por haberla dejado sola, y verla así solo haría que se abriese más su herida.

Nada más llegar, caminaron hacia la puerta despacio y, al igual que lo había hecho al salir de la cabaña, la sostuvo durante todo el trayecto. Pablo, en silencio, iba delante de ellos.

Alzó la cabeza cuando, al entrar, oyó la voz de su mejor amiga. De pie, junto a José, la miraba con una mezcla de angustia y alivio en los ojos que la afectó sobremanera. Si bien ya sabía que la encontraría allí, verla provocó que todo en su interior se removiese. Siempre la había querido como a una hermana y, en ese momento, la necesitaba más que nunca.

—Dani... —susurró con voz quebrada mientras avanzó hacia ella.

Sintió la humedad en sus ojos al tiempo que veía llenarse de lágrimas los de su amiga. Entonces, sintió su abrazo, fuerte, apretado, lleno de amor, y fue incapaz de seguir conteniéndose. Cerrando los brazos alrededor de su cintura, finalmente rompió en llanto.

Lucas dio un paso hacia ella cuando la oyó quebrarse de ese modo, lo destruía por dentro sentir su angustia; pero Pablo lo detuvo apoyando una mano en su hombro. Vio cómo Daniela miraba primero a su esposo y luego a él expresando, a través de sus ojos, una muda solicitud. Quería consolarla y, por el modo en que Lucila se aferraba a ella, parecía ser justo lo que necesitaba.

La chica no perdió tiempo. En cuanto lo vio asentir, pasó un brazo por encima de los hombros de su amiga y la instó a caminar en dirección a donde se encontraba su departamento. Se contuvo para no seguirla. No deseaba alejarse de ella otra vez, quería estar a su lado y no volver a perderla de vista. No obstante, en ese momento, no era su consuelo el que necesitaba.

—Estarán bien —oyó decir a su compañero.

Él asintió, una vez más. Sabía del fuerte vínculo que las unía y lo mucho que se querían. Daniela sabría cómo confortarla, qué decirle para calmarla, incluso, de un modo en el que, tal vez, él no podría. Por otro lado, todavía podía sentir la tensión en su cuerpo, la adrenalina recorriendo sus venas, y necesitaba liberarse de eso antes de volver a estar con ella.

—Hay un gimnasio en el hotel. Creo que me vendría bien descargar un poco.

—Música para mis oídos —replicó Pablo con una sonrisa.

Si había algo que ambos disfrutaban era el ejercicio físico.

—¿Les molesta si me sumo?

La voz de José lo tomó por sorpresa. Había estado tan centrado en Lucila que no se había percatado de que seguía allí.

—Por supuesto que no —afirmó y mirando alrededor, prosiguió—: ¿Dónde están los demás?

Él sonrió.

—No van a poder creerlo. Vamos, se los cuento de camino.

Cuando, horas después, regresó al departamento, Lucila estaba dormida. Daniela le contó que había llorado mucho, pero que, al final, había logrado calmarse. A continuación, lo abrazó y, emocionada, le agradeció por haber salvado a su amiga. Por último, se despidió con un beso y se marchó junto a Pablo en dirección a la unidad que Bruno les había dado para que durmiesen durante su estadía.

Tras cerrar la puerta, se dirigió a la habitación y, luego de corroborar que seguía dormida, se metió en la ducha. Los músculos le dolían, y no era para menos, los había llevado al límite en un intento por mitigar el recuerdo del pánico que había experimentado antes, al pensar que no llegaría a tiempo. Estaba exhausto y, aun así, seguía sintiéndose tenso; pero sabía que eso no cambiaría hasta que la tuviese de nuevo entre sus brazos.

Luego de secarse, se puso unos bóxers y, manteniendo su torso desnudo, se acostó a su lado. Lucila estaba de costado dándole la espalda, por lo que, con sumo cuidado de no despertarla, pasó un brazo por encima de su cuerpo y lo pegó al suyo. Esa noche, más que ninguna otra, necesitaba de su cercanía, de su calor.

Sonrió al oírla suspirar en cuanto sus cuerpos se tocaron. Incluso dormida, parecía ser capaz de sentirlo. Cerró los ojos e inspiró profundo. Ahora ya podía descansar. Lucila estaba con él, a salvo. 

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