Capítulo 25

Lucila despertó, poco a poco. Estaba débil, la cabeza le dolía y se sentía un tanto desorientada. Abrió los ojos apenas. Si había alguien con ella, no quería que supiera que había despertado. No obstante, estaba sola. Suspiró y luego de parpadear varias veces, enfocó la vista. Había sentido el colchón en su espalda, por lo que no le extrañó que se encontrase en una habitación. Era una vieja cabaña, un tanto descuidada. Nunca antes había estado allí.

Intentó sentarse, pero el cuerpo le pesaba, agotado, como si hubiese tomado algo para dormir. De pronto, una imagen pasó, de forma fugaz, por su mente. Lucas despidiéndose para ir en auxilio de su ex novia que había tenido un accidente. Ella esperando que él la contactase mientras sus dudas y miedos comenzaban a atormentarla.

Otra imagen centelleó desapareciendo con la misma velocidad con la que había aparecido. Se vio así misma en su departamento, sus ojos llenos de lágrimas, la angustia desbordándola. Entonces, todo se volvió más claro. Su puerta estaba abierta y alguien la esperaba escondido en las sombras.

El último recuerdo, antes de que todo se volviese negro, regresó con absoluta nitidez. Mauro Padilla había saltado sobre ella y, sujetándola de atrás, había acercado un pañuelo a su nariz que hizo que se durmiese. No sabía qué había pasado después, pero, a juzgar por donde se encontraba, había conseguido llevársela. ¡Dios mío! ¿Se habría dado cuenta alguien de esto? ¿Y Lucas? ¿Lo sabría él?

No sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero esperaba que no fuesen más que unas pocas horas. Un escalofrío recorrió su cuerpo y las lágrimas invadieron, de nuevo, sus ojos. Se apresuró a limpiarlas con manos temblorosas y se dispuso a levantarse. Tenía que salir de allí. No debía estar muy lejos del hotel y conocía muy bien la zona. No tardaría en ubicarse y encontrar el camino de regreso. No obstante, en cuanto intentó incorporarse, todo comenzó a dar vueltas. ¡Mierda! Lo que fuese que había utilizado para drogarla debía seguir en su sistema.

Estaba por intentarlo de nuevo cuando oyó el sonido de unos pasos acercándose. Nerviosa, se recostó de nuevo y cerró los ojos. Sabía quién era, todo el lugar apestaba a él. Se preguntó si acaso ya sería demasiado tarde. Estaba segura de que, fuese cual fuese el plan que tenía para ella, sería absolutamente aterrador. Había notado el brillo en sus ojos cuando, aquella noche en la playa, había sentido su resistencia.

Era claro que disfrutaba sometiendo a las mujeres, imponiéndose ante ellas, por lo que luchar contra él solo haría que la deseara más. Obligándose a relajar cada músculo, trató de calmar su respiración. Tenía que ganar algo de tiempo y, para ello, era crucial que la creyese aún dormida.

Notó que la cama se hundía a su lado debido a su peso, y de pronto, su olor se volvió más intenso. Sintió la tensión en su cuerpo instándola a empujarlo lejos y alejarse de la amenaza, pero no podía. Por el silencio reinante, suponía que la cabaña se encontraba en una zona apartada, así que no serviría de nada que comenzara a gritar. No habría nadie alrededor para escucharla. Definitivamente, tenía que convencerlo de que seguía inconsciente o, de lo contrario, no podría detenerlo.

De repente, sintió el tacto áspero de su mano rozando su mejilla. Contuvo el inmediato estremecimiento que experimentó al sentirla deslizarse lentamente por su cuello hasta rozar el contorno de sus pechos. Podía oír su propio llanto dentro de su mente, un dolor en su estómago debido a las náuseas que le provocaba aquella desagradable caricia y una alarmante dificultad para tomar aire a causa de la opresión que sentía en su pecho. ¿Y si se había equivocado? ¿Si no le importaba que no estuviese consciente?

—Estoy deseando que despiertes. —Casi dejó escapar un sollozo ante el espantoso sonido de su voz—. Quiero verte pelear contra mí aun sabiendo que no podés hacer nada para detenerme. Me contuve durante demasiado tiempo, pero ya no más. Me pongo duro solo de pensar en tus gritos cuando me sientas dentro —dijo en medio de un jadeo de excitación—. De nada sirvió todo lo que hizo ese policía de mierda para protegerte. Él no está acá y pronto serás toda mía.

Lo sintió tomar su mano mientras hablaba y colocarla en su entrepierna para comenzar a frotarse con ella. Asco, rechazo, terror eran algunas de las emociones que, casi sin éxito, intentaba contener dentro de ella. Nunca en su vida se había sentido tan indefensa como en ese momento y, por un instante, creyó que no sería capaz de seguir fingiendo por mucho más tiempo.

Pero entonces, oyó un auto aproximarse y se permitió sentir esperanza. ¿Sería Lucas? ¿Habría ido a rescatarla?

Mauro se incorporó con brusquedad y, murmurando toda clase de maldiciones, salió de la habitación dejándola sola.

Abrió los ojos cuando lo escuchó abrir la puerta de entrada y, cubriendo su boca, dejó salir el llanto contenido. Desde allí, podía oírlo discutir con quien fuese que había llegado y, aunque no tenía idea de quien se trataba, sabía que no era Lucas. ¿Cómo podría serlo si ni siquiera estaba al tanto de lo que había ocurrido?

Con dificultad, se puso de pie y, tambaleándose, caminó hacia la ventana. Era su oportunidad para intentar escapar.  

Lucas detuvo el auto a unos quinientos metros de la cabaña. No querían que Padilla los escuchara llegar, por lo que el resto del camino tendrían que hacerlo a pie. Era una zona con mucha vegetación, lo cual era positivo, ya que les permitiría acercarse sin ser vistos. Los dos iban armados, listos para un posible enfrentamiento. No sabía con qué se encontrarían, si Mauro estaría solo o tendría cómplices; pero eso no cambiaba nada, eliminaría cualquier obstáculo que se interpusiera entre él y Lucila.

En silencio, avanzaron a gran velocidad entre los árboles hasta que por fin divisaron el frente de la propiedad. Había un auto justo en la entrada, el cual, por la matricula, supieron que era de él. Lucas apretó los dientes al pensar en eso. Nunca antes se había sentido tan impotente como esa noche. Había estado en operativos peligrosos, incluso en los que había tenido todas las de perder, pero en ninguno de ellos había estado en juego la vida de alguien que amaba. Inspiró profundo y exhaló despacio intentando calmarse. Necesitaba estar centrado para ayudarla.

Asintió cuando Pablo le hizo un gesto con el dedo indicándole que debían separarse. Sin dubitación, se dirigió hacia la derecha mientras su compañero lo hacía a la izquierda para rodear la cabaña. A pesar de la tenue luz que se filtraba por debajo de la puerta y algunas ventanas, estaba oscuro, por lo que debían tener cuidado de no pisar las ramas y hojas secas en el suelo. Eso delataría su presencia y, como todavía no sabían cuántas personas había dentro, necesitaban contar con el factor sorpresa.

Con absoluto silencio, avanzó despacio mirando, de tanto en tanto, hacia la arboleda a su espalda. No debía descartar la posibilidad de que hubiese alguien vigilando de lejos y le disparase. De ese lado de la cabaña, había dos ventanas. La primera era más pequeña y estaba a mayor altura, lo cual lo hizo suponer que se trataba del cuarto de baño. La otra, unos metros más adelante, tenía toda la apariencia de pertenecer a una habitación. La luz estaba encendida.

Caminó, agazapado, hasta llegar a la misma y se asomó con cuidado de no ser descubierto. Lo que captaron sus ojos le quitó, en el acto, todo el aire de sus pulmones. Lucila, completamente inmóvil, estaba acostada en una cama con Mauro Padilla medio inclinado sobre ella. Este la acariciaba con una intimidad que no le correspondía mientras le decía lo mucho que disfrutaría forzándola.

Su corazón se lanzó al galope y sus dedos se cerraron con fuerza alrededor de la culata de su pistola cuando, de pronto, lo vio tomar su mano y apoyarla sobre su asqueroso miembro. Dispuesto a mandar todo al carajo y disparar contra ese hijo de puta hasta verlo desangrarse como el cerdo que era, corrió hacia la parte de adelante de la cabaña. ¡La policía local podía irse a la mierda!

Pablo apareció de la nada y lo interceptó antes de que alcanzase a dar la vuelta. Cegado por la ira asesina que se había apoderado de él, intentó esquivarlo, pero su compañero fue más rápido y lo frenó con su imponente físico.

—Tenemos compañía —dijo entre dientes ante el esfuerzo que, incluso él, debió hacer para detenerlo—. ¡Lucas, tenés que calmarte! —exclamó en un susurro sacudiéndolo por los hombros.

—Voy a matarlo —siseó con sus ojos fijos en los de él.

—De acuerdo —concordó, consciente de que no podría evitarlo, y lo cierto era que tampoco quería hacerlo—. Pero antes tenemos que encargarnos del subcomisario.

Pablo había visto fotos de cada uno de ellos y por eso lo había reconocido al verlo bajar del auto.

Asegurándose de permanecer ocultos, se acercaron lo suficiente como para poder ver y escuchar el intercambio. Necesitaban saber qué tramaban para poder atraparlos y poner a Lucila a salvo.

Para alivio de ambos, Almada se encontraba solo y, por la expresión de su rostro, no estaba nada contento. Padilla abrió la puerta de golpe e, igual de molesto, fue a su encuentro.

—¿Qué carajo estás haciendo acá? Te dije que tenía cosas que hacer antes de ir al punto de encuentro.

—¡¿Acaso te volviste loco?! Te advertí que te mantuvieras alejado del hotel por un tiempo. Solo tenías que esperar a que ese policía se fuera y todo se calmara. Luego, seguiríamos con el negocio. Pero, no. Tenías que cagarlo todo por una simple calentura, y ahora no solo hay uno, sino dos policías de Misiones detrás nuestro.

—¡Que me la chupen!

—No, si mi hermana debe haberte dejado caer cuando eras bebé o algo porque no me explico cómo es que sos tan pelotudo —declaró, exasperado—. Esos policías vienen de la triple frontera. ¿Entendés lo que eso significa? Son agentes especiales entrenados para infiltrarse con los más grandes narcos del país y te están buscando a vos, por ende, también a mí. ¡Y todo porque no sos capaz de mantener tu verga guardada!

El comentario enfureció a Mauro.

—¡No pueden probar nada! Y a quien me coja es asunto mío.

—¡Serás imbécil! —exclamó fuera de sí—. Tienen filmaciones donde se te ve haciendo las entregas, más la información que les pasó ese idiota de Acosta y ahora la confesión de la puta esa a la que mandaste al hospital.

Lucas se tensó al oír eso último. En el fondo, había guardado una pequeña esperanza de que fuese un malentendido, pero esto confirmaba que Julieta no solo había complotado en contra de su relación, sino que había puesto en peligro la vida de Lucila y jamás la perdonaría por eso.

—Está bien, en una hora te veo en el punto de encuentro. Como dije antes, tengo que encargarme de algo primero.

—No, tenemos que irnos ya, antes de que den con esta propiedad —contradijo Almada con impaciencia—. Y haceme el favor de no dejar ningún rastro esta vez. Estoy harto de tener que cubrir tu mierda siempre. Te espero en el auto.

Tras un gruñido, Mauro dio media vuelta y volvió a entrar en la cabaña. Sus planes eran claros, violaría a Lucila, sin importar que estuviese o no despierta, y luego, la mataría. Y eso era algo que Lucas no iba a permitir.

Tras intercambiar una mirada entre ellos, se separaron, una vez más.

Pablo siguió al subcomisario quien, con absoluta despreocupación, se había alejado silbando en dirección a su auto. Ni siquiera tuvo que esforzarse en pasar desapercibido. El tipo no parecía muy preocupado de que lo sorprendiesen. No miró a su alrededor en ningún momento, ni siquiera por acto reflejo, lo cual era algo que venía de la mano con el trabajo. Estaba confiado, demasiado para su gusto, evidentemente acostumbrado a que nadie interfiriera jamás en sus asuntos. Bueno, eso estaba por cambiar.

Esperó a que cerrara la puerta del vehículo para sacar su teléfono. Por mucha confianza que este hubiese demostrado, no iba a arriesgarse a que el brillo de la pantalla llamase su atención antes de tiempo. Buscó el contacto del comisario y se apresuró a enviarle un mensaje para que moviesen el culo de una puta vez. Aun así, no esperaría a que llegasen.

Guardando de nuevo su móvil en el bolsillo, caminó hacia la puerta del acompañante y la abrió. El hombre estaba distraído viendo un video en su celular. ¿Era en serio?

—Eso sí que fue rápido, incluso para vos —se burló sin apartar los ojos del aparato—. Tal vez deberías consultar con un médico. La eyaculación precoz es un asunto serio.

La sonrisa sardónica que tenía en el rostro desapareció en el instante en que, al girar hacia él, vio el arma de Pablo apuntándolo. Por acto reflejo, deslizó la mano hacia donde tenía su pistola, pero se detuvo al sentir el frío cañón sobre su sien.

—No te recomiendo que hagas eso —advirtió con voz glaciar—. ¿Cómo fue que nos llamaste recién? Ah sí, agentes especiales entrenados para infiltrarse con los más grandes narcos del país. Bueno, claramente ustedes no entrarían en esa categoría, pero no te equivocaste con la descripción —continuó, sarcástico, con una calma que logró ponerlo nervioso—. ¿Sabés en qué más estamos entrenados? —Hizo una pausa como si estuviese esperando que respondiese—. En deshacernos de basuras como vos y el simio que está adentro.

—No tienen idea de con quien se están metiendo —balbuceó con voz temblorosa anulando el efecto buscado.

Pablo se carcajeó.

—Dejame decirte algo —respondió y bajó la voz de forma intencionada—. Me importa una mierda.

Nada más decirlo, lo golpeó con la culata de su pistola en la cabeza. Lo sujetó antes de que su cuerpo cayera hacia adelante e hiciera sonar la bocina por accidente. A continuación, lo esposó al volante con sus propias esposas y se quedó con la llave. Hizo lo mismo con el arma.

Luego de asegurarse de que no tuviese modo de escapar, bajó del auto y corrió hacia la cabaña.

Luego de varios intentos, consiguió por fin abrir la ventana, pero entonces advirtió los barrotes y debió contenerse para no gritar. Estaba atrapada y a merced de un loco que no tendría piedad alguna. Ignorando los temblores de su cuerpo y la inestabilidad que la hacía tambalearse hacia los lados, dio media vuelta y caminó, lo más rápido que pudo, hacia la puerta. Sabía que era arriesgado, pero no le quedaba más remedio. No iba a rendirse.

Había dado solo unos cuantos pasos cuando lo vio aparecer de nuevo. Sus ojos se encontraron permitiéndole ver la oscuridad en ellos y se estremeció al advertir la sonrisa perversa que asomó en su rostro al darse cuenta de que estaba despierta.

—Justo a tiempo —ronroneó mientras avanzaba hacia ella, cual depredador acorralando a su presa.

Retrocedió en un intento por mantener la distancia entre ellos, pero no había donde ir. La cama le cortaba el paso.

—Por favor no lo hagas —rogó con voz trémula.

Su sonrisa se hizo más amplia.

—Me encanta cuando suplican —declaró imponiéndose sobre ella a la vez que la empujó sobre el colchón.

Lucas, que se había adentrado en la cabaña despacio cuidándose de no hacer ningún ruido que alertara a Mauro de su presencia, lo había visto desaparecer tras la puerta de la que, sin duda, sería la habitación donde se encontraba Lucila. Lo había seguido sin perder tiempo con la intención de impedir que llegara a ella de nuevo, por eso la escuchó rogar con voz quebrada a causa del llanto y el pánico que estaba sintiendo.

Todo su cuerpo se tensó en respuesta cuando, al llegar, un instante después, lo vio arrojarla a la cama y llevarse una mano a la cintura de su pantalón. El hijo de puta iba a violarla.

La adrenalina se disparó, furiosa, en sus venas, y la ira, que apenas había logrado contener durante todo ese tiempo, estalló finalmente. Desquiciado, corrió hacia ellos y se lo quitó de encima de un violento empujón. La cabeza de Mauro se estrelló contra el marco de la ventana provocando que cayera al piso, inconsciente.

Alzó la vista hacia Lucila, quien, con sus ojos fijos en su agresor, no dejaba de llorar. Se acercó a ella con cautela, consciente de que estaría aterrada. Él también lo estaba. Había tenido el corazón en la boca desde que había hablado con Bruno. El temor de no llegar a tiempo no lo había dejado respirar con normalidad desde entonces.

—Bonita... ¿Estás bien? —susurró de forma entrecortada, todavía afectado por todas las emociones que convergían en su interior.

Se sentía cansado, débil. El miedo y la desesperación que había experimentado se negaba a abandonarlo y sabía que no lo haría hasta que ella estuviese lejos de ese tipo.

La sujetó con delicadeza de los hombros al ver que no respondía. Necesitaba oír su voz, saber que ese maldito no le había hecho nada, pero ella lanzó un grito apenas lo sintió tocarla y lo apartó de forma refleja.

Lucas contuvo una maldición. Iba a matarlo. Lo torturaría y luego lo mataría lentamente. Pero primero debía sacarla de allí.

—Lucila, tranquila, soy yo. Estás a salvo —insistió con voz temblorosa, afligido aún por la situación.

Solo entonces, ella posó los ojos en los suyos.

—¿Lucas?

No podía creerlo. Él estaba allí. Había ido por ella.

Necesitando de su consuelo, se arrojó a sus brazos fundiéndose contra su pecho. Su calor la envolvió, al instante, como un manto protector cobijándola del peligro al que había estado expuesta durante horas.

Lucas suspiró en cuanto la tuvo entre sus brazos.

—¿Estás bien? ¿Él llegó a...? ¿Te lastimó? —le preguntó mientras le acariciaba el cabello para calmarla y, de paso, también a sí mismo.

Todo parecía indicar que no había tenido tiempo de agredirla, pero quería escucharlo de ella. Jamás se perdonaría a sí mismo si... ¡Mierda, no podía ni pensarlo!

—No, no —respondió entre sollozos.

La apretó, aún más, contra su cuerpo al oírla y sintió cómo el alivio caía sobre él aflojándolo, debilitándolo. Tenía que ponerse en movimiento. Mauro despertaría de un momento a otro y no iba a dejar que se acercase a ella de nuevo.

—Vamos, bonita. Tengo que llevarte al auto.

Siguiendo sus indicaciones, Lucila se incorporó. Sentía las piernas flojas, débiles y estaba segura de que, si no fuese por él, no podría siquiera mantenerse en pie, pero no se detuvo. Avanzaron juntos hacia la puerta de la habitación, podía sentirlo sostenerla con firmeza, y no solo en el sentido literal de la palabra. Él era su roca, su sostén, su refugio.

Un ruido a su espalda puso a Lucas en alerta. Mauro estaba volviendo en sí. Se apresuró en el último trecho. Tenía que sacarla de esa maldita habitación antes de que este lograse levantarse. ¿Dónde carajo se había metido Pablo?

Estaban por cruzar el umbral cuando sintió un fuerte tirón hacia atrás. La soltó para no arrastrarla con él mientras le gritaba que corriese fuera, y se preparó para el impacto. El arma se soltó de su mano con la caída y, a partir de ese momento, todo sucedió muy rápido.

Lucas se incorporó a medias y se estiró en un intento por alcanzar su pistola, pero Padilla se lanzó sobre él de inmediato golpeándolo con fuerza en el labio. Utilizando todo el peso de su cuerpo, logró derribarlo haciendo que cayese de espaldas sobre el piso nuevamente. En esta oportunidad, consiguió apartarse cuando intentó golpearlo por segunda vez haciendo que el puño del hombre se estrellara contra el piso. Lo oyó gruñir, más por haber fallado que por sentir dolor.

Enfurecido, volvió a intentarlo, pero Lucas usó los brazos para bloquear los siguientes golpes y, con ayuda de sus piernas, logró por fin desestabilizarlo. Aprovechando su falta de técnica, utilizó la fuerza de su contrincante para hacerlo caer y, colocándose encima de él, comenzó a golpearlo no solo en su rostro, sino también en el estómago.

Debía reconocer que el maldito era resistente; no obstante, Lucas no se estaba conteniendo. Ahora que por fin lo tenía donde quería, no había forma de que pudiese detenerse. La imagen de él queriendo desabrocharse los pantalones para abusar de Lucila ocupaba toda su mente y hacía que su energía aumentase con cada golpe.

Estaba tan ensimismado en esos horribles pensamientos, que no se percató de que Mauro había alargado el brazo para tomar su arma. Se detuvo en cuanto lo vio apuntarle con la misma, consciente de que, ante el más mínimo movimiento por su parte, le dispararía. Siguiendo su orden de quitarse de encima, retrocedió permitiéndole así ponerse de pie. Lo miró a los ojos y advirtió la satisfacción en los mismos cuando comprendió que había ganado.

Luego de la caída, Lucila se arrastró hacia adelante e, impulsada por el pedido de Lucas, corrió tambaleándose en dirección a la cocina. Sin embargo, no se iría de la cabaña. El tipo era enorme y por mucho que confiase en las habilidades del policía para enfrentarlo, no se arriesgaría. Había visto la crueldad en su mirada y sabía que no se detendría ante nada. Las personas que no tienen nada que perder nunca lo hacen.

Se abrió paso en la penumbra de la sala y, decidida, abrió los cajones, uno a uno, en búsqueda de algo con lo que pudiese atacar a ese monstruo. Cerró la mano alrededor del mango del cuchillo más grande que encontró y tomó una respiración profunda para armarse de valor. Lo que estaba por hacer era una locura, pero más lo era marcharse y no mirar atrás. Lucas la necesitaba y ella no iba a fallarle.

Sintió, de pronto, una ligera brisa sobre su cuello y supo que no estaba sola. Girando con el cuchillo en alto, bajó el brazo, dispuesta a defenderse. Sin embargo, una mano se ciñó sobre su muñeca para detenerla a la vez que otra se posaba sobre su boca. Asustada, alzó la mirada, pero todo su cuerpo se relajó en cuanto lo reconoció. No sabía cómo, pero, de alguna manera, Pablo estaba allí y él sí podía ayudar a Lucas.

Cuando supo que Lucila no gritaría, retiró la mano de su boca y colocó un dedo sobre la de él para pedirle que guardase silencio. Tras verla asentir, se apresuró a la habitación donde, a juzgar por los ruidos provenientes de la misma, su compañero se estaba enfrentando, mano a mano, con el idiota que la había secuestrado.

Se asomó solo lo suficiente para tener una idea de la situación. Todos sus músculos se tensaron al ver a Lucas en el piso mientras el tipo, de espaldas a él, lo amenazaba con su propia arma.

—Al final no sos tan rudo sin tu arma, ¿no? ¿Qué se siente estar del otro lado? —lo oyó preguntarle con sorna.

—Decímelo vos —intervino Pablo apuntándolo con su pistola.

Mauro volteó hacia él, sorprendido, y eso fue todo lo que necesitó Lucas. Saltando con destreza, se puso de pie y lo golpeó con el codo para recuperar su arma. Luego, le lanzó una patada en el pecho que lo hizo caer hacia atrás.

—Esta vez me tocó a mí salvarte el culo, tarado —señaló Pablo con una media sonrisa.

—Ya era hora —replicó permitiéndose bromear por primera vez en la noche.

De lejos, comenzaron a oírse las sirenas acercándose. Ambos miraron a Mauro cuando este comenzó a reír.

—¿Cuánto tiempo piensan que me tendrán encerrado? En dos días, como mucho, estaré fuera y entonces, iré por ella de nuevo —siseó con los ojos fijos en los de Lucas—. Y cuando termine, buscaré a tu hermana. Misiones no está tan lejos, después de todo.

—Cerrá la boca, imbécil —espetó Pablo sin dejar de apuntar en su dirección.

Vio cómo sus ojos se posaban en su arma antes de volver a sonreír.

—No te preocupes, que también tengo para tu princesa —agregó, desafiante.

Intercambiaron una mirada y, sin necesidad de palabra alguna, deslizaron las correderas de sus pistolas para disparar a la vez. La bala de Pablo le dio en el pecho y la de Lucas, entre las cejas.

Se avecinaban problemas, pero a ninguno le importó. Nadie se metía con sus mujeres y vivía para contarlo. 

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