Capítulo 24
Tenía dos minutos para avisarle a Daniela que se iría con Lucas. Este había sido claro al advertirle que no se demorase más tiempo o se marcharía sin él. Ya había esperado demasiado y no iba a seguir de brazos cruzados mientras Lucila se encontraba en manos de ese loco. Corrió al interior del hotel y se acercó a su esposa. Ella estaba en silencio con la mirada fija en Gabriel. Tenía los ojos vidriosos a causa de las lágrimas contenidas y el miedo estampado en su rostro. Odiaba verla así, pero, de momento, no podía hacer nada para aliviar su pena.
—Princesa, voy a ir con Lucas. En el estado en que está, no puedo permitir que vaya solo. Por favor necesito que me prometas que vas a quedarte acá hasta que vuelva.
Ella desvió los ojos hacia los de él. ¿A dónde más iría? Bueno, en realidad, no podía culparlo por preocuparse. En el pasado le había dado más de un dolor de cabeza al intentar escaparse cuando él solo estaba protegiéndola.
—Por supuesto —aseguró a la vez que apoyó una mano con delicadeza sobre su mejilla—. Pablo, si ese tipo le hizo algo a Luci...
Pero la voz se le quebró antes de que pudiese terminar la frase.
—La traeremos de vuelta —aseguró mientras acunó su rostro entre sus manos despejando, con sus pulgares, las lágrimas que comenzaron a caer de sus ojos—. Todo estará bien, te lo prometo.
Ella asintió. Confiaba ciegamente en los dos y sabía que tanto Pablo como Lucas, harían lo que fuese necesario para salvar a su amiga, incluso si para eso debían arriesgar sus propias vidas.
—Cuidate, amor.
—Lo haré.
Tras depositar un suave beso en sus labios, corrió hacia la puerta. Mientras salía, no pudo evitar recordar, con cierta ironía, la vez que, luego del secuestro de Daniela, había sido Lucila quien le había rogado que encontrase a su amiga y cómo también, poco después, le había prometido al mismo Gabriel que la traería de regreso sana y salva. ¿En qué momento las cosas se habían torcido de ese modo?
A pesar de los errores de este último en el pasado, jamás se imaginó que fuese capaz de llegar a tanto. Evidentemente, el cariño que alguna vez había sentido hacia su amigo de la adolescencia, le había impedido ver lo perturbado que estaba. No se había percatado del alcance de su tormento, de la profundidad de su rencor. Y ahora, solo deseaba poder cumplir la promesa que acababa de hacer a su mujer. Confiaba en sus habilidades, así como en las de su compañero, pero, al igual que este, le aterraba la idea de que llegasen demasiado tarde.
Nada más subirse al auto, sintió cómo Lucas aceleraba para, a una velocidad impensada para ese tipo de terreno, alejarse del hotel en dirección a la supuesta cabaña donde, si tenían suerte y el idiota de Gabriel no había mentido, encontrarían a Lucila. Su tensión era evidente en la forma en la que sujetaba el volante con fuerza. Sus ojos no se apartaban ni un instante del camino y la expresión en su rostro era mortalmente severa.
Una vez que se abrochó el cinturón de seguridad, sacó su teléfono del bolsillo y se dispuso a llamar al comisario. Lo que el ex guardaespaldas había dicho sobre Julieta seguía dándole vueltas en la cabeza y necesitaba corroborar lo que su instinto le decía. Que la modelo no era tan vulnerable como parecía querer hacerle creer a su compañero.
Conocía a la chica y, aunque nunca habían llegado a tener una relación cercana, tenía una idea de qué tipo de persona era. Por lo poco que Lucas le había contado sobre ella, no era de las que ponen al otro en primer lugar; más bien, todo lo contrario. Siempre priorizándose a sí misma y buscando sacar provecho de cada situación. Además del poder de manipulación que muchas veces había ejercido sobre él.
No entendía cómo su amigo siquiera se había fijado en ella. Tampoco era ciego. Julieta era una mujer muy atractiva y llamativa con una sensualidad que captaba el interés masculino de inmediato, pero ahí se terminaba toda su belleza. Su personalidad inmadura y egocéntrica, su egoísmo y superficialidad anulaba cualquier efecto que pudiese generar lo antes mencionado. Y eso, sin mencionar su clara falta de lealtad.
Por otro lado, jamás lo había visto mirarla del modo en que miraba a Lucila. Ya en su boda, había alcanzado a ver las chispas que saltaban entre los dos, esa complicidad que no puede fingirse o fabricarse. Una química imparable y arrolladora capaz de anular cualquier pensamiento lógico que pudiese tenerse. Una intensa atracción imposible de ignorar, mucho menos luchar contra ella. Él lo sabía bien. Le había pasado lo mismo con Daniela.
Por todo esto, no le parecía tan descabellado que hubiese confabulado con Gabriel y, cuanto más lo pensaba, más seguro estaba de que la visita al hospital no había sido mera casualidad. Por un momento, deseó poder ser él quien la interrogase. Reconocería la verdad en sus ojos, aunque se esmerara en ocultarla. Pero el tiempo apremiaba y la prioridad ahora era encontrar a Lucila. No obstante, no dejaría nada al azar. Si Julieta se la había jugado a Lucas, entonces tendría que pagar las consecuencias.
—Comisario Gutiérrez, soy el oficial inspector Díaz —saludó cuando la autoridad máxima de la policía local respondió su llamado—. Sí, ya llegué al hotel, pero tuve que volver a irme. Por eso lo llamo. Necesito pedirle un favor.
Lucas escuchó cómo Pablo le relataba los acontecimientos con precisión y celeridad. Debido a su profesión, estaban acostumbrados a omitir datos innecesarios comunicando, de forma clara y concisa, únicamente lo que fuese relevante. Cerró con fuerza las manos alrededor del volante cuando, al llegar a la parte de su ex, lo oyó pedirle que se contactase con la comisaría de San Clemente para que enviaran a un oficial al hospital a tomarle declaración. Le costaba creer que ella fuese capaz de hacer algo así, pero sabía que no estaba siendo muy objetivo al respecto.
Luego de enviarle la ubicación que les había facilitado Gabriel, lo oyó informarle que estaban dirigiéndose al lugar en ese preciso instante. Por el rabillo del ojo, notó que negaba con la cabeza en silencio, en desacuerdo, sin duda, con lo que fuese que le estuviese diciendo el comisario, probablemente que aguardaran su llegada para proceder.
Confirmó sus sospechas, cuando lo oyó replicarle que no olvidara que ninguno de los dos estaba bajo sus órdenes y que cualquier queja que tuviese se la transmitiese a su superior directo, el comisario Córdoba de la delegación federal en Misiones.
—El jefe va a poner el grito en el cielo cuando se entere, pero me importa un huevo. Me tienen harto con tanto tecnicismo —dijo tras cortar la comunicación.
Lucas no pudo evitar sonreír ante el comentario de su amigo. Desde que lo conocía, Pablo nunca había seguido una orden con la que no estuviese de acuerdo y todos los superiores tuvieron que aprender a lidiar con eso, ya que, por la misma razón, siempre terminaba resolviendo los casos. Y eso era una de las cosas que más admiraba de él.
—¿Creés que es cierto lo que dijo Gabriel?
Pablo giró la cabeza hacia él.
—No lo descartaría tan rápido. Demasiada casualidad para mi gusto. No termina de cerrarme.
—A mí tampoco —reconoció.
Solían compartir ese sentido arácnido que les avisaba antes de que sucedieran las cosas. Por eso, habían congeniado tan bien la primera vez que trabajaron juntos. Se complementaban a la perfección, confiaban el uno en el otro y, lo más importante, su conexión los había llevado a formar un fuerte vínculo de hermandad que no todos los policías experimentaban con su compañero.
Todo el maldito día había tenido esa extraña sensación y por una cosa o por otra, la había dejado de lado. No obstante, no había olvidado lo que ella le había respondido cuando él le preguntó quién le había hecho daño. "Ya no hay nada que puedas hacer, Lucas", le había dicho ella mientras apartaba la mirada como si estuviese ocultando algo. ¿Acaso...? No, no podía ser cierto.
—Vi sus heridas, Pablo —dijo, de pronto, más para sí mismo que para su amigo—. No hay chance de que ella misma se las hiciera.
—Pero eso no quiere decir que no lo haya planeado —replicó este con desconfianza—. Por lo que sabemos hasta ahora, Padilla se reunió con ellos para pedirles más dinero. Ahí es cuando Gabriel se negó, canceló todo y se marchó. Pero, ¿y ella? ¿Y si, después de que él se fuera, Julieta hizo otro trato? El ataque pudo haber sido planificado justamente para sacarte del hotel y que el tipo tuviese vía libre. Suena demasiado, lo sé, pero no podemos descartar esa posibilidad.
Debía reconocer que la teoría de su compañero no tenía fallas.
—Te juro que me cuesta creerla capaz de algo así.
—Los dos sabemos lo que el despecho puede hacerle a una persona —señaló. Y tenía razón, lo habían visto cientos de veces en su trabajo—. Sos consciente de que si descubren que está implicada van a arrestarla, ¿verdad?
Esta vez fue Lucas quien se giró para mirarlo a los ojos.
—Por mí que se pudra en la cárcel.
Estaba nerviosa. Nada había salido como lo había planeado y, ahora, no solo se sentía dolorida, sino también desolada. Tal y como había supuesto, Lucas había acudido en su auxilio nada más enterarse de que estaba internada, pero luego, las cosas no sucedieron como las había imaginado. Él no se desesperó al verla en ese estado, no la acunó en sus brazos para calmarla y hacerla sentirse segura y, más importante aún, no le susurró que todo estaría bien, que ya estaba a su lado.
Había ido, sí, su cuerpo había estado allí, pero su mente —y su corazón—, se encontraba lejos, en otra playa, con otra mujer, y después, se había marchado en cuanto tuvo la oportunidad. Sintió el escozor de las lágrimas en sus ojos al recordarlo mientras que el nudo en su garganta se agrandaba. Ya no la quería. No había visto en su mirada esa chispa de alegría y ternura que la caracterizaba. Él ya no irradiaba esa calidez que siempre la había hecho sentirse querida, protegida. Se había preocupado por ella, por supuesto, eso no había cambiado, pero todo lo demás sí y descubrirlo la estaba destrozando.
Había pensado que, tal vez, al verla así, convaleciente y frágil decidiría quedarse a su lado. Que interrumpiría sus vacaciones y volvería a Misiones con ella. Sin embargo, no podría haber estado más equivocada. Por eso se sorprendió cuando lo oyó decir que había llamado a sus padres. Ella no los quería a ellos. Lo quería a él.
En ese momento, comprendió, que lo había perdido para siempre. Y lo peor de todo, era que había sido por su culpa. Meses atrás, su jefe había empezado a insinuársele y, aunque debería haberlo detenido, optó por fingir que no se daba cuenta. No quería arriesgarse a perder su trabajo. El hombre era atractivo, no obstante, no se comparaba con Lucas. Nunca nadie lo haría.
Pero entonces, la oportunidad que tanto había esperado se presentó, su sueño de alcanzar la fama cada vez más cerca. Por fin, tendría el reconocimiento que se merecía después de tantos años de esfuerzo y dedicación. Pero, como todo, tenía un precio y ella se vio obligada a tomar una decisión que, ahora lo entendía, no fue la correcta.
Accedió pensando que sería algo de una sola vez, algo que, en cuanto terminara, quedaría en el olvido y nunca más volvería a pensar en eso. Nadie saldría herido porque Lucas jamás se enteraría —o eso era lo que había pensado—. Jamás se imaginó que él iría a la agencia al salir del hospital, mucho menos, que entrara en la oficina y la viese con sus propios ojos.
Con la esperanza de que la perdonase, le mintió, o, más bien, le contó la verdad a medias, pero no funcionó y toda esa emoción que la embargaba cada vez que sucumbía a lo prohibido, a lo que sabía bien que no era correcto, desapareció en el instante en el que él terminó la relación. Qué irónico que lo mismo que en un tiempo la hizo sentirse viva, fuese por lo que ahora deseara morir.
—Señorita Colombo, buenas noches. Soy el inspector Ángel Palavecino. Vengo a hacerle unas preguntas por lo sucedido esta madrugada.
—Ya les dije lo que recuerdo —respondió con fastidio—. No tengo nada más que agregar.
No quería hablar con nadie. Ni siquiera con sus padres quienes, hacía un rato, habían bajado a buscar un café y la habían dejado sola. Lo único que quería era dormir para no tener que sentir el horrible dolor que la acompañaba a todos lados desde que había roto con su prometido.
—¿Cuál es su relación con Gabriel Acosta?
La pregunta la tomó por sorpresa.
—¿Qué?
El oficial la repitió, su expresión inescrutable.
—No... No sé de quien me está hablando.
—¿El nombre Mauro Padilla le suena?
—¿A qué vienen estas preguntas? —respondió, inquieta, a la vez que se acomodó en la cama—. Me duele la cabeza. ¿Podría llamar al médico?
—Por supuesto, en cuanto acabemos, iré a buscarlo.
—¿Qué está sucediendo acá? —preguntó de pronto su padre que en ese momento entraba, junto a su madre, en la habitación.
El policía volvió a presentarse y a explicar el motivo de su visita.
—Mi hija ya declaró que no recuerda nada. No entiendo por qué la insistencia.
—Señor, hace unas horas secuestraron a una chica en Villa Gesell y Julieta fue señalada como una de las autoras intelectuales del hecho.
—¿Qué? Pero esto es absurdo —señaló su madre, molesta—. Nosotros no conocemos a nadie acá. Somos de Misiones, mi hija vino por trabajo y anoche fue atacada. ¿Acaso no ve que estamos en el hospital?
—Señora, solo estoy haciendo mi trabajo —aclaró y, dirigiéndose una vez más hacia la joven, continuó con las preguntas—. ¿Puede decirme dónde se encontraba al momento de ser atacada?
—Yo solo había salido a pasear. Estaba caminando por la calle y entonces, todo se puso negro. No sé qué quieren de mí. Les dije varias veces que no me acuerdo de nada más. No sé nada de esos hombres y por supuesto que no tengo nada que ver con el secuestro de Lucila.
Un repentino silencio se formó en el ambiente. El policía no había mencionado, en ningún momento, el nombre de la víctima.
Beatriz jadeó al percatarse de lo que eso significaba.
—¿Quién es esa chica? ¿La conocés entonces? —preguntó frunciendo el ceño.
—No, mamá, no la conozco —murmuró, nerviosa.
—Tal vez el nombre de Lucas Ferreyra la ayude a recordar —presionó el agente.
—¿Lucas? ¿Qué tiene que ver él en todo esto? ¿Qué está pasando, Julieta? ¿Qué hiciste?
—¡Yo solo quería estar con él! —explotó finalmente—. Lucas era mi novio. Estábamos comprometidos. ¡Se iba a casar conmigo! Pero por un mísero error que cometí, lo tiró todo por la borda y se fue con esa cualquiera. ¡Ella me lo robó! —gritó entre sollozos.
—Dios mío —susurró su madre a la vez que llevó una mano a su pecho—. Hija, por favor te lo pido, decime que no tenés nada que ver con lo que le pasó a esa chica.
Ella la miró a los ojos reconociendo, en los mismos, miedo y decepción. Apartó la mirada, avergonzada.
—No lo entienden —murmuró.
—Entonces explicanos —rogó su padre.
—¿Y qué importancia tiene ahora? Lo hecho, hecho está —dijo con resignación.
—Señorita Colombo, permítame darle un consejo —intervino el oficial—. Lo mejor en su situación es que coopere con nosotros. Hace tiempo que las autoridades están tras Mauro Padilla y si usted tiene información que ayude a encontrarlo, le aseguro que el juez tendrá consideración al momento de evaluar su caso. De lo contrario, basándose en las pruebas que se tiene, no tendrá más opción que declararla cómplice del secuestro de Lucila Narváez y, por supuesto, de todo lo que le pase después.
Julieta miró a sus padres de nuevo. Nunca se había sentido tan avergonzada, humillada. Sabía que los estaba lastimando y tenía miedo de lo que pensaran de ella cuando supiesen los detalles de lo que había hecho. Seguramente, iban a pensar que se había vuelto loca y, para ser honesta, debía reconocer que tal vez estaban en lo cierto. Sin embargo, era consciente de que los destruiría verla en la cárcel.
Volvió a posar los ojos en el policía, quien aguardaba, paciente, su respuesta.
—Está bien —aceptó por fin.
A continuación, les contó cómo, sintiéndose atormentada por haber perdido a Lucas, le había pagado a Padilla para que sacase a Lucila de en medio. Luego, le había pedido que la golpeara de forma tal que acabase en el hospital y tuviesen que llamar a su ex. Lo conocía bien y sabía que él iría de inmediato. Su nobleza no le permitiría dejarla sola estando tan lejos de casa y eso le daba a Mauro tiempo, más que suficiente, para llevársela.
—¿Entonces confirma que el señor Acosta no intervino en el secuestro? —indagó el oficial.
—No, Gabriel ya se había ido.
El hombre anotaba sus respuestas en su libreta.
—Una última pregunta. En este momento, el inspector Ferreyra, junto a su compañero, se dirigen a una propiedad donde creen que pudo haberla llevado. Sería de vital importancia si puede corroborar esta información y decirnos con qué se encontrarán allí.
Ella se encogió de hombros.
—De eso no sé nada. Nunca le pregunté lo qué haría con ella una vez que la tuviese.
Finalizada su declaración, el agente procedió a informarle que un policía permanecería fuera de su habitación hasta que le dieran el alta médica y luego, sería trasladada a la comisaría para su detención. A Gabriel le esperaba un destino parecido.
En cuanto quedaron solos nuevamente, su madre rompió en llanto. Su padre, a su lado, la miraba con profundo dolor en sus ojos.
—¿En qué estabas pensando, Julieta? —Se lamentó Beatriz—. ¿Cómo pudiste hacerle algo así a Lucas? Con lo bueno que siempre fue con vos —recriminó entre sollozos—. Y esa pobre chica no tiene la culpa de nada. Ustedes ya no estaban juntos.
—¡Lo hice porque lo amo! —interrumpió llorando también.
—Eso no es amor —contradijo su padre con desaprobación—. Amar a otra persona significa querer verla feliz a cualquier costo, incluso si no es a tu lado. Pero ya vemos que no sabés nada de eso.
No le contestó. No podía. Sus palabras acababan de romperla por dentro. Con cuidado, se puso de costado y, aovillándose en la cama, cerró los ojos. No quería escuchar nada más.
A Bruno le resultó imposible mantener a los huéspedes al margen de lo que estaba pasando. En cuanto vieron los patrulleros detenerse en la puerta del hotel, supieron que había ocurrido algo. No obstante, luego de explicarles que todo estaba bajo control y que no debían preocuparse, comenzaron a dispersarse; algunos se dirigieron de regreso a sus habitaciones y otros salieron a caminar por el centro. Era una noche abierta y templada, ideal para ir de paseo.
Sentada en uno de los sillones, junto a José, Daniela bebía del té de manzanilla que el muchacho le había preparado, minutos antes. Al igual que ella, estaba muy nervioso, pero, en su caso, se le sumaba también la culpa. Después de todo, había sido él quien, ignorando las indicaciones de Lucas, la había dejado marchar sola a su departamento. Colocando una mano sobre la de él, la apretó levemente de forma cariñosa.
—Luci es fuerte. Estará bien —le dijo en un intento por animarlo, tanto a él como a sí misma.
José alzó la mirada y, con una sonrisa que no alcanzó sus ojos, asintió.
—Lo sé —concordó.
—Entonces no sigas culpándote —insistió—. Aún estando con ella, no habrías podido impedir que se la llevara. Tipos como él no se detienen ante nada cuando quieren algo. Por el contrario, lo más probable es que te hubiese quitado del medio en un abrir y cerrar de ojos.
—Puede que sí, o puede que lo hubiese pensado dos veces antes de hacerlo —replicó, agobiado por la culpa.
—Bueno, como sea, no sirve de nada ahora que te tortures con eso. Sé que Lucas la encontrará y la traerá de regreso. Tené fe, José. Hay que pensar en positivo.
—Me resulta muy difícil. Yo... Mi prima es muy importante para mí... Si algo le pasa... —La voz le tembló al final de la frase impidiéndole terminarla.
No obstante, no hacía falta. Ambos compartían el mismo sentimiento.
Daniela era consciente de que muchas cosas podían salir mal y, aunque sabía que, tanto Lucas como Pablo, habían sido entrenados para afrontar ese tipo de situaciones y cualquier imprevisto que pudiese surgir, no podía dejar de preocuparse. Lo cierto era que, hasta que no tuviese a su amiga de nuevo a su lado, no se sentiría tranquila.
Miró a su alrededor cuando escuchó la voz de Bruno que regresaba del departamento de Lucila junto al oficial a cargo y la policía científica. Al parecer, el peritaje había terminado. Agustín era el único que se había retirado nada más brindar declaración, ya que, ninguno quería que Patricia estuviese sola. Se había alterado mucho al enterarse de lo sucedido y, dado que su embarazo estaba bastante avanzado, temían que el parto pudiese adelantarse.
—Muchas gracias, señor Pedrosa —dijo el agente mientras estrechaba la mano de Bruno—. Cualquier otra cosa que recuerde, le pido que nos llame.
—Así lo haré, oficial. ¿Qué pasará con él ahora? —preguntó señalando con un movimiento de cabeza hacia el lugar donde se encontraba Gabriel, sentado y esposado.
—Quedará detenido en la comisaría hasta que el juez dicte la sentencia.
El aludido no se inmutó, ni siquiera cuando mencionaron su nombre. Apenas había vuelto a hablar desde que había recuperado la consciencia y mantenía la mirada fija en el piso. Por momentos, movía sus rodillas de forma nerviosa, pero el resto de su cuerpo parecía estático.
Daniela sabía que estaba arrepentido, había sido su guardaespaldas en el pasado y había aprendido a leerlo. Sin embargo, no sentía ni un ápice de compasión. Nada de esto habría pasado si no hubiese sido por él, por su equivocado concepto de amor y su forma enfermiza de demostrarlo.
"Son tal para cual", pensó al recordar que se había aliado con Julieta para separar a Lucila de Lucas. Solo esperaba que metieran presa a esa estúpida que no le llegaba ni a los tobillos a su amiga, porque si alguna vez llegaba a cruzarse con ella, nada la protegería de su represalia. Le arrancaría todos los pelos hasta dejarla pelada y disfrutaría de cada segundo.
Inspiró profundo en un intento por calmarse. Si bien pensar en esa arpía hacía que su sangre hirviese, la aliviaba saber que ya se encontraba en manos de la justicia. Conteniendo las repentinas nauseas que amenazaron con hacerle devolver el poco líquido que había bebido, dejó la taza sobre la pequeña mesa que estaba pegada al sillón y se frotó el estómago. La espera la estaba volviendo loca.
El movimiento debió llamar la atención de Gabriel, quien, en ese momento, levantó la cabeza para mirarla. Sus ojos se encontraron por una milésima de segundo y eso fue todo lo que necesitó para que la tensión acumulada, el miedo, la ira y la impotencia que bullían en su interior, finalmente estallaran. Se puso de pie en el acto y, salvando la distancia que los separaba, se detuvo frente a él.
—No entiendo cómo alguna vez pude pensar que eras buena persona —espetó a través del nudo que tenía alojado en su garganta.
—Daniela... —balbuceó con voz ronca—. Por favor tenés que creerme. Nunca quise que esto pasara.
—Vos nunca querés que las cosas pasen, y, aun así, lo hacen —replicó con brusquedad—. Pero ahora vas a pagar por todo el daño que nos hiciste. Y te advierto que si volvés a acercarte a ella otra vez, ¡te corto los huevos!
Por la expresión que alcanzó a ver en su rostro, supo que sus palabras lo habían lastimado, pero no le importaba. Se lo tenía merecido por cobarde.
—¡Andando! —ordenó el policía, de repente, mientras tiraba del brazo de Gabriel para que se levantase.
Y sin más, se lo llevaron.
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¡Espero que les haya gustado!
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