Capítulo 16

El calor de su boca lo esclavizó en el acto. Había deseado besarla desde hacía días y ahora que por fin la tenía entre sus brazos, se daba cuenta de que más que un deseo, era una necesidad. La apretó aún más cerca y profundizó el beso devorándola con hambre, con ansia, con un anhelo que apenas podía controlar. Sabía que debía bajar la velocidad, ir más lento, ser más suave, pero era incapaz de hacerlo. Quería arrancarle la ropa, besar cada centímetro de su piel y enterrarse en lo más profundo de ella.

Un gemido escapó de sus labios al sentir la ardiente pasión con la que la estaba besando. Su notable deseo aumentó el suyo al punto de no retorno. Había añorado sus caricias, sus besos, su calor. Su cuerpo gritaba por el suyo y reaccionaba a su tacto con una intensidad que todavía lograba sorprenderla. En cuanto sus brazos la rodeaban, las tensiones desaparecían, los pensamientos la abandonaban cediendo el paso a una urgencia primitiva y visceral que clamaba ser saciada.

—No puedo más, bonita —jadeó entre besos cuando se apartó en busca de un poco de aire—. Necesito... Tengo que...

Pero las emociones no le permitían hablar y su boca, desesperada, continuó besándola con intensidad.

—Yo también... Haceme el amor, Lucas —susurró, igual de afectada que él—. Quiero sentirte dentro de mí.

Su miembro saltó ante sus palabras y sus músculos se tensaron intentando controlar el arrollador deseo que invadió cada fibra de su cuerpo. Sin dejar de besarla, deslizó ambas manos por su silueta hasta alcanzar sus muslos y alzándola sin esfuerzo, la hizo rodearlo con sus piernas. Ambos gimieron cuando su virilidad ejerció presión sobre su cálido centro y tuvo que contenerse para no apartarle la fina tela en ese instante y penetrarla con fuerza. ¡Dios, Lucila despertaba la fiera en él!

Era consciente del sudor en su cuerpo y aunque a ella eso no parecía molestarle, a él sí. Sin esperar un segundo más, avanzó hacia el cuarto de baño mientras intentaba deshacerse de su precioso vestido. Estaba siendo torpe y lo sabía, pero no le importaba. La sola idea de recorrerla con sus manos enjabonadas lo ponía aún más duro, si acaso eso era posible. Casi lo rasgó cuando, tras bajarla al piso, se lo quitó por encima de la cabeza y dejó de respirar cuando advirtió que no llevaba corpiño debajo del mismo.

—Vos querés matarme —dijo con voz ronca a la vez que envolvió ambos pechos con sus manos.

Lucila jadeó al sentir el tormento de sus dedos sobre sus pezones y se aferró a sus hombros para mantenerse en pie. Sus caricias hacían papilla su cerebro. La agitaban por dentro despertando un ardiente fuego en su centro, un ansia irrefrenable.

Tembló cuando él reemplazó una mano con su boca, y susurró su nombre por completo perdida en la deliciosa sensación.

—Tu ropa... —alcanzó a decir cerrando los puños alrededor de la tela de su remera.

Lucas sonrió al notar su incapacidad de habla y se apresuró a desvestirse. A continuación, la despojó de lo último que aún la cubría y abrió la ducha justo antes de meterlos a ambos dentro.

—Sos tan hermosa —le dijo con los ojos fijos en los de ella mientras acunaba su rostro entre sus manos—. Y sos mía, Lucila, solo mía.

Sintió cómo una poderosa corriente eléctrica la recorrió con fuerza haciendo estragos no solo en su cuerpo, sino también en su alma. La intensidad con la que la miraba confirmaba sus palabras. La deseaba, eso estaba claro, pero había mucho más en juego. La amaba. ya no tenía duda de eso. No sabía cómo había pasado o qué había hecho ella para merecerlo, pero él estaba allí adorándola, venerándola, acariciándola con sus cálidos ojos verdes.

—Solo tuya... siempre —concordó, apenas audible.

Lucas no supo qué se había apoderado de él para decir algo así. Jamás había sido un hombre posesivo y de hecho, nunca le habían gustado ese tipo de apelativos. Las personas no eran objetos para poseerlas. Sin embargo, se había vuelto un troglodita desde que la había tenido por primera vez y no podía evitar sentirse territorial. Sí, carajo, ella era suya en todos los sentidos de la palabra. Suya para cuidar, suya para amar, suya para complacer.

Contuvo un gruñido al oír su consentimiento y sintió cómo su pecho se hinchaba de orgullo. Mierda, solo le faltaba golpearse con los puños para convertirse oficialmente en el maldito hombre de las cavernas. Aun así, no le importó. Nada más importaba. Solo tenerla en sus brazos y hacerla feliz.

Lucila se colgó de su cuello en cuanto volvió a besarla y se entregó a su voluntad. Podía sentir el agua deslizándose en su espalda mientras que sus brazos la rodeaban de forma protectora haciendo que sus cuerpos se rozaran con sensualidad. Sintió al instante la muestra de su excitación contra su vientre y fue incapaz de seguir reprimiendo el deseo de tocarlo. Cubrió su pene con una mano y envolviéndolo, comenzó a moverla hacia abajo y hacia arriba con delicadeza.

Lucas tembló al sentir su caricia y se apresuró a cubrir su mano con la suya para detenerla. Estaba demasiado excitado como para aguantar tan deliciosa tortura sin desarmarse en segundos y eso no entraba en sus planes. No, primero quería disfrutar de su suave piel y del maravilloso sonido de sus gemidos cuando la degustase como tanto había deseado desde hacía días. Solo entonces, se permitiría su propio placer.

Abrió los ojos y los fijó en él cuando lo sintió detenerla. Por un momento, pensó que había hecho algo mal, pero el fuego en su mirada le indicó que no era el caso. Por el contrario, parecía estar al límite y saberlo, le provocó una violenta descarga en su feminidad.

Él debió haberlo notado ya que en ese momento deslizó su mano entre ellos para acariciarla íntimamente. Dejó salir el aire de golpe ante el contacto de sus dedos y gimió, incapaz de permanecer callada.

—¿Te gusta? —le preguntó sin dejar de torturarla con pequeños y suaves movimientos circulares.

—Sí... oh sí —respondió poniéndose en puntas de pie cuando lo sintió introducir un dedo en su interior.

—Me encanta que seas tan sensible a mí.

—Mmmm.

No podía hablar. Ahora eran dos los dedos que entraban y salían de ella y su capacidad para hilar un pensamiento con otro se había esfumado. Clavó las uñas en sus hombros cuando el primer espasmo la alcanzó consciente de que estaba cerca, muy cerca.

Pero entonces, él se detuvo.

—Aún no —lo oyó decir contra su oído a la vez que retiró sus dedos.

—Lucas... —rogó.

Él sonrió.

—Un poco de paciencia, bonita. Te va a gustar.

Agarró el jabón y lo frotó entre sus manos hasta que se formó bastante espuma. Luego, comenzó a acariciar sus hombros, sus brazos, el contorno de sus pechos. Pasó ambos pulgares sobre sus duros picos y los masajeó provocando que se arqueara hacia él. Volvió a enjabonarse las manos y esta vez, recorrió su vientre, sus nalgas, sus muslos. Luego, subió de nuevo hasta su zona más íntima. La lavó con delicadeza y devoción, con extrema lentitud llevándola al límite, una vez más.

Cuando lo sintió retirar la mano de nuevo, estuvo a punto de gritar. ¿Lo hacía a propósito? Lo buscó con la mirada y advirtió su sonrisa. Sí, definitivamente lo hacía. "Oh, a este juego pueden jugar dos", pensó, dispuesta a atormentarlo del mismo modo. Tomando ahora ella el jabón entre sus manos, hizo lo mismo que él había hecho antes y comenzó a lavarlo desde sus hombros y pecho hasta su gloriosa, firme y palpitante erección.

Lucas apretó los dientes cuando su caricia se volvió más atrevida. Nunca había estado con una mujer tan apasionada y eso hacía que le resultase más difícil mantener el control. Con un gruñido, volvió a apartarse de ella y se apoyó sobre una rodilla. Luego, le alzó una pierna hasta colocarla justo por encima de su hombro y abriéndose paso entre sus pliegues, lamió el inflamado y prominente botón.

Emitió un agónico y prolongado gemido al sentir su lengua sobre ella. Estaba segura de que habría caído allí mismo si él no la estuviese sosteniendo con sus fuertes manos. Tiró de su cabello en el momento en el que el placer comenzó a desbordarla, pero eso no pareció detenerlo. Por el contrario, lo instó a aumentar la intensidad de sus besos y cuando creyó que ya no podría soportarlo más, la invadió con sus dedos. Entonces, su interior se contrajo con violencia y susurrando su nombre entre gemidos, estalló en mil pedazos.

Una corriente eléctrica lo atravesó al sentirla alcanzar su clímax y toda la tensión acumulada en su cuerpo en los últimos días lo abandonó en el acto. Saber que podía satisfacerla de ese modo lo colmaba por dentro, lo hacía sentirse el hombre más afortunado del mundo. Se incorporó una vez más, la sujetó de las piernas de modo tal que lo rodease con las mismas y tras alzarla, guio su erección hasta su abertura y se enterró por completo en ella.

—Dios, Lucila.

Sus espasmos no habían terminado y la presión que ejercían alrededor de su miembro, lo llevó directo al borde del abismo. Retrocedió solo un poco y volvió a entrar en ella lentamente provocando que ambos gimieran con cada embate, perdidos por completo en las intensas sensaciones que estaban experimentando. Los movimientos, suaves y lentos al principio, se volvieron rápidos, duros, profundos, cada uno elevándolos más alto, llevándolos más lejos.

—Te amo —susurró ella cuando un segundo orgasmo la sacudió por dentro.

Y eso fue suficiente para que él cayera al instante por el precipicio. Con un ronco gemido, la embistió por última vez y se dejó ir. Enterró su cara en el cuello mientras intentaba regular su agitada respiración. Su corazón latía frenético en su pecho.

—También te amo, bonita —respondió con una sonrisa.

Sí, era el hombre más afortunado —y feliz— de todo el maldito planeta.

Estaban famélicos cuando decidieron que había llegado el momento de bajar a almorzar. Era un poco más tarde del horario habitual, ya que, luego de esa sensual ducha que habían compartido, pasaron el resto de la mañana en la cama recuperando todas aquellas horas perdidas donde un pequeño abismo se había instalado entre ellos. Por fortuna, habían tenido la oportunidad de aclarar las cosas antes de que los miedos y las inseguridades fueran a más.

Lucila aún se asombraba por la paciencia y la comprensión que Lucas siempre demostraba con ella. Cualquier otro en su lugar, ya se habría puesto a la defensiva por su desconfianza y la hubiese tratado de paranoica y loca. Él, en cambio, se había abierto y le había contado sobre su pasado dejando expuesto un dolor que aún llevaba en su interior. Y ella había hecho lo único que había estado a su alcance para confortarlo. Le pidió disculpas, le contó sobre sus miedos y le demostró con hechos y palabras lo mucho que lo amaba.

Lucas había estado muy cerca de perder la paciencia horas atrás. No terminaba de entender qué le pasaba o por qué había puesto un muro entre ellos, pero no le gustaba y no estaba dispuesto a permitirle seguir con eso. Si bien también era cierto que le había ocultado algunas cosas, siempre lo había hecho para protegerla, no para dañarla. Ver su tristeza cuando había pensado que intentaba reconciliarse con su ex, lo había destrozado por dentro. Tenía que hacerle entender que ya no había nada en su pasado para él.

Era consciente de que no había pasado mucho tiempo desde que se habían conocido, pero estaba seguro de sus sentimientos. Lucila era la mujer que siempre había añorado para su vida. Era inteligente, compañera y leal, todas cualidades que él valoraba en una persona. Su belleza y sensualidad eran un extra del que estaba muy agradecido. Jamás se había sentido así con nadie más y aunque todavía había detalles por resolver, lo harían juntos. Ella no solo era su presente, sino también su futuro y ahora que la había encontrado, no la dejaría ir jamás.

Iban tomados de la mano, cada uno inmerso en sus pensamientos, cuando de pronto advirtieron que no se encontraban solos. Bruno, Patricia y Agustín estaban sentados a la mesa almorzando. No los habían visto todavía y por un instante, Lucila intentó soltarse de su agarre, pero Lucas se lo impidió. A continuación, detuvo la marcha y esbozando una pequeña sonrisa, le acarició la mejilla con su mano libre.

—Lo nuestro nunca fue un engaño, bonita —le recordó—. Sos mía, te quiero y pienso asegurarme de que todos lo sepan. ¿Estás de acuerdo con eso?

Ella asintió, incapaz de apartar la mirada de sus preciosos ojos verdes, y sonrió.

—¡Ahí están! —Oyeron la voz de Agustín a lo lejos.

Ambos giraron la cabeza hacia la mesa desde la cual sus primos los observaban con curiosidad.

—¿Qué hacen acá tan tarde? —preguntó Lucila, un tanto nerviosa.

Lucas le acarició el dorso de la mano con su pulgar en un intento por darle confianza. Sabía lo mucho que le preocupaba la opinión de su familia.

—Se me complicó la mañana y recién me desocupé hace unos minutos. Ellos insistieron en esperarme —respondió Bruno notablemente cansado. Era evidente que se estaba exigiendo más de la cuenta.

—¿Y a ustedes qué los demoró? —intervino el menor de sus primos con picardía.

—¿Sabés qué? Me gustabas más cuando eras un enano insoportable que nos seguías a José y a mí por todos lados —replicó Lucila, desafiante.

No obstante, sus mejillas se ruborizaron arruinando por completo el efecto pretendido. Agustín sonrió al ver su incomodidad y se encogió de hombros.

—Creo que todos extrañamos esa época —murmuró de pronto Patricia provocando que todos se carcajearan—. No me malinterpretes, te adoro, pero sos un poquito intenso.

—¡Ey! —se quejó, pero no tardó en unirse a las risas.

Lucas sonrió. Le gustaba el muchacho. Todo el tiempo estaba fastidiando a su prima, pero se notaba lo mucho que la quería y eso era lo único que a él le importaba.

De repente, dos mozos se acercaron con seis platos de ravioles con salsa a la boloñesa y queso parmesano. Lucila inspiró para llenarse del delicioso aroma.

—Tené piedad de mí y no gimas por favor —le susurró al oído antes de que fuese demasiado tarde.

Ella volvió a sonrojarse despertando en él un fuerte deseo de besarla. Sin embargo, se contuvo a tiempo. No quería incomodarla delante de su familia.

—¿Adónde se metió José? Si sigue tardando se le va a enfriar la comida —protestó Patricia.

—Ahí viene. Parece que lo llamaste con el pensamiento, mi amor —respondió su marido.

Lucas advirtió cómo José se tensaba nada más verlo. Sus ojos oscuros se clavaron en los suyos con evidente hostilidad y él le sostuvo la mirada en un claro desafío, harto de su mala actitud. Si había algo que quería decirle, que lo hiciera de una puta vez y cortara ya toda esa mierda. Pero este no emitió palabra alguna y él tampoco. Aun así, no perdió detalle de cada uno de sus gestos y miradas. Por alguna razón, sus alarmas se activaban cada vez que lo veía. Tal vez se debía a su actitud, o quizás a eso que tanto se esmeraba en ocultar. Porque estaba seguro de que guardaba un secreto.

A pesar de la palpable tensión entre ambos, el almuerzo transcurrió de forma tranquila, sin sobresaltos. Hablaron del hotel, de lo bien que avanzaba el embarazo de Patricia y lo ansiosos que estaban por la llegada de la bebé. También bromearon y rememoraron viejos tiempos. Cada anécdota le demostraba a Lucas el fuerte vínculo que había entre Lucila y José a pesar de que poco podía verse ahora del mismo y por un momento se preguntó si su presencia allí tenía algo que ver con eso.

—¿Te acordás de cuando dijiste que nunca ibas a tener novia?

—¿Qué?

Lucila lo miró, sorprendida de que lo hubiese olvidado.

—Manuela Gómez —dijo y esperó a que su primo hiciera memoria, pero este no parecía entender de qué estaba hablando—. Venía todos los veranos con su familia y un año decidió que ibas a ser su novio. Les dijo a todos que estaban saliendo. Lo que ninguno sabía era que ella ya tenía novio y este se apareció un día para golpearte por querer robarte a su chica.

—¡Me acuerdo! —intervino Bruno entre risas—. Incluso tuve que salir yo a defender a mi hermano porque el tarado ese tenía mi edad.

—Sí, ese mismo. Me acuerdo de que José estaba re asustado y cuando todo terminó me dijo: "Nunca voy a tener novia".

Todos rieron.

—Bueno, debió seguir asustado ya que, hasta el momento, nunca trajo ninguna chica a casa —acotó Agustín provocándolo.

Siguieron rieron, menos él que, inmutable, permanecía con la mirada fija en su plato, claramente incómodo con el tema de conversación.

—No seas pesado. Si nunca llevó a ninguna chica será porque todavía no encontró a nadie que merezca la pena, ¿verdad? —argumentó Lucila en defensa de su primo.

En ese instante, José alzó la vista hacia ella.

—Creo que mi vida amorosa es asunto mío y de nadie más —respondió, tajante.

Todos lo miraron, asombrados por la hostilidad en su voz.

—Yo... perdón, no quise ofenderte. Solo intentaba...

Pero no fue capaz de continuar. Ni siquiera sabía qué decir. Su primo nunca le había hablado en ese tono, mucho menos la había mirado con tanta frialdad.

—Y yo creo que no hay necesidad de que le hables así —intervino Lucas por primera vez con tono glaciar.

—No sos nadie para decirme cómo debo tratar a mi prima.

—¡José! —reprendió Bruno.

El aludido miró a su hermano y negando con su cabeza, alzó las manos en ademán de rendición.

—Me voy. Tengo cosas más importantes que hacer que mantener esta estúpida conversación.

Y sin más, se levantó con brusquedad y se alejó en dirección a la cocina.

Lucas advirtió las lágrimas en los ojos de Lucila y sintió el repentino impulso de seguirlo y retorcerle el cuello despacio, pero antes de que pudiese decirle que no le hiciera caso, ella se levantó y fue tras él.

Estaba furiosa. ¿Cómo se atrevía a tratarla de ese modo? Sabía que podía estar enojado con ella por lo que le había dicho la otra noche antes de que fuera a ver a la tarotista, sin embargo, nada justificaba que la humillara de esa manera delante de todos. Cual resorte, saltó de su silla y lo siguió, dispuesta a decirle lo que pensaba de su comportamiento.

—¡¿Qué te pasa, José?! —gritó, molesta.

Él ya había abierto la puerta de la cocina, por lo que todos los empleados se giraron hacia ella al oírla. Su primo maldijo por lo bajo y sujetándola del brazo, la llevó hacia su oficina.

—No me pasa nada, Lucila, por favor dejalo así.

—¡No! Quiero saber qué está pasando. Desde que llegué que estás frío, distante. No te pregunté antes porque esperaba que me lo contaras cuando estuvieses listo, pero cada día que pasa estás peor y encima ahora me tratás mal. ¿Por qué actuás de este modo? ¿Qué pasa?

—Luci, por favor te lo pido. No indagues más. Hay cosas que es mejor no saberlas.

Su voz se había vuelto temblorosa, su tono, una súplica. Sintió cómo un nudo comenzaba a formarse en su garganta al advertir el miedo en los ojos de su primo. Si antes había sospechado que podía estar en problemas, acababa de confirmarlo y si ese era el caso, no iba a dejarlo lidiar solo con eso.

—No. Voy a ayudarte lo quieras o no. Lo que sea que te esté pasando, lo vamos a afrontar juntos, tal y como siempre hicimos.

José gruñó y se pasó una mano por su cabello en un gesto nervioso.

—¡Carajo, sos igual de terca que una mula! —exclamó.

—¡Vendrá de familia! —replicó alzando ella también el tono de voz.

No pudo evitar sonreír ante su respuesta. En eso tenía razón. Todos en su familia lo eran. Resignado, se apoyó sobre su escritorio con los brazos cruzados por delante de su pecho y la evaluó con la mirada por unos segundos.

—No vas a parar hasta que te lo cuente ¿no?

—Me conocés bien, primo.

Exhaló despacio. Sabía que ese momento finalmente llegaría.

—Cecilia Milano y yo estamos saliendo en secreto.

Lucila abrió la boca para hablar, pero volvió a cerrarla. De todas las cosas que pensó que podría decirle, esa no era una de ellas. Frunció el ceño, confundida.

—Cecilia Milano —repitió—. ¿La hija del intendente?

—La misma.

—Pero... ¿No tiene...?

—Diecisiete años, sí. Creéme que no se me olvida. Como tampoco que su padre no va a dejar que estemos juntos. Tanto él como su madre tienen toda su vida planeada. Va a ir a la universidad en el exterior y después se va a casar con el hijo de un amigo suyo, alguien de buena familia y conexiones claro. Digamos que yo no entraría en esa ecuación.

Lucila permaneció en silencio por un momento analizando lo que acababa de contarle su primo. Se encontraba en una situación complicada, sin duda, pero siempre había sido una ferviente creyente de que mientras hubiese amor, todos los problemas podían resolverse.

—¿Ella te quiere?

—Quiero creer que sí —dijo con una sonrisa torcida.

—Y vos a ella —afirmó más que preguntó.

—Con toda mi alma.

Al oírlo, avanzó hacia él y lo tomó de las manos.

—Entonces tenés que luchar. Estoy segura de que Ricardo va a cambiar de opinión cuando sepa lo de ustedes. Sos una buena persona, el mejor chico que podría tener a su lado su hija.

—No seas ilusa, prima. ¿Te creés que eso le va a importar? En cuanto se entere, lo único que va a pensar es que me aproveché de su hija menor de edad para tener sexo con ella. No va a importar lo mucho que le diga que la amo y que daría mi vida por ella. Tenés que entender, Luci, lo que estoy haciendo es un delito. Podría terminar en la cárcel.

—Por eso actuabas tan raro delante de mí.

La voz de Lucas los alcanzó de repente, sorprendiéndolos. Ambos giraron hacia la puerta de la oficina donde él se encontraba de pie, flanqueado por Bruno y Agustín, quienes los miraban con asombro.

José cerró los ojos, derrotado. Acababa de confesar un crimen delante de un oficial de policía.

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