Capítulo 1

En un taxi, Lucila regresaba de la boda de su mejor amiga en dirección al hotel donde se alojaba desde que se había visto obligada a abandonar el departamento que alquilaba. La relación con sus padres era lo bastante complicada como para evitar recurrir a ellos, por lo que, en su lugar, optó por pedirle ayuda al papá de ella. Gracias a la oportunidad que este le brindó de trabajar para él por un tiempo, consiguió salir adelante. Sin embargo, no podía seguir haciéndolo. Daniela se iría lejos y ya nada sería igual.

Su amiga iba a establecerse en Misiones al regreso de su luna de miel, provincia en la cual tanto Pablo, su marido, como Lucas, el compañero de él, trabajaban como agentes de la Policía Federal en la delegación ubicada en la Triple Frontera. Eso, sumado a su reciente ruptura con Gabriel, el ex guardaespaldas de Daniela, la llevó a aceptar la oferta de sus primos para trabajar con ellos en la costa. Lo mejor que podía hacer era dejar de lamentarse y prepararse para su inminente partida. Necesitaba alejarse de todo y encontrarse consigo misma otra vez.

Pese a su firme convicción, a los pocos kilómetros, le pidió al chofer que diera la vuelta y la llevase al hotel donde sabía que Lucas estaba alojado. Había decidido no volver a involucrarse con alguien comprometido y, hasta donde sabía, él no solo tenía novia, sino que iba a casarse con ella. No obstante, desde que la besó hacía tan solo un par de horas, no había podido quitárselo de la mente. Algo en ese hombre, alegre, divertido y ardiente como el infierno, la atraía con fuerza, y aunque estuvo con otros en su vida, ninguno de ellos jamás la había afectado de ese modo.

Esa noche, en medio del primer baile de Daniela y Pablo, la siguió hacia el lugar donde intentaba ocultarse cuando la angustia la invadió. A pesar de que la alegraba la felicidad de su mejor amiga, no podía evitar sentirse miserable consigo misma. El contraste entre el rumbo que habían tomado las vidas de ambas era alarmante. Mientras que una había encontrado lo que siempre soñó, la otra había perdido por completo la brújula. Decidida a no arruinar ese día tan especial para ella, se alejó del bullicio en busca de un momento de privacidad.

Segura de que nadie podía verla, se escabulló hasta la arboleda ubicada justo a la orilla del río en una zona apartada y dejó salir las lágrimas que venía reteniendo durante horas. Entonces, en medio de sus sollozos, oyó su profunda y grave voz cargada de preocupación. Al parecer, su huida no había pasado tan desapercibida como pensaba. O, al menos, no para él. Y aunque en ese momento deseaba estar sola, le permitió consolarla. Algo en su persona la serenaba, la hacía sentir segura.

—Tranquila, bonita. No hace falta que digas nada —le había dicho él mientras la rodeaba con sus brazos y la acercaba más a su cuerpo—. Solo dejalo salir.

Y así lo hizo. Nada más sentir su calor envolviéndola, rompió en llanto, consciente de que se sentiría avergonzada después, pero ya sin energía para mantenerse en una pieza. La forma en la que le ofreció consuelo sin exigir ningún tipo de explicación a cambio la desarmó al instante. Ese hombre con quien apenas había intercambiado una conversación meses atrás cuando visitó a Daniela mientras ella y su marido se refugiaban en su casa, volvía a confortarla brindándole la fuerza que tanto necesitaba.

Al igual que aquella vez, se abrió a él. Le expuso su vulnerabilidad y le contó lo mal que se sentía por cometer el mismo error una y otra vez. Algo muy malo debía de pasar con ella para que siempre terminase involucrándose con personas no disponibles emocionalmente que no solo no la valoraban, sino que la hacían cuestionarse su propio valor. Tal vez, no era lo suficientemente buena para que alguien la quisiera de verdad.

—No, no. Voy a tener que interrumpirte justo ahí. —Se había apresurado a decirle—. Puede que no te conozca demasiado, pero eso no me impide ver lo valiente y fuerte que sos. ¿O acaso te olvidaste de cómo me enfrentaste el día que nos conocimos mientras te apuntaba con mi arma? No tenías ni idea de quién era yo y aunque estabas asustada, me plantaste cara. Eso no lo hace cualquiera. Creeme, no hay nada malo en vos y, si un hombre no es capaz de ver la maravillosa mujer que tiene enfrente, entonces es él quien no es lo bastante bueno.

Por supuesto, las lágrimas no tardaron en emerger de sus ojos de nuevo. Excepto por su amiga, nunca nadie le había dicho algo tan lindo y la sorprendió que fuese él quien lo hiciera. ¿Cómo era posible que siempre tuviese las palabras justas para ella? Todavía recordaba, con increíble nitidez, el momento en el que se conocieron. Acababa de irrumpir en la casa de Pablo, buscando a Daniela, y en su lugar, lo encontró a él. Y si bien en un principio había procurado mantener distancia con ese recio e imponente policía que la observaba con atención, no tardó en bajar la guardia ante su buen humor y alegría.

Un intenso calor en sus mejillas volvió a invadirla al evocar lo que sucedió en la fiesta, justo después, mientras la abrazaba bajo la protección de los árboles. Con los ojos fijos en los de ella, le apartó el cabello de la cara con delicadeza, deslizando la yema de los dedos por su mejilla en dirección a su nuca. Entonces, la sujetó con determinación y, tras acercarla a él, devoró su boca con ansia.

Incapaz de resistirse, se entregó a aquel suave y delicioso beso que, al instante, le hizo sentir cosas que ningún otro había sido capaz de provocarle. Su cercanía, su aroma, sus palabras... todo en él confabuló en su contra para debilitarla. Incluso sabiendo que estaba en pareja, lo dejó hacer. ¿Acaso debía empezar terapia para quitarse esa loca obsesión por los hombres comprometidos?

De camino al hotel, dudó varias veces y estuvo a punto de dar la vuelta. Era consciente de que no debía buscarlo; sin embargo, su traicionero cuerpo la instaba a ir directo hacia él. No entendía por qué se sentía tan cautivada por un hombre a quien apenas conocía. Claro que notaba su atractivo, pero sabía que no era eso lo que la dejaba sin defensas. Era la forma en la que sus ojos verdes la acariciaban sin tocarla cuando se posaban en ella, el modo en el que su grave voz la hacía vibrar por dentro cada vez que pronunciaba su nombre y la manera en la que la trataba como si fuese un preciado tesoro.

Sin control alguno sobre sus acciones, silenció la parte lógica de su mente y entró en el lujoso establecimiento. Se escabulló entre el grupo de turistas que conversaban animadamente en el hall de la recepción y, sin ser vista por los empleados, avanzó hasta el ascensor. Había alcanzado a oír en qué habitación estaba cuando se lo mencionó a Pablo más temprano. De algún modo, esos dos números se fijaron en su memoria apareciendo, de tanto en tanto, como una maldita ventana emergente en una computadora.

Sus manos temblaban cuando golpeó con suavidad la puerta, casi como si no deseara ser oída. Su corazón saltaba enérgico contra su pecho mientras su respiración se volvía más y más rápida. ¡¿Qué estaba haciendo?! Dubitativa, dio un paso hacia atrás. Debía irse de allí antes de que él la viera. No importaba lo mucho que había disfrutado del beso compartido, como tampoco el ardiente deseo que, una vez despierto, no logró volver a apagar. Lucas estaba en pareja y ella no podía hacerle eso a la chica. Pero entonces, la puerta se abrió y perdió por completo el hilo de sus pensamientos.

Se sentía exhausto. La boda de su compañero y mejor amigo había durado hasta el amanecer y comenzaba a padecer el cansancio en su cuerpo. No veía la hora de acostarse y dormir un poco antes de volver a la ruta para regresar a su casa en Misiones. Luego de darse una larga y relajante ducha, se puso unos bóxers limpios, se recostó sobre su espalda en la enorme cama que había en medio de la habitación y colocó un brazo sobre su rostro.

Las persianas estaban cerradas, por lo que apenas se filtraba la luz del día a través de las pequeñas rendijas. Aun así, no estaba seguro de que fuera a conciliar el sueño tan rápido. No había quietud alguna en su mente y sabía muy bien quien tenía la culpa de eso. Todavía podía sentir el sabor de Lucila en su boca. El beso que compartieron más temprano durante la fiesta había quedado grabado a fuego en su memoria y empezaba a creer que jamás lo olvidaría.

Ya la primera vez que la vio en la casa de Pablo en Misiones cuando lo ayudaba a proteger a Daniela de quienes buscaban atentar contra su vida, había experimentado una fuerte atracción hacia ella; pero él estaba en pareja en ese entonces y eso fue razón más que suficiente para ignorar cualquier impulso que pudiese haber sentido. Sin embargo, muchas cosas cambiaron desde ese día y aunque en ningún momento se propuso besarla, fue incapaz de resistirse a la deliciosa tentación de probar sus labios.

Suspiró. Tenía que pensar en otra cosa o no lograría pegar un ojo. Necesitaba recuperar sus energías antes de subirse al auto y emprender el largo camino de regreso a su casa. Luego de su licencia, sabía que tendría mucho trabajo pendiente, sobre todo ahora que su compañero se ausentaría durante unas semanas por su luna de miel, y quería dejar todo al día antes de salir de viaje.

Hacía años que no se tomaba vacaciones y, dadas las circunstancias, estaba seguro de que le vendría bien pasar un tiempo fuera, lejos de todo. Lejos de todos. La ruptura con su ex prometida aún dolía. No porque quisiera volver con ella, Julieta había demostrado, una y otra vez, que no era la persona indicada para él, sino por la forma en la que terminaron. Por supuesto que a nadie le haría gracia encontrar a su mujer teniendo sexo con otro hombre; no obstante, en su caso, la cosa empeoraba porque se conocían de toda la vida. Una fuerte amistad unía a los padres de ambos desde su juventud, por lo que prácticamente crecieron juntos. Jamás habría esperado una traición de esa índole por parte de ella.

No entendía qué había pasado en el medio para que se distanciasen tanto, aunque era consciente de que él tenía su parte de responsabilidad también. En el último año los dos habían estado tan enfocados en sus trabajos que apenas pasaban tiempo juntos y eso, sin duda, resintió la relación. Ahora que podía verlo todo en retrospectiva, se sorprendía de que no hubiesen terminado antes. Lo cierto era que ni siquiera estaba seguro de haberla amado en verdad. Su noviazgo había sido lo que todos esperaban y las cosas simplemente se dieron así. Sin embargo, jamás experimentó a su lado nada similar a lo que podía ver en su compañero y amigo.

Era asombroso lo mucho que Pablo había cambiado desde que Daniela apareció de nuevo en su vida. Ella lo convertía en un mejor hombre —un poco hosco y sobreprotector quizás, pero, sin duda, un mejor hombre—. Lo desafiaba todo el tiempo, llevándolo muchas veces al límite con su fuerte personalidad. No obstante, también lo llenaba de calidez e iluminaba la oscuridad en él con su amor y ternura. Ella le daba la paz que siempre había buscado, aun sin saberlo, y eso era justamente lo que él quería para sí mismo. Pasión y aventura, por supuesto, pero también amor, calma y ternura.

Una vez más, el recuerdo de Lucila irrumpió en su mente. Nunca una mujer había sido capaz de generarle tantas sensaciones solo con un beso. La miel de sus labios, la seda de su lengua contra la suya, su sabor, su olor... Ella lo seducía de un modo único, diferente, sin siquiera proponérselo. Lo tentaba, lo provocaba, lo hacía arder de deseo. Gruñó al sentir cómo su cuerpo despertaba ante la remembranza de aquel tierno y a su vez sensual beso robado a escondidas en medio de la arboleda a la orilla del río.

Unos suaves golpes en la puerta lo sacaron de repente de aquel delicioso suplicio. Apartó el brazo de su rostro y, tras un suspiro, abrió los ojos. ¿Era una maldita broma? Había sido específico cuando solicitó en la recepción que no enviaran al personal de limpieza esa mañana. ¿Qué parte de no molestar no les había quedado claro? Gimió al darse cuenta de que estaba duro como una piedra y, con una brusquedad atípica en él, se incorporó para dirigirse a la puerta, sin importarle en lo más mínimo la impresión que causaría su aspecto en la pobre empleada.

Con exasperación, la abrió de par en par, dispuesto a deshacerse de la inoportuna muchacha. Sin embargo, no fue a ella a quien encontró del otro lado. La sorpresa reemplazó al instante su malhumor y una deliciosa corriente eléctrica descendió por su columna conforme su cerebro procesaba lo que sucedía.

Incapaz de disimular el efecto que su presencia tenía en él, la recorrió con la mirada. Estaba preciosa. Todavía llevaba ese hermoso y sensual vestido rojo que se amoldaba a sus curvas con peligrosa osadía. Su largo y espeso cabello oscuro estaba suelto y alborotado, lo cual lo hacía imaginarse cosas que no debía, como lo bien que se sentiría enterrar sus dedos en él mientras la hacía suya. Notó cómo sus hipnóticos ojos pardos, que lo atraían como un imán, lo examinaban con mirada apreciativa justo antes de clavarse en los suyos.

Lucila lo devoró con la mirada al verlo semidesnudo, cubierto tan solo por unos ajustados bóxers negros que apenas contenían su notable erección. Por un fugaz segundo, pensó que podría estar acompañado, pero entonces advirtió el fuego en sus ojos y debió reprimir el gemido que estuvo a punto de escapar de su boca. Tenía la misma mirada que le había dedicado hacía horas cuando la besó en un repentino arrebato. Sintió el calor en sus mejillas y supo que se había ruborizado. "Es un error", le susurró su conciencia, instándola a dar un paso hacia atrás.

Lucas notó de inmediato su conflicto interno y, por un instante, pensó en dejarla ir. Por mucho que la deseaba, no quería ceder a la tentación. Si lo hacía, nada lo detendría. Lo tomaría todo de ella, al igual que le entregaría todo de sí mismo. Sin embargo, también se marcharía después y lo que menos quería era lastimarla. Lucila ya había sufrido suficiente. Pero entonces, la vio retroceder y una opresión en el pecho lo invadió de repente. No. Ahora que la tenía frente a él, no podía dejarla marchar.

Antes de que se alejase aún más, la tomó de la mano y, de un tirón, la acercó a él. La oyó jadear ante el choque de sus cuerpos y un delicioso calor los envolvió a ambos. Rodeó con un brazo su cintura mientras retrocedía para llevarla al interior de la habitación. Cerró la puerta de un empujón y volvió a avanzar lentamente hasta acorralarla contra esta.

Preso de sus ojos, acunó su rostro entre sus manos y las deslizó hasta sentir su cabello entre sus dedos. Gimió. Había deseado tanto hacerlo... La oyó gemir a ella también ante su toque e, incapaz de seguir conteniéndose, cubrió sus labios con los suyos, una vez más.

Todo su cuerpo se estremeció ante la quemazón que le produjo el contacto de su ardiente boca. La acarició con su lengua instándola a abrirla y la introdujo despacio hasta encontrar la suya que había salido en su busca. La besó con ansia y anhelo recorriendo cada recoveco de su interior. Lucila era como la fruta prohibida del Edén y él estaba más que dispuesto a condenarse solo para poder probarla.

Sabía que tenía que refrenarse, ir un poco más despacio, pero su desinhibida respuesta, igual de hambrienta que él, hacía que eso fuese del todo imposible. Nunca había experimentado algo similar y, sin duda, no esperaba la vorágine de sensaciones que lo invadió de repente.

Rodeándole el cuello con sus brazos, lo dejó hacer. Lucas no estaba siendo suave y eso le encantaba. Todo su cuerpo temblaba de necesidad. Quería que la besara así en todas partes. Quería sentir su boca en cada rincón de su cuerpo. Solo pensarlo hizo que su centro palpitara con violencia y le arrancara un gemido que él devoró. No pudo evitar enterrar las uñas en su espalda cuando lo sintió apretarla contra él permitiéndole sentir su dureza y, anhelante, murmuró su nombre.

Su miembro latió al oírla llamarlo en un sensual susurro. Mordió con delicadeza su labio inferior y tiró de él para luego pasar su lengua y succionar despacio. Volvió a besarla, esta vez más lento, deleitándose con su sabor. Cuando logró reunir la fuerza necesaria para poner fin al beso, abrió los ojos y esperó a que ella también lo hiciera. Necesitaba confirmar que deseaba lo mismo que él. Sin dejar de contemplarla, le acarició el cabello y lo apartó de su rostro, recorriendo con la yema de sus dedos la línea de su mandíbula hasta bajar a su cuello.

Lucila estaba tan ida ante las deliciosas sensaciones a las que él la sometía que tardó unos instantes en abrir los ojos. Su beso había sido demoledor y sus caricias, dolorosamente suaves. En cuanto se encontró con su verde mirada supo que estaba perdida. Sus iris eran como dos brillantes esmeraldas que refulgían de pasión, aprisionándola en ese instante entre sus brazos, pegada a su desnudo y fuerte cuerpo.

—Te deseo más de lo que necesito respirar —susurró él con voz ronca sin dejar de acariciar la piel de su cuello y continuar hacia abajo.

Ella inspiró al escucharlo. La sensación de sus dedos cerca del nacimiento de su escote la estaba matando. Quería que le arrancase la ropa y la tomase allí mismo, de pie contra la puerta. Su centro de placer tembló cuando él enganchó un dedo en uno de los breteles de su vestido y lo deslizó despacio hacia el costado. Notaba cómo el calor llenaba su vientre poco a poco y un fuego líquido comenzaba a bajar por su feminidad.

Intentó hablar, pedirle que no se detuviese, confesarle que ella también lo ansiaba de ese modo, pero las palabras se negaron a salir. Lucas pareció darse cuenta de su estado ya que, sin apartar los ojos de los de ella, deslizó una mano por su espalda hasta el cierre de su vestido. A continuación, se inclinó y apoyó sus labios sobre la curvatura de uno de sus pechos. Ella gimió al sentir su húmeda y suave lengua sobre la piel.

—Quiero besarte en todas partes —continuó mientras tiraba con suavidad del extremo superior del cierre abriéndolo lentamente—. Ver lo hermosa que sos y sentir tu piel en mi piel.

El otro bretel cayó por sí solo indicándole lo que ella no podía y, un instante después, sus senos quedaron al descubierto. Él se apartó solo un poco para poder contemplarla. ¡Era mucho más bonita de lo que había imaginado! Sin poder contenerse, los envolvió con sus manos y deslizó ambos pulgares por sus duros y erguidos pezones.

—Lucas... —jadeó a la vez que cerró los ojos, perdida por completo en la deliciosa sensación de sus manos sobre ella.

Sonrió al oírla y volvió a mirarla. Se inclinó hasta alcanzar de nuevo su cuello con sus labios y comenzó a besarla despacio. Apartó las manos de sus pechos para ocuparse de su vestido mientras descendía con su boca por el valle entre estos hasta llegar a su vientre. Le gustó que gimiera al sentir sus caricias y sin detenerse, prosiguió con su cometido hasta librarla por fin de su ropa.

—Sos preciosa, Lucila —afirmó en un grave susurro mientras la contemplaba maravillado.

Su cuerpo era armónico, bello, femenino y, aun delgada, sus curvas eran pronunciadas y bien definidas, muy diferente a lo que estaba acostumbrado. Volvió a acunar su rostro entre sus manos y la besó, incapaz de seguir privándose de su delicioso sabor. Recorrió su boca con ansia hasta saciarse de ella —aunque si tenía que ser honesto, no creía que eso fuese posible alguna vez—. Entonces, bajó una vez más hasta su cuello y luego, hasta uno de sus pechos.

Gimió al sentir el ardiente calor de su boca alrededor de su pezón y, colocando una mano en su nuca, enterró los dedos en el nacimiento de su cabello y lo acercó más a ella. Lo oyó gruñir a la vez que envolvía el otro pecho con una mano sin dejar de torturar la sensible punta con su lengua, moviéndola en círculos con incansable determinación.

—¡Oh, por Dios! —exclamó ella, aturdida, al sentir que succionaba con fuerza.

Animado por su excitación, hizo lo mismo con su otro pecho y le dedicó la misma atención, el mismo empeño, aumentando su placer, elevándola con cada gemido, llevándola cada vez más y más al límite.

Decidido a cumplir lo que le había anunciado al principio, la sujetó de los muslos y la alzó, obligándola a rodearlo con sus piernas. Se apretó contra su calor y la rozó con su duro y palpitante miembro. Volvió a gruñir cuando sintió sus uñas clavándose en su espalda. Le encantaba que fuese así de apasionada.

La llevó hasta la cama y la depositó sobre esta con cuidado. Enganchó los pulgares en su última prenda y la deslizó por sus piernas hasta dejarla completamente desnuda. La contempló una vez más, ansioso por descubrir su sabor, su olor. Impaciente, se deshizo de sus bóxers y sacó un preservativo de la billetera que descansaba en la mesita de luz.

Lucila lo observó todo el tiempo, impresionada por la belleza de su cuerpo. Le gustaban sus fuertes y definidos músculos, producto del arduo entrenamiento al que seguramente se sometía para poder mantenerse en forma debido a su trabajo. Tragó con dificultad al verlo sujetar su gruesa virilidad mientras deslizaba el condón a su alrededor y se sonrojó cuando lo vio sonreír al notar su reacción.

—Por favor, con cuidado —balbuceó, nerviosa, como si se tratase de su primera vez. El hombre, sin duda, estaba bien dotado, pero su evidente excitación lo hacía verse aún más imponente.

—Tranquila —se apresuró a calmarla mientras apoyó una rodilla entre sus piernas instándola a abrirlas—. Me voy a asegurar de que me recibas entero.

Volvió a besarla y hurgó en su boca, mordisqueando sus labios, succionándolos. Luego, comenzó a descender, dejando un camino de besos húmedos en su cuello y en su pecho. No obstante, no se detuvo allí. Continuó por su vientre, haciéndole cosquillas con su barba crecida. Le besó la piel, la acarició con sus labios y su lengua, bajando un poco más cada vez. Al llegar a su feminidad, le separó las piernas con las manos y, sin advertencia alguna, lamió su inflamado nudo.

Jadeó al sentirlo en su parte más sensible y, aferrándose a sus hombros, alzó las caderas en un movimiento involuntario. Lucas debió advertirlo, ya que en ese momento la sujetó con firmeza y enterró su rostro por completo en su sexo. Tembló al sentir el modo en el que comenzó a besarla. La frotaba con su lengua, intercalando movimientos circulares con pequeños golpecitos que la volvían loca, y después, cuando menos lo esperaba, succionaba con fuerza elevándola más y más.

—¿Te gusta? —preguntó contra su sensibilizado nudo antes de volver a atormentarla con su diabólica lengua.

—Sí —alcanzó a decir antes de emitir un largo y agudo gemido.

Lucas profundizó el beso al oírla y sin detenerse, introdujo un dedo en su interior. Luego, otro más. La estimuló con ellos y continuó devorándola, manifestando con cada lamida, con cada succión, su implacable deseo por ella.

Notó que estaba cerca y una deliciosa e inesperada sensación de pertenencia lo invadió de repente. No obstante, tenía la mente demasiado embotada como para ponerse a analizarlo. Irguiéndose sobre ella, se arrodilló entre sus piernas hasta ubicarse en su entrada. Rodeó su cintura con un brazo y alzándola un poco para encontrar el ángulo justo, comenzó a deslizarse en su interior.

La vio arquearse ante su invasión a la vez que jadeó su nombre de la forma más erótica que había oído jamás.

—Me estás matando, bonita —dijo con dificultad mientras se enterraba más profundo en ella.

Lucas se sentía al límite, pero no se dejaría llevar hasta tanto Lucila encontrase primero su liberación. Se retiró lentamente y volvió a entrar con suavidad. Continuó con movimientos lentos, pausados, asegurándose de no perder el control. Le estaba resultando muy difícil. La respuesta de ella, el modo en el que su cuerpo lo recibía y se comprimía a su alrededor, lo impulsaba a tomarla con más fuerza. Entonces, oyó su ruego y todo su autocontrol se desintegró en un instante.

—Por favor, Lucas —murmuró de forma entrecortada.

Podía notar lo mucho que él se estaba controlando y no quería eso. Deseaba sentirlo completamente enloquecido, desatado, ardiente. Con una mano le sujetó la nuca y tiró hacia abajo para que volviese a besarla. Él no opuso resistencia alguna y sus lenguas danzaron juntas una vez más, deseosas, hambrientas.

Gruñó, derrotado, y comenzó a moverse más rápido, más profundo, más brusco. Sus cuerpos se acompasaron a un frenético ritmo de deseo y lujuria, envueltos en una pasión que no habrían anticipado ni en sueños.

De pronto, sintió cómo ella se tensaba con los primeros espasmos y aumentó, aún más, la intensidad de sus embates. Nunca había experimentado una excitación tan intensa por una mujer. Había disfrutado en sus encuentros, por supuesto, aunque no a este nivel. Jamás. Ella despertaba partes de él que estaban dormidas, que ni siquiera sabía que existían. Con ella sentía que podía liberarse y ser él mismo, sin reparos, sin barreras. El sudor de sus cuerpos y sus aromas entremezclados se convirtieron en su afrodisíaco preferido y supo, en ese instante, que jamás la olvidaría.

Entonces, la oyó gritar su nombre cuando todo su ser estallaba en un devastador orgasmo mientras se desarmaba en sus brazos y, tras empujar con más fuerza, por fin se dejó ir. Sin apartar los ojos de los de ella, le acarició el rostro con ambas manos y enterró los dedos en su cabello en el momento exacto en el que alcanzaba el clímax.

Una palabra emergió de repente en su mente tomándolo por sorpresa: "Mía". 

Despertó poco a poco en una dulce transición entre el sueño y la vigilia. No recordaba haber dormido tan bien en meses. Sonrió. Sabía a qué se debía. Todavía sentía el cuerpo relajado después de lo ocurrido horas atrás.

Con los ojos entrecerrados, se volvió hacia el otro lado de la cama, pero la encontró vacía. Tocó el colchón con la mano y advirtió de inmediato que estaba frío. Prestó atención por si oía algún ruido en el cuarto de baño, no obstante, la puerta estaba abierta y la ropa de ella, que había quedado en el piso antes de quedarse dormidos, ya no estaba allí. Lucila se había marchado.

Apoyándose en los antebrazos, se preguntó en qué momento habría tomado la decisión de irse sin siquiera decir adiós. "Es lo mejor", intentó convencerse a sí mismo. En esa etapa de su vida, lo que menos necesitaba era sumarse complicaciones y, con su huida, ella les había ahorrado a ambos el tener que pasar por una situación incómoda. 

¿Por qué entonces no se sentía correcto?

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