Volver

No estaba segura en qué punto había comenzado a sentir asco de que sus padres estuvieran tan felices cuando ella era tan desdichada, pero era una realidad, una que le trastornaba por completo la cena.

Solo esperaba que no fuera una de esas ridiculeces de la adolescencia. Quería sentir que de verdad los odiaba, y repudiarlos eternamente por poder ser felices. La simple idea de despertar un día riendo de lo muy pendeja que había sido le provocaba nauseas. Añoraba guardar todo ese odio y conservarlo para siempre.

Sus padres eran lo peor que le había pasado en la vida, no cabía duda.

Lo odiaba todo de ellos, odiaba la casa en que vivían, las cosas que comían, odiaba hasta el apellido Riquelme.

¿Para qué querían otro bebé? Era estúpido pensarlo, su madre estaba vieja para esas cosas, un nuevo bebé solo traería más caos y más abandono.

Una pérdida completa de dinero.

—Emi ¿Te sientes bien?

Ella alzó el rostro de su plato y divisó dos de los tres rostros que más aborrecía sobre el planeta. Mamá y papá. El tercero era ese estúpido de Enrique, su supuesto novio que no la había llamado en una semana completa.

—No—masculló mientras reorganizaba los espirales del plato. Era cosa de que se sentara con ellos para que se le quitara el apetito.

—¿Qué pasa? ¿Te has peleado con tu novio?—se atrevió a preguntar su madre. Los últimos días la había notado más temperamental que de costumbre. No estaba segura de qué se trataba, pero podía asegurar que se trataba de ese bueno para nada de Torllini.

No entendía cómo podía ser que una chica de buena familia como ella se juntara con lo peorcito de la sociedad.

—No lo he visto hace días—respondió agria.

—Maravilloso, de cualquier manera no me gustaba ese chico—siempre su padre con un comentario desagradable.

Era imposible, nunca dejaría de odiarlos, de aborrecerlos con tanta rabia como le era posible poseer.

Se limitó a bufar y ofrecerles un gesto de desagrado. Detestaba tener que cenar con ellos.

—Bueno, ya habrá otros—comentó su madre tratando se subirle el ánimo—, pero cambiando un poco el tema—sonaba repentinamente inquieta, a lo que su padre bajó de inmediato el periódico—, tu padre y yo tenemos algo que contarte.

—¿El qué?—preguntó sin el más mínimo interés.

—Hace algunos meses recibimos una noticia algo triste—pronunció calmada, Dolores—, al parecer mi cuerpo es terreno hostil y quedar embarazada sería muy difícil—Emilia no se esforzó en disimular su sonrisa. Claramente su madre era terreno hostil—. Con tu padre nos dolió bastante aquello, pero decidimos que si las cosas se daban de aquella manera no nos quedaba más que asumirlo. Pero hemos hallado una solución, vamos a adoptar.

El mundo entero, la luna, las estrellas y todas las galaxias se le cayeron encima a Emilia.

Debía de ser una broma, una cruel y estúpida broma.

¿Adoptar? ¡Los perros se adoptan! ¡Las plantas se adoptan! ¿Cómo pretendían cuidar el crio de alguna fulana si ni siquiera eran capaces de cuidar la propia descendencia?

—¿Cómo has dicho?—preguntó con la sensación de asco y nausea en la garganta.

—Ya está todo resuelto, nos hemos puesto en contacto con un centro y hoy fuimos a conocer al bebé. Es precioso Emi, tan pequeño e indefenso.

Su madre sonrió y fue como si la bilis se le subiera hasta las cuerdas vocales y le quemara la garganta dejándola sin voz.

¿Eso era todo? Una mañana descubrían que ya no les gustaba ese perro viejo y mañoso así que decidían comprar un cachorrito.

Solo que ella era el perro mañoso y el adorable cachorrito tenía forma de bebé.

—¿Has perdido la cabeza?—gritó con fuerza y desasosiego, como si rajarse la tráquea pudiese apaciguar su furia.

—Emilia no le grites a tu madre—eso era lo único que sabía decir su padre.

Dolores la miró asombrada. No esperaba la mejor de las reacciones ante la noticia, pero no había imaginado tal reflejo.

—¡Grito todo lo que quiero! ¿Creen que esto es como comprar una chaqueta? La anterior está vieja y desluce así que traeré una nueva.

—Hija, nadie va a ocupar tu lugar—sonrió Dolores, Le agradaba saber que Emilia podía celarlos aún, no todo estaba tan perdido, pensaba. Pero estaba lejos de la verdad, Emilia ya era un caso perdido.

—¡Me importa una mierda mi lugar! Ustedes me dan asco, no me interesa si ya no les importo, pero no pueden adoptar un bebé creyendo que son un ejemplo de padres. Sn terribles padres, los peores que se pueden desear ¡Un bebé nuevo no lo va a mejorar! ¿Crees que puedes expiar todos tus errores hacia mí con un pendejo nuevo? ¡Así no funciona!

La cachetada resonó por toda la casa, y el dolor en la mejilla de Emilia se hizo presente solo segundos después. Su madre le había abofeteado tan fuerte que casi se le escapa una lágrima.

Nunca la habían golpeado. Podía ser que discutieran hasta perder la voz, pero nunca nadie le había tocado un pelo.

Dolía, tanto la cara como el orgullo.

Miró a Dolores sin tener el valor suficiente como para tocarse el sector adormecido. Era como ver a una persona completamente diferente, una capaz de zurrarla cuando fuera necesario.

—¡Eres una mocosa mal agradecida!—le chilló su madre roja de la ira—¡Después de todo lo que hemos hecho por ti! ¡Después de todo lo que hemos tenido que soportar! ¿Cómo te atreves a faltarnos el respeto de esa manera?

—Me golpeaste—murmuró ella sin terminar de entender lo que estaba sucediendo.

Dolores dudó, pero no dio pie atrás, Emilia estaba traspasando los límites de todo lo aceptable.

—¡Te lo merecías!—respondió con la voz temblorosa.

La chiquilla apretó los labios y contuvo las lágrimas de dolor dentro de sus párpados. Nunca se lo perdonaría, jamás ¿Qué tipo de familia era esa? ¡Ninguna! No eran una familia, no eran nada, solo tres extraños bajo el mismo techo.

Tomó su plato de comida y lo lanzó a la pared, su padre se levantó para refrenarla, pero ella fue más rápida y huyó hasta la puerta.

—Vas a ser una terrible madre, eres ya una terrible madre. Ese pobre niño tendrá una mierda de padres, tal como yo los tuve.

Cerró de un portazo y corrió hasta el ascensor.

Se reusaba a seguir soportándolos, todo tenía una cuota y la suya ya se había llenado. Sus padres podían irse al carajo, no le importaba. Podía arreglárselas sola, era buena en eso.

No sabía qué haría, no sabía dónde iría, pero una cosa estaba clara, no iba a volver.

···~*~*~*~*~*~*~*~*~*~*~···

I

Todos supieron de alguna u otra forma que ese día sería uno de los malos. Cristina por ejemplo lo supo en cuanto abrió su ventana y la lluvia comenzó a caer como si alguien hubiese abierto la llave de las nubes, solo para vislumbrar entre la tormenta como reaparecía alguien en la vida de todos.

Melchor lo entendió cuando Amanda lo llamó desesperada diciéndole que no podían esperar ni un minuto más, que Tomás necesitaba saber lo que estaba sucediendo, y Amanda lo dilucidó cuando Melchor no apareció en el plazo estimado.

Antonio y Felipe lo captaron cuando la puerta del cuarto se abrió de sorpresa y con violencia, pillándolos medio adormilados y completamente desnudos.

Y Tomás solo se enteró cuando una misteriosa carpeta naranja apareció en su correspondencia.

Pero nada de esto tendría sentido si no fuera por un determinante y único hecho que ocurrió esa mañana, uno que marcaría un antes y un después en la vida de todos los chicos.

Enrique pestañeó para poder quitarse las gotas de agua que se le pegaban a la cara y se preguntó cómo podía una persona ser tan feliz completamente empapado.

Gaspar abría los brazos mientras daba vueltas sobre sí mismo, recibiendo el agua como el regalo de los cielos.

Le hubiera gustado sentir vergüenza ajena, pero el tener empapada hasta la ropa interior le impedía pensar claramente o sentir algo más que frío o incomodidad.

—¿Te sientes libre por fin?

—Dos vueltas más y ya casi.

Enrique rodó los ojos y siguió su camino por la avenida que daba a la estación de buses. Quería llegar a casa, ducharse, ver televisión, comer algo que no supiera a cartón y dormir. En ese orden y sin saltarse nada.

Le gustaban las rutinas, y aunque fuera ilógico admitirlo, las jornadas monótonas de la cárcel le habían logrado calmar los nervios de sentirse atrapado.

—¡Espérame!—gritó Gaspar detrás de él—No me dejes aquí—lloriqueó.

Había que ser honestos, lo único que había evitado que apuñalara a Gaspar mientras dormía era la tranquilidad que le entregaba la monotonía de la cárcel, eso y la constante vigilancia por parte de los guardias.

Nunca creyó que encontraría una persona tan desesperante sobre la tierra, y a pesar de que conocía su carácter antes de ir a la cárcel, nunca pensó que compartir una celda por seis meses sería suficiente para oxidar sus nervios de supuesto acero.

Eran amigos, claro que lo eran, pero hasta los amigos querían sacarse las cuerdas vocales con una cuchara uno al otro de repente y ver como el otro se quedaba por fin callado después de seis putos meses escuchándolo hablar de absolutamente todo y al mismo tiempo absolutamente nada.

—¿No sientes como si el mundo entero estuviera a tus pies? De verdad, es como si los últimos seis meses me los hubiese pasado en una caja de zapatos, con los brazos atados a la espalda.

—No.

—Lo que pasa es que te dan tantas pastillas que te mantienes dopado, no puedes disfrutarlo como lo disfruto yo.

—Claro.

—Pero mira, no desesperes, tengo lista la lista... que gracioso, lista la lista, suena pegajoso, lista la lista—ese era otro punto que le desesperaba, se salía del punto en concreto tan rápido que era casi imposible seguir la idea de lo que estaba tratando de decir—... en fin, la lista, que por cierto está lista, especifica todo lo que vamos a hacer hoy. Primero...

—¿Qué lista?

—La que está lista—rio de su propio chiste, solo el rio.

—Gaspar yo no haré nada que no signifique...

—Que no signifique hacer una pequeña parada en la casa de Felipe antes que todo—le interrumpió colgándose de su cuello—. Hay que ser agradecidos con las cosas que nos da el señor... y dado que el señor que nos daba cosas era Felipe creo fervientemente que es nuestro deber cívico ir personalmente a agradécele por la gestión realizada ¿No crees?

—No.

—Pero dado que estás completamente empastillado con tranquilizantes para caballos tu juicio no cuenta.

—Solo quiero ir a mi casa.

—¡Y lo harás! Ese es el punto nueve en la lista, justo después de comprar una gorra de baño.

—¿Para qué quiero una gorra de baño?—bufó tratando de ignorarlo. Era inútil preguntar por la lógica en una situación que involucrara a Gaspar.

—Elemental mi querido Quique... para que haga juego con esa hermosa esponja rosa que compras en el punto siete de la lista.

Sí, definitivamente era merecedor de alguna especie de premio, solo por no haberlo matado mientras dormía, y eso que tenía un sueño terriblemente pesado, hubiese sido fácil.

—Gaspar, me voy a mi casa.

Gasp lo dejó ir entre conmocionado y repleto de lástima. Él también opinaba que seis meses juntos era demasiado tiempo, pero tenía claro que Enrique no tenía donde ir, y quería evitar que lo golpearan los recuerdos.

—¿Para qué quieres ir a tu casa? No hay nadie ahí—evidenció sintiéndose repentinamente una mala persona—. Llegaras y estará todo lleno de polvo y soledad, tal como lo dejaste, el papel que escribió Emilia seguirá pegado en tu cocina y su foto seguirá en tu mesa de noche... y ella no estará ahí ¿Para qué quieres volver?

—¡Porque sí!—gruñó a punto de matarlo.

—Eso es bueno, primera respuesta positiva del día, vamos progresando.

Enrique tenía la característica de ser extremadamente calmado, frio, de pocas palabras, siempre calculando su siguiente movimiento, examinando sus posibilidades milimétricamente. Excepto con Gaspar, con él simplemente explotaba.

—Voy a partirte la cara—finalizó alzando un puño—, y nadie va a evitarlo, porque no hay guardias cerca. Voy a partírtela y se va a sentir maravilloso.

—Y volvemos al negativismo ¿No se supone que estás con estabilizadores del ánimo?—enfatizó Gaspar ni mínimamente preocupado por la amenaza de Enrique—Hay que reajustarte esa Rispidirona.

—Risperidona, por última vez. Y solo por si te quedaba la duda, tú eres capaz de desestabilizar hasta una pirámide—volvía a verse serio y calmado. No perder la cordura era el punto clave.

—No, no, las pirámides son una de las figuras geométricas más estables, son cuerpos de base amplia... ¿Vamos dónde Felipe?

—No.

Gaspar apretó el paso para alcanzarlo y volvió a colgarse de su cuello.

—Mira, solo serán algunos instantes. Le damos la sorpresa de su vida, compartimos un breve minuto de calidad y ya. Solo como para despejar la mente—Quique no respondió—. Aparte, está de camino a tu casa, y a la mía. Sería de muy mala educación no visitarle después de todo lo que ha hecho por nosotros ¿Una vueltita corta?

Seguía poniendo en duda si realmente eran amigos o simplemente le daba lástima que un tipo tan inquietantemente irritante anduviese solo por el mundo.

Debía inhalar y exhalar, una y otra vez.

—Lo que sea—decidió ceder, era eso o escucharlo parlotear hasta llegar a su casa.

—¡Increíble! ¿Y luego iremos a comer Shawarma? Eso dice mi lista que hay que hacer en el punto dos...

—¿Qué demonios es...? ¡Olvídalo! Voy a ir a presentarle mis respetos a Felipe por soportarte todo este tiempo, y luego me iré a casa ¿Te ha quedado?

—¡Claro como el agua!

Gaspar alzó las manos y se hizo el inocente, ya vería como convencerlo de no regresar a su casa, por el momento se conformaría con aquel pequeño avance.

Caminaron casi veinte minutos bajo la lluvia, las calles se veían desoladas, y no transitaban más que un par de autos. Los domingos en Los Robles eran lentos y pausados, casi como si la gente hubiese olvidado despertarse.

La casa de Felipe era parte de un barrio residencial ubicado en la zona este, dos o tres calles de pequeñas casas con jardines de pasto corto y cortinas blancas, nada demasiado ostentoso, pero muy familiar. Esa casa se la había heredado su padre justo antes de mudarse al asilo de ancianos donde se encontraba la madre de Felipe, y aunque él hubiese preferido no aceptar nada de un hombre cruel y desagradable como su padre, al final había cedido solo por la nostalgia que le provocaba la casa.

Gaspar había pasado gran parte de su infancia como visita de esa casa, por lo que no le tomó más de un segundo reconocer la residencia de un piso color verde palta, con reja negra y un enorme ciruelo.

Tampoco le costó entrar, tenía una copia de las llaves de la entrada desde hacía más años de los que recordaba... tampoco recordaba si era una copia legal o solo había robado las llaves de Felipe. No importaba mayormente.

Abrió sin hacer escándalo. Los domingos, por lo general, Felipe se levantaba lo más tarde que podía, así que la gracia era llegar de sorpresa y saltar sobre él. No sabía si se lo tomaría como una buena broma, pero no perdía nada con intentarlo... esperaba no perder nada con intentarlo.

—Espérame un poco, iré por él y regreso de inmediato—dijo Gaspar mientras imaginaba lo molesto que se pondría su mejor amigo. Sería épico.

Enrique rodó los ojos y suspiró, tenía el vago presentimiento que las cosas no saldrían como Gaspar esperaba. Por lo general las cosas no salían como Gasp lo planeaba, por eso era tan bueno improvisando, el emperador absoluto del plan B.

Avanzó por el pasillo completamente enfocado en su pequeña broma, dispuesto a arriesgar años de amistad. Claro que Felipe se molestaría con él, pero ya pasaría, de eso se trataba ser mejores amigos.

Abrió la puerta de sopetón y se dispuso a dar un brinco sobre la cama, pero se detuvo al notar más de una persona tendida sobre ella.

Se congeló ahí mismo mientras Felipe se incorporaba de un solo salto, cubriéndose apenas con un trozo de sábana.

—¿Gaspar?

—Lo siento.

Retrocedió sobre sus pasos y cerró la puerta con la misma energía con la cual la había abierto. Estaba rojo como un tomate.

—¡Aprende a tocar las putas puertas!—escuchó las maldiciones furiosas de Felipe, no sonaba como si estuviera contento de verle.

—Eso ha sido bochornoso—susurró aún con la mirada perdida en las vetas de la madera. No se sacaría la imagen de Felipe desnudo sobre otro chico jamás de la cabeza. Eran mejores amigos, pero hasta la amistad tenía un límite.

La película se repetiría hasta el fin de los tiempos...

Hizo una pausa. Repitió la imagen una vez más en su cabeza. Abrió la puerta.

Lo primero que se encontró fue a Antonio Gonzales, el hijo del capitán Gonzales, sentado en la cama de su mejor amigo, colocándose un par de calcetines.

Buscó de inmediato a Felipe dentro de la habitación y lo pilló justo del otro lado de la cama, colocándose los pantalones.

Tragó. Intentó calmarse. No lo logró.

—¿Estás loco?—gritó ofuscado Gaspar, tratando de encontrarle una lógica al asunto—¿Se te ha fundido el cerebro?

—¿Qué te sucede? ¡Podrías darme privacidad!

—¿Privacidad? ¡Privacidad dijiste! ¡Privacidad quiere el princeso! ¡No voy a darte privacidad! Te dejo solo por seis meses y ¿qué haces? ¡Se te ocurre liarte con el hijo del hombre que me metió a la cárcel! ¡Se te ocurre tirarte a un chico cuyo padre juró perseguirnos hasta el fin del mundo! ¡Se te ocurre joderte a un chico cuyo padre puede portar y disparar un arma legalmente! ¡Privacidad dices!

—Gaspar métete en tus asuntos y sal de acá.

—¡Es un menor Felipe!—continuó Gaspar sin siquiera ponerle atención—Es tan menor como Melchor, apenas si se sacó los pañales ayer...

—Tengo dieciocho—le corrigió Anto, tratando de hacerse espacio en un discusión a la que parecía no pertenecer, independiente a que se tratara de él. Se levantó de sopetón con la sábana alrededor de su cintura y buscó rápidamente sus calzoncillos.

—¡Oh, claro! Y eso te hace todo un hombre ¡Largo de aquí Antonio Gonzales!

—¡No tienes el derecho de echar a nadie!—gruñó Felipe justo después de terminar de vestirse, armándose de valor y defendiendo lo indefendible.

—¡Fuera de aquí Antonio!—le señaló la salida con el índice y frunció el ceño de la misma manera en que su padre solía hacerlo. No se sintió especialmente bien al notarlo, pero intento omitir ese detalle.

—¡Oye! Baja las revoluciones—le amenazó Felipe, más serio de lo que jamás se había puesto.

Antonio no se movió ni un centímetro. La única persona con la autoridad para despacharlo era Felipe.

Ni Gaspar Valencia, ni nadie más iba a decirle que hacer, menos a gritos, menos de esa manera.

Gaspar por su parte estaba muy acostumbrado a que las personas no lo tomaran en serio, desde pequeño había sido de esa manera, lo que le había enseñado una pequeña pero valiosa enseñanza: si la gente no te toma en serio, consigue los medios para que lo hagan.

—Antonio Gonzales, o te vas o llamo a tu padre. Estoy más que seguro que no tiene idea de en qué tipo de cosas andas metido.

Esa fue la gota que rebalsó el vaso ¿Lo amenazaba? ¿Con su padre?

—¿Quién te crees?—ese valor que llevaba guardado salió a la luz rápidamente. No iba a recibir órdenes de nadie.

—No me creo nada, sé cosas que tú desconoces—miró a Felipe de reojo muy severo—, hago esto por tu bien.

—¿Por mi bien? ¿Eres mi padre acaso?

—No, no, claro que no, pero podríamos preguntarle qué opina de que su hijo se acurruque con un traficante de drogas. Tú decides.

Antonio intentó que su cara no demostrara ninguna emoción. Se mantuvo estoico y desafiante, sacando a ese Gonzales que siempre le acompañaba en los momentos duros.

—Antonio, siento mucho esto, creo que es mejor que te vayas—Felipe puso una de sus manos en el hombro de Antonio y trató de sonar tranquilo y comprensivo, pero solo logró herir al chico.

—¿Me estás echando?—preguntó Anto con su careta de soberbia deshaciéndose a velocidad extrema.

—No, es solo que creo que estamos todos muy alterados. Vete a tu casa y hablamos más tarde.

—¡Alterados! Yo estaba tranquilamente acostado antes de que Valencia llegara—señaló profundamente molesto— ¿Y ahora tengo que irme porque estamos todos muy alterados? ¿Qué lógica tiene eso?

—Muchacho...

Esa fue la única palabra que se escapó de sus labios. En el fondo esperaba que Antonio entendiera algo de ella, aun cuando no significara absolutamente nada, aun cuando ni él sabía lo que quería decir.

Antonio no hizo el más mínimo intento en entender. Era suficiente. Tomó sus pantalones y se los puso rápidamente, ignorando el hecho de que no llevaba ropa interior y que solo había alcanzado a colocarse un calcetín.

—No. Ni siquiera lo intentes—respondió—, estoy cansado de esperar cosas de ti que simplemente no tienes planeado darme. No hablaremos más tarde, simplemente no hablaremos más.

Recogió el resto de su ropa del suelo con toda la dignidad que pudo y se largó. Quizás era un tonto emocional, pero no era imbécil y los tenía bien puestos.

Felipe quiso detenerlo, pero no creyó que fuera justo. Sabía lo que Gaspar estaba pensado y, aun cuando le doliera, estaba seguro que tenía la razón.

Se quedó con la imagen de la espalda ancha de Antonio saliendo de su cuarto, por última vez. Esperó a que se fuera y solo cuando sintió la puerta cerrarse con mucha fuerza supo que todo había acabado.

—¡No tenías ningún derecho!—grito furioso un segundo después. Que ambos pensaran lo mismo no hacía las cosas más fáciles, ni menos apagaban el dolor que le causaba despachar a Antonio.

—¿Cómo se te ocurre jugar con el hijo del capitán de policía?

—¡No estaba jugando con él!

—¿Lo amas y piensas establecerte con él en una casa a la orilla del mar?—Felipe se mantuvo igual de furioso, pero no respondió nada—. Te conozco, no puedes mentirme. Si no eres capaz de decirme que lo amas, ni siquiera intentes acercarte a él.

—Es fácil mirar las relaciones desde afuera Gaspar.

—Y también es fácil mirarlas desde dentro, cuando tienes veintitantos, muchas vidas a cuestas, experiencia y muy pocos escrúpulos. Es un niño Felipe, no le hagas esto.

—Es nuestro problema, no el tuyo.

—Dime que no tengo razón entonces, dime que lo que estás haciéndole a ese niño al darle esperanzas es lo correcto y se acabó nuestro problema—Felipe volvió a callar—. Me has decepcionado Felps, de verdad lo has hecho.

Se marchó cansado. De todos los pecados que Felipe en su suprema inmadurez emocional pudo haber cometido, ese le parecía especialmente terrible.

No solo porque había involucrado a Antonio, sino porque también se había puesto a sí mismo en peligro. Antonio Gonzales padre, aquel hombre al que no le había temblado el pulso para interrogar por horas a un muy asustado Melchor, ese que se había deleitado al atraparle en algo malo y enviarle a la cárcel, ese mismo sería capaz de quemar vivo a Felipe si se enteraba de la relación que mantenía con su pequeño retoño.

Felipe no sería capaz de hacerse cargo de una catástrofe de esas dimensiones.

¿Qué se le había pasado por la cabeza? ¿Cómo se había atrevido a llevar algo tan lejos como para acostarse con ese muchacho?

Volvió a la sala con ese sabor amargo en la boca. La sensación de haber hecho el trabajo sucio, ese que es necesario pero que nadie quiere hacer.

Enrique ya no estaba, no se sorprendió, Quique huiría, porque así eran sus amigos, una plaga de cobardes.

Maldijo su suerte, la lluvia y el aire que respiraba. Se le había arruinado el humor demasiado temprano.

Antes de salir notó una pequeña montaña de libros sobre la mesa de la sala, estaba seguro de que no estaban ahí cuando llegó.

No le dio importancia alguna. Un montón de libros desordenados no eran nada para todo el desastre que había hallado a minutos de su regreso.

Aunque aquel inocente montón de libros guardaban un pequeño secreto, uno que se desencadenaría antes de caer la tarde y terminaría de arrasar lo poco que quedase en pie.

II

Melchor miró el teléfono con temor. Apenas si había pegado un ojo la noche anterior y con el llegar de la mañana no se sentía más tranquilo. El peso de sus decisiones le alcanzaba a pasos agigantados, y aunque no lo quisiera su conciencia se había materializado y ahora le llamaba por teléfono.

Amanda estaba enterada, y no podía vivir con ello.

Sabía perfectamente que ella no sería capaz de mantener el secreto, y quizás esa era la razón por la cual se lo había dicho: para que lo obligara a soltar la verdad de una buena vez por todas.

Había muchas partes que odiaba de sí mismo, pero por lejos la que más le desgastaba era esa increíble capacidad para guardar secretos. Eran como costras, era molesto traerlas encima, pero dolía muchísimo más intentar sacárselas.

Levantó el auricular con la sensación de estar caminando a la horca. Era culpable de los cargos, y le temía tanto a la verdad que prefería morir con los pies en el aire.

Se entregó y dejó que las cosas fluyeran. Si algo debía pasar dejaría que pasara, era lo más sano.

—Aló.

—Melchor—Amanda sonó cansada y nerviosa, como si hubiese timado un café cargado después de una noche de desvelo—, debemos decírselo. No podemos ocultarle algo tan importante.

—No creo que pueda hacerlo—se sinceró recordando lo delicado de la situación.

—Yo tampoco—respondió ella—, pero debemos hacerlo.

—Saberlo lo matará.

—Lo sé, pero sus padres jamás le dirán la verdad.

No hubo más palabras. Simplemente era un peso demasiado grande para dos personas, tan grande que aun cuando todos en el pueblo lo supieran seguiría sin ser sostenible.

—Iré a tu casa y luego lo buscaremos, espérame un poco—sentenció resignado, debía enfrentar la verdad.

Colgó completamente concentrado en Tomás ¿Cómo iba a contarle? ¿Qué le diría? ¿Qué haría? Llevaba meses imaginando el momento en que no le quedara más remedio que hablar, pero nada de lo que se le ocurría era una buena idea.

Ahora debía enfrentar la situación como sucediera, sin ningún tipo de plan de apoyo y con la seguridad de que sin importar lo que hiciera se le iría de las manos.

Tocaron a la puerta justo en el momento en que se encontraba más ensimismado y como muerto en vida se acercó para abrir. Ni siquiera se tomó un minuto para preguntar quién era, solo abrió automáticamente, todavía preguntándose qué haría con Tomás.

Ver a Gaspar fue una completa sorpresa. Se había cortado el cabello y se había dejado algo de barba. Lucía esa sonrisa poderosa en medio de la cara y un hoyuelo se asomaba tímido en su mejilla derecha. Parecía que había sido ayer que dejara la casa, o quizás nunca se había ido del todo.

—Pulga, estoy de vuelta— dijo con tono juguetón, Gaspar.

Melchor solo atinó a abrazarlo, como un reflejo arcaico, sin importar que estuviese frío y empapado. Le estrechó entre sus brazos tal como hacía de niño y se sintió de diez años nuevamente.

Gaspar no quedó indiferente a tal gesto, y a pesar de qué se hizo el fuerte la abrazó de vuelta con energía suficiente como para dejarlo sin aliento.

Extrañaba a su pulga, a su pequeño hermanito bebé y le emocionaba casi al borde de las lágrimas verlo tan sano y recuperado como antes.

Se separaron y se tomó el tiempo de observarlo de pies a cabeza.

Cabello corto, ropa decente, completamente limpio. Era como si hubiesen cambiado a su hermano, o quizás solo lo había traído de vuelta. No podía explicar la alegría que sentía y prefería no hacerlo, iba a guardar esa emoción para siempre como un recuerdo precioso y único.

—Creo que pulga no te queda bien del todo ¿Prefieres mariposa monarca o escorpión del desierto?

—Ambos suenan horrible, me quedo con pulga.

Gaspar sonrió y vio cómo su hermano sonreía de vuelta con esa sonrisa enorme que había heredado de su madre. Estaba de vuelta, su precioso Melchor estaba de vuelta.

Le pasó el brazo por detrás del cuello y le acercó para darle un coscorrón, luego le besó la frente y lo soltó.

—¡No has ido a verme ni una sola vez, renacuajo inútil!—se quejó con propiedad—¡Visitaste a Enrique! ¿Y yo? ¡Nada! Eres un hermano terrible.

—No quería que me vieras mal—musitó algo retraído—, quería sorprenderte.

—¡Y estoy muy sorprendido! Tu piel ya no se ve translúcida y has ganado muchos kilos, como una oruga antes de meterse en su capullo ¡Definitivamente eres una mariposa monarca!

Melchor rodó los ojos. Felipe tenía razón, a Gaspar dejabas de extrañarlo en cuanto abría la boca.

—Prefiero pulga...

—Lo que digas chachito de tierra ¿Puedo pasar? Me estoy empapando acá afuera.

Melchor se quitó de la puerta y Gaspar entró de nuevo a su hogar.

Nada era como antes, la casa parecía mar ordenada, y a pesar del temporal que azotaba las ventanas, algún tipo de luz iluminaba en interior.

Se podía acostumbrar a cambios de ese tipo, Gaspar era de los que no se complicaba por los cambios.

—¡Volví!—grito como siempre, era una especie de cábala que no daba suerte pero se le había hecho costumbre.

Magdalena apareció corriendo por las escaleras, no le tomó ni medio segundo aparecer en la sala. Gaspar, su Gaspar estaba de vuelta.

—¡Tú llegabas la próxima semana!—se quejó. Su hijo siempre le hacía la misma broma.

—Quería sorprenderte ¿Sorprendida?—sonrió como niño pequeño.

A Magdalena le hubiese encantado quejarse, pero no pudo hacer otra cosa que correr a abrazarlo. Su nene regresaba a casa, no había razón para refunfuñar.

—Mi vida, no sabes cuánto te he echado de menos.

Olía como Gaspar, se sentía como Gaspar, era su adorado Gaspar.

—Hola mami—la apretó de vuelta y la levantó un par de centímetros del suelo—¿Qué hay de comer?—preguntó entre risas.

—Lo que quieras Gaspi, hoy haremos lo que tú quieras.

Gaspar no tenía mayor problema en confesar que era el regalón de su madre, incluso algo mamón. Le agradaba saberse querido y mimado, era dichoso con tanta atención de parte de todos en la casa.

—Quiero huevos escalfados con espárragos al horno y papas rellenas con queso.

—Hay puré de papa y chuletas—contentó su madre sin dejar de sonreírle.

—Suena maravilloso, mami ¿Almorzamos, piojo?

—Yo tengo algo que hacer—se excusó recordando repentinamente a Amanda y a Tomás.

—¿Algo que hacer? ¿Algo más importante que tu hermano?—fingió ofenderse supremamente y hasta se llevó una mano al pecho—Eres el hermano más frío y desalmado que se puede tener. Vuelvo después de todos estos meses y tú simplemente tienes planes ya...

—¡De acuerdo! Almorcemos y luego voy...

—Almuerzo y postre...

—Sí...

—¡Grandioso!

Se fue con su madre bajo el brazo en dirección a la cocina y Melchor sintió como se le escapa el aire de los pulmones. Amanda podía esperar un poco, Tomás también, había esperado diecisiete años sin saberlo, podía esperar unos minutos más.

III

—Adoro las galletas recién horneadas en invierno—chilló Teresa pegada a la puerta del horno— ¿Son de coco?

—Son de avellana y almendras—Mónica molía un montón de maní en un mortero mientras tres de sus cuatro hermanas la miraban interesadas.

—Entonces primero mezclo todo lo seco...—Gloria no había nacido para la cocina, simplemente no entendía de amasar y batir, pero dado que comenzaba a trabajar con Magdalena al día siguiente lo mejor era empezar a practicar.

—Sí, luego todo lo húmedo y después lo juntas. Recuerda batir las claras a punto nieve primero y después se las agregas, así queda más esponjoso.

—¿Nieve porque están frías?

—Nieve porque parecen nieve.

—¿Pero se baten en frío?

—No, solo las bates, pero a punto nieve. Puedes hacerlo a baño María, así quedará más resistente.

—¿A baño María?

—Sí, sobre la estufa.

—Pero se van a freír.

—No, porque lo harás a baño María ¿Sabes lo que es a baño María?—Gloria negó con la cabeza—Es cuando lo haces con agua en una olla.

—¿Cómo? ¿Le pongo agua a los huevos? ¿No se van a cocer?

—¿Cómo piensas trabajar de repostera si ni siquiera sabes lo que es el baño María?—Sonia no podía estar disfrutando más la ignorancia de Gloria.

Glo tenía el mejor sentido del humor sobre la tierra, pero así mismo era extremadamente perfeccionista, y cuando algo no le resultaba todo se iba al traste.

—Cállate Sonia. La práctica hace a la maestra. Entonces, pongo la olla al fuego, le pongo agua y luego meto los huevos...

—Claro—murmuró Cristina—, si los quieres escalfados.

—¡Te escuché Cristina Raquel! Y quiero que sepas que esas no son palabras para dirigirte a tu hermana mayor...

—Escalfados es una manera de hacer los huevos, Gloria—se defendió la chiquilla sin quitarse el aire ensimismado. Su hermana se sonrojó y solo por el nerviosismo partió uno de los huevos en su mano.

—¡Malvaviscos! Se me ha roto—gruñó evitando decir un garabato.

—No, no, malvaviscos no es lo que lleva la receta.

—¡Cállate, Sonia!—volvió a gruñir Gloria. Detestaba que las cosas le salieran mal.

—Tranquilas las dos—les ordenó Mónica—. Glo ve por un trapo. Sonia tú ponte un delantal, vas a ayudarla.

—¿Pero yo qué hice?

—Nada, ahora ayúdala.

Sonia hizo morisquetas, pero igual se levantó en busca de un delantal. Mónica tenía poder sobre todas solo por ser la mayor.

—¿Y a ti que te sucede?

Cristina no se sintió aludida por la pregunta, pero en cuanto notó que su hermana la miraba fijamente supuso que su ánimo se exteriorizaba a través de su cara.

—Nada en particular, no me gusta la lluvia.

—Ya... ¿Algo más?

¿Algo más? Claro que había algo más. Melchor le había pedido amablemente un beso y ella, tan tonta como nadie en el universo, se negó tan rápido que Usain Bolt había llamado esa mañana para pedirle consejos de velocidad. Era tan boba, tan estúpida ¿Qué le sucedía? ¿Le faltaban vitaminas? ¿Le faltaba sueño? No estaba segura de qué era, pero definitivamente lo suyo era patológico.

—No, nada más, quizás no he dormido bien los últimos días.

Claro que no había dormido, se la había pasado mirando a la pared esperando que su visión de rayos X se desarrollara repentinamente y le permitiera espiar a Melchor.

Lo peor era que no tenía ni la más mínima idea de cómo reestablecería relación con él. Quería decirle que deseaba que la besara, que por favor la besara, pero había pasado tanto desde eso que lo sentía muy fuera de lugar.

Le sorprendía como una cuantas horas podían sentirse como muchos milenios.

—Bueno, te ves terrible—interrumpió Teresa, incluyéndose a conversación sin que nadie la invitara.

—¿Te pedí una evaluación estética acaso?—balbució Titi

—No, pero te la doy, porque te ves terrible.

—Lo que sea—el teléfono sonó desde la sala y Cristina agradeció tener una excusa para escaparse de la situación.

Se levantó remolona y fingiendo hastío, completamente deleitada con su salida improvisada. Su padre apareció desde su cuarto aún en pijama. Por lo general nadie en la casa Marambio se levantaba los días de lluvia, solo lo hacían si había una emergencia o alguien tenía algún tipo de trámite pendiente. Una de esas agradables tradiciones familiares.

—Tranquilo, yo atiendo.

René ni siquiera insistió, se giró sobre su propio eje y regresó a su cuarto en tres grandes zancadas.

Cristina levantó el auricular y esperó que la persona del otro lado tuviera muchísimas ganas de hablar por teléfono.

—¿Por qué no contestas tu móvil?—Antonio sonaba muy molesto, furioso por algo que no tenía la mayor importancia.

—Lo dejé en mi cuarto, estaba en la cocina.

—Tú nunca dejas tu teléfono. No importa ¿Está Tomás contigo?

—¿Tomás? No ¿Debería estar con él?

—No lo sé—asustaba lo fuerte y dura que sonaba su voz—, pero sus padres me llamaron para saber si estaba conmigo. Parece que discutieron y él se largó. Están preocupados.

—¿Se largó? No suena como algo que haría Tomás, no es de los impulsivos.

—Lo mismo pensé, pero su madre sonaba muy nerviosa ¿Sabes algo de él?

—Nada...—una idea brillante se generó en su mente, la excusa perfecta—. Le preguntaré a Melchor si le ha visto.

—Bien, avísame si sabes algo.

Colgaron y a Cristina se le formó una pequeña sonrisa en los labios. No sería extraño si fuera donde Melchor a preguntar por Tomás, una razón muy inocente para empezar a conversar. No tenía los pormenores de su plan correctamente definidos, pero ya se le ocurriría algo, solo debía ser valiente y lanzarse.

—Salgo un rato—gritó unos segundos antes de abrir la puerta y correr en dirección a la casa del vecino. Debía actuar casual pero decidida, fingiendo inocencia pero sin dejar de lado el tema en cuestión. Podía hacerlo, era la mejor actriz en muchos kilómetros a la redonda.

No le importó demasiado la lluvia, mojarse era lo de menos.

Tocó a la puerta sin pudor alguno y se preparó para comenzar su actuación, pero no abrió quien esperaba que lo hiciera.

—¿Gaspar?—era como un Melchor varios años más viejo.

—¡Cuñada!—gritó.

Habían pasado seis años desde que Cristina escuchara a Gaspar llamarla de esa forma, seis años desde que él le abriera la puerta.

Cuñada.

La simple palabra que unía su destino con Melchor desde siempre. El papel que le tocaba interpretar debido a esa conexión invisible, ese hilo que los ataba para el resto de sus vidas, lo quisieran o no.

Cuñada.

—No soy tu cuñada—las palabras volvían a escapársele sin intención. Decir que no se le estaba volviendo un mal hábito.

—Aún... pero ya arreglaremos eso—le guiñó un ojo y alzó las cejas—. Me han contado que han vuelto a hablar... mucho.

—No, no es así. Sabes, no es importante. Me alegro que estés de vuelta, nos vemos por ahí.

Gaspar la tomó de un brazo y la arrastró dentro de la casa antes de que Cristina pudiera huir como siempre.

—¡Chie! ¡Visitas! ¡Tu futura esposa! ¡La futura señora Mariposa monarca está acá!

El tiempo había regresado diez años en el pasado y ella volvía a sentirse víctima de la ingeniosa mente perversa de Gaspar. No entendía nada sobre mariposas monarca, pero lo más probable era que no se quería enterar.

Melchor apareció con el paño de platos al hombro. Apenas si había acabado la hora de almuerzo y ya había razones para indigestarse.

Cristina Marambio en su propia sala.

—Hola Melchor—se adelantó la chica a sabiendas de que Gaspar saldría con algún comentario fuera de lugar—solo quería saber si Tomás andaba por acá.

—¿Tomás?

—Sí, parece que peleó con sus padres, todos están muy preocupados. A mí me suena raro, Tomás no es de los que pelean.

Algo dentro de Melchor se contrajo.

—Mejor hablemos arriba—le propuso, y se retiró sin esperar la respuesta de la chica. Titi lo siguió rápida y sin hacer preguntas, Gaspar se podía volver una persona muy inapropiada, muy rápidamente.

—¡Eso es escarabajo hércules, directo al cuarto!—gritó su hermano mayor desde el primer piso.

—Siento eso—se disculpó Melchor.

—No hay cuidado, había olvidado como era Gaspar.

—¿De verdad lo habías olvidado?

—No...—ella rio—es imposible olvidarse de alguien así.

Entraron al cuarto y Melchor fue al grano de inmediato.

—¿Qué ha pasado con Tomás?

—No lo sé, creí que tú podías saber algo.

—No, no, desconozco donde puede estar.

A Cristina algo le supo a mentira. Melchor dudaba tan evidentemente que era imposible no pensar que algo tenía que ver con la repentina desaparición de Tomás.

—Melchor ¿Qué ha pasado?

—¿A qué te refieres?

—A Tomás.

—Nada, no sé de qué hablas—dejó de hacer contacto visual y buscó una manera sutil de escapar.

—Melchor ¿Qué ha pasado?

Cristina lo sabía, no el dato exacto, pero sabía que algo estaba sucediendo. Era una pésima opción mentirle, pero tampoco se sentía capaz de decirle la verdad.

Necesitaba una salida, una última evasión, y la consiguió solo un segundo después.

IV

Había algo, una sensación vaporosa que a Amanda le costaba concretar. Un presentimiento en el ambiente. La certeza aún volátil de que algo muy malo había sucedido.

El teléfono sonó mientras ella se mordía las uñas esperando "un poco" por Melchor, un poco que se había transformado en horas. Del otro lado estaba Dolores preguntando por su hijo, quien simplemente se había esfumado furioso sin avisar siquiera su destino.

No supo cómo fue que sus tripas videntes sacaron aquella conclusión, pero de pronto las cosas eran en su totalidad claras. Tomás lo sabía.

Fue un presentimiento tan material que le impresionó ser incapaz de encontrar pruebas que avalaran su teoría. No tenía idea cómo lo sabía, pero estaba más que segura de que Tomás estaba enterado de todo.

Se disculpó con Dolores, quien sonaba muy nerviosa, y salió de su casa en medio de la tormenta en dirección a la casa de Melchor.

Vomitaría, en cualquier momento, iba a vomitar todo lo que guardaran en sus interiores. Las manos le temblaban y le costaba respirar. Tomás no podía saberlo, simplemente no tenía cómo enterarse.

Pero si era efectivo, si ese presentimiento sin fundamentos era real, su primera y única misión era encontrar a Tomás antes de que algo realmente malo le sucediera.

Sabía que le conocía, sabía que tenía nervios de acero y que no solía reaccionar de manera estúpida, pero en una situación como esa, al tanto lo que ella escondía, no era capaz de asegurar que él estuviera bien.

El corazón se le escapaba por la boca, la náusea se apoderaba de sus fuerzas, pero Tomás estaba solo y destruido en alguna parte, y eso ante todo era una prioridad.

Llegó a la puerta de Melchor sin darse cuenta, rogándole a su madre que cuidara de Tomás, que le protegiera mientras lo encontraban, que le alejara de cualquier cosa que pudiese hacerle daño.

Golpeó con fuerza, desesperada por algo de contención emocional, y los diez segundos que se tomaron en contestar le parecieron una eternidad.

La recibió un tipo alto y desgarbado tan idéntico a Melchor que hasta le pareció estar viéndolo a él en diez años más.

Enmudeció un instante.

—Hola ¿Buscas a alguien?

—Sí, sí—respondió atontada—, a Melchor.

—Tú debes ser su novia—comentó el extraño con una sonrisa enorme en la boca.

—No—en otra situación se hubiese sonrojado, por lo general ese tipo de comentarios la ponían muy nerviosa, pero no había tiempo para tonterías—, no lo soy ¿Está o no?

—Eh... Sí, en su cuarto.

—¿Puedo pasar?

—Sí, pero...

No alcanzó a contestar para cuando Amanda ya estaba dentro de la casa, corriendo hasta las escaleras, saludando a Magdalena escuetamente y perdiéndose camino al segundo piso.

Detestaba ser mal educada, pero no había tiempo para formalidades tampoco.

Estaba tan empapada y congelada que apenas sentía la punta de los dedos, no tenía fuerzas para mantener la cordura y básicamente lo único que la impulsaba era la fuerza de voluntad y el enorme cariño que le tenía a Tomás.

No podía rendirse, debía encontrarlo.

Abrió la puerta solo para encontrarse a Melchor y Cristina mirándose retadores.

Últimamente se le estaba haciendo costumbre interrumpirlos, pero no estaba de ánimo para corregir su error. Se hizo notar de inmediato, necesitaba que Melchor le pusiera atención.

—¡Debemos buscar a Tomás!

Cristina la miró medio enojada medio sorprendida. Sabía que algo se traía Melchor, algo que olía a podrido. Volvió a enfrentar al muchacho, pero este ya no le prestaba atención, Amanda se había convertido en su salida fácil, el pretexto perfecto para evitarla.

—¿Te han llamado sus padres?

—¡Sí! Me han dicho que se ha ido de casa. Simplemente corrió escaleras abajo y se largó ¡Hay que encontrarlo Melchor!

—¿Sabes que ha pasado?

—Su madre no me ha comentado nada ¡Deja ya en interrogatorio, debemos ir por él!

A Cristina le pareció extraña tanta locura, ella también había desaparecido un par de veces, por lo general simplemente olvidaba avisar donde estaría, pero la urgencia con la que Amanda hablaba le provocaba cierto recelo.

Esos dos sabían algo.

Melchor la miró de reojo y se encogió de hombros.

—Debo irme—comentó escuetamente.

—¿Qué? No, oye, merezco una explicación.

—No hay tiempo—la cortó Amanda y ambos desaparecieron por el pasillo.

Los siguió rápidamente, no iba a quedarse con la duda, y descendió de a dos peldaños solo para alcanzarlos y se detuvo en seco al chocar con la espalda de Melchor. Estaba inmóvil y pasmado mirando a las visitas de la sala.

Ahí estaba, en efecto Gaspar, tal como lo había visto hace algunos minutos, pero no estaba solo, también estaba Magdalena y un hombre alto de pelo rojo que no le sonaba de ningún lado.

—Oye pulga, mira quien ha venido a visitarnos.

—No he venido a visitarte, te has llevado mis llaves que es muy distinto.

En cuanto Melchor reconoció a Enrique las cosas tomaron una torcida ruta en su mente. Fue un chispazo, una idea súbita y certera. De pronto todo tenía tanto sentido que no pudo evitar temblar.

Estaba ahí, la respuesta a todo, justo detrás de la verde mirada de Enrique ¿Cómo no lo había visto antes? ¿Cómo no le había resultado tan amargamente evidente en el pasado?

Lo atacó un dolor repentino que no supo localizar. La vida era tan terrible a veces, tan supremamente jodida.

—Tú se la diste.

Amanda miró al otro extraño completamente ignorante de lo que estaba sucediendo.

—¿De qué hablas?—Gaspar detestaba quedar al margen de algo, simplemente lo desesperaba.

—¡Le diste la carpeta, Enrique!—Melchor se encontró a su mismo gritando. Iba a perder la cabeza ahora que entendía todo, se volvería loco.

Amanda se llevó las manos a la boca y ahogo un grito de sorpresa, no podía ser posible, Tomás no podía estar en posesión de la carpeta.

—¿La carpeta?—las ideas no tomaron forma inmediata en la cabeza de Gaspar, pero en cuanto cobraron sentido el cielo se le vino encima—¡Esa carpeta! ¿A quién le diste la carpeta?—gruñó fuera de sí, nunca se había sentido tan rodeado de imbéciles.

—A Tomás—escupió Melchor con rabia y desprecio.

—Le diste la carpeta a ese niño ¿Qué mierda tienes en la cabeza? ¡Es un niño, Enrique! ¡Solo es un niño!

Enrique no pareció inmutarse en lo absoluto. Se mantuvo frío e imperturbable, casi como una montaña.

No tuvo siquiera la delicadeza de justificar sus acciones, entendía lo que había hecho y lo encontraba correcto.

—¿Qué ganabas contándoselo? ¿Qué ganabas?—Amanda gritó desde el fondo de sus entrañas, estaba enfadada más allá de lo humano—¿Sabes lo que has hecho? ¡Acabas de destruir la vida de una persona!

Cristina observaba la discusión desde el exterior, completamente ajena al contenido. Magdalena tampoco entendía ni media oración. Minutos atrás todo parecía tan tranquilo y de repente la batalla se desataba en su sala.

—¿Qué está sucediendo? ¿Qué es lo que sabe Tomás?—preguntó la chica, tan inocente que a Gaspar le pareció una crueldad sacarla de su ignorancia.

Amanda miró a Cristina con fuerza y determinación. Estaba harta. Las mentiras, una tras otra, habían culminado finalmente en dolor y desesperanza, pero ya era suficiente.

No más mentiras, no más secretos.

—Tomás es adoptado.

Sonó tan irreal que a Cristina se le escapó una sonrisa ridícula. Imposible, Tomás no podía ser adoptado, era prácticamente una copia idéntica a Emilia, demasiado parecido a sus padres ¿Cómo podía ser adoptado?

—¡No puede ser!—la sorpresa impactó por completo a Magdalena.

—Pero así es—continuó Gaspar—. Debemos buscar a ese chico ahora, donde quiera que esté va a necesitar a alguien con él—Gaspar sonaba repentinamente como un adulto, más maduro de lo que cualquiera estaba acostumbrado a verlo.

—¡Dejen las bromas!—chilló Cristina—No hablarán en serio. Tomás no es adoptado, simplemente no puede ser adoptado ¿Lo han visto junto a su hermana? Tomás y Emilia son casi la misma persona ¿Ella también el adoptada? ¿Trajeron a los hermanos juntos?

Melchor no fue capaz de mirarla a la cara, no tuvo la valentía de confesarle la verdad.

—Emilia no es la hermana de Tomás, Titi—la voz calmada de Gaspar le hizo descubrir casi de inmediato que no quería escuchar el resto de esa oración. Sonaba igual que su padre cuando le contó sobre la muerte de sus abuelos, era la tétrica calma que antecedía a toda mala noticia—, Emilia era la madre de Tomás.

El piso bajo sus pies pareció partirse y no sintió nuevamente esas ganas ridículas de reír. Lamentablemente lo entendió todo de inmediato, tan veloz que creyó ver los mismísimos pilares de la vida de Tomás desmoronarse.

Desde ese mismo segundo y para el resto de sus vidas nada volvió a ser lo mismo.


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