Viaje sin retorno
Los vecinos se despertarían con los gritos, con el forcejeo, con la fuerza imparable que Melchor derrochaba. Felipe le tapó la boca para evitar miradas curiosas o llamados telefónicos, pero en cuanto lo hizo sintió como un líquido espeso luchaba por escaparse de las entrañas del chico.
Le soltó y dejó que vomitara sobre la alfombra, la había limpiado tantas veces que una más daba ya como lo mismo.
Le quitó el cabello de la frente y le sujetó de la cintura para que no callera sobre su propio vómito. Por lo general Melchor perdía las fuerzas cuando estaba en ese estado y no quería tener que bañarlo antes de limpiar la alfombra.
—¡Quiero irme!—gritó en cuanto tuvo la boca libre—¡Déjame ir!
—No—respondió con toda la calma que poseía—, vamos a quedarnos acá hasta que te calmes.
—¡Que me sueltes!—no sonó como Melchor, sonó como otra persona, alguien distante—¡No te metas en mi maldita vida!
Se retorció tratando de soltarse de los brazos de Felipe, pero estaba tan delgado y maltratado que ni aunque lo hubiese atado con un hilo habría logrado escapar.
—Ya Chie, ya—le apretó con más fuerza y golpeó sus rodillas por detrás para tirarlo al suelo.
Lo mejor en estos casos era inmovilizarlo, entre más días de abstinencia pasaran más violento se ponía, aumentaban los ataques de pánico y su estabilidad emocional—si es que quedaba algo—se iba al carajo.
Cayó al suelo arrodillado, sostenido solo por los brazos de Felipe.
Detestaba que le llamaran Chie, pero no lograba encontrar fuerzas ni para quejarse. Lanzó un par de manotazos al aire que no dieron mayores frutos y se desplomó desarmado en el pecho de Felipe.
Estaba exhausto, cansado de seguir respirando, harto de vivir.
Empezó a llorar como lo hacen los bebés, con ese dejó de desolación que te obliga a cogerlos y abrigarlos. Felpz le abrazó más fuerte y no le importó cuando le vomitó encima.
Profesaba un amor casi paternal a Melchor, le había visto nacer, crecer y caer. Era su familia, la única que le iba quedando.
—Quiero ir a casa—masculló mientras lloraba desconsolado.
Felipe le acurrucó, le acarició la cabeza y le besó la frente.
No habían palabras para describir las ganas que tenía de llevarlo a casa, pero para ser honesto hace años que no tenía idea donde quedaba eso.
O quizás si lo sabía, pero para lograr tal travesía necesitaría de una máquina del tiempo.
—Tranquilo, todo va a estar bien, te pondrás bien.
—No es cierto. Nada volverá a estar bien jamás.
Le meció lentamente mientras buscaba un buen argumento para contradecirlo. Melchor detestaba que le tocaran, pero ya no sabía qué hacer, estaba desesperado, necesitaba a Gaspar.
Pero Gaspar no estaba, y no estaría por un largo tiempo.
No era la primera vez que se sentía así de perdido, solo o desorientado. Ya eran muchos los golpes de la vida y sabía que saldría de esa, que el sol aparecería nuevamente, y que mañana sería otro día, pero por un momento, uno demasiado largo, creyó que no había ninguna esperanza.
Ahí, sentado en el suelo, con Melchor llorando entre sus piernas bañado en vómito, se preguntó si tanto sufrimiento tendría algún fin o si solo sería el juego retorcido de alguna deidad caprichosa.
Quiso entregarse al pánico, tirarse al suelo y quedarse ahí hasta que el hambre y la sed lo mataran.
Quiso llorar, pero hacía tantos años que no lo hacía que era como si sus lagrimales hubieran olvidado como hacerlo.
Y aunque fuera capaz, simplemente no podía abandonar a la familia, no podía fallarle a Melchor o a Gaspar. Él no era una persona débil y eso le daba un papel que, aunque no le gustase, se veía obligado a asumir.
Era un pilar, y la gente se afirma de los pilares.
—Todo va a estar bien Melchor, te lo prometo, todo saldrá bien—lo apretó como si no quisiera soltarlo nunca—. Voy a bañarte, voy a vestirte y cuando despiertes estarás como nuevo. El mundo va estar como nuevo.
Odió a Gaspar por abandonarlo, por darle la espalda, por irse, por huir, por existir, aun cuando sabía que nada de aquello era su culpa.
—Quiero irme a casa, quiero a Gaspar, quiero a mi mamá, no quiero más.
No entendía. Sí había un dios allá arriba ¿Qué mierda le había hecho Melchor para que le odiara tanto? Era solo un mocoso de diecisiete, solo un niño. Nada justificaría tanto sufrimiento, nada jamás lograría que le perdonase a ese tal "dios" todos y cada uno de los tragos amargos a aquel pobre muchacho.
Comprendía que lo odiase a él. Había robado, mentido, engañado y practicaba uno de los más terribles pecados, la sodomía. Quizás, de forma enferma, se merecía todo lo que le sucedía, pero Melchor era otro cuento.
—Iremos a casa—susurró para calmarle—, te prometo que iremos a casa uno de estos días, y todo será como antes.
No dudó en mentir. Eso era lo único que quedaba cuando no había esperanzas, era la mitad de la noche y no parecía que volvería a amanecer, mentir.
Lo meció hasta que se quedó dormido, y se sintió un miserable por mentirle a un niño.
La vida, ese concepto tan grande que no podía ser contenido en cuatro míseras letras, no estaba hecha para todos.
Por eso abrazó a Melchor con toda la fuerza que sus brazos le permitieron, porque quizás, sin que pudiera evitarlo, se le iría de entre las manos para no volver nunca.
Vivir no era para los débiles, y lamentablemente él no era débil.
···~*~*~*~*~*~*~*~*~*~*~···
I
La tormenta se anunció temprano. Los rayos cayeron toda la noche y para cuando debía salir el sol, una gruesa capa de nubes cubría el cielo. Llovía con fuerza, casi con rabia.
Podría decirse que era el clima del pasado. Te convencías que podías ignorarlo, nada del otro mundo, pero cuando llegaba te dabas cuenta lo estúpido que fuiste por pensar que no era tan malo, que un poco de agua nunca mató a nadie.
Porque no era solo un poco de agua, y sí podía matar a mucha gente.
Pero no era capaz de detener a Tomás, ni la misma muerte hubiese podido detener a Tomás. Nada había en su mente más que una profunda rabia, la ira en su estado más tangible.
Mataría a Melchor, lo despedazaría.
¿Cómo podía ser que se burlara tan estúpidamente de él? Por un momento había pensado que podían volver a ser amigos. Incluso la posibilidad de dejar pasar lo de Amanda se asomó un par de veces en su cabeza.
Iban a ser amigos. Eran amigos.
Que ridículo, completamente estúpido.
Melchor era un imbécil, un drogadicto y un mentiroso.
Le abandonó de niño y ahora le engañaba.
Asco, nada sentía más que asco.
—Tomás por favor escúchame.
Antonio corría a su lado intentando detenerlo, calmarlo o por lo menos retrasarlo lo suficiente como para que Cristina lograra interceptarlos.
La mentira de Felipe le había destruido, y en su dolor le contó a la única persona que pensó tenía algo que decir en el asunto. Obró mal. A Tomás no le tomó más de medio minuto atar cabos. Enrique, Gaspar, Felipe... y Melchor. Se caía de madura la respuesta.
Él lo sabía, siempre lo había sabido. Desde el primer segundo, desde su pelea en la guarida. Conocía al asesino de su hermana y no había hecho nada. Eso lo llevaba a una inminente conclusión, Melchor no solo conocía al Asesino de su hermana, también le protegía.
—Tomás, no sabemos si Melchor realmente sabe algo.
Le tomó del brazo, pero él se soltó de un solo tirón. Los dientes pudieron habérsele partido de tanta fuerza que le apretaba la mandíbula. La traición tenía un sabor tan asqueroso, más cuando viene de alguien en quien quieres confiar.
Debió hacerse caso, debió sospechar de él. Nunca debió involucrarse, eso solo traía dolor.
—No te atrevas Antonio, no le defiendas. Sabes tan bien como yo que no es inocente, sabes que nos miente.
La lluvia caía sin importar nada. Ambos estaban empapados y cansados. No había nada para decir, la vida les había quitado las palabras.
Siguió caminando tan destruido como antes.
Sabía que esto pasaría, lo sabía desde que volviera al pueblo. No se puede revivir el pasado, sus amigos ya no eran sus amigos, su casa ya no era su casa, su hermana ya no era su hermana.
¿Se podía ser más estúpido que saber algo y hacerlo de todos modos?
No, no se podía. Nunca iba a perdonarse ese paso en falso, nunca jamás.
Siguió calle arriba hasta que comenzó a notar que los nombres en los letreros le recordaban a las flores.
De niños jugaban a dibujar las flores y pegarlas según correspondieran en cada calle. Hoy la lluvia se las había llevado, no quedaba ninguna, nada.
No le costó dar con la casa de Melchor, Cristina estaba parada justo en frente. Ni siquiera se molestó en pedirle permiso, solo pasó a su lado sin saludarla.
—Tomás...
—No me digas una puta mierda Cristina ¡No voy a aceptar nada que salga de tu boca!—ella retrocedió un paso. Por primera vez en la vida Tom le inspiraba miedo.
Antonio le había contado la historia a grandes rasgos para pedirle ayuda calmando a Tom, y no sabía si sentirse bien o mal.
Ella lo sabía, siempre lo había sabido, Valencia no era de fiar ¿Había algo más satisfactorio que tener la razón? Amaba tener la razón, vivía por ello. Aun así no se sentía feliz. Como que prefería, solo por esta vez, no tener la razón. Cerrar los ojos y que todo estuviera igual que ayer en la tarde.
No era así, y sentía como si el pecho se le apretara.
Melchor le había jurado no dejarla caer, pero justo ahora se encontraba al borde del abismo y nadie aparecía para sostenerla.
—Haz lo que quieras—le encaró sacando valor de la nada—, pero no hagas una escena frente a la señora Magdalena. Puedo apostarte que no tiene idea.
Tomás aguardó un minuto, respiró profundo y dejó de apretar la mandíbula.
—Habla tú con ella—dijo finalmente—yo perderé los estribos.
—De acuerdo.
Tocó a la puerta con fuerza y esperó que Magdalena no se hubiese levantado aún. La última vez que viera la hora eran las diez, demasiado temprano para un domingo de lluvia.
La suerte no la acompañó.
—¿Cristina? ¡Te estás empapando! ¡Tomás, Antonio! ¡Pasen!—la mujer se mostró complicada y les abrió la puerta por completo. Aun vestía pijama, pero se notaba que llevaba varias horas despierta.
—No se moleste señora Magdalena ¿Está Melchor?—la chica se mantuvo tranquila en su papel, no se desmoronaría, no tan rápido—Quedamos en juntarnos hoy a estudiar ¡Pero parece que nos ha olvidado ese idiota!
Incluso fingió una pequeña risita. Podría haber llorado, en vez de eso extendió su sonrisa todo lo que pudo.
Magdalena frunció el ceño y suspiró. Algo andaba mal.
—¿Estás segura?
—Sí—confirmó Cristina, y agregó algo más la historia para evitar problemas—quizás se confundió y fue a la casa de Anto.
—No, no, él no fue a la casa de Anto—corrigió Magdalena—, hoy en la mañana partió a la cárcel. Está visitando a Gaspar.
Esa sí que era sorpresa, una que se salía de todos los escenarios.
Tomás podía imaginar que Melchor se negara a hablar, o que luchara, o que lo negara todo. Pero desaparecer, eso no formaba parte de las situaciones posibles.
—¡Y no nos avisó! Su hijo es un desconsiderado. Si lo ve dígale que estaremos en casa de Tomás, por favor.
—Claro Titi, se lo diré.
Ella cerró la puerta y Cristina regresó al desconsuelo que la envolvía esa mañana. Guardaba la secreta y estúpida esperanza de que hubiese una explicación lógica para esto, de que Melchor pudiese explicarlo.
No era así, nunca sería así. Melchor sabía exactamente que le había sucedido, quién, dónde y por qué.
Esa era su capacidad más característica, ser un sabelotodo.
—Llévame a la casa de Felipe.
La orden de Tomás sonó rotunda. No había más que hacer.
—¿Para qué?—preguntó Antonio como un mero trámite, solo para llenar un poco la conversación.
—Porque voy a saber la verdad hoy, sin importar lo que tenga que hacer.
Antonio asintió y se lanzó a la lluvia completamente roto seguido de cerca por un destrozado Tomás.
Cristina se sintió desplazada, no porque realmente lo estuvieran haciendo, sino porque prefería estar a varios kilómetros que entre Tomás y Antonio.
No quería saber la verdad, vivir entre mentiras era mucho mejor.
De pronto se vio siguiendo a los chicos, no un paso atrás, sino justo a su lado, tan determinada a entender lo que ocurría como ellos.
Era momento de saber la verdad, toda la verdad. No había vuelta atrás.
II
Los barrotes metálicos se deslizaron con una facilidad que a Melchor se le antojó irreal. Una puerta de ese tamaño y de ese material, no podía ser tan liviana.
Pero el hombre la estaba moviendo justo frente a sus ojos y no parecía poner mucho esfuerzo en ello. Habrían de ser las bisagras entonces, un torque impresionante.
No supo porque la física le llamaba tanto la atención en ese minuto, pero quizás su mente necesitaba estar en un lugar diferente al que ocupaba su cuerpo. La cárcel le parecía demasiado tétrica como para poner más atención de lo que es debido.
El guardia, fornido y calvo, le revisó por completo, aún en esas partes que no le hubiese gustado que le tocara. Siguió pensando en física, en física y en Cristina.
Las cosas tomaban un tinte nuevo cuando pensaba en Cristina, uno que le daba demasiada pereza entender pero le costaba mucho dejar de evocar.
El recuerdo le sacaba sonrisas y al mismo tiempo lo envolvía en melancolía.
No había de que sorprenderse, era tan obvio que nada duraba lo suficiente. Ahora que todo parecía ir bien el mundo, su mundo, volvía a derrumbarse.
No, sorprenderse era para los tontos.
Nada es para siempre, Cristina no era la excepción.
Aun así se pilló a si mismo actuando como el optimista de Gaspar, agradeciendo este breve instante en que fue normal, esos minutos jugando en el sillón de Antonio, las peleas sin sentido con Tomás, los abrazos innecesarios de Amanda y aquel momento de magia con Cristina.
Por un segundo, aunque solo hubiese sido uno, la vida le había regalado la posibilidad de volver a ser Chie, y agradecía que lo obligara a tomar esa oportunidad, aun en contra de su voluntad.
Ese segundo, ínfimo e intrascendente para el resto de la humanidad, era suficiente para el resto de su vida.
Sonrió para sí mismo como un tonto y se bajó de la nube para siempre. Había llegado el día en que la verdad se destapaba y la vida lo golpeaba nuevamente. Y sabía, lo daba por hecho, que esta vez no volvería a pararse.
Entró a un pasillo larguísimo, todo de concreto, gris como el cielo de lluvia. O quizás no era tan gris, quizás él lo veía gris.
Desde que Felipe lo llamara que todo tenía un tono gris.
«Antonio sabe sobre Emilia, debo irme, lo siento. Volveré por ti en cuanto tenga donde llegar. Aguanta mientras lo resuelvo».
Podría haber mentido, no era tan complicado engañar a Antonio, Tomás y Cristina, pero estaba cansado de mentir, cansado de mantener secretos hasta que se convirtieran en piedras pesadas y puntiagudas.
La verdad os hará libres.
Nunca antes había deseado con tantas ganas ser libre.
La libertad tiene un precio.
¿Y qué? Ya había pagado mucho más de lo que tenía ¿Qué podía perder?
Le indicaron que se sentara en la mesa cinco y que esperara paciente. Tampoco era que pudiese hacer otra cosa que esperar.
A su lado vio a otro chico, casi de su edad, sentado frente a un hombre bastante mayor. Supuso que era su padre, o su tío, o esa figura paterna latente que le había enseñado todo.
Pensó en Gaspar, habían pasado ya casi cinco meses desde la última vez que lo viera, y no sabía que diría cuando se reencontraran.
Esperaba que se sorprendiera, que quedara mudo al verle con varios kilos más y ropa decente, era uno de esos sueños que se permitía tener en secreto.
Pero sus sueños tendrían que esperar, indefinidamente...
—Hola.
La voz siempre neutra de Enrique lo regresó a la tierra. Dejó de mirar al chico y se concentró en el hombre sentado frente a él.
No recordaba que su cabello fuese tan rojo, ni sus ojos tan verdes, pero siempre le pareció un demonio infernal con aquella mirada inexpresiva. Era como si nada le afectase, como si fuera un observador imparcial y externo al mundo.
—Hola Quique.
Enrique se sentó frente a Melchor, puso las manos sobre la mesa y entrelazó sus dedos. Hacía cinco meses que no se veían y por un momento el chico resultó irreconocible ante la mirada obsesiva del mayor, pero en el fondo de los ojos azules de Melchor, Quique halló la inocencia maltrecha del hermano menor de Gaspar.
Por fuera podemos cambiar, por dentro siempre somos los mismos.
—Te ves distinto.
—Como mejor últimamente.
—Y te bañas.
—¿Cuál es el problema del mundo con mis hábitos higiénicos?
—No lo sé, pero deberías córtate un poco el cabello, en unas semanas más comenzaras a lucir como una chica.
Era una broma, y Melchor solo lo sabía porque conocía demasiado a Enrique. Él no reía, como si no supiera hacerlo.
Gaspar decía que entre más cosas se ven en la vida menos ganas tienes de reír, Melchor suponía que Quique lo había visto todo.
—Me gusta así.
—Si te gusta lucir como niñita, allá tú—se encogió de hombros con un gesto imperceptible—, pero no digas que no te lo advertí—se rascó la nariz con un pulgar y bufó—¿Qué es lo que sucede?
—Porque supones que algo sucedió.
Sonrió de medio lado. Era increíble como Enrique podía sonreír sin demostrar el más mínimo dejo de alegría.
—No has venido a ver a tu hermano y vas a venir a verme a mí, no soy imbécil Chie. Algo sucedió y en una escala de uno a diez en grados de caos yo apostaría que es un once.
Melchor esquivó su mirada y analizó por última vez si estaba haciendo lo correcto. Estaba más que seguro que esta senda lo llevaría a la perdición, pero no tenía nada más de que aferrarse.
—Antonio sabe sobre Emilia. Es decir, sabe que Felipe sabe sobre Emilia—Enrique alzó la ceja—. Descubrió la carpeta naranja que tú tenías, no alcanzó a leer su contenido, pero sabe que tiene que ver con Emilia, después fue solo cosa de atar cabos, a estas alturas todos deben saber que yo sé que le sucedió a Emilia.
—Muy bonito Melchor—contestó Quique—, pero podrías partir diciéndome quien carajos es este famoso Antonio, y por qué debería importarme que supiera sobre Emilia.
—Antonio es amigo mío... mío y de Tomás.
—¿Tomás Riquelme?—Melchor asintió con pesar.
Por primera vez en la vida Melchor oyó reír a Enrique a carcajadas. Por el contrario a lo que creía no era el sonido más terrorífico de la tierra, era como la risa de cualquier otra persona, solo que con un tinte solitario.
Rio por un rato corto, dos o tres minutos, sin parar.
La ironía le parecía ridículamente chistosa, completamente increíble.
—Todos en esa familia son inoportunos, se meten donde no deben...—comentó aún con la sonrisa en la boca.
—¿Y terminan muertos?—a Melchor no le parecía gracioso, nada volvería a parecerle gracioso.
—Y terminan muertos—Quique mantenía su jovial estado, parecía de mentira—. Ese chiquillo es un problema.
—¿Qué sugieres?
—¿Qué sugieres tú? Porque yo tengo claro cuál es el plan a seguir en estos casos.
—¿Quieres que Felipe lo mate?
—¿Lo quieres tú?
—Deja de responderme con preguntas—gruño Melchor.
—Pero si a eso viniste—evidenció el pelirrojo pasando de la risa a la furia en tiempo record. Ya le conocía el carácter volátil, pero era muy difícil acostumbrarse a ello—. Quieres respuestas que ya tienes claras. Viniste por mi aprobación Melchor, nada más—hizo una pausa para dejar que el chico lo digiriera, y luego continuó—. Pero yo no he conocido nunca un Valencia que necesite mi aprobación, viniste a comunicarme tu decisión Melchor, porque tienes un plan y supones que no va a gustarme.
—¿Y te gusta?
—¿Tengo alguna otra opción? ¿Desistirás si te digo que no es conveniente?
Melchor bajó la mirada y jugueteó con sus dedos. Necesitaba que alguien lo detuviera, necesitaba alguien que le negara la posibilidad de llevar a cabo sus planes.
—No estoy seguro.
—Melchor, llega un momento en donde dejas de ser un niño, eso pasa cuando comienzas a tomar decisiones que te afectan de verdad. Si vas a jugar con fuego, enfréntalo como hombre, pero ten claro que hay viajes de los cuales no se puede regresar.
No sonaba furioso, tampoco paternal, solo neutro, frio como el hielo.
—¿Y qué pasa si me equivoco?
—Pasará que todos iremos a la cárcel, para siempre, por homicidio. Eso en el mejor de los casos.
—No sé si estoy dispuesto asumir aquello.
Enrique se levantó lentamente y le dio la espalda. Seguía siendo tan alto como siempre.
—Vas a tener que aprender a vivir con tu decisiones, sean buenas o no. Yo estoy pagando las mías—le miró por última vez y suspiró—. Le diré a tu hermano que te he visto bien, que tienes amigos, y que no has venido porque quieres sorprenderlo con tu mejoría ¿Estoy en lo correcto?
Melchor asintió.
No hubo necesidad de más palabras. Quique se fue calmado, sin siquiera dedicarle un gesto de apoyo. Nuevamente estaba solo, pero ahora no se sentía tan desvalido.
Era momento de dejar de mentir, era momento de convertirse en un hombre.
III
Felipe abrió la puerta intranquilo. Sabía de antemano que había alguien dentro de su casa, pero no estaba seguro si era la policía o Antonio. Apostó contra de sí mismo a que era Antonio aunque en el fondo deseo que fuera la policía, eso dolería menos.
Se quitó la gabardina y se peinó el cabello mojado hacia atrás. Llovía imparablemente, el clima perfecto para ambientar la caída de una gran mentira.
—Sé que estás acá Antonio, deja de ocultarte.
Anto salió desde dentro de la cocina, seguido de Tomás y Cristina. Estaban mojados y tiritaban. Sitió hasta algo de ternura y compasión por ellos.
—Definitivamente debo arreglar esa ventana—murmuró exasperado.
Tomás le encaró de inmediato. Avanzó hasta él y le miró directamente a los ojos. Eran casi de la misma altura, quizás Tomás un poco más alto, pero Felipe lucía mucho más hombre que el furioso adolescente.
Ni siquiera dudó en devolverle la mirada, hacía muchos años que no mostraba vergüenza ante nadie, no empezaría nuevamente ahora.
—¿Qué le sucedió a mi hermana? ¡Sé que lo sabes hijo de puta, no te atrevas siquiera a negarlo!
Felipe sonrió recordando brevemente a Emilia, ella tenía esa locura temporal que la llevaba a realizar estupideces sin sentido. Finalmente eso la había llevado a la muerte.
—No sé de qué hablas chico. Ahora deberías irte antes de que los denuncie por intromisión.
—¿Quién te crees?—le agarró por el cuello de la ropa y amenazó con golpearle, pero Felipe permaneció inmutable.
—Lárgate niño, esta pelea es de perros grandes.
—Sabemos que tú sabes, y también sabemos que Melchor sabe—comentó Antonio desde el fondo, su rostro reflejaba confusión y odio. Felipe no pudo mirarlo.
—Entonces hablen con él—respondió encogiéndose de hombros.
—Ha huido—la voz de Cristina escapó de su garganta como vapor que se pierde en el aire. Felipe la miró y frunció el ceño.
—¿A qué te refieres?
—¡Que se ha ido! ¡Esa rata asquerosa ha ido "misteriosamente" a ver a su hermano!
Todas las piezas del rompecabezas se alinearon en la mente de Felipe. Melchor era de los que huían, pero aparentemente le había llegado el momento de dejar esa faceta suya.
No lo negaría, hasta se sentía un poco orgulloso.
—Ese niño—sonrió—, es el único que hace lo que se debe—se soltó del agarre de Tomás sin mucho esfuerzo y se lanzó en el sillón con el cansancio apoderándose lentamente de su cuerpo—¿Qué tal si te propongo un trato?
La situación le pareció bastante irreal a Tom ¿Cómo podía Felipe lucir tan calmado?
—No creo que estés en la posición de proponer algo.
—Claro que lo estoy, eres tú el que se ha apresurado. Crees que me tienes entre la espada y la pared, pero la verdad solo tienes las palabras temblorosas de un chiquillo con el corazón roto.
No miró a Anto, sabía de antemano que en ese preciso momento terminaba de enterrar todo lo que alguna vez tuvieron, pero creyó que así era mejor, si sucedía lo que suponía iba a suceder era mejor que nada los uniera.
Anto tragó saliva y se sintió aún más furioso que antes.
—Sabemos sobre la carpeta.
—¿Qué carpeta?—preguntó Felipe.
—La carpeta naranja.
—Esa carpeta ya no existe.
Sonaba como la verdad, Anto quiso creer que era mentira, pero estaba demasiado confundido para asegurar que sus capacidades funcionaban correctamente.
—Mientes.
—Compruébalo por ti mismo. Te doy permiso que recorras toda esta casa, si la encuentras es tuya.
Tomás se preparó para iniciar la búsqueda, sabía que esa carpeta tenía que estar en alguna parte, y ni las mentiras de Felipe ni la cobardía de Melchor lo detendrían.
—Tom...—Cristina quiso detenerlo, pero no sabía que decir que pudiese calmarlo.
—Pero creo que esa es una tarea imposible—agregó Felipe desde el sillón cruzándose de piernas, tratar con tres niños inocentes se le antojaba tan fácil—, mientras que si aceptas mi trato...
—¿Propones?—Antonio fue quien habló, se estaba cansando de la actitud maquiavélica de Felipe.
—Melchor no ha huido, fue por Gaspar, probablemente a pedirle consejo, a preguntar si es libre de contarte la verdad.
Algo le golpeó las tripas a Cristina ¿Gaspar? ¿La verdad? Entonces era cierto, Melchor si sabía sobre la muerte de Emilia, les había mentido, todo el tiempo.
Las rodillas le flaquearon y se sintió repentinamente débil y mareada. Deseó nunca haberse enterado, deseo que el tiempo marchara repentinamente hacia atrás.
—¿Y?
—Y te doy dos opciones. Puedes buscar esa estúpida carpeta por eones y jamás encontrarla, o puedes sentarte a esperar a que Melchor vuelva con la respuesta de Gaspar.
—¿Y qué pasa si Gaspar dice que no?
—Pues, no lo sabrás jamás.
Tomás fue quien sonrió esta vez, con burla, con ira, con la incredulidad esculpida en el rostro.
—¿Me estás tomando el pelo? No acepto ese trato.
—Claro que lo aceptas, solo que no lo has pensado correctamente—buscó una moneda en su bolcillo y se la mostró a Tomás—por una parte puedes no esperar a Melchor y jamás saberlo o puedes esperarlo y tener la posibilidad de saberlo. Como lanzar una moneda, cincuenta cincuenta.
—No has pensado la tercera opción, imbécil—Tomás se aclaró la garganta—. Puedo salir por la puerta y contarle todo al capitán Gonzales en este momento.
—En ese caso pierdes la moneda por completo. Antes de que termines de contarle toda la historia, para la cual por cierto no tienes ninguna prueba, yo estaré tan condenadamente lejos que nunca podrás encontrarme ¡Ay, Tomy! Eres tan inocente...
—No vuelvas a llamarme Tomy pedazo de mierda...—le apuntó con el índice y apretó los puños.
—¿Por qué así te llamaba tu hermana? Lo siento, no sabía que eras un sentimental, pero lo que si sé, es que manejo suficiente información sobre ti como para asegurar que no iras a ninguna parte. Quieres tanto saber lo que le sucedió a tu hermana que aun cuando la posibilidad sea diminuta la tomarás ¿Me equivoco?
Anto se interpuso entre ambos y desafió a Felipe con la mirada. No permitiría que jugara con Tomás, no permitiría que volviera a jugar con nadie más.
Le dedicó una mirada tranquilizadora a Cristina y luego intentó apoyar a Tomás, pero no tuvo la respuesta que deseaba.
—Acepto.
—No, Tomás, es una trampa.
—¡Maravilloso!—Felipe estiró los brazos en el respaldo del sillón y botó todo el aire de sus pulmones—Solo queda esperar ¿Quieren sentarse? Puede tomar algunos minutos que él vuelva.
Tomás no le quitó los ojos de encima, se acercó a una silla y se acomodó.
La suerte estaba echada, los tratos estaba hechos y no había vuelta atrás.
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