Último primer día
Antonio extendió el mantel rojo sobre el pasto, justo bajo la sombra de un árbol enorme. El sol pegaba fuerte para ser un día de febrero, y las escasas nubes desplegadas en el cielo, se disolvían con el viento.
Felipe traía desde el auto una hielera con la comida y una botella de jugo de frutas, que dejó a un costado en cuanto localizó a Antonio, no pesaban demasiado, pero se sentía más perezoso de lo normal.
Se sentaron ambos sobre el mantel, mirando el pacífico lago de la reserva mecerse con la brisa.
La reserva se encontraba a una hora de viaje desde el pueblo. Era un lugar protegido por el estado para el resguardo de las especies nativas y la naturaleza. Lo conformaban quince mil hectáreas de terreno, un lago, un par de montañas y kilómetros de camino para recorrer.
Era común que las familias de los pueblos aledaños pasaran los fines de semanas del verano ahí. Se podía acampar, se podía nadar en el lago, incluso habían botes para disfrutar la tarde remando.
Hacía años que Antonio no iba a la reserva, más de cinco.
Felipe se recostó sobre el mantel, colocó los brazos detrás de su cabeza, y quedó mirando la copa del árbol bailar con el viento.
―No sé si sea aburrida esta cita―explicó, sin perder de vista el vaivén de las hojas―. He salido con otros chicos antes y siempre prefieren lugares ruidosos con mucha gente. Yo soy más tranquilo, me gusta el campo, el silencio, cosas así.
Anto se concentró en las risas en la lejanía de los niños que jugaban a saltar desde el muelle, y el sonido característico de un chapuzón. Los recuerdos se le vinieron a la mente, veloces, y no pudo evitar compartir sus pensamientos con Felipe.
―Venía mucho a la reserva cuando era pequeño―comentó―, casi todos los fines de semana del verano. Tenía un grupo de amigos, éramos cuatro, tres chicos y una chica. A veces nos acompañaba una hermana de mi amiga, a veces el hermano de mi amigo. Traíamos dos carpas y hacíamos nuestro campamento justo ahí, al lado de ese árbol.
―Yo también venía mucho de pequeño, con mi padre, pero acampábamos al otro lado del lago. Madrugábamos todos los días y subíamos ese cerro allá adelante, el que llegaba primero tenía derecho a hacer una marca en una piedra enorme que hay arriba. Lo hicimos muchas veces, más de cien.
―Suena divertido.
―Lo era.
―Nosotros hacíamos carreras hasta la mitad del lago, ahí donde está la boya, el que volvía primero dormía con Cristina. Te he contado de Cristina, ¿cierto?―Felipe asintió―. Ella tenía la carpa más grande siempre, incluso cuando veníamos con el hermano de mi amigo. Así que no le faltaba nunca espacio, mientras que nosotros nos acomodábamos cuatro en una carpa para dos.
―¿Quién ganaba?
―Casi siempre yo, pero uno de mis amigos estaba enamoradísimo de Cristina y de tanto en tanto yo le cedía mi lugar, solo porque era un buen amigo. El problema era cuando ganaba Cristina, porque ella nos cedía el lugar a todos y terminábamos durmiendo los cuatro en una carpa para tres.
Felipe rio calmado.
Antonio le gustaba más de la cuenta.
No había nada extraordinario en él. Era guapo, pero no demasiado. Vivaz pero reposado. Lozano pero de carácter maduro. Aun así, por alguna razón, aquella ingenuidad le atraía.
No podía describirlo como esencialmente incauto, pero la candidez con la cual lo miraba daba a entender que aquellos ojos solo habían visto momentos felices.
¿Quién no cae rendido ante tal inocencia?
Antonio era nuevo en un mundo que Felipe había dominado hacía años, y, a pesar de las muchas ganas que tenía de aprovecharse de su estupidez y después largarse, era incapaz de dejar a aquel muchacho a la deriva.
En un principio intentó solo fuera para pasar el rato, pero con el paso de las salidas, cada vez se emocionaba más antes de una cita. Sonreía al recordar sus bromas, sus besos, esa forma complicada con la cual sujetaba el lápiz y los lunares en la parte baja de su espalda.
Justo en ese momento también sonreía, al verle con la mirada perdida en los recuerdos y cierto dejo de nostalgia en el rostro.
―¿Sigues viniendo con ellos?―preguntó para continuar la conversación y dejar de sentirse como un idiota.
―No, hace años dejé de hacerlo, ya no hablo con ellos, solo con Cristina.
―¿Por qué?
―No lo sé, supongo que maduramos y eso nos separó. Es largo de explicar. No importa ahora.―Se levantó de su lugar y estiró su cuerpo―. Vamos―dijo, alargando su mano en dirección a Felipe―, hay que subir ese cerro y buscar la piedra.
―¿La piedra? ¿Mi piedra?―preguntó Felipe desconcertado―. ¿Y qué te hace pensar que quiero ver esas marcas?
―No lo sé, solo me imagino que para mí sería maravilloso volver a acampar con mis amigos.
Se encogió de hombros y mantuvo la mano estirada.
Felipe bufó y suprimió una sonrisa. Si solo Antonio supiera la poca relación que mantenía con su padre, y lo nada que deseaba recordarlo. Pero no lo sabía, y negarse ante petición tan desinteresada se le antojaba malagradecido de su parte.
Le dio la mano y se levantó con ayuda de Anto.
Antes de que se soltaran le tomó la cara y lo besó con delicadeza, para luego sonreír nuevamente.
―Se me hace muy difícil decirte que no, creo que debó temerte más que quererte. Espero que nadie se robe nuestra comida en el intertanto.
Antonio se sonrojó de inmediato, quedando congelado en su posición. Cualquier cosa que pudiese decir en ese momento le saldría como tartamudeo, por lo que prefirió callar.
Felipe entrelazó sus dedos con los de él y lo guio en dirección al sendero que llevaba a la colina, mientras le contaba historias sobre su antiguas expediciones.
Antonio lo escuchó atento, al tiempo que se hacía a la idea que aquel chico de mirada misteriosa y sonrisa esquiva había decidido comenzar a quererlo.
I
A pesar de pertenecer a la misma familia, ser hijos de los mismos padres y guardar un parecido físico apabullante, Melchor y Gaspar eran, en esencia, diametralmente distintos.
Incluso sus facciones, heredadas de una mezcla armoniosa entre Magdalena y Baltazar, se teñían por las emociones que los identificaban, logrando que una sonrisa de Melchor no estuviera exenta de nostalgia, mientras que en la tristeza más profunda de Gaspar podía hallarse siempre un atisbo de alegría adornado sus comisuras.
El optimismo y la melancolía contrastados en un idéntico par de miradas.
Pudo, en algún momento, ser que ambos estuvieran destinados a seguir el mismo camino, convertirse en las mismas personas, ocupar los mismos lugares, pero la historia torcida de Melchor y las malas decisiones de Gaspar resultaron en dos personas disímiles.
Por eso la noticia de la agonía de Felipe era tomada por ambos con ánimos opuestos.
Gaspar lo asimilaba como una roca más en la pedregosa senda que le había tocado, siempre tan llena de obstáculos, mientras que Melchor vivía la pérdida entendiendo la muerte como un hecho consumado, un breve instante de esperanza antes del ineludible desenlace fatal.
Lo que para Gaspar era una prueba, para Melchor significaba un castigo.
Y era ese pensamiento lo que no dejaba dormir a Melchor, y lo mantenía abstraído durante el día, la sensación de que todo comenzaba nuevamente a desmoronarse.
Si hacía un análisis acabado, no recordaba haber sentido tanta felicidad como ese viernes en casa de Cristina, no desde, por lo menos, su niñez. La certeza de pertenecer, ser parte importante de ese grupo de personas.
Por las horas que duró el encuentro tuvo la seguridad que el único lugar en el que tendría que encontrarse era en el ahora.
Y de pronto...
Toda la felicidad de su cuerpo arrebatada con solo una frase: Le han disparado a Felipe.
Sabía que no era lo mismo, pero no podía evitar hacer el paralelo con Cristina y la tarde que la beso sobre el árbol, solo porque el sentimiento de inconmensurable felicidad, de pertenecer, de ser irremplazable e impenetrable, había sido destruido con la misma rapidez y efectividad que aquella fatídica tarde.
Se sentía abandonado, y sabía que era estúpido sentirse así, pero no podía evitarlo.
No ayudaba el hecho de que su madre hubiese decidido de la noche a la mañana mudarse a las casa de Guillermo Letelier acusando una fuga de gas, y no le cabía duda que tras esa decisión poco meditada se encontraba Gaspar y sus planes secretos.
Corrían peligro, o Gaspar pensaba que así podía ser. Por eso abandonaron la casa en cuanto él se marchó a la capital, aumentando la sensación de ansiedad y desasosiego de Chie. Huían de una amenaza invisible, escapaban de Fernando.
El recibimiento de Guillermo fue completo. Había un cuarto para su madre y un cuarto para él, mientras que el dueño de casa dormía en el sillón de la sala. A Melchor le había tocado el ático, que a pesar de no ser más grande que un colchón para uno, le permitía dormir cómodo y colocar una estufa para no morir de frío. No necesitaba mucho más, una cama, una pequeña cómoda para los cambios de ropa, una lámpara de noche y unos cuantos libros para entretenerse antes de dormir. Guillermo tenía por montones, la mayoría de historia, algunas novelas clásicas, geografía y uno que otro poemario.
Luego de una semana de allegado, Chie había pasado la mayor parte del tiempo encerrado en el ático devorando libros uno a uno, no porque se sintiera incómodo al compartir con Guillermo, sino porque era lo único que mantenía su mente fuera de ese deseo irrefrenable de consumir.
La droga volvía, y a ratos parecía que nunca se hubiese ido. Soñaba con consumo, temblaba por las tardes, la náusea lo embargaba y a media noche despertaba sin falta, completamente sudado.
Era como comenzar todo el proceso de nuevo, la misma historia una vez más.
Muchos cambios en muy poco tiempo, y el pequeño mundo seguro, que con sangre había logrado construir, desmoronándose otra vez.
Ni siquiera tenía ánimos de hablar con Cristina. Era capaz de asegurar que si lo veía en esa condición descubriría qué estaba pasando, y no quería decepcionarla, no deseaba que se diera cuenta de lo débil que era.
Apenas si empezaban los problemas y ya flaqueaba, ¿qué haría si la situación se ponía más peliaguda? ¿Y si Felipe moría? ¿Y si a Gaspar le sucedía algo?
Podía verse, sentado en el marco de la puerta de la casa verde, allá en la calle esperanza. Podía verse a la perfección y sin mayor dificultad, y a sí mismo, ese Melchor flaco y desgarbado lo observaba de vuelta, juzgándolo, dándole a entender que entre ambos solo había un paso de distancia.
No, Cristina no podía verlo así, no después de que todo iba tan bien. Tampoco era capaz de exponer a su madre a tal disgusto, no ahora que tantos problemas se le venían encima, ya bastante preocupada la traía un hijo como para que al otro se le ocurriera además recaer en las drogas.
Así que se encerraba todo el día en su cuarto, leyendo sobre guerras mundiales, sobre conquistas, sobre imperios en decadencia. Revisaba las páginas de libros viejos y rotos, como si su vida dependiera de ello, intentando al mismo tiempo hacerlo pasar por una etapa de introspección.
En la casa creían que estaba solo muy triste por lo de Felipe, y a Cristina había logrado convencerla de que necesitaba un tiempo a solas, aun cuando lo que más deseaba era estar con ella.
Detestaba ser un cobarde, pero detestaba más aún que los demás supieran que lo era.
Miró la hora en su celular nuevo.
Eran casi la una de la madrugada.
Gaspar se lo había regalado antes de irse, solo para poder mantener contacto continuo, pero él, a modo de reprimenda por abandonarlos, no contestaba ninguno de sus mensajes.
Maldijo. Las vacaciones terminaban esa noche, y solo en un par de horas debía estar de vuelta en su último semestre de clases, tan compuesto como si nada hubiese sucedido.
Revisó la bandeja de entrada, con diez nuevos mensajes. Cinco de su hermano, tres de Cristina, uno de Tomás y uno de Amanda.
A ratos se arrepentía de ser parte del mundo de la comunicación instantánea, sobre todo al darse cuenta de que no se podía ir siquiera al baño sin tener que mantener el contacto.
Ignoró los de Gaspar como de costumbre, leyó el mensaje optimista de Amanda y sus interminables ganas de que el periodo escolar comenzara otra vez, rodó los ojos ante la queja de Tomás en referencia a su padre biológico y se detuvo a analizar los de Cristina.
No pensaba contestar ninguno. Ya era tarde, y estar despierto tan tarde era sin lugar a dudas una mala señal. Por lo que solo se tomó la molestia de enterarse, no de ocuparse.
«Mónica quiere que la acompañe mañana a escoger flores para su boda. Si sigue así de entusiasta respecto a casarse creo que me cambiaré de familia».
Eso había sido cerca de las once. Luego había esperado casi treinta minutos para escribirle:
«Parece que duermes. Descansa»
Y quince minutos más tarde había finalizado con un:
«Un beso enorme, para que lo veas cuando despiertes»
Había incluido un Emoji lanzando un beso y un corazón, acto que logró arrancar una leve sonrisa de los labios de Melchor.
En momentos como ese, más se convencía de que Titi no merecía enterarse de lo patético que era su novio, e incluso se le ocurría que él no la merecía.
La culpa lo invadió de nuevo, quitándole el aire, asustándolo sol un poco.
Se sentó en la cama, con la sensación de ahogo colapsándole los pulmones. Las paredes comenzaron a acercarse de forma peligrosa, y decidió que lo mejor sería salir del cuarto un momento y respirar fuera del claustrofóbico espacio que significaba su nueva pieza.
Trató de mantener la calma, y haciendo ruidos mínimos, bajó al primer piso con la idea fija de buscar en el refrigerador alguna cosa con la cual entretener la tripa y al mismo tiempo mermar su ansiedad. Quizás aún quedaban trozos del último pastel de su madre, no estaba seguro, Guillermo los devoraba como si nunca hubiese probado bocado antes.
La puerta de la cocina daba justo a la escalera, por lo que no fue necesario interrumpir a Guillermo en su sueño reparador antes del regreso a clases.
Debía admitir que cada día Letelier le caía mejor.
Era un pelele. Torpe, lento, tranquilo. Incapaz de subir la voz. Negado para la ironía. Pero hacía reír a su madre, y a veces a él. Irradiaba seguridad, no la del alfa vigilante, sino la de una persona estable en todos los sentidos.
Guillermo era un adulto aburrido en todo su esplendor, y el tiempo que gastaban los tres juntos se asemejaba bastante a la monotonía parsimoniosa de una familia regular.
Amaba, de forma inexplicable, la monotonía.
Abrió la puerta y la sensación de la baldosa fría lo hizo temblar un poco. El invierno se encontraba en su cénit, la nieve caía sin piedad, y las noches se volvían cada día más largas.
Extrañó un poco sus pantuflas, pero desistió de volver por ellas, la sensación de ahogo aún no lo abandonaba, por lo que prefirió abarcar primero ese problema.
Por un breve instante se le ocurrió que podía consumir sin que nadie se enterara. No tenía ni la más mínima pista de que parte rebelde de su cabeza provenía aquella idea ridícula, pero le asustó un poco que así de la nada, mientras ocupaba su mente en cualquier otra cosa, la imagen de la droga apareciera con tanta fuerza.
Respiró profundo, ignoró todo pensamiento «malo», y abrió la nevera.
Fue inmediato, sin ningún interludio. Sus ojos se clavaron en las cervezas de la segunda bandeja.
Salivó, tanto o más que los perros de Pavlov al oír una campana.
Cerró la puerta con un toque de violencia, haciendo chocar entre si las botellitas de salsa en la puerta. Esperó que nadie le hubiese escuchado.
Dejar las drogas significaba dejarlo todo. Marihuana, alcohol, cigarro. No importaba si no era alcohólico, cualquier elemento adictivo solo sería un suplente a su anterior adicción. No debía consumir, punto.
Regresó sobre sus pasos, tomó el pomo de la puerta. Suspiró.
Maldijo.
Retrocedió y volvió a abril la puerta de la nevera.
II
― No puedo creer que el amor de mi vida sea gay, ¿no ves la tragedia, Glo? ¡Tragedia!
Teresa se restregó la cara con las palmas y soltó un suave suspiro. El desayuno esa mañana se desarrollaba en mayor caos de lo común, siendo Gloria y Teresa las únicas sentadas, con tiempo suficiente para beber un té y disfrutar una tostada.
Susana, corría tras Mónica, quien había comenzado a sentir la locura de su inminente boda, mientras Mónica enloquecía en busca del número del sastre encargado de su vestido. Sonia dormitaba dentro de la ducha, con el cepillo de dientes en la boca, parte del cuerpo enjabonado y crema para peinar en el cabello, la llegada de la temporada primavera verano la traía desvelada, reduciendo sus horas de descanso afectivo a la mitad.
Cristina maldecía a diestra y siniestra, murmurando sin sentidos mientras se paseaba por la casa con el uniforme incompleto y el cabello alborotado.
Gloria por su parte intentaba seguir la conversación de Teresa, sin éxito.
― ¿Quién es el amor de tu vida?― preguntó, suponiendo que no se refería a Ricardo, el «amor de su vida» hacía un mes.
― Felipe, mi jefe. Es perfecto, de verdad. Caballero, atento, ordenado... y gay. Le había echado el ojo desde que me contrató, pero era mi jefe. Que desdicha, los buenos chutean siempre para el otro equipo.
― ¿Es gay?―Gloria aún trataba de entender la plática de Teresa, esto de ponerle solo atención a medias siempre le jugaba en contra.
― Sí. ¿En qué pueblo vives? Tenía una relación con Antonio.
― ¿Antonio Gonzales?
― Sí.
― ¿Padre o hijo?
― Hijo... ¿De verdad preguntas eso?
― Oye, uno nunca sabe. Espera, ¿estamos hablando de Antonio el mejor amigo de Cristina, ya sabes, ese que fue su novio y que hace dos días durmió acá? ¿Ese Antonio?
― El mismo. Raro, ¿no?
Gloria frunció el ceño, algo no le calzaba.
A Antonio lo conocía desde los seis años, sino menos. Había pasado veranos enteros con ellos, había salido con su hermana por una año completo, no podía ser que de la noche a la mañana fuera homosexual, así, de la nada.
― ¿Raro? Más bien imposible. ¿Dónde has escuchado semejante idiotez?
― Ivón, la niña que trabaja en la sastrería que está frente a la cafetería, me mandó un mensaje anoche. Parece que llevaban un buen tiempo juntos.
― Mira, Tere, que yo no creería todo lo que dice la gente.
Cristina entró de improviso a la cocina, con la intención de comer una galleta, beber algo caliente, y salir como alma que lleva el diablo en dirección a la escuela.
No era la hora lo que motivaba el apremio de Titi, sino más bien lo molesta que la traía la actitud evasiva de Melchor. Intentaba dilucidar si lo suyo era tristeza real o solo otro intento de alejarla, pero por más que lo pensaba, el presentimiento que algo iba mal con su novio la perseguía.
Cabía la posibilidad de que se encontrara deprimido por Felipe, como también cabía la posibilidad que la cosa se tratase de ellos, como podía ser que se tratara de su tío, como podía no ser nada y que Melchor de tanto en tanto decidiera encerrarse en su cuarto y no hablar con nadie.
Sus últimos días se resumían en cavilar sobre Melchor y al mismo tiempo intentar no hacerlo, abogando por un voto de confianza. Pensaba en él durante el almuerzo, pensaba en él mientras veía una película, pensaba en él al ducharse, y hasta se quedaba toda la noche pensando y dando vueltas en la cama, mientras hacía su mejor esfuerzo en suprimir la idea de que las cosas no andaban bien.
Tampoco quería ir donde Melchor a pedir explicaciones...
La verdad es que sí quería, pero tenía en mente que aquello significaba hostigarlo, y hostigar a Melchor era una forma muy efectiva de que, lo poco y nada que se abría a la gente, se esfumara.
Así que, cual Penélope, esperó que él llegara a ella, cosa que hasta el momento no parecía querer suceder.
Se encontraba al borde del colapso y de la mano venía el insomnio.
Lo único que la calmaba un poco era tener que preocuparse del otro ser inexistente: Antonio.
Si bien lamentaba la situación por la cual su amigo se veía obligado a pasar, agradecía de cierto modo poder concentrarse en otro asunto, aunque fuera solo por un par de horas.
Con Antonio la cosa pintaba color de hormiga. No solo había tenido que enfrentar la agonía de Felipe y actuar de manera adecuada, sino que también, calmadas un poco las aguas, no le quedó más remedio que realizar una forzosa salida del closet, tanto a su familia como a todos quienes le interrogaron después de sucedido el incidente.
Si ya Antonio pensaba que contárselo a sus padres sería desastroso, el casi homicidio de su ex novio no ayudaba a distender el ambiente. Sin ir más allá, uno de los peritos había catalogado el acto como un posible crimen pasional, lo cual había significado un interrogatorio de casi tres horas que incluía una cantidad considerable de preguntas que a Antonio le vinieron tan bien como la noticia de que Felipe tenía los días contados.
Ni mencionar a su padre. No se hablaban, nada, apenas se dirigían la mirada en la mesa. Y, a pesar de los esfuerzos de su madre, introducir el tema terminaba siempre en excusas y gruñidos.
Cristina ocupaba la mayor cantidad de su tiempo libre en apoyarlo, acompañarlo y despejar su mente con paseos improvisados e invitaciones a su casa, pero por más que se esforzaba Antonio mantenía su ánimo deprimido, lo que lo convertía en un trabajo de tiempo completo, liberando su cabeza de Melchor por un rato.
También estaba Tomás y el reciente descubrimiento de su padre biológico, aunque eso se lo había dejado a Amanda.
Debía ser honesta consigo misma, no podía con todo, entre Melchor y Antonio ya era suficiente locura, Tomás―que ya se encontraba más recuperado de las noticias sobre Emilia―, y todos sus problemas, podían ser delegados a un subordinado. Amanda por ejemplo.
La había llamado la misma tarde que se enterara de la mudanza improvisada del inquilino de Melchor, dio un par de instrucciones, explicó un par de puntos, luego cortó. No era una recomendación para Amanda, era una orden, y cuando ella ordenaba, se hacía.
De cierta forma, tener que volver a clases le alegraba, así mantendría al grupo junto y a la vista en caso de cualquier incidente, sobre todo con Melchor, quien ya no podría desaparecer si al mismo tiempo debía sentarse justo tras ella.
―Llevas solo una calceta―acotó Gloria, dejando en evidencia el caos mental de su hermana.
Cristina no se sobresaltó, miró su pie sabiendo con anterioridad que no encontraría su calcetín izquierdo ahí, y se encogió de hombros.
―Pisé el suelo del baño mojado, se está secando cerca de la estufa.
―Luces algo ojerosa―agregó Teresa, solo para tratar de llamar la atención de su hermana.
―No he dormido bien. ¿No deberían estar preparándose para trabajar?
―La cafetería está cerrada―respondieron ambas al unísono.
―Cierto, lo olvidé.
Sacó una taza de la despensa y la llenó de leche, para luego meterla al microondas y quedarse concentrada en el girar continuo de la máquina.
―¿Antonio es gay?―preguntó Teresa, haciendo caso omiso a la cara sorprendida de Gloria ante su poco tacto.
Cristina resistió las ganas de voltearse y exigir explicaciones de cómo había llegado tal rumor a sus oídos. Si bien Antonio se vio en la necesidad de contar su secreto, aquella información era estrictamente confidencial. Guardó la calma, mantuvo la mirada en el microondas y continuó la conversación con completa fluidez.
―¿A qué viene eso?
―No lo sé, me lo ha contado una chica que trabaja cerca y quería corroborar la información.
―Maldita gente chismosa―gruñó―, como si no hubiera suficiente chisme en el pueblo se andan inventando cosas. Dile a esa chica que se busque otro pasatiempo.
―Últimamente suenas como mamá―respondió Tere al regaño.
―Últimamente he jugado demasiado el papel de mamá―explicó Cristina―. Creo que necesito vacaciones de mis amigos... Demonios, sueno como mamá. No importa, iré por mi calceta y partiré a la escuela, nos vemos más tarde.
―No olvides que nos reuniremos con Mónica en el centro. ―Le recordó Gloria después de que ella sacara su taza del microondas, robara un par de galletas y saliera en dirección a la sala.
Comió las galletas mientras terminaba de completar su uniforme, metida en medio de la locura de su hermana dando vueltas, como desquiciada, en busca del número.
Se despidió con un «adiós», recibiendo apenas un par de respuestas. Tomó su abrigo, su mochila y abandonó la casa.
Afuera había ya casi veinte centímetros de nieve y nevaba con pasmosa tranquilidad, lo que en cierto grado relajaba a Titi. ¿Qué podía salir mal en un día como ese?
Inició camino hacia el paradero del bus. Sacó el teléfono del bolsillo y revisó en caso de que Melchor hubiese respondido su mensaje de la noche anterior.
Nada.
Guardo el aparato y maldijo. Chie se iba a enterar en cuanto lo viera, claro que se iba a enterar.
Al poco andar divisó a Amanda, quien parecía muy concentrada en masticar su desayuno a medio comer, buscar las llaves en el bolso y no hundirse en la nieve.
Cristina se acercó para detenerla antes de que se estrellara contra un poste, y la saludó casual. Precisar el segundo exacto en que había comenzado a agradarle Amanda era imposible, así que prefería no hacer el esfuerzo y solo comportarse como si hubiesen sido amigas desde siempre.
―¿Preparada para el último primer día?―preguntó la rubia, sosteniendo el bolso del almuerzo de Mandy mientras ella continuaba su búsqueda.
―Sí, siempre. Creo que extrañaré la escuela.
―Eres tan rara―bufó―. ¿Has sabido algo de Tomás?
―Ayer le envié un mensaje. Dice que está bien.
Cristina alzó una ceja, al tiempo que Amanda daba por fin con su juego de llaves.
―¿Un mensaje? Significa que no has hablado directamente con él.
―Claro que no, nosotros no tenemos ese tipo de relación. ―La chica cambió de postura, alzó la barbilla e intentó no mostrar debilidad ante su compañera―. Tomás me cae bien, y me preocupa su bienestar, pero no somos lo que se diría «cercanos», la verdad es que...
―Detente ahí por favor, eres pésima actriz, la mentirosa que llevo dentro está vomitando ahora mismo. Tomás y tú son complementarios, él es un manipulador malvado y tú no matas una mosca. Por favor toma tu lugar en el ciclo de la vida y lánzate a sus brazos.
―¡Él no es un manipulador!―replicó la chiquilla.
―¿Lo ves? En vez de asegurarme que en realidad eres una asesina serial de moscas, lo primero que haces es defenderlo. El uno para el otro.
―Eres insoportable. Y para tu información he matado muchas moscas―aclaró Mandy.
―Parte del encanto. Y lo más probable es que esas moscas estuvieran sufriendo alguna dolorosa enfermedad terminal y lo único que hiciste fue aliviar su sufrimiento.
Continuaron la discusión sin sentido hasta el paradero del bus y luego hasta la escuela, con Amanda replicando cada cinco metros de recorrido y Cristina tan serena como siempre. Seguía nevando. Y a pesar de que mantenía la calma, Titi no podía dejar de pensar en Melchor.
Entraron a la escuela en un silencio sepulcral, acompañadas de los sutiles susurros de quienes les observaban a respetuosa distancia.
Amanda se sintió invadida por las miradas curiosas. No estaba segura si había cometido algún crimen sin darse cuenta o era solo la atención normal que atraía Cristina.
Mantuvo la compostura, fuera lo que fuera terminaría en cuanto comenzaran las clases, así que prosiguió con la caminata junto a su nueva e inesperada amiga a la fuerza.
Entraron al salón ensimismadas cada una en sus pensamientos, y Amanda no salió de ese estado hasta escuchar el tono autoritario de Cristina al perder el control. Tanto tiempo habían pasado practicando para la guerra de nieve, que cada vez que ella empleaba esa entonación, le nacían unas ganas feroces de arrojar una bola de nieve.
―¿Se puede saber qué haces sentado ahí?
La figura corpulenta de Gonzalo sorprendió un poco a Mandy, sobre todo al verlo muy cómodo en la silla de Melchor. Lo saludó con su mano, a lo que Gonzalo respondió con un movimiento de cabeza.
―Estaba vacío.
―¿Y eso qué? A ti te corresponde adelante, con el resto de las personas que piensan que el mundo gira a su alrededor.
―Si ahí se sienta esa gente, ¿por qué no te he visto con ellos? Eres la presidenta―respondió él, sin cambiar su semblante de desagrado.
―Perdí todos mis privilegios cuanto tú apareciste.
―Chicos, es el primer día, ¿podrían no pelear? Somos todos amigos, ¿recuerdan?
―Yo no soy su amiga― aclaró Cristina―. Lo soporto porque Melchor me lo pidió por favor. El mismo Melchor que se sienta justo donde has osado poner tu trasero. Fuera. Si quieres puedes sentarte delante de Amanda.
―Ahí se sienta Josefa Fa...―Detuvo sus palabras al notar la mirada fulminante de Cristina―, nadie aún, nadie se sienta ahí aún.
Gonzalo gruñó por lo bajo, y rodó los ojos como única forma de hacer notar su desprecio hacia Marambio.
―Solo lo hago porque ese estúpido se ahoga si no respira tu mismo aire―farfulló levantándose.
―¿Con «ese estúpido» te refieres a la persona que te ayudó a aprobar tus materias?
―¿Hay otro estúpido?
Amanda suspiró, algo le decía que ese semestre sería particularmente largo y tedioso, por donde mirara solo veía problemas. Y pensar que estaba tan alegre por volver hace solo unos minutos.
Se fijó un segundo en la esquina a la cual Cristina aseguraba Gonzalo pertenecía. Los chicos ahí acomodados también los miraban y cuchicheaban, tal como la gente en los pasillos.
―¿No notan algo extraño? ¿Cómo si hablaran de nosotros?
Cristina y Gonzalo detuvieron su discusión solo para mirar en la misma dirección que Amanda, a lo que sus compañeros se voltearon de inmediato.
Cristina resopló.
―Odio a la gente. Probablemente ya se enteraron que estoy saliendo con Melchor y no pueden dejar el chisme. O quizás encontraron el cerebro de Gonzalo y no saben cómo devolvérselo. ―La chica soltó una risita maliciosa, pero se enserió de nuevo al no recibir la respuesta adecuada por parte de su némesis.
―No es eso―sentenció críptico, para luego mirar a Cristina―. Antonio es gay.
Amanda frunció el ceño y mostró su mejor cara de desconcierto. Esa era un de las estupideces más grandes que había escuchado en mucho tiempo, pero comenzó a dudar al notar la seriedad en el rostro de Cristina.
Titi no fue capaz de actuar con naturalidad tal como en la mañana. Ya era la segunda vez que escuchaba el mismo rumor ese día, de dos personas que entre sí no tenían nada en común.
Mala señal.
―¿Dónde escuchaste eso?―inquirió Cristina, maldiciendo internamente al pueblo completo.
―Me lo ha contado mi hermana, y te puedo asegurar que si llegó el chisme a mi hermana, todo el pueblo lo sabe.
Cristina apretó los dientes y buscó entre su ropa el teléfono celular. Antonio solía llegar siempre al filo del reloj, tenía unos minutos para poder advertirle la situación.
― ¿Antonio es Gay?―Amanda no podía más del asombro.
―Ahora sí, todo el pueblo lo sabe―acotó Gonzalo―. Oh, no.
Amanda y Cristina dirigieron la mirada en la misma dirección que Gonzalo al escuchar su queja, y de inmediato intercambiaron miradas con Tomás quien entraba al salón pálido como la cal.
―Tenemos un gran problema―dijo Tom, omitiendo un saludo normal―. ¿Alguna tiene colonia o perfume?
Cristina revisó en su bolso sin chistar. Encontró de inmediato su perfume y se lo ofreció a Tomás, quien se retiró tan rápido como había llegado. Las chicas lo siguieron y Gonzalo hizo lo mismo, solo porque Tomás había logrado avivar su curiosidad.
Entraron al salón, casi juntos, y mientras Tom corría en busca de algún trozo de tela en la cual untar el perfume, Cristina, Amanda y Gonzalo se quedaron parados al frente de la sala observando el triste mensaje rayado con plumón permanente en la pizarra.
«Antonio Gonzales, maricón de mierda».
Había rabia en el trazo. Rayas duras y dispares. Asimetría constante. Uso intercalado de mayúsculas y minúsculas. Y una curvatura sutil del final de la oración.
Aun así el mensaje se leía claro y doloroso.
Titi se quedó ahí, incluso cuando tanto Amanda como Gonzalo optaron por ayudar a Tomás a borrar el texto. Y lo hizo más que nada porque no lograba entender lo que sucedía.
Se volteó a mirar al resto del salón, quienes desde la comodidad de sus bancos admiraban la escena, temerosos. Sabía que entre ellos se encontraba el culpable, pero así, a simple vista, todos le parecieron igual de culpables.
¿Qué era tan fascinante de llevar a cabo una treta como esa? ¿Cómo se sentiría ser tan miserable?
Dirigió la mirada a Nicole, solo porque detrás de todas las tragedias que la azotaban siempre estaba Nicole, pero la halló junto a Amanda, empapando un pañuelo con colonia que parecía ser de ella, para luego entregárselo a Gonzalo y repetir el mismo gesto con otro pañuelo.
Tomás se apresuró a trabajar, partió por el nombre y Gonzalo por «mierda», pero las letras, como escritas con fuego, no desaparecían tan fácil.
Amanda consiguió un tercer pañuelo para ella e hizo su mejor esfuerzo en atenuar la palabra maricón, consiguiendo apenas desdibujar un poco los contornos.
―Es suficiente.―La voz de Antonio detuvo el trabajo y todo el salón se quedó observándolo―. Deja eso tal como está.
Entró cabizbajo, ojeroso y derrotado, esquivando la mirada de Cristina e ignorando a todos los presentes.
―¿Estás loco?― preguntó Tom ofuscado.
―Te digo que lo dejes―insistió.
― ¿Por qué?
―Porque eso es lo que soy―murmuró mientras leía con atención la pizarra―, un maricón de mierda.
La campana retumbó fuerte en la sala, al tiempo que Anto tomaba asiento en su pupitre y sacaba sus cosas. Cristina quiso acercarse a hablar, a quejarse, a gritarle que él podía ser todo lo que quisiera menos un maricón de mierda, pero no halló el valor.
Se retiró junto a Amanda y Gonzalo, conteniendo en su pecho una vorágine caótica, y al llegar a su salón buscó apoyo en una de las persona que sabía se enfadaría tanto como ella, Melchor.
Pero su mesa seguía desocupada y su silla vacía. Miró a Amanda, quien solo se encogió de hombros.
La clase comenzó sin más, con la normalidad de cualquier primer día.
Cristina sacó su teléfono y mandó un mensaje un poco antes de que la profesora de lenguaje comenzara a nombrar los libros que tendrían que leer ese semestre.
«¿Dónde estás?».
Escribió, pero no recibió respuesta alguna.
III
Amanda asomó la nariz por la sala de Tomás a la hora del recreo, solo para cerciorarse que el horrible texto no se mantuviera en la pizarra.
Las letras apenas podían ser leídas, pero en la memoria de Amanda resonaban con claridad, dibujándose de forma demasiado notoria para su gusto. Quizás la única forma de hacerla desaparecer era quitar el pizarrón y comprar uno nuevo, aunque eso significase un gasto innecesario.
¿Por qué la gente hacía cosas tan horribles? Ella no se consideraba a sí misma como activista de los derechos de los homosexuales, y antes de Antonio nunca había conocido a uno, pero eso no significaba que pudiera juzgarlo, ni siquiera se creía en el derecho de opinar.
Pero, al parecer, el resto del cuerpo estudiantil de Los robles no pensaba lo mismo.
―¿Qué haces?
Tomás apareció de la nada, justo a su lado, erizándole hasta el último cabello de su cabeza.
―¡Nada!―chilló sorprendida.
―Ya veo, estás espiándome―sentenció Tom con la sonrisa ladeada.
―¡Claro que no! Quería ver si habían borrado esa atrocidad, pero veo que aún falta.
―¿Tú también lo ves? Todos han dicho que ya no está ahí, pero yo lo veo tan claro.
Amanda fijó la mirada en la pizarra y volvió a leer el mensaje, sintió nauseas.
―Cristina ha estado como loca toda la mañana, entre Melchor y Antonio creo que va a perder la cordura.
―¿Melchor? ¿Qué con él?
―No ha venido. Fue a preguntarle a su tío, y parece que está enfermo del estómago, pero no responde el teléfono.
―Está llamándolo en estos minutos, supongo. Si no fuera así estaría acá metida buscando a Antonio.
―No, escuchamos que Antonio se fue a su casa temprano, está tratando de llamarlo, pero nadie contesta ¿De verdad se fue?
―El maestro vio el mensaje en la pizarra y detuvo la clase. Lo mandó a la dirección y obligó a todos a limpiar. Lo mandaron a casa temprano. No alcance a hablar con él, tampoco es que sepa bien qué decirle, solo quería que supiera que estoy para lo que necesite.
Amanda miró a Tomás sin que él la mirara, con la intención de asimilar lo mucho que había cambiado en un corto tiempo.
Primero era este chico perfecto, siempre correcto, con buenas notas y buenos modales. Ese chico era muy fácil de querer, tan fácil de querer que había caído redondita a sus lustrados zapatos.
Luego estaba el Tomás que la celaba, ese que hablaba mal de su nuevo amigo, el que la había besado a la fuerza y que había golpeado a Melchor. Ese Tom no le gustaba, lo aborrecía, y era ahí donde había dejado de quererlo para siempre. Ese Tomás era desgarradoramente humano.
Y al final estaba el chico parado frente a ella. Aquel cuyos lazos familiares eran confusos, ese que despreciaba a quienes los querían solo por no ser capaz de mostrarse herido y que huía por temor a enfrentar una realidad dolorosa. Ese Tomás era egoísta y calculador, pero sufría mucho al serlo. Ese Tomás se enfocaba por completo en sus problemas, mas, si un amigo lo necesitaba, emergía desde su propia oscuridad solo para hacerse presente.
No sabía que sentir respecto al último Tomás, conservaba muchas de las características del primero, pero el segundo se mantenía latente.
No era tan fácil querer a ese Tomás, pero tampoco era imposible.
Quizás por eso era cauta al involucrarse con ese Tomás, porque muy en el fondo sabía que aquella mezcla era mucho más interesante que la cáscara vacía de un alumno perfecto.
Regresó la mirada al pizarrón y suspiró. No era momento de pensar en sus sentimientos, sino más bien la ocasión de reunirse ante la adversidad y sacar la cara por sus nuevos amigos.
―¿Quién crees que lo hizo?―preguntó temerosa, intentando suprimir sus dudas.
―No lo sé, podría ser cualquiera. ―Se rascó la nuca y mantuvo a mirada en el pizarrón―. Trinidad Soto llegó de las primeras, y según ella el texto ya estaba.
―Podría haberlo borrado.
―Podría... pero creo que está de acuerdo con él.
―¿Cómo puede estar de acuerdo?―gruñó la chica―Y aun cuando esté de acuerdo, ¿es costumbre de ella dejar que insulten a la gente así como así?
Tomás puso atención en los chicos que esperaban dentro del salón de clases el término del recreo. Todos metidos en sus asuntos, como si el episodio de la mañana no fuera más que un incidente aislado sin mayor relevancia.
Ninguno de ellos entendía las implicancias del asunto, ni lo que significaba para Antonio todo aquel embrollo. La fatídica oración había abierto un debate extenso y actual con dos polos muy marcados, que a pesar del tiempo no lograban llegar a un acuerdo.
Y justo en medio del altercado estaba Antonio, un ser humano como cualquier otro, con solo una intención, vivir en paz.
―Tener una opinión respecto a cualquier tema es muy importante para ciertas personas, incuso cuando ese tema no les concierne para nada―masculló algo deprimido.
―¿Es cierto eso de que Felipe, el de la cafetería, y él...?―preguntó Amanda, temerosa. Gonzalo había sido muy críptico respecto a lo que su hermana le develara, pero ese detalle fue el que más le impactó.
―No estaban juntos ahora, según lo que me contó Antonio, pero ha de haber una razón por la cual lo visitó ese día.
―Pobrecito, debe estar destrozado. Yo creía que se encontraba así de abstraído solo por el hecho de tener que asistir a una persona moribunda, pero debe de ser millones de veces más impactante que alguien que quieres se encuentre en esas condiciones.
Tomás asintió, sospechado que quizás la situación estuviera por salirse de las manos. Antonio era un tipo fuerte, de temperamento templado y muy maduro, pero hasta el más impenetrable de los hombres tenía su minuto de debilidad, y en esos momentos Antonio era más que débil.
La campana sonó, interrumpiendo la conversación con su alarido.
―Me voy, ya sabes lo puntual que es Ramírez.―La chica sonrió e intentó escabullirse, pero fue detenida antes de lograr su cometido.
―Gracias, Amanda, por preocuparte de él.
―No tienes nada que agradecer, Antonio siempre ha sido un diez conmigo, desde que llegué a esta escuela.
―Y gracias por preocuparte por mí.
La idea quedó en el aire, en el espacio que los separaba. Amanda solo asintió con la sonrisa afable―y políticamente correcta―adornándole los labios, para luego voltearse y desaparecer dentro de su propio salón.
No estaba preparada para enfrentar lo que sentía, o no sentía, respecto a Tomás. Era tan complejo, tan extraño, que prefería tomarse todo el tiempo del mundo para descifrarlo.
Mal que mal había más cosas de las cuales preocuparse, mal que mal era solo el primer día.
IV
A pesar de la que casa de Guillermo tenía mirilla, la de Melchor no, por lo que aún no se acostumbraba a mirar antes de abrir. Así que al ver Cristina parada en el umbral de la puerta de entrada, se sintió estúpido.
Lo más ridículo era pensar que podía faltar un día, no avisarle a nadie y salir limpio de polvo y paja, sobre todo considerando el conocido carácter efervescente de su novia.
Lucía enojada, con el ceño fruncido y la curva de su sonrisa completamente ausente. Incluso sus ojos, siempre luminosos, destellaban furia contenida.
Algo le había sucedido a Titi que Melchor ignoraba y de pronto, que su chica estuviera sufriendo, le partió el corazón.
―Hola―murmuró avergonzado.
―Permiso―respondió ella, entrando a la casa sin ser invitada. Lanzó sus cosas en el sillón, como tantas veces antes al visitar a su tío, y se paró en medio de la sala―. ¿Está tú mamá? Me gustaría saludarla.
―Salió a la farmacia―masculló Melchor, suponiendo que lo encabronada que se encontraba Cristina en esos minutos tenía algo que ver con él y su manera de comportarse.
―Cierto, mi tío me dijo que estabas con dolor de estómago hoy en la mañana. No te veo muy enfermo―replicó tan furiosa como pudo.
―¿Qué tratas de...?
―Melchor, déjame ser clara por primera y última vez―interrumpió seca, sacando el celular del bolsillo―: esto es un teléfono, uno con el cual yo te mando mensajes, y cuando yo te mando un mensaje tú lo respondes. No es una sugerencia, es una orden. No tienes que hacerlo de inmediato, no tienes siquiera que responder con la verdad, solo responderlo. Con un monosílabo es suficiente.
«Sé que sueno como una de esas novias locas en este segundo, y la verdad es que no me importa, porque si hay algo que no voy a ser en esta vida es de esas chicas que se mueven convenientemente a la orden de su novio o de su marido y se desviven esperando que se les tome en cuenta. ¿Te ha quedado claro?
«Segunda cosa: desconozco la razón por la cual no quieres hablar conmigo. No sé si es hago que hago, o mi forma de expresarme, o si consideras que carezco de la inteligencia adecuada para entender tus problemas, pero si no nos comunicamos esto no va a resultar. Me da pena decirlo, pero me da aún más pena verme agobiada buscando formas de hacerte hablar. Lo intento, de verdad, entiendo que es difícil para ti y te doy tu espacio, pero ni siquiera sé si es eso lo que necesitas. Y no quiero pasar tres o cuatro meses en esta dinámica de tira y afloje hasta darnos cuenta de que no está resultando.
«Con eso aclarado quiero que, si tienes algo para decirme, lo digas ahora.
Melchor guardó silencio, consternado por la mujer que de la nada aparecía para regañarlo cual niño pequeño.
Otra vez se vio en la encrucijada entre hablar o callar, una decisión que a simple vista podía ser fácil, pero que en su situación representaba una tarea titánica.
Miró al suelo y se metió las manos en los bolsillos, el nudo en la garganta lo enmudecía a pesar de todas las ganas que tenía de contarle lo que había sucedido a Cristina.
―De acuerdo, silencio entonces. ―Cristina recogió sus cosas y le dedicó una última mirada antes de irse―. La verdad es que tengo muchísima pena en este minuto, Chie, pero hay cosas más importantes sucediendo como para echarme a llorar por esto. Te quiero, hablamos.
Melchor la observó largarse con la misma soltura y furia con la que había entrado, quizás más. Se quedó solo en la mitad de la sala, acompañado por el regular tic-tac del reloj de pared y una brisa fría que en todos esos días no había logrado descubrir desde dónde provenía.
Maldijo su estupidez.
Salió corriendo detrás de ella, en ropa ligera, y sin zapatos.
Titi se movía rápido, y en los escasos segundos que pasaran entre su salida y la reacción de Melchor, había logrado recorrer casi cuadra y media.
―Cristina, espera―solicitó Melchor, a solo unos pasos de ella.
―No, Melchor. Tengo que estar con mis hermanas en menos de treinta minutos y además mi mejor amigo está en crisis, no tengo tiempo para detenerme.
―Cristina, solo será un minuto.
―No tengo ni medio segundo.
―Por favor detente. ¿No puedes ser más compresiva?
―¡He tratado de ser comprensiva!―exclamó girándose―Pero toda persona tiene su límite. Quizás no soy la persona para ti, quizás no poseo la paciencia suficiente. Y de verdad me gustaría sentirme mal al respecto, pero tengo un asunto urgente que solucionar y no puedo perder mi tiempo intentando sacarte las palabras a presión.
―Cristina, soy un adicto.
―Lo sé―ladró enojada, había tratado de ser amable y comprensiva, pero su método zen no estaba dando resultados.
―No, no lo sabes. No es que era un adicto, lo soy aún, nuca dejaré de serlo.
―Lo sé, investigué un poco en internet―explicó alzando el teléfono desde su bolsillo―. Esta cosa sirve para más que solo mandarte mensajes que no vas a responder. Tengo claro que eres un adicto.
―¡Bueno, ya entendí!―exclamó él intentando mantener los cabales―. Lo que pasa es que para mí es un poco más complejo que una búsqueda de internet. Te voy a contar pero no te vuelvas loca. Quiero consumir nuevamente ¿Feliz?―Cristina no se veía feliz, y tampoco tenía porqué estarlo. Melchor decidió que quizás había sido un poco brusco con ella―. Eso es común, me pasa todo el tiempo, pero ahora más que antes―explicó con voz queda―. Ayer era insoportable, así que bajé a la cocina para comer algo, eso a veces me calma, pero encontré una cerveza y la bebí. No toda, solo un sorbo, luego la boté y escondí la lata en mi cuarto para que no la viera mi madre en la basura. Soy débil. Fallé.
―¿Por eso faltaste hoy?
―Estaba avergonzado, ¿de acuerdo? No podía mirar a nadie a la cara sabiendo que había fallado. No es como que tenga que hacer algo, tengo que evitar a hacer algo y aun así no lo logro. Soy un imbécil, lo siento, no soy tan fuerte como creía, estos no deberían ser tus problemas.
―Claro que no lo son, si no me incluyes nunca serán míos, o de Antonio, o de Tomás, o de Amanda, o del imbécil de Gonzalo. Pero ya, no importa, ¿por qué había una cerveza en el refrigerador?
―No lo sé, tú tío bebe, supongo.
―Pues dile que las bote.
―No puedo hacer eso, estoy de allegado.
―Estamos hablando de mi tío, es la persona más comprometida con las causas perdidas en el mundo entero. No cabe duda de que va a hacer todo lo posible por ayudarte. ¿Hablaste con tu psicóloga? ¿Le contaste a tu mamá? De verdad me preocupa esto que me estás diciendo.
―Eso era justamente lo que quería evitar.
―¿Qué me preocupara?―Cristina se enojó aún más―. ¿Y tú crees que si yo no me preocupo, es como si las cosas no sucedieran? Esto es grave, y tú quieres guardártelo todo para ti porque eres súper bueno resolviendo asuntos importantes solito.
―Está bien, lo entiendo, me equivoque, debí conversarlo con otra persona.
―¡Claro que te equivocarte!―Lo fulminó con la mirada y luego respiró profundo―. Ahora abrázame, tuve un día terrible.
Se dejó caer y hundió la frente en su pecho. A Melchor no le quedó más que rodearla con sus brazos y acariciarle el cabello.
―¿Estás enojada conmigo o no?―preguntó solo para aclarar.
―Estoy furiosa contigo, eres un irresponsable, y no tienes en cuenta lo que yo siento o dejo de sentir. Haces las cosas según tu perspectiva de lo que es o no mejor, sin tener en cuenta mi opinión, o la de cualquiera de las personas que te queremos. Quiero golpearte en este momento, pero sé que no va a ayudar en nada, y lo único que realmente deseo es que me abraces.
―Bueno.―La apretujó con fuerza, sintiéndose algo estúpido de ocultar algo que podía dañarlo tarde o temprano―. ¿No tenías que ir donde tu hermana?
―Le dije que llegaría tarde porque me quedaría conversando con Antonio, pero Antonio se fue temprano y luego Mónica me llamó para decir que había cancelado la reunión porque tenía un problema con el florista.
―¿Entonces no tienes nada más que hacer? Me mentiste.
―Es lo que hago, no me regañes, fue una mentira blanca.― Se escondió más en el pecho de Melchor.
―Está bien, ¿Podemos entrar? Salí sin zapatos.
Cristina lo observó con detenimiento. Frunció el ceño y bufó.
―De acuerdo, necesito un chocolate caliente, pero que conste que sigo enojada―. Tironeó de él en dirección a la casa de Guillermo―. ¿Podrías prestarme el teléfono? Si llamo desde el mío, Antonio no me va a contestar.
―¿Qué le pasó a Antonio?
―Lo peor que le puede pasar a alguien, que descubran tu mayor secreto.
V
Lo primero que vio fue una luz. Brillaba a través de sus parpados en ocasiones, y otras, una fuerza externa le obligaba a abrir un ojo y luego el otro, sin lograr tener un imagen clara de lo que había más allá de la luz.
Las palabras inconexas de una voz desconocida eran símiles del chino, o quizás era su cerebro el cual no podía distinguir entre la lengua materna y las barbaridades.
Intentó tragar, sentía la boca seca, los labios partidos y la quijada tensa, pero le era imposible. Entre sus dientes había algo duro, que se depositaba sobre su lengua y que bajaba hasta su garganta, ahogándolo.
Movió la cabeza solo unos centímetros e intentó tocar su cara, pero no tenía fuerza suficiente ni para alzar el brazo unos milímetros por sobre la superficie sobre la que descansaba.
Abrió los ojos y la luz lo cegó, pero tan pronto como tuvo voluntad para quejarse, esta disminuyó en intensidad hasta desaparecer.
―Felipe, no luches con el tubo, ¿De acuerdo? No luches con él.
Sus pulmones se llenaron de aire en contra de su voluntad, para luego vaciarse como si fuera él productor de tal hazaña y no una máquina.
Hizo caso omiso a la recomendación de la mujer con la luz y siguió moviéndose todo lo que sus músculos adoloridos le permitían, que en realidad no era demasiado.
―Felipe, soy la doctora Sánchez, estamos en el hospital general, en la UCI. Sufriste un asalto ¿Te acuerdas?
El tal asalto le sonaba a mentira, lo del hospital le sonaba a engaño, incluso tenía sospechas de esa luz que le encandilaba y la voz aguda de la mujer. No recordaba ningún asalto, ningún hospital, ¿Dónde estaba? ¿Quién era?
―Felipe, estamos haciendo una prueba de sedación, te vas a sentir confundido y puede que no recuerdes algunas cosas. Es la anestesia.
Felipe le sonaba de algo, como un eco del pasado. ¿Era acaso que él era Felipe? Podía ser, era un buen nombre. Hizo el intento de incorporarse, pero su cuerpo se sentía como una tonelada de piedras y dolía como si la misma tonelada lo aplastara.
Quiso llamar a Gaspar, aun sin tener claridad de quién era ese tal Gaspar y en qué forma podía ayudarlo. Algo dentro de su cuerpo le indicaba que aquella persona solía tener respuestas para todo, incluyendo la interrogante del momento: ¿quién es el famoso Felipe?; pero no pudo precisarlo, así que decidió que, fuese quien fuese el tal Gaspar, lo necesitaba urgente a su lado.
―Felipe, tranquilo, vas a estar bien. Estuviste muy grave, pero estás mejor, necesito saber que me estás escuchando. Aprieta mis dedos.
Algo le cosquilleó en la palma, y como reflejo instintivo deseó retirar su mano, sin recibir la respuesta esperada de su propio cuerpo. El solo hecho de fijar la mirada lo cansaba, por lo que al rato cerró los ojos y dejó de luchar. Ya habría tiempo para resolver todas las interrogantes que se le venían a la cabeza.
―Felipe, aprieta mi dedos, con cualquiera de tus dos manos, usa toda tu fuerza.
La voz de la mujer se le hizo desagradable, y solo para complacerla cerró sus dedos lo más que pudo, sin siquiera lograr un buen apretón.
―Muy bien, ya casi, ahora pisa mis manos.
No entendió lo que quiso decir, y tampoco estaba de ánimo para preguntar. De a poco las fuerzas se le iban, deslizándolo hacia un reponedor sueño.
―Felipe, pisa, con tus pies.
Abrió los ojos por última vez solo para hacerse una idea clara de cómo se veía esa mujer tan molesta, y de inmediato se sumió en un profundo sueño.
La doctora Sánchez suspiró, quitó las manos de sus pies y miró al enfermero.
―Lo perdimos―. Se restregó la cara y ordenó su cabello en una coleta alta―. Por lo menos ya sabemos que sigue órdenes simples, tanto daño neuronal no tiene.
―Ser positivo es importante―masculló el hombre y luego reorganizó las bombas de infusión.
―Deja el Fentanyl a la mitad―ordenó la mujer―. Yo pondré el ventilador en frecuencia corporal, si anda bien, mañana le sacamos el tubo.
―¿Crees que ande?
―No lo sé, eso espero. Lo único que me queda claro es que este, volvió de la muerte.
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