Se ha ido
Emilia sabía que Enrique era peligroso, no cabía duda de ello. Y aun así lo amaba. Era de esas cosas que no tenía explicación. Era como las drogas, sabía que la destruían, pero aun así le gustaban.
Ponerse a escarbar de cómo funcionaban los sentimientos consistía en una empresa demasiado complicada e innecesaria.
Eso era lo bello de amar, no buscarle un por qué, solo hacerlo, solo amar.
Sabía que él nunca se lo diría, lo tenía claro. Enrique era de ese tipo de personas que simplemente no sabían expresar lo que sentían y que me movían en un espectro de emociones bastante limitado, así que si en algún momento llegaba a amarla, si lograba hacerlo, no se lo diría. Emilia tenía un don para leer a las personas, y a Enrique era capaz de descifrarlo con la misma facilidad con la que terminaba el puzle del domingo.
Pero ella era una historia distinta. Ella necesitaba decírselo, porque era pésima guardando secretos o sentimientos y tener el amor atrapado en la garganta le causaba indigestión.
—Te amo—dijo mirándolo a los ojos. Era temprano, la luz se filtraba por la ventana, estaban desnudos y ella comenzaba sentir hambre.
Se conocían hace ya casi seis meses y a pesar de que su primer encuentro no era la mejor primera impresión que se puede llegar a tener, la insistencia de la chica había terminado convenciendo al pelirrojo que ella podía terminar siendo más que solo una molesta niña rica.
Al final lo era de todas formas, pero esa molesta niña rica tenía dueño.
—¿Qué hora es?—preguntó mientras se frotaba la cara.
—Te amo—repitió ella, abriéndole el parpado derecho con un dedo—, tenía que decírtelo.
—Lo sé—continuó él mientras se estiraba y buscaba su reloj sobre la mesita de noche.
—¿Sabes que tengo que decírtelo, o sabes que te amo?
—Las dos—respondió seco y se levantó repentinamente—¿Tienes hambre? Hay huevos.
No tenía idea de por qué le disgustaba la respuesta de Enrique, sabía que no recibiría jamás un "te amo", ni siquiera un seco "yo también", pero ese "lo sé" se le antojaba más duro de lo presupuestado.
Abrazó un almohada y se sentó a lo indio tratando de poner en orden sus sentimientos. Comenzaba a sentirse muy molesta, inquietantemente molesta.
—No, gracias, no tengo hambre—intentó sonar dura y distante. Enrique no lo notó.
—¿De verdad? Yo muero ¿Quieres que te deje algo listo?
—¿Vas a salir?
—Tengo cosas que hacer.
—¿Cosas?
—Drogas y contrabando, algo así—se colocó un par de calzoncillos limpios y una polera nueva. Era incapaz de colocarse algo usado con anterioridad.
—No me mientas, no soy tonta. Tú detestas las drogas ¿Por qué te dedicarías a venderlas?—Emilia sabía la verdad, toda la verdad, pero necesitaba que él se la dijera, necesitaba que confiara en ella.
—¿Dinero?—trató de remarcar lo obvio con su mejor sarcasmo, pero ella lucía infranqueable.
—¿Por qué me mientes? Te conozco Enrique, te conozco muy bien.
Y a él le hubiese encantado contradecirla, sacarle en cara de que no tenía idea de quien era, pero no tenía argumentos para sostener esa idea. Emilia era muy aguda, observadora, parecía una chica tonta más, pero no pasaba nada por alto. Cada detalle, cada gesto, hasta la más mínima mirada, todo estaba presente para ella y debido a eso había desarrollado una capacidad ridícula para llegar a la gente.
Esa la única explicación que podía avalar el hecho de que estuvieran juntos.
Emilia podía ser una persona muy peligrosa, si solo fuera consciente de sus capacidades y un poco más malévola y calculadora.
Suspiró mirándola con cara de póker. Ella fruncía el ceño y gruñía muy bajito. Estaba enojada, aunque no tenía idea de cuál era el motivo.
—¿Te sucede algo?
—Nada—detestaba profundamente cuando ella decía nada, esa palabra contenía todas las razones del universo.
—Por favor, dime que te pasa.
—Nada, ya te dije.
—¿Es por lo de la droga?
—Na-da.
—¿Quieres desayunar algo distinto a los huevos?—tener que adivinar era su juego menos favorito, lo hacía sentir un tonto.
—Ya te dije que nada—se quejó ella perdiendo la paciencia.
Enrique se encogió de hombros y la ignoró, era lo más sano. Sabía que eso aumentaría su ira exponencialmente, pero no estaba de humor para jugar a «Adivine qué le sucede a Emilia».
—Bien, hay comida en la cocina, si quieres volver a tu casa deja cerrado y no es necesario que hagas la cama.
Se colocó un par de pantalones y salió sin hacer mayor alarde de su tranquilidad mental.
Emilia escuchó como se cerraban las puertas y sintió esa sensación de fría soledad abrazándola.
Sabía que ella era la culpable, que Enrique no era una buena opción, pero era tonta y débil. No podía alejarse de su lado porque lo amaba, o eso creía.
Era tan inmadura, tan dependiente. Necesitaba urgentemente dejar de necesitar a otros.
Sentía pena por ella misma y al mismo tiempo no sabía qué haría el día en que se quedara completamente sola.
Tomó su ropa y se vistió con parsimonia y pereza. No tenía ganas de hacer nada, se sentía lánguida y sin fuerzas.
Se fue del departamento sin sospechar que sería el último día que lo pisaría, y que esa sería la última vez que viera a Enrique.
Enrique detestaba las cosas inconclusas, pero esto sería un asunto que le tomaría años finiquitar.
···~*~*~*~*~*~*~*~*~*~*~···
Magdalena se quitó un par de motas de lana de chaleco que se había puesto justo antes de que Melchor entrara a la cocina. No tenía idea en qué momento se había llenado de pelusas, pero era mejor quitarlas antes de que Guillermo pasara por ella.
El reloj marcaba la una y media, y ella llevaba media hora quitándose las pelusas.
Adoraba ese chaleco verde, el verde siempre le había sentado de maravilla, resaltaba sus ojos oscuros y hacía perfecto contraste con su cabello negro.
Melchor la miró de pies a cabeza. No recordaba que su madre fuera tan joven.
—¿Lista para el gran día?
—¡Ay, cariño! A mi edad estas cosas ya no importan—trató de restarle importancia mientras se removía una pelusa caprichosa del borde de la manga.
—Claro... y tan poco importa que es la primera vez en como diez años que veo que te pones esa ropa.
—¿Por qué lo dices? ¿Se ve vieja la ropa?—Magdalena olvidó por completo la pelusa y miró a Melchor con un pequeño rastro de pánico. Si bien no le daba mayor importancia a la invitación de Guillermo, no dejaba de sentiré levemente emocionada con salir a divertirse después de tanto tiempo.
Era un signo de que las cosas volvían a la normalidad.
—Es un decir... ¿Nerviosa?
—Claro que no, Guillermo y yo nos conocemos desde antes que Gaspar naciera. Será como en los viejos tiempos, él me invitaba con regularidad al cine y a pasear por el parque, éramos muy cercanos antes de que conociera a tu padre.
—¿Salían? ¿Así como novios?
Magdalena soltó una carcajada, la imagen de ella y Guillermo saliendo le causó gracia. Guillermo no se fijaría en ella jamás.
—Claro que no, Guillermo nunca me vería de esa forma, éramos cercanos porque trabajábamos en la misma tienda de ropa, y me invitaba a salir porque teníamos gustos parecidos... ¿Quién más iba a acompañarlo a ver Terminator? Ya sabes, cuando se estrenó y nadie sabía que era buena.
Melchor rodó los ojos. Letelier era un completo inepto, el ser humano más lento sobre la tierra ¿Cuántos años tenía Gaspar? ¿Veinticinco, veintiséis? Guillermo llevaba casi treinta años esperando el momento adecuado para comenzar a cortejar a su madre ¡Cielos!
Quizás las tres N no eran necesarias, solo era necesaria una G para que su madre estuviera segura, una G de Guillermo. Gaspar se estaría riendo tan fuerte en este momento.
—Así que ya habías salido con él.
—Sí, infinidad de veces, éramos muy amigos, creo que nunca me divertí tanto como con él—volvió a luchar con la pelusa y optó por conseguir una tijera para deshacerse de ella de raíz.
—¿Y nunca pasó nada entre ustedes?—Magdalena lo miró algo desconcertada.
—¿Qué tipo de preguntas son esas, hijo?—se quejó, fingiéndose ofendida—Claro que nunca pasó nada. Guillermo era muy maduro y centrado, no se iba a fijar en una niña torpe como yo.
Melchor tomó asiento en la mesa de la cocina y sacó un trozo de queque recién hecho por su madre, cada día tenía más y más hambre, y esas ganas de picotear entre comidas eran cada vez más frecuentes.
—Magdalena, creo que tienes serios problemas de entendimiento...
—¿Yo?
—Es decir, soy hombre, uno no invita a una chica a ver una película solo porque no quiere ir solo.
—Sabes algo, suenas igual que tu abuela. Ella adoraba a Guillermo, lo invitaba a tomar once, le mandaba saludos, le tejía gorros de lana. Según ella Guillermo sería el único hombre que aceptaría como yerno. No tienes una idea las vergüenzas que me hizo pasar... Claramente Guillermo era un caballero y no hacía comentarios al respecto, siempre cuidaba de no dejarme en vergüenza.
Melchor volvió a rodar los ojos. Guillermo no solo era lento, sino también estúpido. Incluso con ayuda de su abuela no había conseguido cerrar el trato. Comenzaba a reconsiderar si dejarle salir con su madre, ella se merecía alguien que tuviera alguna idea de lo que estaba pasando bajo sus narices.
—¿Y qué pasó?
—¿Con qué?
—Dejaron de ser amigos ¿No?
Magdalena miró al techo y trató de hacer memoria. Tantos años podían llenar de polvo hasta los recuerdos.
—Nada en particular—respondió finalmente—. Cuando creces esas cosas pasan. Él se fue a la universidad, yo estudié secretariado. Yo me casé, él se casó. Supongo que simplemente dejamos de vernos.
Sonaba lógico, el paso del tiempo siempre sonaba lógico.
—¿Te has preguntado alguna vez que hubiera pasado si, no sé, él hubiera dado el primer paso?
—Eso no hubiera pasado, Melchor, Guillermo siempre me ha visto como una amiga.
—Pero—continuó el chico—si en un mundo completamente paralelo y ficticio—trató de sonar lo más sarcástico posible para que su madre entendiera la indirecta que Guillermo le había estado enviando los últimos treinta años—él y tú estuviesen juntos ¿Lo has pensado? Probablemente Gaspar se llamaría Guillermo y yo me llamaría, no sé, Maximiliano. Quizás tendríamos una hermana.
Magdalena volvió a reír, adoraba tener de vuelta a su ocurrente hijo menor, con tanta imaginación que era incapaz de mantenerla en su mente y se veía obligado a comentarla.
—Si yo me hubiera casado con él ustedes no existirían, Melchor—respondió mientras regresaba las tijeras a su lugar—Guillermo no puede tener hijos—el muchacho frunció el ceño y se metió otro trozo de queque a la boca—. Es una lástima, con lo mucho que le gustan. De cualquier manera, si me hubiera casado con él, Cristina sería tu prima.
El queque se fue por el lado incorrecto y por un segundo Melchor vio la luz y con ella toda su vida pasar frente sus ojos, luego empezó a toser desesperado. Magdalena rio, como de costumbre.
—¿Eso que tiene que ver?—preguntó con un hilo de voz entre su ataque de tos.
—¿Te has puesto nervioso?—jugó ella dándole un par de palmaditas en la espalda.
—No puedo respirar—dijo apenas.
—Ya, ya, tranquilo, que es solo una suposición, no es tu prima de verdad—rio más fuerte mientras su hijo se colocaba más y más rojo.
—¿Qué se supone que significa eso?
El timbre sonó y Magdalena huyó con una sonrisa traviesa adornándole los labios.
—Vienen por mí—agregó antes de desaparecer.
Melchor logró mandar la comida por el lugar correcto y se bajó de la mesa con la mayor dignidad que pudo.
—Te acompaño—dijo al alcanzarla.
—Se lo que tengo que hacer, hijo.
—Lo sé, pero no sé si él sabe—respondió—. Aunque considerando los hechos, creo que no tiene idea de nada.
—A veces no entiendo lo que dices—se quejó Magdalena.
—Tú no entiendes nada Magdalena, nunca has entendido.
Caminaron hacia la puerta y Melchor le abrió a Guillermo con su mejor cara de matón. El hombre llevaba un ramo de girasoles en una mano y una bolsita con moño en la otra.
—Feliz cumpleaños—recitó como si llevara practicándolo nueve horas seguidas. Estiró los brazos y le entregó tanto el ramo como el regalo—. Es una pequeñez, nada importante, solo un detalle.
—Adoro los detalles.
Se sonrieron de forma tierna, casi inocente, como si tuvieran treinta años menos. Melchor se sintió solo levemente asqueado, lo cual, para sus parámetros, no era tan malo. Si se lo hubieran preguntado un par de meses antes probablemente hubiese terminado vomitando con solo imaginar la escena. Literalmente vomitando.
—¿Cuáles son tus intenciones con Magdalena, Letelier?
—Amm...—Guillermo se puso aún más nervioso, en lo que a él respectaba quien hacía las preguntas a adolescentes temperamentales era él, no al revés—, mis intenciones son sacar a tu madre a alguna parte para que se divierta un rato.
—¿Dónde piensas llevarla?
—Es una sorpresa.
—No me gustan las sorpresas Letelier, que te quede claro. Nación, naranja y nubosidad.
—Lo tengo muchacho. Nitrito, nitrógeno y nitroglicerina.
—Definitivamente creo que estoy perdida—comentó Magda, sintiéndose completamente fuera de lugar.
—Ve, no quiero que se les haga tarde y regresen después de las cinco.
—¿Cinco? Muchacho tu madre es mayor, ella verá a qué hora regresa.
—Cuatro y media... y si dices una sola palabra más estarás de vuelta con ella a las tres.
Magdalena le besó la mejilla a su hijo y se colgó del brazo de Guillermo con una tremenda sonrisa en la cara. El día pintaba maravilloso y estaba dispuesta, por primera vez en mucho tiempo, a disfrutarlo como dios manda.
Melchor los vio caminar hasta el auto de Guillermo y luego perderse calle abajo.
Las cosas estaban cambiando, y a pesar del terror que le tenía al cambio en ese minuto no se sentía tan pesimista.
—¿Ese era mi tío sacando a tu madre a una cita?
La voz de Cristina le llegó de lo alto. Ella estaba en su balcón, mirando desde el segundo piso como se alejaba el Nissan de Letelier.
—Sí.
—Ya era hora ¿Por fin le ha pedido una cita?
—Se las he arreglado yo.
—¿Tú?—Melchor asintió—Eso es un avance, si fuese cosa de Gaspar, tu madre estaría completamente aislada del resto del mundo. Es una suerte que no esté por aquí... suerte entre comillas, claro.
Melchor se encogió de hombros y respiró el aire frío del invierno. Los Robles estaba nublado y cada día el cielo auguraba más lluvia.
—Va a llover—pronosticó Melchor.
—Sí, eso creo ¿Qué piensas hace hoy?
—Iré a comprarle algo a Magdalena, un libro de cocina o una batidora nueva—Cristina bufó.
—¿Por qué los hombres creen que un electrodoméstico es un buen regalo para un mujer? Eso es muy machista.
—A ella le gusta hacer pasteles, Cristina—indicó con tono sarcástico.
—Claro que sí, es su trabajo, regálale algo que ella realmente quiera.
—¿Algo como qué, sabelotodo?
Cristina se quedó pensativa, buscando algún presente lo suficientemente bueno como para hacer llorar a Magdalena de la sorpresa. Era espectacular haciendo regalos, nunca decepcionaba.
Pero hacía años que Magdalena y ella no se relacionaban lo suficiente como para hacerse una idea de sus deseos.
Observó a Melchor y tuvo de inmediato una idea brillante, de esas ideas que le daban ganas de abrazarse y decirse lo muy maravillosa que era.
—Metete a la casa—ordenó con propiedad—, yo iré por algunos implementos.
—¿En qué estás pensando?
—En una manualidad.
—No le voy a dar una cortina de macarrones.
—Claro que no, le vas dar algo mucho mejor.
II
Felipe abrió la puerta de la casa de Enrique con mucha lentitud, había dejado el café a cargo de Teresa y la chica nueva que se había visto obligado a contratar para controlar la demanda creciente de los clientes ¿Quién hubiera dicho que la idea de esa chica Cristina resultaría tan provechosa? Era raro el día en que el café no estuviera lleno, y, a pesar de que había sido el sueño de toda su vida tener un café exitoso, sus planes de poder limpiar todo el dinero que había robado se iban por el traste.
Cuando nadie venía era muy fácil justificar ganancias, pero ahora que muchísima gente venía y tenía ingresos de verdad no podía meter más dinero sin hacerlo ver sospechoso.
No se le daban bien las matemáticas, el genio contador era Gaspar.
Cerró la puerta y suspiró.
Estaba exhausto aun cuando no había hecho mucho. El café lo estaba matando, y a pesar de tomarse un día libre, el cansancio acumulado lo agotaba.
Debería contratar a alguien más, necesitaba mucho más personal.
Por otra parte, el no dormir en su casa no estaba ayudando en su proceso de descanso, mejor dicho, el evitar cruzarse con Antonio a toda costa no estaba ayudando en su descanso.
No lograba dejar de pensar en él, casi como una maldición. Lo veía en su cama, en su cocina, en su sala, en toda su maldita casa. Lo encontraba sin importar la dirección en que mirara, y era tanto el acecho de su recuerdo que se había visto en la obligación de dejar la casa. Todo un acto de valentía.
Además cabía la posibilidad que Antonio fuese a encararlo, a pedirle explicaciones, o quizás solo a hablar ¿Iba a ser lo suficientemente fuerte para negarse y echarlo? No lo sabía. Ni siquiera estaba seguro de poder mantenerse lejos de él por mucho más tiempo.
No se entendía, no entendía nada.
Nunca antes se había sentido tan cobarde ni tan poco hombre, pero a pesar de eso, no le daban las fuerzas para volver a su propia casa.
Gaspar se reiría tanto de él si estuviera cerca.
—Ella nunca regresó ¿Cierto?
Una voz masculina lo sacó de sus cavilaciones y casi se llevó lo que le quedaba de vida. El alma le quedó pegada al techo la piel se le puso como la de las gallinas.
Miró el sillón de la sala y divisó a Tomás sentado en él. Lucía melancólico y sostenía entre sus manos un pequeño papel bastante familiar.
—Hola Tomás—dijo en tono suave y calmado—, me asustaste.
El chiquillo mantuvo la mirada baja, sin quitarle la vista a la preciosa letra cursiva de su hermana ¿Cómo no la había reconocido la primera vez? Si sintió un pésimo detective, quizás si le hubiese puesto más atención a ese pequeño detalle los acontecimientos se hubiesen desarrollado de manera distinta. O quizás no, no había como saberlo, y a estas alturas poco importaba.
Simplemente quedaba el dolor de haber ignorado, o más bien olvidado la letra de su hermana.
¿Cuántas cosas más olvidaría de ella? ¿Llegaría el momento en que la olvidaría por completo? ¿Su voz, su cara, su pelo?
Se negaba a admitirlo, pero todos los recuerdos de a poco se volvían borrosos, lejanos, de bordes romos, perdidos en la engañosa neblina de la memoria.
No quería olvidarla porque eso era lo único que le quedaba, recuerdos.
—Ella escribió: voy y vuelvo. Pero nunca volvió—repasó las letras con el dedo esperando que de alguna forma la imagen de su hermana escribiendo en aquel trozo de papel viniera a él.
—No, no lo hizo—Felipe supo que aquello no era una pregunta, pero contestó solo para reafirmarle la idea.
—Ella no va a volver.
—No, no lo hará. Se ha ido, para siempre.
Tomás sonrió melancólico, tratando de aprisionar un último recuerdo de ella, su letra.
No era capaz de describir como se sentía, porque nada en la vida se sentía como perder algo de esa magnitud para siempre. Era un sentimiento único que solo podía vivirse, o quizás solo podías sobrevivirlo.
Si le hubiesen pedido que lo ubicara en alguna parte, probablemente hubiese colocado el sentimiento en el pecho pero sin poder ser capaz de definir si este era una pesada piedra aplastándole los pulmones o un vacío estremecedor.
Le hubiese gustado gritar de dolor, pero la verdad es que no dolía, más bien lo cansaba, como si sus brazos y piernas pesaran toneladas, o quizás era lo contrario, quizás no pesaban absolutamente nada y simplemente le daba pereza moverlos, moverse.
No había nada en el mundo que lo motivara y tenía la seria sospecha de que se le había olvidado por completo como se era feliz o como se sonreía.
Ella se había ido y era imposible de entender, en su memoria ella seguía presente, solo que en la realidad ya no ¿Cómo era eso posible?
Felipe reconoció a Enrique de inmediato y eso le dolió más que nada.
Se acercó al chiquillo lentamente y puso un brazo sobre su espalda. No esperó que se zafara, ese niño era incapaz incluso de levantarse. Le acarició la espalda de forma paternal como si el calor de la fricción pudiese hacerle sentir algo a un corazón súbitamente congelado.
No había nada en el mundo que lo hiciese sentir mejor, eso lo sabía. Nada le regresaría a Emilia, ni las palabras, ni los abrazos, ni las condolencias, ni los «lo siento». Lo único que podía llenar el espacio de Emilia era, lamentablemente, Emilia.
—Ella te adoraba, te amaba profundamente—dijo Felipe—, eras más importante que casi todo.
—Yo la rechacé cuando trató de hablar conmigo, un poco antes de que muriera. Estaba enojado porque ella me había rechazado primero, así que no dudé en despreciarla, hacerla sentir culpable por abandonarme. Y ahora ya no está más.
Felipe inspiró muy profundo y juró que haría hasta lo imposible para que ese chico nunca supiera la verdad, si tenía que dar su vida en ello lo haría. Emilia no hubiese querido que sufriera, y eso es lo que iba a hacer, no lo haría sufrir.
—Me encantaría decirte que ella sigue contigo, pero no creo en esas cosas. Pienso que a veces, cuando las personas mueren, nos mostramos egoístas y queremos más, justo en ese momento, cuando sabemos que ya no está.
A Tomás le surcó una lágrima por la mejilla. Claro que quería más, era su hermana, la persona que más amaba en el mundo.
—Pero la muerte es como el último dulce de la caja, ese que no sabes si comerte, porque no hay más. Te preguntas como fue que pudiste devorarlos tan rápido, como fue posible que no disfrutaras cada uno de ellos. Y cuando te lo comes sabes que ha terminado, sientes que es el mejor de todos pero no eres capaz de disfrutarlo, porque se termina y no hay más.
—Eso es estúpido—masculló el chico, tan o más herido que antes.
—Puede ser—respondió justo antes de pararse—, pero es fácil quitarle un dulce a un niño, pero nadie puede quitarte lo mucho que disfrutaste esos dulces.
—¡Bien!—chilló Tomás molesto—Entonces guardaré los putos dulces en una caja fuerte y estarán protegidos para siempre.
—Pero, si los guardas, no podrás comértelos, y los dulces son para comerse.
—¡Como sea!—no quería hablar más, no quería moverse, no quería pensar y no quería respirar. Solo deseaba mantenerse estático en ese sillón, echar raíces y vivir ahí para siempre.
Felipe suspiró nuevamente. Había tanto de Emilia en Tomás, quizás por eso no podía simplemente ignorarlo. La familia es la familia.
—Solo trata de recordar como sabían esos caramelos que ya no tienes. Es lo único que puedes hacer, no están en tu boca, pero están en tus recuerdos.
—Bien, lo que quieras. Me iré, siento haber irrumpido acá.
—No, tranquilo, yo solo venía de pasada, tengo dulces pendientes de los que encargarme.
Felipe sonrió con su propio chiste y dio por sentado que de estar Gaspar cerca, probablemente estaría en el suelo revolcándose de la risa.
Estaba enamorado, y eso era extremadamente patético.
Se fue con la misma clama con la que había entrado y dejó a Tomás solo con sus pensamientos.
Era duro dejarla ir, y no pensaba hacerlo aún, pero quizás Felipe tenía razón, pensó el chico. Recordarla era lo único que le quedaba.
Entonces cerró los ojos y buscó en los lugares perdidos de su memoria el recuerdo más lejano de su hermana, el primero de todos los momentos que habían vivido.
Estaba seguro de que ella lloraba mientras lo abrazaba, como nunca antes le había abrazado. El contexto le era desconocido, quizás se había perdido en una tienda o había corrido tras una pelota en medio de la carretera, pero Emilia lo abrazaba como si nunca lo fuese a soltar.
Recordaba ese calor y la sensación de que había hecho algo muy malo, pero que aun así se sentía satisfecho.
No, no lograba definir bien su cara, no podía rememorar su voz o su risa, pero ese calor seguía ahí, la tibieza de Emilia aún estaba con él, algo de ella aun le quedaba.
Acarició por última vez el papel de cursiva perfecta y, aunque fuera por un instante ínfimo, Tomás sonrió.
III
Un chispazo eléctrico surcó a Melchor cuando los dedos de Cristina rozaron la parte posterior de su cuello. Todos los cabellos del cuerpo se le erizaron y no pudo evitar que se contrajera hasta el último musculo de la espalda.
Si no hubiera estado sentado en el suelo, hubiese terminado ahí de todos modos.
—Si no quieres que te corte una oreja lo mejor será que no te muevas tanto—gruñó Cristina justo antes de tirarle una toalla en la cabeza para secarle un poco el pelo. Nunca era bueno trabajar con un cabello que estila.
—Lo siento—murmuró él.
Lo que iba a suceder a todas luces era una mala idea. Melchor se había dedicado los últimos diez minutos a analizarlo y esa era la única conclusión que había logrado sacar. Era una mala, mala idea. Con mayúsculas, cursiva, negrita y subrayado.
La más terrible de las ideas, la peor de todas ¿Qué estaba pensando cuando aceptó semejante brutalidad como una posibilidad? Quizás su cerebro había entrado en una de esas interminables actualizaciones estilo Windows, y para cuando terminó de instalarlas todas, Cristina ya estaba sentada en el borde de su tina exigiéndole que se lavara el cabello para cortárselo.
¡Terrible idea! ¡Te-rri-ble!
Nada bueno podía salir de su vecina con las manos metidas entre sus cabellos y una tijera en la mano.
Nada bueno para su salud, nada bueno para sus orejas, nada bueno para su baño, nada bueno para su sanidad mental, nada bueno para nadie, incluida Cristina.
—¿Has hecho esto antes?—se atrevió a preguntar, sospechando que no le agradaría conocer la respuesta.
—Conozco la teoría, si eso es lo que te estás preguntando.
—No es lo que te estoy preguntando—dijo volteando la cabeza para encararla—mi pregunta es bastante clara.
—Ojos al frente, o despídete de tus pestañas—Cristina rio maliciosa—, confía en mí, tengo conocimientos teóricos de lo que hago.
—Creo que no es una buena idea.
—Ya deja de lloriquear.
—Créeme que necesito eso que va sobre mi cuello.
—Y a menos que te corte el cabello con una podadora, va a seguir allí, y hablando de podadoras ¿Tienes tijeras de esas para las ramas de los árboles?
—¡Ya, suficiente! Creo que iré a comprar esa batidora—hizo el intento de levantarse pero Cristina lo tomó por los hombros y lo sentó en el suelo nuevamente.
Sus manos eran firmes y estaban levemente húmedas. Olía a flores, definió Melchor, como siempre. La garganta se le anudó y se vio en la obligación de tragar para deshacerlo.
Podía ser que su cabeza fuera importante y prefiriera conservarla por un tiempo más, pero su corazón, ese parecía que se le escaparía del pecho en cualquier segundo y correría hasta las manos de Cristina, sin importarle cuantos pares de tijeras tuviese entre sus dedos.
En ese caso no estaba seguro si deseaba realmente conservarlo.
Era una idea tan terrible.
—No vas a ir a ninguna parte ¿De acuerdo? Te vas a quedar muy sentado y quietecito. Deja que yo me encargo de la magia.
—Preferiría que no habláramos de magia—dijo más para sí mismo que para ella.
—¿Qué dices?
—Nada, solo córtame el cabello.
Ella sonrió sabiendo que él no era capaz de verla. Se imaginó la cara de la señora Magdalena cuando viera a su hijo luciendo como una persona normal y casi pudo palpar su felicidad. Debía definitivamente grabar el momento. Realmente era una genio.
Dejó de secarle el pelo, colocó la toalla sobre sus hombros y se dispuso a peinarlo tan como Gloria le había enseñado. Si bien el cabello de Melchor no era una mata de resortes, tenía unas ondas y un par de remolinos que con el corte correcto quedaban adorables, o por lo menos así lo recordaba Cristina.
Sabía que no lograría el mismo corte exacto que usaba cuando era un niño, y era mejor así, pero si podía lograr algo parecido pero más ajustado a su edad, eso sería maravilloso.
Sonrió empapada de valor. Le quedaría espectacular, casi podía verlo, y lo haría, en cuanto Melchor dejara de moverse.
—¡Au! ¡Duele!—gruñó tratando de escaparse de la peineta de Titi.
—¡No te muevas!
—Se llama instinto de supervivencia.
—¡Deja de exagerar! Si supiera que no puedo hacerlo no te lo hubiera ofrecido.
—¡Pero nunca lo has hecho!
—¡Para todo hay una primera vez!
—¡No quiero que tu primer intento sea con mi cabeza!—se volteó y la miró con el ceño fruncido.
Ella tampoco parecía demasiado feliz. Se estaba arriesgando a meter los dedos en el cabello de Valencia, ese chico en el que pensaba demasiado últimamente, todo por ver a la señora Magdalena sonreír.
Si no la canonizaban por eso, la vida era muy injusta.
Aunque, mirándolo desde otro enfoque, meter los dedos entre los cabellos de Valencia tampoco era una tortura. No estaba tan mal, para nada mal.
¡Oh, en qué problema se había metido!
Pero ya no podía arrepentirse, Melchor iba a cortarse el cabello ese día, aunque la vida se le fuera en ello.
—Te sientas y dejas de quejarte—pronunció seria—¡No voy a cortarte nada demasiado preciado, así que deja de preocuparte!
Puso los brazos en jarra y sin querer se picó el dedo con la tijera, pero evitó hacer cualquier sonido, no perdería esta batalla.
—Si le pasa cualquier cosa a mi cab...
—Sí, sí, harás mi vida imposible y mil años de deshonor recaerán sobre mi familia. Solo siéntate ¿Quieres? Te estás viendo muy patético.
Melchor retomó su puesto en la mitad del suelo del baño, rezumaba rabia por los poros. A pesar de quejarse de la poca experiencia de su peluquera, lo que realmente le asustaba era la poca experiencia de él cerca de ella.
—Haz lo que quieras—soltó orgulloso, como si tener la última palabra le diera fuerzas de flaqueza.
—Eso haré—contestó la chica, tan o más orgullosa que él—¡Y pondré música, no quiero seguir escuchando tus berrinches! ¡Y pobre de que te muevas! Un solo paso en falso y adiós a tus preciadas orejas.
Hizo sonar las tijeras en forma de amenaza, pero Melchor ni siquiera asintió, estaba demasiado concentrado en maldecir su suerte.
Cristina sintonizó la radio en su teléfono y se dispuso a iniciar su trabajo al ritmo de Ariana Grande. Empujó la cabeza de Melchor para que la parte superior de su cuello quedase más expuesta, y tomó los primeros mechones de cabello crispándole los nervios al chico.
Cortó un largo prudente, lo suficiente para dejarle ese aspecto desordenado que tan bien le venía, pero asegurándose de que se mantuviera entre los límites del orden.
El cabello de Melchor era rebelde, igual que él, algo rígido, y se ondulaba sin seguir ningún tipo de patrón. Cuando ella creía que ya le había encontrado la maña, algún mechón insurrecto decidía aparecer en dirección contraria a todos sus hermanos, deformando por completamente el corte que estaba deseando crear, por lo que debía coger las tijeras de otra forma y cortar con otro ángulo.
El cabello de Melchor era un problema, igual que él.
Pero no podía negar que a pesar de la aspereza de sus cabellos y la voluntad propia que habían adquirido repentinamente, peinar aquella cabeza con sus dedos le resultaba impresionantemente agradable.
Desprendían un olor a shampoo y jabón mezclado con su olor personal, y, a pesar de no significar la creación de la nueva fragancia de moda, Cristina se vio obligada a aceptar que podría acostumbrarse a ese olor en particular.
Aunque, no había necesidad de acostumbrarse a como olía Melchor. Pero que burradas más grandes se le ocurrían.
Debía terminar rápido, antes que ella comenzara a desvariar aún más.
La música cambio a algo más lento y en español, Vicentico y su «Algo contigo» convencieron a Melchor de que perdería la cordura en los próximos minutos. Simplemente le era imposible entender cómo resistiría una sesión de completa de corte de cabello si un tipo le cantaba: Ya no puedo acercarme a tu boca, sin deseártela de una manera loca.
Era, a todas luces, una locura.
Que Cristina se pusiera a cantarla no ayudó tampoco.
La voz de Cristina siempre se había caracterizado por carecer completamente de afinación, y la verdad era que su oído dejaba mucho que desear, pero a Melchor le pareció que podría acostumbrarse a aquel canto disonante.
Pero, claramente, no había para qué acostumbrarse ¿Acostumbrarse? Ja.
Cristina le acarició el borde de la oreja para someter un mechón de la patilla que insistía en escapársele, Melchor solo se dedicó a repetir incesantemente en su cabeza: No escuches a Vicentico, no escuches a Vicentico, no escuches a Vicentico.
¡Ni siquiera le gustaba Vicentico!
Ella volvió a rozarle delicadamente y no pudo evitar contraerse hacia un costado.
—¡No te muevas!
—¡Me haces cosquillas!
—¡Bien! ¡Lo siento! ¡Tendré más cuidado!
¿Por qué se estaban gritando? Cristina sentía como se le alborotaban los nervios, pero no estaba segura de que estaba sucediéndole, era como si sumarlo todo—el trabajo, el ambiente y Melchor—la estuvieran desquiciando poco a poco, o quizás más rápido de lo que normalmente se desquiciaba cuando estaba junto a Melchor.
Continuó su tarea intentando ignorar a Melchor y concentrándose en cortar y cantar, cortar y cantar. No pensaba, las palabras salían de su boca sin analizarse y sus dedos trabajaban igual como su hermana le había explicado.
No notó cuando la música cambió nuevamente y después de nuevo, y así, y así, canción tras canción ella se enfocaba en el cabello de su cliente ignorando por completo lo que pasase a su alrededor, pero sin dejar de disfrutar culposamente ese aroma tan peculiar entre jabón y Melchor, y la rudeza con la cual las ondas le declaran la guerra a sus tijeras.
Pasaron minutos, una hora o dos o más, y de a poco sus movimientos se fueron volviendo más suaves, más cuidados, como si trabajara con hilos de seda, y rozar su cuello o sus orejas era una práctica que parecía más intencional de lo que debiera. Lo negaba en su mente, pero se estaba aprovechando de la situación, y como lo disfrutaba.
Si seguía así, las cosas terminarían muy mal.
Melchor por su parte había dejado de sufrir en algún punto y se había entregado a lo que Cristina quisiera hacer con él. Si ella tiraba de su cabello, él no oponía resistencia, si ella le posicionaba la cabeza de alguna manera extraña, él se quedaba quieto como una pintura, y si ella pasaba lentamente sus dedos por la parte posterior de su nuca, él solo cerraba los ojos y disfrutaba que alguien le acariciara de aquella manera.
Ni siquiera le importaba que lo estuvieran tocando, daba lo mismo, mientras fuera como lo hacía Cristina era suficiente.
Ella solía acariciarle así cuando eran pequeños. Jugaba con su cabello justo antes de la siesta. Ella se lo trenzaba igual que sus hermanas lo hacían con ella, y él la dejaba, porque Melchor le permitía cualquier cosa a Cristina.
Estúpidas fiestas de té, malditas coronas de flores y ridículas trenzas en su cabeza.
No supo en que momento lo notó, pero cuando puso la atención suficiente descubrió que hacía un buen rato que no escuchaba un tijeretazo o sentía un tirón, pero los dedos de Cristina continuaban peinando sus cabellos con cuidado y sutileza.
No le importó. Torció su cuello un poco a la izquierda tanteando el terreno, mostrándole donde le gustaría que le peinaran, y ella picó, rápido y sin dudarlo.
«Cristina Raquel Marambio, ya es suficiente, gobiérnate mujer ¡No-sigas-tocándolo! Ya, ya, ya. Suficiente», se dijo la chica mentalmente. Lástima que no se estuviera escuchando.
Café Tacvba inundó el cuarto y aunque a Cristina no le parecía una buena idea, «Aviéntame» le gustaba demasiado como para no cantarla.
—Abrázame y muérdeme, llévate contigo mis heridas—recitó casi como un poema, luchando para encontrar un tono que sus oídos no eran capaces de captar—. Aviéntame y déjame, mientras yo contemplo tu partida. En espera de qué vuelvas y talvez vuelvas por mí.
Melchor lo tomó personal, y es que de cierta manera lo era. Era lo malo de estar cerca de Cristina, siempre sentía que había algo pendiente entre ellos. Como si le debiera algo, una explicación por ejemplo.
—Y ya te vas ¿Qué me dirás, dirás? Que poco sabes tú decir. Despídete, ya no estarás, al menos ten conmigo esa bondad—cantó ella —. Te extrañaré, no mentiré. Me duele que no estés y tú te vas.
La música lo ataba, o así se sentía, mientras las manos de Titi lo desataban de a poco. Podía acostumbrarse a esa voz terrible, podía acostumbrarse a cualquier cosa que hiciese Cristina, eso era un hecho inamovible, solo era cuestión de tiempo y valor.
—Solo ve cómo me quedó aquí esperando que no estés, en espera de que vuelvas y talvez vuelvas por mí—susurró suave Titi, finalizando la canción—. En espera de que vuelvas y talvez vuelvas por mí.
Quizás la radio siguió sonando, probablemente fue así, aunque nadie dentro de ese baño era capaz de escucharlo. Cristina le rogaba a cualquiera que estuviese escuchando qué por favor no tuviera que volver a ver a Melchor en su vida, o que, por el contrario, nunca salieran de ese baño o de esa posición, las únicas dos formas que se le ocurrían para no verle la cara.
Melchor simplemente luchaba con una voz molesta en su cabeza que gritaba histéricamente una sola cosa: «¡AHORA!».
Demás estaba decir que iba perdiendo aquella batalla.
Tomó la mano de Titi, aún enredada entre sus cabellos, y la atrapó con la suya para posarla en su hombro. Se volteó y la miró con sus enormes ojos azules.
—Cristina—dijo, ella sintió como se le escapaba casi todo el aire— ¿Puedo besarte?
—No.
Fue inmediato, casi un reflejo y Cristina supo que lamentaría esa decisión por el resto de su vida. Pero no había manera de retroceder el tiempo. Se había negado, punto final.
—Bien.
Melchor regresó a su posición, con el orgullo más que herido. Qué manera de doler el rechazo, si no hubiese estado doliéndole a él, se hubiera sorprendido. Pero era él a quien habían rechazado, es su propio baño, nada más ni nada menos.
Estaba seguro que en algún futuro lejano recordaría esa escena y se reiría, pero en ese instante lo único que deseaba era meterse en su cuarto y azotarse la cabeza contra la pared mientras recordaba el grandísimo imbécil que era.
Odiaba a Cristina, y al mismo tiempo... no, simplemente la odiaba.
—¿Terminaste ya? Magdalena va a regresa en cualquier minuto y...
—Sí, sí, claro—Cristina regresó del mundo del arrepentimiento y las malas decisiones, y se levantó del borde la tina para que Melchor se levantara—. Solo tienes que lavarte para quitarte el pelo que corté y...
—Lo sé, lo sé—la forzó a salir y cerró la puerta con pestillo.
Tenía la cara roja y la autoestima magullada. Menudo genio era ¿Tanto cerebro para qué? Ni siquiera podía besar una chica. Suspiró y se pasó la mano por el pelo. Estaba corto.
Cristina, parada frente a la puerta no lograba entenderse.
Claro que quería que la besara ¿Por qué había dicho que no? Quería que la besara desde hace horas, quería que la besara desde la última vez que la había besado ¡Había deseado secretamente que la besara los últimos seis años!
Y de pronto, cuando por fin iba a suceder, ella se negaba.
¡Qué demonios estaba mal con ella!
La había pillado de sorpresa, eso era todo, una reacción automática que no había logrado corregir a tiempo. Debía decírselo, debía pedirle que la besara.
Alzó la mano para golpear la puerta en el preciso momento en el que él abría la ducha. Se detuvo, dudo, bajó su mano a solo centímetros de la madera y se fue repitiendo incesantemente que era una estúpida.
Para cuando terminó de ducharse, Cristina seguía en su casa, sentada en su sala, jugando con las tijeras.
Lo que le faltaba, no solo debía lidiar con la humillación en el momento sino que tendría que seguir haciéndolo por el resto de la tarde.
—Cristina...—dijo, pero ella le interrumpió.
—Solo quería decirte que deberías llamarla mamá.
—¿Qué?—preguntó confuso.
—Llamarla mamá, a Magdalena, ese es el mejor regalo que puedes darle. He notado que la llamas por su nombre y creo que a ella le gustaría que le dijeras mamá.
—Bien, voy a pensarlo. Se hace tarde, mejor vuelves a tu casa.
—Sí, mejor.
Incómodo, como siempre, incómodo era el único estado que ambos conocían.
La puerta se abrió antes de que ella lograra siquiera moverse, era Magdalena contenta y reluciente, como nunca antes.
—Estoy en casa cariño, Guillermo me acompaña—vociferó sin notar a los presentes, pero se detuvo en cuanto vio a Melchor parado junto a la escalera. Llevaba el cabello corto, casi como cuando era niño. Quedó petrificada de la sorpresa.
—Feliz cumpleaños... mamá—pronunció con algo de timidez, muy leve, casi infantil.
—¿Cómo dijiste?
—Feliz cumpleaños, mamá
Ella sonrió de esa manera tan tierna que había heredado de su madre, la misma que había heredado Melchor. Todos los dientes resaltaron el un fila perfecta y la boca se le curvó en un mueca que le cerraba los ojos con una margarita a cada lado. Se acercó para abrazarlo, y él le respondió el abrazo.
—Es el mejor regalo que podrías haberme dado—susurró en su oído, para después alejarse un poco y mirarlo de nuevo—. Estás tan guapo, mírate.
No lloró, solo porque llorar le recordaba cosas tristes y en ese minuto era tan dichosa que una lágrima lo hubiera echado todo a perder.
—Cristina me ayudó...
La buscó en su sala, pero ella ya no estaba. Guillermo señaló hacia la puerta. «Se ha ido», dijo con tranquilidad. Melchor se despegó de su madre y corrió tras ella para agradecerle. Estaba molesto por el rechazo, pero no podía quitarle mérito.
La encontró casi entrando a su casa y la detuvo con un sonoro «Cristina», lamentablemente no tenía idea que decir después de eso.
—¿Sí?
—Gracias—pronunció completamente cohibido.
—No hay de qué, ya sabes, tengo un don con los regalos.
—Lo sé—nuevamente no sabía que decir, ni siquiera estaba seguro como se llamaba, era algo con M.
—Melchor—cierto, ese era su nombre—. Yo quería... yo de verdad quería...—tartamudeó Titi.
—¡Melchor!—la voz de Amanda le hizo voltear, fue solo un segundo, pero cuando regresó la mirada Cristina ya no estaba. Había huido limpiamente, dejando tras de sí un Melchor confundido y un duro portazo—Melchor necesito hablar urgente contigo—prosiguió Amanda—¿Qué le has hecho a tu cabello?
Él se tomó un instante en reaccionar y finalmente comprendió que ese era el final del rechazo, unas últimas palabras para dejar en claro que no podía besarla, que no debía intentarlo, preguntar o imaginárselo. Simplemente no.
—Me lo he cortado—respondió con seriedad, dejando atrás su desastrosa relación con Cristina—¿Qué es eso tan urgente?
—Tomás—continuó rápidamente— ¿Qué fue lo que sucedió? ¿Qué pasó entre ustedes? ¡Y no quiero mentiras!
Ella hablaba en serio, y de alguna forma era sorprendente que la pequeña y delicada Amanda se comportara de forma tan agresiva.
—Amanda...—trató de calmarla, no se sentía con la fuerza para aguantar otro maremoto en ese momento.
—No, Amanda nada. No voy a preguntárselo a él, porque está débil y destruido, pero quiero ayudarlo. Vas a decime que es lo que sucede, toda la verdad.
—Mandy—masculló cansado—, no puedo, si te lo digo no vas a poder vivir con ello.
—¿De qué hablas?
—No lo entiendes... digo que hay cosas que ni siquiera él sabe, cosas que lo matarían, y las estoy guardando por su propio bien y si me obligas a decírtelo todo no sé si pueda seguir guardándomelas...
—Creo que quien no entiende eres tú, Melchor. Tomás por mucho tiempo fue la única persona en la que me sentía capaz de confiar, y antes de que las cosas entre nosotros se torcieran él era mi mejor amigo. Lo amo, y no de esa manera romántica y ridícula, lo amo como se ama a un amigo, por favor no me dejes afuera, no ahora que de verdad me necesita, nos necesita.
Lucía desarmada y Melchor no pudo resistirlo. Las palabras se le escaparon casi sin intención.
—Hay una carpeta, una carpeta naranja que él jamás puede encontrar, una carpeta que debió desaparecer el día en que murió su hermana...
IV
Felipe supo que algo andaba mal en cuanto su puerta sonó. La golpeaban con fuerza y desesperación, como si quisieran echarla abajo.
La noche se había vuelto fría, más de lo normal, y su cafetera se había descompuesto. El cielo estaba cerrado en nubes y podía asegurar que vendría una tormenta. Nada bueno sucedería los próximos días, pero no estaba seguro de cómo era capaz de vaticinarlo con tanta confianza. Una corazonada, suponía él, una corazonada muy certera.
Abrió esperando que no fuera la policía y falló a medias.
Era Antonio jadeando en su umbral.
—Solo... voy... a... decirte... una cosa—trató de explicarse con la respiración agitada, pero fue detenido por la boca de Felipe sobre la suya, besándolo con ternura y calma.
—Te extrañé—fue lo único que dijo después de soltarle, y fue suficiente.
Se abrazaron con desesperación y se metieron en la casa mientras se despojaban de la ropa que llevaban encima.
Ignoraron a la cabeza y se entregaron al corazón. Una de las estupideces más grandes que pueden hacerse.
Y no tuvieron mejor oportunidad, porque este sería el último momento de calma que tendrían en mucho tiempo.
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