Que la ignorancia te haga feliz
El frío se caló en los huesos de Felipe, la noche le pareció más oscura y la calles más desoladas. Se llevó las manos a la boca y con su aliento intentó calentarlas un poco. El vaho se le escapó por entre los dedos y subió al cielo solitario, para luego desaparecer.
No estaba solo, pero sus acompañantes en la calle Esperanza estaban completamente idos, y más que compañía eran cuerpos vacíos moviéndose por inercia. Se fijó en una chica recostada a la mitad de la calzada, según Gaspar era una conocida suya, una tal Emilia Riquelme, se reía sin parar, se revolcaba en el suelo, removía la tierra con sus manos y la lanzaba hacia el firmamento, algo de ella caía sobre su cuerpo, otro poco sobre su pelo, dentro de su boca y hasta en los ojos, ella ni se inmutaba, seguía riéndose y riéndose.
Sintió pena ¿Cómo podía Gaspar venderle drogas a estos pobres seres? ¿Cómo podía dormir luego de hacerlo?
Sonrió con lástima ¿No era eso lo que haría de ahora en adelante, venderle droga a pobres diablos? No era mejor que Gaspar, no era mejor que esa chica tirada en el suelo, era otra pobre alma en desgracia, otro patético intento de ser humano.
Se agachó para ayudarla a levantarse, ella se asió y acurrucó su cara en el cuello de él.
—Hago maravillas por un poco de dinero—le susurró Emilia en el oído—si me alcanza para una dosis haré lo que me pidas.
La mujer se tambaleaba de una lado para otro, lo único que la mantenía en pie eran sus brazos enroscados en Felipe, quien no podía sentir más pena por ella.
La abrazó con fuerza y le prometió una noche de pasión, quizás de esa forma podía evitar que se tirara a cualquier tipo, aunque fuera solo por una noche. No tenía idea de porque quería ayudarla pero no pudo evitarlo, la vio tan frágil, tan solitaria, casi como él.
De la casa verde salió Gaspar en su típico vestuario de pandillero, con la capucha cubriéndole la cara, los pantalones rotos y las manos dentro de los bolsillos. Miró a los alrededores con atención, calculando cada movimiento.
Gaspar siempre había tenido el porte para las cosas malas, desde pequeño supo cómo manejar a los demás a su antojo, era inteligente y encantador, muy educado pero con un sentido de la ética bastante trastocado a sus gustos, si hubiese podido seguir sus estudios hubiera sido alguien importante, un hombre de negocios como su padre o quizás el dueño de alguna pequeña pero rentable empresa. Nada de eso ocurrió y en vez de que su futuro fuese brillante, terminó oculto bajo una capucha sospechado de todos quienes se le acercaban.
Luego de revisar las cercanías se acercó a Felipe sin levantar el rostro, lo tomó del brazo con fuerza y un poco de rabia y le habló al oído.
—¿Estás seguro de esto? No es un juego de niños Felps—él asintió con seriedad, lo había pensado miles de veces las últimas semanas. Estas eran medidas desesperadas para una persona desesperada.
—Necesito el dinero Gasp, mi madre ha empeorado y si no cancelo la deuda con el hospital la mandaran de vuelta a casa.
Gaspar sopesó las palabras de su mejor amigo, conocía lo suficiente el mundo del contrabando como para saber que una vez que entras es imposible que salgas vivo.
—He conseguido otra dosis Gaspar—chilló Emilia colgando del cuello de Felipe—este caballero será tan amble de cancelarla para mí a cambio de un trato justo—ella lo besó en la mejilla mientras que su amigo lo miraba con desconcierto.
—Creo que eso va a ser difícil, no eres su tipo, a menos que te haya salido algo entre las piernas Emi—Gaspar rio ante la situación, Felipe con una mujer era algo que nunca antes había visto y que probablemente nunca vería.
—¿De qué hablas idiota?—rugió ella—no intentes evitarlo, yo y él tenemos una cita.
Carcajeó como posesa y volvió a besar a Felipe quien de pronto se arrepintió de sus palabras. Gaspar la abrazó con cariño, la desprendió del cuello de Felipe y la sentó en la acera.
—Espéranos aquí ¿De acuerdo? Yo y el caballero iremos a conversar unos asuntos y volveremos por ti para que tengas tu cita.
Emilia frunció el ceño y lo empujó enrabiada, se cruzó de brazos y se recostó sobre el pavimento llorando desconsolada. Él le pasó la mano por el cabello, le acarició la cara y le rogó que no se fuera a ninguna parte, sabiendo de antemano que antes de que salieran Emilia estaría en la cama de algún aprovechador.
—¿Cómo terminó así?—preguntó Felipe un poco antes de entrar a la casa verde, observando como la chica volvía a estar de espalda al piso jugueteando con la tierra a su alrededor.
—No lo sé, me la encontré un día acá, estaba drogada. Ahora la veo más seguido que antes, va a terminar mal, si no le pone freno a su vida, terminará muerta.
Felipe tragó saliva y se le encogió el corazón. Sentía lastima por ella, muchísima lástima.
Dentro de la casa verde el panorama no era mucho más alentador, los cadáveres andantes de personas sin conciencia se repartían por los suelos de manera grotesca, eran zombies que gruñían por un poco de droga. Mujeres a medio desvestir en las puertas, algunas incluso ofreciendo sus servicios avista y paciencia de todos, gritando mientras se dejaban abusar por cualquier tipo.
Se le contrajeron las tripas y lo ahogó el asco, esto era más de lo que podía soportar ¿Cómo era que Gaspar podía caminar por entre esos pasillos sin inmutarse? ¿Cómo lo hacía para ignorar toda aquella miseria?
Llegaron al final del el largo pasillo, subieron al segundo piso tratando de no pisar los cuerpos semi inconscientes de los clientes y entraron en la última puerta de la izquierda.
En la habitación solo había un hombre. A Felipe le llamó mucho la atención, su cabello era rojo al igual que su barba, sus ojos eran de un verde brillante, hipnotizantes y atemorizantes a la vez, medía lo mismo que Gaspar y Gaspar ya era ridículamente alto.
Esquivó la mirada cuando este se acercó, evitando el contacto visual a cualquier costo.
—Este es el amigo del que te hable ¿Qué te parece?
—Me parece un niñito de mamá, eso me parece—Felipe se mordió la lengua para no defenderse, Gasp le había dejado una cosa clara, entre más callado se mantuviera más posibilidades tenía.
—¿Te acuerdas como era yo cuando me contrataste? La gente cambia Quique, él también lo hará.
Enrique sonrió con un dejo de cansancio, encendió su cigarro y miró por la ventana a las pobres almas en desgracia esparcidas por la calle. Ese era su mundo, el rey entre los cuerpos inconscientes, siempre había sido así y siempre lo sería, no era la primera vez que un muchacho desesperado llegaba a él y no sería la última ¿Qué podía perder?
—Queda bajó tu responsabilidad Gaspar, enséñale lo que te enseñé.
Ese fue el día en que Felipe vendió su alma sin saberlo, desde ahí su destino quedó sellado, nunca volvería a ser el mismo, dejó de ser un joven y se transformó en un hombre, un mal hombre.
~*~*~*~*~*~*~*~*~*~*~
Felipe se sentó en la cama con la respiración entrecortada y el cuerpo sudoroso. Removió las sábanas a su alrededor tratando de sujetarse de algo, sentía que se caía hacia un profundo foso y le urgía agarrarse. Había vuelto a tener ese horrible sueño, o recuerdo, ya no estaba seguro. Era tanto lo que se le repetía aquella imagen que no sabía si era una película creada por su mente o si fue así como conoció a Enrique.
Se llevó la mano a la cabeza, ya más calmado, y se presionó la nuca, un leve dolor amenazaba con volverse intenso y la cuenca de ojo derecho le punzaba constantemente.
Estiró el cuello, botó el aire contenido en sus pulmones y se relajó, detestaba las pesadillas más aun las que le recordaban su antigua vida.
Planchó el cobertor con su mano derecha, esperando en algún momento chocar con el cuerpo de su acompañante, pero llegó hasta el otro borde sin encontrar a nadie. Se extrañó y encendió la luz. Efectivamente estaba solo ¿Había soñado la presencia de Antonio en la casa?
Levantó las tapas de la cama, estaba desnudo, nunca dormía desnudo, solo lo hacía cuando le sacaban la ropa, y para que se la sacaran debía de haber alguien ¿No?
Buscó su pijama debajo de la almohada y se lo colocó, debía conseguir una aspirina y ubicar a Antonio, muy probablemente ambos estuvieran en la cocina.
Salió de su cuarto a un pasillo, donde también estaba el baño y la pieza que solían ocupar sus padres cuando vivían ahí, antes de mudarse a la casa de retiro.
Los últimos días habían sido muy malos, el negocio no mejoraba solo iba en picada, Melchor parecía retraído y distante igual que antes que empezara a consumir, Antonio se comportaba extraño y para finalizar la lista de las mala noticias Carla reaparecía y desaparecía todo a la vez.
Desde que se enterara de la visita que le había hecho a Chie en el café no había perdido el tiempo, la había buscado por todo el pueblo, bajo cada piedra, en la calle esperanza y en la fábrica, pero de la mujer nada, ni una sola pista, como si se hubiese esfumado.
Notó la luz del cuarto de sus padres encendida al llegar al pasillo, y se apresuró hasta la habitación. Abrió con cautela, nunca nadie se había atrevido a invadir su casa, pero como estaban las cosas todo era posible y como dicen, para todo hay una primera vez. Mejor no arriesgarse.
Se encontró de inmediato con Antonio, revisando la mesita de noche de su madre.
—¿Antonio?—el muchacho se estiró de golpe, sudando frío y con los ojos abiertos de par en par. Cerró el cajón y le quedó mirando con su mejor cara de inocencia.
—Me-me-me has asustado—tartamudeó tembloroso.
—Tú me has asustado, desperté y no estabas—le regaló una media sonrisa entre paternal y coqueta—tuve una pesadilla y me hubiese gustado acurrucarme ¿Qué haces acá?
—Yo estaba, estaba... buscaba... buscaba tu cargador de teléfonos, se me ha agotado la batería y ne-necesito cargarlo.
Felipe frunció el ceño divertido. No notó el nerviosismo incipiente e inquietante del chico, ni tampoco como tragaba dificultosamente saliva. No sentía la necesidad de desconfiar de Antonio, y si no lo sentía no lo hacía. Se peinó el cabello con una mano y estiró su cuello y hombros, la presión lo tenía con todo los músculos de la espalda duros como una roca y adoloridos como si llevase un piano de cola constantemente cuestas.
—Lo tengo escondido ¿Qué estás dispuesto a hacer por él?—preguntó con una sonrisa de zorro formándosele en los labios. Apoyo el peso de su cuerpo en la pared y se cruzó de brazos.
—¿Yo, hacer? Nada, no, no es tan importante la llamada, mejor es dormir, tengo escuela mañana y debo llegar temprano...
Felipe rodo los ojos. A momentos la inocencia e inexperiencia de Antonio le resultaba conmovedora y adorable, mientras que otras veces solo le recordaba lo perturbado que debía estar para relacionarse con un adolescente.
—Estoy jugando Anto, trato de seducirte.
—Oh... Ah ¡Oh! Claro, claro—se sonrojó de inmediato y miró a todas partes buscando si en alguna parte del cuarto estaba escrito como debía uno comportarse en situaciones así. Felipe sonrió conmovido por su ternura, soltó un largo suspiro y se dio media vuelta.
—Voy por agua a la cocina, cuando vuelva te quiero en mi cama ¿Me has entendido?—ordenó autoritario. Antonio asintió casi imperceptiblemente. Era como un pequeño pollito asustado a los ojos de Felipe, un pollito que medía casi dos metros y tenía el doble de musculatura que él.
¿Qué estoy haciendo con mi vida? Pensó luego de dejar la habitación.
Cristina miró a su comité de bienvenida seria. Endureció aún más la mirada dejando entrever un atisbo de molestia para luego poner los brazos en jarras y golpear incesantemente el suelo con su pie.
—¿Qué? ¿Tengo un mono en la cara?—espetó gruñona como todos los lunes en la mañana.
Antonio cerró la mandíbula motivado por la cara de mala leche de Titi. Miró de soslayo a Tomás quien parecía menos sorprendido pero aun así extrañado, para luego volver a mirar directamente a la cabeza de la joven.
—¿Qué le ha pasado a tu cabello?
—¿Qué tiene mi cabello?
—Está corto y castaño.
—¿Y?
—Y... no es naturalmente así.
—Natural no es una palabra exenta de interpretaciones...
—Tienes razón—dijo el muchacho finalmente—quise decir que te ves terrible.
Ella arrugó la nariz y golpeó la barriga de Antonio usando una buena dosis de fuerza que no alcanzó siquiera para hacerlo balancear.
—Dale tiempo y te acostumbraras.
—¿Te sientes mejor?—preguntó Tomás con suavidad y cautela que no terminaban de encajarle completamente.
—¿Y a ti que te pasa que me hablas tan aterciopelado?—bufó ella—no porque haya tenido un contratiempo tienen que tratarme como si fuera de cristal. Ya, vamos que se hace tarde, y no sé ustedes pero yo me perdí una semana de clases y una prueba de química.
La chica pasó por entre ambos con paso decidido y la frente en alto. La siguieron de cerca ahuyentado todas las miradas curiosas que a Cristina parecían resbalarle.
La noticia corrió rápido, la chica de la horrenda foto había vuelto a la escuela, y antes de que llegaran finalmente al salón de la clase B todos los alumnos de los otros salones estaban fuera de sus salas observando.
Ella entró a la clase como si nada nunca hubiese sucedido, como si no hubiera faltado una semana, como si su cabello no se viera completamente distinto, como si todos no tuvieran su impactante imagen en el teléfono.
Avanzó entre los pupitres perfectamente alineados hasta encontrarse con el suyo. Se detuvo. Miró a su alrededor pero todos agacharon sus cabezas en cuanto ella les observó. Tocó la superficie de su banco solo para asegurarse que aquella imagen era real, que no lo estaba imaginando.
Estaba rayado por completo, su siempre limpio y ordenado puesto estaba ahora garabateado con insultos y dibujos obscenos. Frunció el ceño.
—¿Quién ha hecho esto?—vociferó a la clase, pero nadie fue capaz de responderle.
Tomás y Antonio se acercaron a mirar de inmediato. La rabia los inundó casi al mismo tiempo que vieron la pequeña mesa ¿No había sido suficiente ya? ¿Cuál era la necesidad de seguir torturándola?
El mayor reconoció de inmediato aquella caligrafía grande y redonda, con puntos como pelotas y algo recostada hacía la derecha.
—Esta letra es de Nicole—pronunció casi en susurro, más para sí mismo que para los demás.
Estuvo a punto de soltar un improperio pero Tomás se le adelantó.
Pronunciando un rosario completo de insultos hacia la chica tomó el pupitre y lo sacó del salón dando grandes zancadas. La cara se le había encendido de furia hasta las orejas. Tomás parecía más enfurecido que nunca antes, él no se enojaba, por lo menos no a vista y paciencia de todo el mundo.
Cristina y Antonio partieron detrás de él completamente intrigados ante su acción. Ella lo alcanzó apenas e intentó detenerlo sin resultados.
—¿Qué haces?
—Voy a acabar con esto de una buena vez—respondió seco con la mandíbula apretada y los músculos contraídos.
—No necesito que me defiendas, puedo hacerlo sola—soltó con la altanería que la caracterizaba.
—Lo sé—espetó sin dejar de apretar los bordes de la mesa con fuerza—pero quiero hacer esto de todas formas. Es muy fácil meterse con una chica indefensa, veamos que hace esa zorra cuando sea yo su rival.
Cristina se paró en seco al igual que Antonio. Era la primera vez que lo veían perder los estribos públicamente. Sabían de antemano que Tomás tenía un mal genio del demonio, que si quería hacer una pataleta era capaz de todo y que cuanto le buscabas guerra te encontrabas con alguien que hacía cualquier cosa para conseguir lo que quería, pero nunca en público. Tomás era explosivo con ellos, Tomás les gritaba y gruñía, incluso a veces trataba de solucionarlo con golpes aunque no fuera del todo bueno en ello, pero siempre en el resguardo de su amistad haciendo abuso de la confianza que los chicos y su hermana habían depositado en él. Para todos los demás Tomás era jovial y siempre risueño, sus modales eran impecables y raramente subía la voz por encima de la media.
A él le gustaba fingir cierto grado de perfección que, aunque de pequeños ni Cristina, ni Antonio, ni Melchor lograron entender, aceptaron de buena gana. Todos tenemos defectos y el de Tomás era desear y fingir ser alguien que no era, alguien mejor.
Entró al salón y ni siquiera dudó un momento antes de lanzar la mesita en dirección a Nicole. Por suerte esta calló a sus pies y no sobre su cabeza, por suerte.
Antonio y Cristina se acongojaron en la puerta del salón A. Hacía mucho que no presenciaban una de las "pataletas" de Tomás, casi seis años. Desde ese día en la nieve cuando se le había ocurrido decir que Melchor era un interesado y un mal amigo que usaba a la gente para luego dejarla tirada cuando ya no le sirvieran, desde ese día en el cual Titi le había roto la nariz en un ataque de furia.
Nicole se sobresaltó, se levantó de su asiento y retrocedió un par de pasos asustada por la extraña violencia con la cual el presidente del centro de alumnos había decidido empezar la semana.
—¿Tú hiciste eso?—pronunció en tono neutro señalando la mesa con el índice.
—¿Qué te pasa?
—Te hice una pregunta.
—Aléjate de mí o te acusaré en dirección—chilló al notar que Tomás se acercaba peligrosamente, con cara de psicótico y tez enrojecida.
—Voy a decirte una sola cosa—pasó por el lado de la mesa tirada en el suelo y se colocó frente a ella separados solo por la mesita que le correspondía a Nicole—si tú me denuncias voy a hacer que todas las autoridades se enteren que tu tomaste la dichosa foto, y no solo eso, haré que la policía se entere de que has distribuido una fotografía que podría ser considerada como pornografía infantil—hizo silencio para tragar saliva y prosiguió—y si me entero de que vuelves a molestar a Cristina, la miras, o respiras su mismo aire te juro que vas a desear nunca haber pisado esta escuela ¿Me has entendido?
Nicole asintió temblando de miedo. Nunca nadie le había hablado de esa manera, nunca nadie le había amenazado.
No contento con la cara de pánico de la chica, y de un solo manotazo, botó todo sobre su escritorio directamente al suelo, creando un estrepito que rompía con el silencio en el que se había quedado la clase.
—No parece tan divertido cuando tú eres la indefensa ¿Eh?—rio con malicia y desprecio, y levantó la mesa en sus manos—a ver cómo te las arreglas escribiendo en un escritorio rayado.
Salió con el mismo ímpetu y la misma energía con la que entró, pero esta vez lucía una sonrisa en la boca. Se detuvo fuera en el pasillo, llenó sus pulmones de aire y lo botó contento.
—No tienen una idea de cuánto necesitaba hacer eso—dijo a Antonio y Cristina antes de retomar el paso hacía el salón B con la mesa a cuestas. Silbaba.
—Yo les dije que tenía problemas psiquiátricos—susurró Titi a Anto.
—Los cuatro teníamos problemas psiquiátricos—respondió él—esa era la razón de que fuéramos amigos.
Retomaron ellos también el paso y lo siguieron hasta el salón. No sabían porque pero ambos sentían muy en el fondo de su pecho una especie de paz, un augurio de que por fin todo volvería a estar bien, tal como cuando eran niños.
Amanda se apresuró varios pasos para quedar frente a Melchor. Él se detuvo de golpe al encontrarse frente a frente con la chica. Contrajo la cara imperceptiblemente y arqueó las cejas. Ella le observó por un largo rato sin decir palabra y frunció su boca hacia un costado.
Los demás alumnos a su alrededor pasaron por su lado mirándoles descaradamente. No era un secreto que Amanda pasaba demasiado tiempo con Melchor últimamente, pero aquello se había transformado en el origen de múltiples rumores. Nadie sabía que pasaba entre esos dos pero todos tenían sus teorías, algunas aterrizadas otras completamente locas.
—Dímelo—mascullo ella con suspicacia. Melchor rodó los ojos y suspiró.
—Déjame en paz ¿Quieres?
La rodeó sin mayor esfuerzo y siguió su caminata hasta la entrada del establecimiento educacional. No estaba de humor para atender a la curiosidad de Amanda, menos cuando se trataba sobre sí mismo.
—¡Melchor! ¿Qué te cuesta? Solo quiero saber la fecha de tu cumpleaños—él gruñó mal humorado y apresuró el paso dejándola muy atrás.
No tenía ningún problema en revelar la fecha exacta de su cumpleaños, no era un secreto, no le molestaba el día y no tenía problemas con recibir regalos, lo que lo desesperaba era que no entendía el afán de Amanda por preguntárselo, no entendía por qué insistía en acompañarlo a todas partes, ni esa extraña necesidad de preocuparse con él.
Melchor estaba asustado de manera sobrecogedora, las últimas personas con las cuales se había relacionado eran todos adictos, traficantes y psicóticos, y luego estaba Amanda que lo más malo que había hecho era pisar una hormiga por accidente, aunque luego se había disculpado, eliminando toda carga negativa a la acción ¿Qué de interesante podía haber en él para que una chica con los niveles santos de Amanda decidiera acercarse?
No lo entendía, había olvidado lo que era el cariño por el cariño, por lo tanto el comportamiento de Amanda le era un misterio.
—¿Somos amigos Chie?
—No, no lo somos—contestó él mientras se alejaba de ella, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha como siempre.
—Claro que lo somos, por eso tenemos que conocernos mejor ¿Es lógico, no?
—No—ella hizo una mueca de hastió pero no se dio por vencida, llevaba dos días preguntado su cumpleaños sin parar, si no lo lograba por simpatía lo haría por cansancio.
—Mira—agregó luego de aumentar la velocidad de su caminata para poder alcanzarlo—lo que se de ti es: que vives en la calle Anemona, que tu mamá se llama Magdalena y es muy simpática, que tienes un hermano, que eres superdotado, que trabajas en el café de un tipo llamado Felipe y que leíste el señor de los anillos cuando eras pequeño... nada más ¿No te parece raro? En cambio tú sabes muchas cosas de mí porque cada vez que conversamos yo soy la única que habla.
—Te faltó decir que soy drogadicto y que me enjuiciaron por homicidio.
—Trataba de enfocarme en lo positivo... pero eso no importa, solo te pido cosas simples, partamos con tu cumpleaños, o tu color favorito, o si lo prefieres con el libro que más te gusta.
Chie no contestó. Se limitó a entrar a le escuela en silencio y dirigirse a su salón de clases con Mandy pinzándole los talones y ahogándolo en preguntas sin sentido ¿Qué importaba si le gustaba el azul o el verde? ¿Había alguna diferencia en que prefiriera el arroz a los fideos? En lo absoluto, lo importante sobre sí mismo era que tenía problemas de adicción, había sido acusado de homicidio y su mente tenía la estabilidad de un elefante sobre un monociclo ¿Qué tan difícil de entender era eso?
Sin perder los estribos dejó su bolso—viejo y desgastado—sobre su banco y de inmediato notó la ausencia de la mesa de Cristina. Quiso fingir que no le importaba, hizo el amague de seguir con su vida como si nada sucediese, pero ahí estaba, en el fondo de su mente, aquella vocecita inquieta preguntándose que podría haber pasado.
No podía hacerlo, no podía preocuparse, ya bastante mal se sentía por cómo se comportó como para además romper la única regla que ella le había impuesto, nada de proximidad.
Pasaron seis años sin hablarse por decisión de él, pero era cosa de que ella le pidiera que no se acercara para que le nacieran espontáneamente las ganas de hacerlo. Se restregó la cara con las manos y se peinó el cabello hacia atrás con los dedos. Lo tenía bastante largo, hasta los hombros, y gracias al shampoo y la mejora sustancial en su alimentación, ya no se veía constantemente sucio y pegostoso.
—¿Y la mesa de Marambio?—preguntó Amanda en voz alta, como tratando de evidenciar algo lo suficientemente obvio. Melchor podía predecirlo, Amanda comenzaría a hablar de Cristina, en cualquier minuto, de su ausencia, de la foto, de las cartas ¿Por qué le había mostrado las dichosas cartas? Debía detenerlo y rápido.
—Doce de Junio.
—¿Ah?
—Mi cumpleaños es el doce de Junio, mi madre está de cumpleaños el diecisiete de Junio y Gaspar cumple el seis de Diciembre ¿Quieres saber cuánto pesé también?—Mandy sonrió con tanta alegría que no cupo en sí y soltó un gritito. Le abrazó de improviso sorprendiendo a todos los presentes en ese momento, Melchor solo se limitó a botar aire exhausto, por lo menos así la conversación no se dirigiría hacía el tópico Marambio.
—Te apuesto que fuiste un niño gordito—rió suave y le apretujó un poco más—mofletudo y con ojos tan claros que se veían grises.
—Sí. Has dado en el clavo.
Antes de que se separaran, más bien, antes de que Amanda lo soltara, Antonio, Tomás y Cristina entraron gruñéndose como lobos hambrientos.
—¡Que te dije que no necesito matones! Eso también va para ti Antonio—le fulminó con la mirada, pero el mayor pareció no inmutarse.
—Tomás tiene razón, la gente se está tomando muchas atribuciones últimamente, necesitan un escarmiento.
—Y yo puedo escarmentarlos solita, gracias.
—¿Tú y cuantas varitas más?—bromeó Tomás, trayendo a cuestas el nuevo escritorio de la chica.
—No fuerces tu suerte Tomás, recuerda que eres pésimo peleando.
Cuando ambos grupos de chicos se enfrentaron se formó un micro silencio entre ellos. Tomás se congeló ante la visión de Amanda abrazando a Melchor y Melchor se puso rígido al ver a Cristina luego de una semana. Antonio irguió su cuerpo a todo su tamaño en señal de protección frente a la ex rubia y Amanda desencajó la mandíbula al ver el nuevo cabello de su compañera.
—Ya puedes bajarlo—demandó Cristina para romper el hielo. Tomás le obedeció en silencio y sin quitar la vista de Amanda y Melchor.
Ella colocó su pupitre de vuelta a su lugar y observó con detenimiento a los cuatro chicos estáticos frente a ella.
—Buenos días—se obligó a decir Tomás solo para fingir que no le importaba nada.
—Hola—respondió Amanda mientras soltaba a Chie y regresaba a su lugar.
—Creo que es momento de que se vayan—agregó Titi para darle algo de agilidad a la situación—el profesor ya llegó.
Antonio tomó a Tomás del hombro y lo tironeó fuera de la sala, despidiéndose cordialmente de Cristina, solo de ella.
Chie se sentó en su silla con parsimonia, sacó su único cuaderno y plantó la mirada en la nuca de la chica. Justo ahora—después de seis años—se le ocurrían miles de cosas para decirle, había tanto para contar, tantas explicaciones para darle, sentía unas indescriptibles ganas de disculparse, de explicarse, incluso su mano viajó los escasos veinte centímetros que separaban un puesto del otro, y se posó cerca del hombro de Cristina, pero antes de tocarla se detuvo y retrocedió todo el camino recorrido.
Era tarde para arrepentirse, era tarde para sus razones. Ya no tenía boca para decirlo y tampoco habían oídos dispuestos a escucharlo. Abrió su cuaderno, tomó su lápiz y siguió con su día.
A la hora de almuerzo Amanda destapó su termo con comida y se sentó bajo un gran árbol junto a Melchor. Él por su parte solo tenía una manzana, pero le sobraba y la bastaba. El día estaba soleado, uno de los pocos días soleados que iba quedando antes de la llegada del crudo invierno de Los Robles. Charlaron de todo y nada, siendo Mandy quien más hablaba, como siempre. A los pocos minutos se acercó Catalina, una de las amigas de Amanda y le pidió hablar.
—Dime ¿Qué pasa?—preguntó la muchacha.
—Nada. Solo quería saber si vas a almorzar con nosotras, estamos en la cafetería.
—Pero ¿Por qué no vienen a almorzar acá afuera conmigo y Melchor? El día está precioso y es uno de los últimos soleados que nos toca.
—Nos gusta más adentro Mandy, tú ya sabes eso—respondió la otra incómoda—¿Vienes?
—Anda—agregó Melchor—yo ya casi termino lo mío.
—Claro que no, no entiendo por qué no vienen ustedes.
—Amanda—masculló Catalina entre dientes, pero Mandy no logró entender la indirecta. Cata suspiró—¿Podemos hablar? En privado.
Amanda miró a Melchor y este le hizo un ademán para que fuera. Ella frunció el ceño y se levantó para seguir a Catalina. Se ubicaron junto a una banca quedando en el perímetro de visión de Chie, pero suficientemente lejos como para que no las oyera.
—Eso ha sido muy descortés Cata.
—Amanda esto ha llegado demasiado lejos, has escuchado lo que la gente dice de ti. No es buena idea juntarse con Valencia, ahora todos creen que... bueno, que se te están pegando sus malas costumbres.
—La gente está equivocada, es un buen chico—reclamó con la nariz arrugada—ya, que no se hablé más, ve por las chicas y almorzaremos todos en el patio.
Pero Catalina no se movió, ella solo bajó la mirada y se mordió el labio.
—Mandy, solo quiero saber si vas a almorzar con nosotras.
Fue entonces cuando Amanda entendió lo que estaba sucediendo y le pareció tremendamente injusto ¿Cómo podían sus amigas juzgar a Melchor si ni siquiera habían cruzado una palabra con él? Se estaban comportando igual de estúpidas que todos en la escuela, marginando a Chie sin conocerlo, encasillándolo en un estereotipo que no representaba ni una décima parte de la persona que era en verdad.
—Será en otra ocasión Cata, hoy almorzaré con Melchor—finalizó la castaña.
Su amiga se encogió de hombros y le dio la espalda, ella por su parte hizo lo mismo y regresó bajo el árbol, donde se sentó nuevamente y llenó su cuchara con comida.
—¿No te vas con tus amigas? En serio que estoy por terminar, no voy a sentirme. Además ellas son tus amigas y a mí, para serte sincero, no me caes nada bien.
—No es por ti—mintió pobremente ella—realmente hace un buen día y quiero disfrutarlo. Además a ellas les encanta chismosear y creo que no me siento cómoda con ello.
Melchor emitió un sonido de aprobación, y le dio un último mordisco a su manzana. De pronto Cristina apareció en su mente, a ella tampoco le gustaban los chismes, los detestaba para ser exactos. Había crecido rodeada de ellos ya que por alguna razón al pueblo le encantaba murmurar sobre los Marambio. Que Mónica era tonta, que Gloria había subido de peso, que Teresa ya tenía otro novio, que Sonia era floja. Siempre había algo que decir de las Marambio y muy pocas de esas cosas eran buenas, así que desde pequeña había aprendido a ignorar por completo los comentarios de la gente. Quizás por eso se habían hecho amigos, a ella le importó un rábano que los demás niños dijeran que Melchor era raro. Siempre admiró esa capacidad de ella, hacer oídos sordos a palabras necias.
Sonrió.
—¿Qué pasa?—preguntó la chica ante la extraña reacción del muchacho.
—Nada, me recuerdas a alguien.
—Siempre tan misterioso. Oye ¿Puedo preguntarte algo?
—¿Tengo otra opción?
—¿Te gusta el corte nuevo de Cristina?
Él la miró extrañado ¿A que venía eso? ¿Por qué hablaba de Cristina? Volvió el rostro hacía la cancha y se quedó viendo a los del equipo de básquetbol practicar.
—¿A qué viene eso?
—Su cabello se ve muy bien, corto y levemente rizado—se tocó el suyo propio e imaginó el rostro de su madre, siempre se cortó el cabello como Cristina y se vio preciosa hasta el último día, pero ella nunca logró ese look fresco de su madre, su cabello era liso y se inflaba constantemente ¿Por qué Cristina podía usar el cabello como su madre y verse bien, mientras que ella siempre se veía mal?—el mío nunca se verá así ¿Debería dejármelo crecer? ¿Crees que se me vería mejor largo?
—Te verías bonita con el pelo largo—respondió él.
—¿Por qué? ¿Me veo mal así?—peinó su cabello con rapidez y nerviosismo sintiendo su autoestima caer por un agujero profundo y negro. Melchor no dijo nada más, lanzó el corazón de su manzana al tarro de la basura y se recostó sobre el pasto. Ella pestañeó rápidamente al entender sus palabras. Melchor estaba siendo amable gratuitamente. La había elogiado sobre su cabello, a su manera, pero lo había hecho. Con sus palabras toscas y enredadas la había llamado bonita. Sonrió con todas las ganas.
—Creo que me lo dejaré crecer entonces ¿Almorzamos mañana?
—¿Y tus amigas?
—Créeme, no les faltara tema de conversación.
Por la tarde Tomás, Antonio y Melchor se reunieron en el café de Felipe. A pesar de que las relaciones seguían tensas entre Anto y Chie nada era suficiente excusa para alejarlos de la búsqueda implacable de los tan nombrados documentos que mantenía oculto el dueño del local. Las motivaciones eran diversas, Tomás solo buscaba la verdad sobre su hermana, Antonio necesitaba saber si Felipe le mentía y Melchor trataba de encubrir a su amigo, aun cuando no estaba seguro de la real existencia de aquellos papeles.
El que llegaba más allá con sus esfuerzos por encontrarlos era Antonio, no se lo había dicho a ninguno de los otros chicos, pero la noche anterior se había levantado a mitad de la noche para registrar la casa de Felipe. La búsqueda había sido infructuosa y casi lo atraparon, aun le latía el corazón de solo pensar en la imagen del joven entrado a la habitación de improviso. Definitivamente no era un buen detective, por lo menos en la parte del sigilo y de no dejar rastro.
—¿Y bien?—preguntó con rudeza Tomás en dirección a Melchor, aun le molestaba la imagen de su perfecta Amanda abrazando al bueno para nada de Valencia.
—¿Y bien qué?—respondió el aludido con la misma rudeza mientras preparaba un capuchino para Tomás.
—¿Has encontrado algo?
—¿Qué crees tú?
Tom bufó con desagrado. Sentía como su gran pista se le escurría entre las manos, sabía que era importante, podía oler la verdad tan cerca pero al mismo tiempo tan lejos ¿Dónde podría haber ocultado los papeles Felipe? No estaban en su casa o en su café, según lo reportado por Melchor. Antonio tampoco tenía mucha información—según él esos dos eran completos desconocidos—y Cristina ya no formaba parte del grupo, aunque aún con su presencia poca hubiera sido la diferencia. Volvía al punto muerto del principio.
—Mierda—masculló finalmente. Chie le sirvió el Capuchino regresó a su tarea de barrer detrás de la barra.
—Quizás los lleva con él, podríamos seguirlo—opinó Antonio con simpleza solo por decir algo, pero su idea no prospero, sino que fue rechazada completamente por los otros dos.
Trazaron un plan rápido de búsqueda pero se dieron cuenta de inmediato que no valía la pena, los papeles se habían ido de su alcance.
Los muchachos se marcharon a las cinco y media. Y poco después se marchó Teresa con el pretexto de que iba a ayudar a Cristina a buscar un empleo.
Chie barrió el local por completo, levantó las sillas una a una y trapeó el suelo de punta a punta. Finalmente hizo el conteo del dinero de la caja y anotó las ganancias en el cuaderno de la contabilidad. Guardó las ganancias del día—que por cierto no eran muchas—en un sobre pero antes de cerrarlo se le cayó un billete grande bajo la barra. Maldijo. Ganaban muy poco dinero como para andar tirándolo. Se agachó y trató de cogerlo pero le fue imposible, el delgado trozo de papel se había deslizado por el minúsculo espacio comprendido entre la base de la barra y el suelo. Se levantó entonces en busca de algún elemento que le ayudara a sacarlo de ahí y lo único que encontró fue el cuchillo que se utilizaba para cortar pan. Le tomó diez minutos lograrlo, pero lo logró, ya con el billete entre los dedos, e hincado bajo la barra, se sintió aliviado, tanto que tiró la cabeza hacia atrás para liberar la tensión causada por la incómoda posición que debió adoptar para alcanzar el escurridizo papelito.
Fue ahí cuando lo vio. Bajo la barra, pegada con cinta adhesiva había una carpeta de color naranjo, igual a la que Tomás les había descrito.
La arrancó de debajo de la barra y procurando que la cinta adhesiva no la estropeara la abrió. Solo tuvo que leer los títulos de la primera y de la segunda hoja para entender lo que estaba sucediendo. El cielo se le cayó a pedazos sobre los hombros y el pecho se le apretó. No recordaba la última vez que había sentido una tristeza como esa, una tristeza que te recorre el cuerpo y te enfría la piel a la temperatura del ártico.
Felipe entró a la cafetería alicaído. Nuevamente Carla se desvanecía, nadie sabía dónde andaba o cuando volvería, si es que volvía. Lo extraño era que era ella quien le había citado ¿Por qué desaparecía tan repentinamente?
Cerró tras de sí extrañando el tintinear de la campañilla que había roto Antonio.
Antonio.
Debía cortar con él, lo estaba ilusionando. No era un tipo de relaciones, no porque no quisiera, sino porque a nadie le convenía meterse con él. Felipe era sinónimos de problemas, problemas que a todas luces Antonio no era capaz de manejar.
Encontró a Melchor absorto tras la barra con una carpeta entre las manos. La reconoció de inmediato. Se detuvo, respiró, esperó.
—Dime que no es cierto—dijo suplicante el menor.
—¿De dónde sacaste eso?
—La encontré bajo la barra ¡Dime que no es cierto!—inquirió mirándolo con el azul turbulento de sus ojos.
Felipe pensó en Gaspar y la tormenta que siempre aquejaba su mirada. Desde que se conocieran que nunca hubiese visto claridad en los ojos de su mejor amigo, todo con Gaspar tenía ese toque entre melancólico y caótico, los ojos de un alma que no conoce lo que es la felicidad completa de la paz. Melchor tenía la misma mirada, ese color azul tormenta.
—No deberías meter la nariz donde no te llaman—le quitó la carpeta de las manos y se escapó hasta la trastienda serio y duro. Melchor le siguió de cerca sin parar de acosarlo.
—Felipe dime que no es verdad, dime que es una broma, dime...
El mayor se detuvo y se volteó, quedando cara a cara con el muchacho. Puso la carpeta entre ambos y arrugó la frente.
—¿Pero qué mierda quieres que te diga? ¿Qué esto es una broma que te hice porque soy muy gracioso? No Melchor y tú más que nadie debería saberlo. Te presento a la vida, está dentro de esta carpeta y es así de cruel, siempre es así de cruel ¿Quieres un consejo? Te daré uno que me dio tu hermano cuando le pregunté qué hacía para ganarse la vida. Reprime la curiosidad y que la ignorancia te haga feliz. Recuerda este momento la próxima vez que quieras fisgonear en las cosas de otros.
Le cerró la puerta de su oficina en la cara y lo dejó solo tratando de digerir los nuevos conocimientos adquiridos.
Habían muchas cosas qua a Melchor le hubiera gustado borrar de su vida. Su padre, sus capacidades diferentes, la droga, el juicio. Pero esta entraba dentro de otra categoría, quería quemar esos papeles, quería que desaparecieran de la tierra, nadie podía verlos, y por nada del mundo podían llegar a manos de Tomás, por absolutamente nada en este mundo.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top