Padre
Aunque hubiese querido llegar temprano, la hora y media que le estaba tomando a Melchor vestirse se lo habría impedido de cualquier manera.
El funeral de Baltazar era menos que un trámite. Una de esas cosas que tienes que hacer, porque si no lo haces la gente empezaría a mirarte raro.
«¿No fuiste al propio entierro de tu padre? ¿Qué te sucede?»
Pero incluso con la idea de que ausentarse a un hito familiar tan importante sería visto de manera extraña, a Gaspar no terminaba de convencerle la idea de presentarse.
Se le antojaba forzado, falso, plástico. Ni siquiera tenía palabras que decir, una anécdota graciosa o una lágrima sentida. Por más que se tomaba el tiempo de buscar algo emotivo dentro de su cabeza, no brotaba ni una sonrisa ladeada.
Con Baltazar todo era rabia contenida o simple indiferencia, nada de puntos medios.
Suponía que para su madre se trataba de un deber. Siendo la viuda de Valencia, no aparecer sería otra historia para que el pueblo tuviese que hablar durante la cena. Con el suicidio de Baltazar tenían suficiente material como para comentar por seis meses, no querían darles más.
Todos tomaron una actitud solemne. Él se tomó el día, vistió un traje oscuro que le quedaba apretado, y se resignó a tener que asentir cada vez que alguien saliera con la frase: «Era tan bueno».
Magdalena, por su parte, se colocó un traje negro y peino su cabello de la forma más sobria que pudo, solo para disimular la tranquilidad que le producía el deceso de su marido.
Melchor, sin embargo, preocupaba bastante a Gaspar. Nunca tuvo una relación apegada con Baltazar, pero de cualquier forma era un niño, y a un niño lo marca la muerte de su padre.
Sabía que en algún momento tendrían que conversar, solo no sabía el minuto exacto para introducir el tema. Quizá cuando las cosas se normalizara, cuando la gente ya no hablara sobre él, o podía ser que ahora, justo antes de exponerse al luto, fuese una buena ocasión.
Su madre salió del cuarto colocándose un par de pendientes de perla, lucía como un viuda modelo, aunque en su cara, más que tristeza se veía paz.
Gaspar suponía que en un trozo de ella se engendraba la semilla de la culpa, mal que mal lo había echado de casa cuatro días antes de que se suicidara, a punta de cuchillo cocinero, según lo que le relatara Melchor; pero también era testigo de todo lo que había tenido que soportar, razón suficiente para sentir alivio ante la muerte de alguien.
―¿Tu hermano no ha bajado?―preguntó sacudiendo una pelusa.
―No ¿Voy por él?
―Por favor.
Subió en silencio, calmado como nunca. Si bien no sentía ni la más exigua pena por el deceso de su padre, la muerte ralentizaba en tiempo en general.
Entró al cuarto después de tocar, para encontrarse a Melchor sentado en la cama, a medio vestir, mirando sus zapatos recién lustrados.
No hacía demasiado tiempo había cumplido trece, y lucía muy parecido a él cuando tenía esa edad, solo un poco más desgarbado y con aspecto introvertido.
Se acercó sin que Melchor levantara la cabeza, como ignorando su presencia a propósito.
―¿Te falta algo? ¿No sabes anudar tu corbata?―bromeó para relajar los ánimos, sin lograr una respuesta de Melchor. Supo entonces que era momento de tener esa conversación sobre el lazo de padres e hijos, y de cómo se mantenía más allá de la muerte―. Oye, está bien estar triste. Sé que mamá y yo no parecemos tan apenados, pero eso no significa que tú debas tomártelo con calma. Cada uno vive su duelo de forma distinta.
―No quiero ir―masculló inmóvil.
―Melchor no patalees, toda la familia está comprometida en esto. Es importante que te despidas...
―¿Por qué me despediría del monstruo que acecha bajo mi cama? Que se vaya, nada más.
Gaspar encontró la ira en su mirada, titilando apagada en sus pupilas. Le era más claro ahora, Melchor no estaba triste, estaba furioso. ¿Era por el abandono de su padre? ¿Era contra su madre por echarlo? ¿Era contra la vida misma por ser tan perra de tanto en tanto?
―¿Estás seguro? Puede que te arrepientas, decir adiós ayuda.
―No quiero.
―¿Por qué?
Melchor meditó un minuto.
La muerte de Baltazar le había provocado un montón de sentimientos. Rabia, desconsuelo, la sensación de que la justicia era falsa, y que el karma no existía.
Había deseado su muerte muchas veces, y ahora que por fin se cumplía, no era suficiente.
No sabía qué esperaba. La muerte de Baltazar no curaría su heridas de inmediato, pero por lo menos un poco de consuelo debía traerle, aunque fuera solo un pequeño suspiro.
Nada.
Todo seguía tal como lo fuera el día en que su madre lo echara de casa, como lo era desde esa tarde en la biblioteca. Baltazar ya no era una amenaza externa, Baltazar lo atormentaba desde dentro de su cabeza, y ese monstruo era inmortal.
―No quiero ir, y no iré―sentenció, guardándose una vez más todo aquello que lo mataba de a poco.
―Bueno, volveremos después de almuerzo. ¿De acuerdo?
Melchor no contestó más y Gaspar tuvo que retirarse con un sabor amargo en la boca.
Pensó que Melchor solo necesitaba su espacio. Algo de tiempo para deshacerse de sus demonios y pensar. La muerte de una persona siempre traía cosas nuevas, fueran estas buenas o malas.
Solo debía asumirlas, y eso toma tiempo, mucho tiempo.
I
Los sermones eran para Gonzalo una constante desde la más tierna infancia. Su carácter, indisciplina y capacidades diferentes le llevaron a meterse en los problemas más enrevesados.
Su hermano Camilo estuvo ahí para él y al mismo tiempo fue una dificultad más. Tener como punto de comparación al mejor alumno de su generación era la excusa perfecta para que sus padres no le dejaran tranquilo.
Pasó más tiempo castigado que jugando afuera durante los primeros años de escuela, y solo por esa razón se había dedicado a pintar acuarela y oleo.
Más grande, y con el diagnóstico de dislexia, la familia le permitió no ser perfecto y se abrieron a la posibilidad de que sus notas jamás fueran siquiera parecidas a las de Camilo, relegándolo al lugar del «pobrecito Gonzalo».
No le gustaba ser el pobrecito Gonzalo, así que decidió dedicarse a la pintura, y ser excelente en ello. Camilo era decente pero nunca impresionante, así que él lo sería, como para que hubiera algo de lo cual estar orgulloso del pobrecito Gonzalo.
Entonces, cuando por fin había desarrollado una técnica propia y se sentía cómodo realizando una tarea no tan imposible como juntar las letras en el orden correcto, Camilo se le ocurrió que era buena idea ser homosexual.
Y el punto de comparación desapareció.
Al parecer no importaba que tan bueno fueras en la casa, o en la escuela, o en la vida en general, hay errores más grandes que todos los aciertos. ¿Qué sentido tenía esforzase si un solo paso en falso significaba el olvido?
Lo dejó todo de lado. Liberó ese carácter insoportable con el que había nacido. Cambió los pinceles por la pelota. Se olvidó que en algún momento tuvo un sueño, porque los sueños no servían para nada, los sueños eran aspiraciones vacías que nunca llenarían el espacio que dejaban los que se iban.
La vida de esa forma, la vida que le correspondía al pobrecito Gonzalo, era satisfactoria y fácil. Carecía de necesidad de esforzarse o de sobresalir, ser nadie era cómodo. La naturaleza le había dotado con músculos y buen parecido, así que durante su juventud obtendría lo que deseaba con relativa destreza―siempre y cuando lo que deseara no fuese demasiado― y ya de mayor se sostendría con algún trabajo simple y mediocre, porque el pobrecito Gonzalo no valía para nada más y todos lo sabían.
Y hubiese sido agradable continuar en ello, por lo menos durante la escuela, si no se le hubiera ocurrido en el último semestre desarrollar una especie de «principios» y luchar―literalmente― por ellos.
―¡Casi te expulsan! Estuviste a tres palabras de que te expulsaran―gritó su padre histérico.
En cuanto llegaron a casa se sentaron en la cocina a conversar, y con conversar su padre se refería a un monologo de horas detallando a su madre todos los errores desde su nacimiento hasta esa tarde.
La mayor parte la ignoró, pensando en que pronto sería el cumpleaños de Adriana y no tenía idea qué regalarle, pero un poco antes de que Marcos agotara las palabras, su mente quedó vacía, incentivándole a oír el final de la historia.
―No me van a expulsaren el último semestre, el director es conocido por ser un corazón de abuela.
―¡Tú no te tomas nada en serio! Ese niño estaba morado, Leticia, lo hubieras visto. ¡Color morado completo! Uno de sus ojos apenas si lo podía abrir.
Era una exageración, según Gonzalo. Ricardo solo estaba un poco maltrecho, algo adolorido, pero el orgullo de su madre era el que sangraba de verdad, y ese no se curaría fácil. Quizás hubiera cicatrizado en el mismo momento en que Guillermo anunciara la expulsión de Gonzalo, pero el director y sus ideas de educación iban en contra de mandar chicos a sus casas solo porque sí.
Como siempre, había escuchado la versión de ambos bandos, e incluso les otorgó algo de razón respecto a la súbita decisión de mandar a Antonio a la banca y su insuficiente justificación, pero no podía condonar tal muestra de brutalidad en el alumnado.
La madre de Ricardo insistió con ahínco que a la junta de padres no iba a gustarle que un par de chicos así de violentos convivieran con el resto del grupo escolar, y que si no los expulsaba por lo menos debía suspenderlos por un par de semanas.
Se quedó callada luego que Guillermo le explicara que si expulsaba a Antonio y Gonzalo tendría también que expulsar a Ricardo y al resto del equipo. La ley pareja no era dura, y si bien la violencia física se hacía evidente, la psicológica también se encontraba patente en la pelea. La junta de padres debía condenar de igual forma los dichos de Ricardo frente a las opciones sexuales de Antonio, y el ostracismo al que pensaban relegarlo el resto de sus compañeros.
No miraba en menos las acciones precipitadas de los chicos, pero ser justos era más complejo que expulsar o no a alguien.
Gonzalo y Antonio se vieron obligados a disculparse, de igual forma que Ricardo debió tragarse sus palabras respecto a la sexualidad de Antonio.
Al final un lo siento mucho, fue su salvación―aun cuando aquello no dejó satisfecha a la madre de Ricardo― acompañado de un ensayo de mínimo quince mil palabras sobre algún personaje importante de la historia que fuera abiertamente homosexual.
Debía entregarlo en una semana, él y todo el equipo de futbol.
De solo pensar en esas quince mil palabras sentía ganas de que lo expulsaran.
―No exageres, solo fueron un par de golpes. Además ya escuchaste al director: lo importante es saber dar una disculpa y aprender a recibirla.
―Claro, casi lo olvidaba.―Miró a Leticia, quien aún no se pronunciaba respecto a la situación.―Cuando tu hijo se disculpó agregó una agradable frase al final. Dile, dile a tu madre.
―Solo dije que lo sentía, pero que no estaba de acuerdo con ellos y que renunciaba al equipo porque eran una manada de tarados.
―No dijiste tarados.
―Quise decir tarados, por lo menos eso pensé, lo que salió de mi boca no es mi culpa, fue la dislexia.
―¡Así no funciona la dislexia!―gruñó Marcos, para luego increpar a su esposa―. Dile algo mujer, dile cuanto dolor le causa a esta familia.
Leticia, saliendo de su parsimonia, se acomodó en la silla y transfiguró su rostro al que colocaba cada vez que de regañar a Gonzalo se trataba.
El chico suspiró y mantuvo su temple tranquilo, era momento de volver a pensar en el regalo de Adriana.
―Gonzalo, no voy a tolerar ese nivel de violencia en esta casa―sentenció ella―, pero estoy orgullosa de ti.
La imagen del regalo de Adriana se dispersó fugaz, mezclándose con las palabras recién pronunciadas.
―¿Qué?
―No me mal intérpretes, ir por la vida golpeando a las personas como si fueras un animal me da vergüenza, yo no te enseñé a ser así, pero entiendo porque lo hiciste y eso me enorgullece. Que un hijo sea mejor que tú es la finalidad de todo padre. Solo espero que la próxima vez utilices las palabras y no los puños para dejar tu punto claro.―Frunció la boca, y carraspeó.― No iras a ver a Adriana para su cumpleaños, ese es tu castigo.
Marco parpadeó en un vago intento de salir de su estupefacción. Su mujer, conocida en todo el pueblo por el cuidado de sus acciones y su interés en la imagen pública, era la misma persona que en ese minuto pasaba por alto la falta de tino de su hijo.
―¿Eso es todo lo que vas a decir?―preguntó su marido, aún anonadado.
―Sí. Gonzalo es un adulto, un buen adulto―respondió, tan altiva como siempre―. Veté a tu cuarto, y comienza ese ensayo lo más pronto posible. Pídele ayuda a tu hermano, él debe saber de ese tipo de cosas.
Gonzalo apuró su salida, aprovechando en momento de confusión de su padre y la extraña actitud de su madre. Esta era su oportunidad de salir libre de polvo y paja, y no pensaba desperdiciarla, aun con lo aturdido que se encontraba.
Se levantó y huyó a su cuarto motivado por las palabras enigmáticas de Leticia. Al pie de la escalera miró hacia atrás un segundo y sonrió.
La palabra orgullo le sabía dulce, como nunca antes.
II
Cristina miró la hora en el teléfono. Eran casi las once de la noche, pero no tenía sueño. Por lo general dormía poco, siempre había sido de esa forma.
Agradecía las ventajas detrás de su vigilia. Más tiempo para hacer cosas, menos siestas después de almuerzo, poder descansar de forma óptima en solo un par de horas. Pero en ese momento le parecía una maldición.
No tenía ganas de pensar, sobre todo al saber que Melchor y su familia habían vuelto a su casa―la de al lado―y aún no sabía nada de él. Su relación se encontraba en un periodo tenso por causa de Tomás, lo que podría explicar el hecho de que no se apareciera en su balcón, aun así esperaba que por lo menos pasara a saludar.
Dado que no estaba acostumbrada a ser la damisela en apuros, ya había tomado las riendas del asunto. Saltó de un balcón al otro, pero el ventanal estaba cerrado y no había encontrado a Melchor en su cuarto para que le abriera.
Quizás cenaba, quizás sus ojos la engañaban y no era el automóvil de su tío que él había visto en la puerta del vecino, quizás Melchor no quería verla.
De cualquier forma había dejado una nota pegada en la ventana, con una invitación para pasar el rato. Lo que le dolía era aún no recibir respuesta, o podía ser que ya la hubiera recibido y esta era negativa.
Sacó de su cabeza las conjeturas apresuradas y regresó su atención al libro de lectura obligatoria de la escuela. No llevaba más de quince páginas y ya lo odiaba. Le hubiese gustado posponer la lectura, pero la prueba se acercaba a velocidades vertiginosas dificultando las maniobras de evasión de responsabilidades.
Leyó el mismo párrafo cinco veces, mientras pensaba en lo que Melchor podía o no estar haciendo, y a la sexta vez dio cuenta de que no tenía idea de lo que había leído tantas veces.
Su fuerza de voluntad flaqueó. Si la montaña no viene a Mahoma...
Se enfundó en su parca de nieve y salió al balcón, solo para encontrarse a Melchor parado al otro lado. Tuvo la sensación de que su abrigo era insuficiente, con solo un chaleco y pantalones de jeans.
Melchor apartó la mirada, pero era tarde, lo primero en que Titi se había fijado era su nariz roja a juego con un par de ojos colorados y cristalinos. No había que ser un genio para descubrir que llevaba gran parte de la noche llorando, o quizás más.
―¿No tienes frío?―preguntó ella, tendiéndole una mano. Melchor negó, pero tomó su mano y se pasó de un balcón al otro.―Estás congelado.
―Llevo un rato pensando si venir o no―explicó, sacando a relucir la gangosidad de su voz.
―Pero cómo eres tan bruto, ¿por qué no lo pensaste dentro de tu cuarto? Acabas de salir de una gripe si te da un neumonía vas a terminar en el hospital.
―Ya tuve una―comentó al entrar a la pieza de Cristina y refugiarse al lado del calentador―, el año pasado, dos semanas hospitalizado.
Tembló cuando el calor comenzó a atravesar su ropa y entibiar su piel.
Cristina cerró la ventana y buscó en el armario algo para abrigar a Melchor. Sacó una frazada y la puso sobre sus hombros, esperando que la diferencia de temperatura se igualara rápido.
El semblante triste de Melchor le llamó la atención. Él siempre lucía un poco melancólico, como perdido en una pena somera, mas la tristeza no era completa ni evidente, solo una idea. Ahora estaba francamente triste y deprimido.
Le acarició la mejilla y peinó el helado cabello detrás de su oreja. Melchor la miró de reojo.
Le gustaba mucho que Cristina lo acariciara, tan suave y delicado, que se derretía cada vez que lo hacía, alejaba sus problemas para llevarlo a un estado de ensoñación que lo mecía al ritmo en que ella ordenaba sus cabellos.
―¿Qué pasó?―preguntó la chica sin detener sus mimos.
Melchor fijó la mirada en el botón de encendido del calentador, concentrado en no pensar demasiado. La imagen de Gaspar paseándose de un lado a otro en la cocina le agobió. Su madre, llorando como nunca antes, le destrozó el alma. No importaba cuanto rogó para que lo dejaran ir, estuvieron conversando por horas que le parecieron eternas.
Magdalena, lo abrazaba suplicando que le perdonara, pero él no tenía idea qué había que perdonar. Solo quería contar la verdad y correr a esconderse para siempre en su cuarto, aunque no estaba en los planes de su familia que se volviera a esconder de algo.
Mucho tiempo más tarde, por fin logró zafarse de la conversación, y al llegar a su pieza el mensaje de Titi le mostró que por más que intentara aislarse, ya no estaría solo de nuevo.
Lo pensó treinta minutos, y al final habían decidido por él.
―Tuve una conversación con mamá y Gaspar.
―¿Sobre?
Melchor intentó contarle la verdad, pero aún no era capaz de revelarle su secreto. Por un día estaba bueno de honestidad.
―Algo doloroso―dijo en cambio, mientras que los ojos se le humedecían, deseando que fuese suficiente explicación.
―Está bien si no quieres decírmelo―explicó ella sonriendo y peinando su cabello―, estoy para lo que necesites.
―¿Puedes abrazarme?―preguntó Melchor, cayendo en sus brazos exhausto.
―Puedo―respondió ella, acunándolo en su cuello―. ¿Hasta cuándo quieres que te abrace?
―¿Puede ser para siempre?
Cristina sonrió y lo apretó un poco más fuerte al notar como Melchor empezaba llorar.
―Podría, pero tenemos prueba de inglés el jueves, y no quieres tener una mala nota en inglés.
―Entonces abrázame hasta el miércoles en la noche―bromeó entre lágrimas.
―Si quieres, hasta el jueves en la madrugada―agregó Titi, juguetona―. No importa lo que esté sucediendo, Chie, todo va a estar bien.
―Todos dicen eso, pero no tienen idea de lo que va a pasar―replicó destrozado.
―Pueden pasar muchas cosas malas, pero mientras estemos juntos, tú, yo, los chicos, tu familia, eso es suficiente para estar bien, ¿No crees?
Le apretujó y Melchor devolvió el gesto agradecido. Cristina era una luz al final de un camino oscuro y tenebroso, al igual que todos aquellos que se habían convertido en sus cercanos.
Amanda, Gonzalo, incluso Guillermo. Jamás pensó tener tanta gente a la cual acudir, y si lo pensó fue como una pesadilla en la cual todos pedían explicaciones y lo obligaban a hablar de cosas que no quería.
Pero era un sueño, uno tan agradable que de pronto se pillaba a si mismo sonriendo sin razón alguna.
―Gracias―susurró en su oído para luego alejarse―, necesitaba un segundo de paz.
―Cuando quieras, vivo justo al lado.―Sonrió para luego transformar su boca en una mueca de reproche.―¿Y cómo es eso de que estás del lado de Tomás? ¡Eres mi novio, tienes que estar de mi lado!―exclamó intentando moderar su tono para no alertar al resto de la casa.
―¿Tengo? Es decir, te encuentro la razón, pero no creo que dejar a Tomás solo sea la mejor respuesta, Antonio cree lo mismo.
Cristina rodó los ojos y se sentó sobre la cama, con los brazos cruzados y las rodillas al pecho. Escuchar a Melchor darle la razón la ponía contenta, pero no ganar del todo la inquietaba.
―¿Cómo resultó mi plan?―preguntó al final, conservando su mohín.
―No lo sé, no hemos hablado, supongo que bien, era un buen plan, serías de gran ayuda si...
―Lo sé, y aunque no lo parezca quiero participar.―Melchor se acercó a ella, dejó caer su cuerpo sobre el colchón y acomodó su cabeza en la almohada de Cristina.―Pero también quiero darle un lugar al cual regresar cuando todo le explote en la cara, como siempre. Él es el único perjudicado con esto.
―Sí, pero ya lo conoces, no va a dejar la oportunidad, quiere hacer algo para vengar a Emilia, y va a llevarlo a cabo hasta las últimas consecuencias.
Cristina se recostó a su lado acurrucándose entre sus brazos, intentando no pensar en nada. Le abrazó a pesar de la resistencia que Melchor siempre ponía a que lo tocaran demasiado y cogió el libro que dejó tirado sobre el cubrecamas antes de la llegada sorpresiva de la visita.
―Supongo que todo está destinado a salir mal, pero no puedo hacer vista gorda a la mala idea que se gesta en su cabeza―explicó quitando el marca páginas.
―Dijiste que todo estaría bien mientras nos tuviéramos entre nosotros―le recordó Melchor, con cierto tono de burla, a la que Cristina se vio obligada a responder con un ceño fruncido.
―Léeme―ordenó dejando el libro sobre su pecho, y cambiando el tema.
―¿Aún no lo terminas?―preguntó Chie, analizando la portada.
―No, y parte desde el principio, no me quedaron claras las primeras quince páginas.
Melchor la observó recostada sobre su brazo, mirándolo con la pataleta aún grabada en el rostro. Soltó una risa somera y le besó la frente.
― De acuerdo, aquí vamos: 'Canto uno. A la mitad del viaje de nuestra vida me encontré en una selva oscura, por haberme apartado del camino recto. ¡Ah! Cuán penoso me sería decir lo salvaje, áspera y espesa que era esta selva, cuyo recuerdo renueva mi pavor, pavor tan amargo, que la muerte no lo es tanto. Pero antes de hablar del bien que allí encontré, revelaré las demás cosas que he visto.'―Hizo una pausa y tragó saliva, pero antes le dio una última mirada a Cristina, quién en menos de medio segundo había caído en un profundo sueño.―Nunca me escuchas leer, no sé para qué sigues pidiéndomelo.―Le besó de nuevo la frente antes de continuar. ― 'Entonces se calmó algún tanto el miedo que había permanecido en el lago de mi corazón durante la noche que pasé con tanta angustia; y del mismo modo que aquel que, saliendo anhelante fuera del piélago, al llegar a la playa, se vuelve hacia las ondas peligrosas y las contempla, así mi espíritu, fugitivo aún, se volvió hacia atrás para mirar el lugar de que no salió nunca nadie vivo.'
III
Enrique escuchó ruidos provenir desde el patio trasero, parecidos a las cajas cuando caen o las puertas que intentan ser forzadas.
Se incorporó en la cama, aguardando en la oscuridad por más ruido o por más silencio. Miró la hora en el reloj de la mesita de noche. Una treinta de la madrugada.
Podía ser un gato, podía ser su imaginación, aunque por lo general su imaginación no lo despertaba a mitad del sueño y los gatos no hacían tanto bullicio.
La noche se mantuvo tranquila, relajando los nervios de Enrique, eran ecos en su mente, nada más.
Arregló la almohada, colocando su cabeza en ella, justo a tiempo para escuchar como un golpe seco antecedía al chirriar agudo de una bisagra.
Saltó de la cama para espiar por la ventana el patio. Solo vio nieve tupida y oscuridad, aunque entre las sombras creyó distinguir una silueta encabullándose dentro del cobertizo.
Buscó la pistola dentro del primer cajón de su cómoda, se enfundó en ropa de nieve y con sigilo salió por la puerta de atrás en dirección al cobertizo.
Avistó las huellas del intruso iniciar desde el muro que separaba la casa de la calle y terminar en la entrada a la pequeña bodega, de donde provenían multitud de estruendos como quien trajina entre sus pertenencias.
Por el tamaño de las huellas descartó que fuera Carla, pero aún quedaban un par de matones que Fernando controlaba con la palma de su mano de los cuales cuidarse.
Procuró no hacer ni el más mínimo sonido mientras se acercaba hasta las paredes de madera que protegían los utensilios de jardinería acumulados por la familia de Felipe. Avanzó en completo mutismo, apeándose a la pared para husmear por un borde del umbral hacia el interior.
Divisó la figura acuclillada de un hombre, este revisaba entre los artículos en busca de algo, tan histérico que hacía más ruido del necesario.
Estaba de espaldas a Enrique, por lo que fue sencillo encañonarlo, amenazando con el arma su nuca.
―Nada de movimientos bruscos―explicó Quique, presionando el frio metal contra el cabello oscuro de la visita―. ¿Quién eres y qué quieres?
―Soy yo, sácame esa cosa―respondió Gaspar, sin molestarse siquiera en detener su tarea.
―Imbécil―gruñó el otro, colocando el seguro al arma y quitándola de la cabeza de Gasp―. ¿Cómo se te ocurre entrar a esta hora sin avisar? Más cuando estamos en la mitad de una...
―¿Has visto un martillo de concreto?―interrumpió sin poner ni la más mínima atención a las palabras de Enrique.―Es como así de grande, tiene mango de madera y la base es de hierro puro. El papá de Felipe solía hacer reparaciones con él.
Continuó la búsqueda, esta vez del otro lado de la habitación, revolviendo palas y rastrillos.
Enrique lo notó nervioso, faceta extraña en Gaspar y su temple alegre. Lucía ensimismado, así mismo furioso. De esas iras que se gestan y revuelven dentro de la cabeza antes de explotar.
No hizo falta más que una mirada superficial para distinguir el martillo sobre una estantería, esperando por ser encontrado.
―¿Para qué quieres algo como eso a la una de la madrugada?
―No es tu asunto.
―Meh...
Tomó la herramienta y se la acercó. Gaspar tomó el martillo y lo cargó sobre su hombro, agradeciendo a Quique con un asentimiento.
Desapareció por la puerta sin decir palabra, dejando un desastre a sus espaldas comparable con el arribo de un huracán. Enrique suspiró decidiendo si era buena idea ordenar de inmediato o dejarlo para más tarde. Pero antes de llegar a una resolución Gaspar reapareció en escena.
―Necesito el auto de Felipe.
―¿Para?
―No es tu asunto.
―De acuerdo, pero yo te llevo―comentó mientras salía del cuarto y se hundía nuevamente en la nieve.
―¿Por? Se conducir.
―Estas nervioso, no sé qué piensas hacer, pero voy a detenerte si es peligroso.
―Como quieras.
Caminó hacia la casa y entró por la puerta de atrás, ignorando las palabras de su amigo. Enrique lo siguió de cerca, tomó las llaves del auto y juntos se montaron en el carro.
No intercambiaron palabra en todo el recorrido, solo unas cuantas indicaciones por parte de Gaspar para poder encontrar el destino, y cuando Enrique se vio a si mismo frente al cementerio supo que había un detalle importante oculto detrás de ese «no es asunto tuyo».
Antes de poder encararlo, Gasp ya se encontraba violando la propiedad pública, lanzando el martillo dentro del cementerio y encaramándose en el muro para entrar.
―¡Gaspar! No cierran en cementerio de noche, está abierto―exclamó, recordando cómo había visitado la tumba de Emilia muchas veces durante periodos de insomnio.
Gaspar, sentado en lo alto del muro, miró uno metros a su derecha los portones metálicos abiertos de par en par. Bufó.
―¿Para qué ponen puertas si no van a cerrarlas?
Rodó los ojos y se dispuso a descender por el otro lado, mientras Enrique daba la vuelta a través de la entrada oficial.
El cementerio de Los robles no era demasiado grande, pero tampoco pequeño. Poseía un jardín principal con robles, y pinos que en verano ocultaban del calor a sus visitantes, pero que en invierno le otorgaban un aire tétrico y abandonado al lugar.
La parte más cercana a la puerta se organizaba de forma laberíntica, con nichos en murallones altos y mausoleos familiares. El sector periférico, en cambio, constaba de parque, con tumbas a ras de suelo y caminos de maicillo repletas de bancas para disfrutar de la paz que entregaban los muertos.
Emilia estaba enterrada en la periferia, junto a un hermoso árbol de duraznos que durante la primavera se cargaba de flores rosadas cuyos pétalos caían a la más leve brisa, como una lluvia ligera. A unos metros había una banca donde Enrique solía sentarse a observar cómo la tarde menguaba, o por el contrario, como salía el sol.
Atravesaron el casco viejo aún en silencio, y un poco antes de llegar al perímetro periférico Enrique preguntó:
―¿A quién venimos a visitar?
―A mi padre―respondió críptico.
La tumba de Baltazar también se encontraba en la parte moderna del cementerio, pero mucho más cercana a la entrada que la de Emilia. La lápida, que había costado su buen tanto encontrar y desenterrar, era modesta, todo lo que la familia Valencia se podía permitir con la economía que corría en esos años. De un gris jaspeado de blanco, con la inscripción de su nombre esculpido sobre los años que vivió.
A Enrique se le antojó muy pulcra y con cierto garbo, aunque le llamó la atención la sobriedad, sin ningún detalle como «amado esposo y padre», como si aquel hombre no hubiese entregado nada valioso al mundo.
No logró terminar de analizarla, ya que en la mitad de su pensamiento el martillo de concreto se reventó contra ella, trisándola.
Quique retrocedió, sin alarmarse, fijándose en la cara iracunda de Gaspar, quien ya se preparaba para lanzar el segundo golpe.
―Agradece que estás muerto, cobarde mal nacido, agradécelo porque te hubiese dado en la cara con el mismo martillo.
Asestó justo en el centro, convirtiendo la placa en decenas de trozos irregulares, que al tercer golpe saltaron por los aires, desperdigándose en la nieve.
―Veo que no tenían una buena relación―comentó Enrique, pero la mirada venenosa de Gaspar le invitó a guardar silencio.
Estaba enajenado, tan loco que lo único que le calmaba era moler los pedazos de piedra hasta volverlos polvillo, micro-partículas tan pequeñas que ni siquiera pudiesen considerarse materia. Y si cuando eso sucediera seguía enojado, había decidido que desenterraría el cuerpo para quemarlo, para borrar su existencia en la tierra, lo que fuera necesario con tal de deshacerse de ese vacío que no le dejaba respirar, de la náusea revolviéndole las tripas, de esas ganas indescriptibles de llorar.
Dio de nuevo en el centro, resquebrajando el último trozo legible del nombre y se dedicó a triturar los restos con ahínco, mientras Enrique imaginaba una forma de evitar que saquearan una tumba.
―¿Por qué? Dime, ¿qué tenía él? ¿Por qué nunca lo quisiste? ¿Por qué tanto desprecio? ¿Por qué?―inquirió sin detenerse ni a tomar aire.
Lo que más le dolía a Gaspar del asunto era la culpabilidad que aquejaba a Melchor, como si pudiese tener alguna en lo absoluto. De pronto todas sus acciones se justificaban, su silencio, su parquedad, las drogas, los maltratos, y al mismo tiempo se volvían más dolorosas de lo que fueron en su momento.
Le habían arrebatado algo tan preciado como su infancia de la peor manera, y el culpable yacía impune bajo la tierra, descansando como un inocente.
Aquel cobarde decidió tomar su vida, colgarse de una viga antes de afrontar sus culpas, y no existía solución al respecto, solo el gusto agridulce de destruir lo que quedaba de él.
Gaspar no notó cuando sus brazos comenzaron a doler, ni como la lápida se volvía poco a poco irreconocible, solo podía reproducir en su cabeza recuerdos de Melchor de niño, con esa sonrisa tan grande y los hoyuelos de sus mejillas, por lo que el toque suave de Enrique sobre su hombro lo trajo a la realidad de golpe.
El cementerio estaba silencioso, y bajo sus pies solo quedaba cemento picado y nieve. Las manos le ardían, y el mango viejo y sin barnizar le dejó las palmas repletas de astillas. Suspiró.
Como suponía, todo aquel teatro no había ayudado a apagar ni un poco su furia ni su pena. Miró la luna intentando recuperar el aliento luego de tanto esfuerzo, pero la vista se le distorsionó entre las lágrimas, incapaz de contener las emociones.
Soltó el martillo y lloró intentando no emitir sonido alguno, como si aquello lo volviera menos real.
Enrique se acercó a su lado mirando lo que quedaba de la tumba, no sabía que sucedía, pero entendía el sentimiento.
Odiaba tener que consolar personas, no era bueno en ello, la empatía distaba de ser su mejor característica, pero nadie le había obligado a traerlo hasta ahí y era momento de hacerse cargo de sus propias decisiones.
―Mi madre era drogadicta―explicó―. Nunca cuidó de mí, ni cuando era un bebé. A veces aparecía, se llevaba algunas cosas de la casa y desaparecía de nuevo. Vivía un mes con nosotros y se marchaba, para perderse por tres o cuatro. Un día llegué a casa, tenía doce, y ella estaba en la cocina. Me dijo que fuera a comprarle droga. Me negué.―Enrique hizo una pausa, recordando con extrema exactitud como el cabello rojo de su madre se mecía con la briza de la tarde, acariciando su contextura huesuda y su piel seca.― Ella juró que si no le hacía caso se mataría, y a mí la verdad no me importaba, así que me fui a matar el rato en la calle. Cuando volví ella estaba en el baño, con las venas abiertas de la muñeca al codo, todo inundado de sangre.
Gaspar se limpió la nariz y los ojos, tratando de calmar la tormenta que se desataba en su cabeza. Hablar de otra cosa le haría bien, necesitaba un respiro antes de decidir su siguiente movimiento.
―¿Crees que fue tu culpa?―preguntó.
―No, ella estaba loca, fue solo su culpa. La única conclusión que saco es que hay personas que no deberían ser capaces de crear vida, de la misma forma que hay genes malditos.
―Los míos lo están―masculló Gaspar, observando los pedazos de su ira esparcidos en la nieve.
Esa era su peor parte, la irracional, la insensata, la demente. Por más que lo intentara siempre llevaría consigo la herencia de su padre, la rabia ciega, la furia peligrosa. Y ahora más que nunca lo asqueaba la idea de ser hijo de Baltazar, al mismo tiempo que lo aterrorizaba ser solo una pizca como él.
―Los míos también, esa es nuestra cruz, cargar con características heredadas, contener monstruos ajenos. Debemos ser mejores que ellos, esa es nuestra responsabilidad.―Guardó las manos en los bolsillos, y contempló la nieve.―No intentes desenterrarlo, el invierno congela la tierra, es una pérdida de tiempo. Espera al verano, y si aún piensas en hacer tal cosa, yo mismo te ayudaré...
―¿Cómo sabes que...?
―Ambos tenemos padres de mierda, tus ocurrencias no me son extrañas.
―Te aseguró que seguiré pensándolo para cuando llegue el verano―sentenció Gaspar.
―No lo dudo, pero ya no será tan importante, tienes más cosas por las cuales preocuparte que un cadáver putrefacto.
IV
Abrir los ojos le costó más que de costumbre a Gaspar. A pesar de ser un buen parrandero en su juventud, las resacas del alma eran más crudas que las del cuerpo.
La confesión de Melchor reaparecía en su cabeza al final de cualquier hilo de pensamiento, y con ella su corazón volvía a romperse de tantas maneras que casi podía asegurar que jamás volvería a ser feliz.
La destrucción total de la tumba de su padre no le calmó ni un ápice, y estaba seguro que aunque hubiese tenido la satisfacción de matarlo él mismo, no hubiese menguado su angustia.
Nada le devolvería a su hermano lo perdido, nada le regresaría la vida que le habían arrebatado.
Se incorporó lento, conservando el semblante deprimido, tejiendo en su mente todos los futuros que debieron pertenecerle a Melchor.
Lo imaginó pasando más veranos en la reserva, ganado más guerras de nieve, sacando notas envidiables, leyendo todos los libros que le pusieran en frente, hablando hasta por los codos durante todas las comidas, saliendo con Cristina al cine, escapándose para ir a una fiesta con los chicos, gritándose con Tomás por alguna discordia estúpida, y convenciendo a Antonio de emprender una aventura peligrosa.
Melchor estaba destinado a ser tan distinto, tan lleno de vida. Nunca debió necesitar de una luz que iluminara su camino, él era esa luz brillante.
Lo fue hasta que...
La angustia se intensificó, obligándolo a caminar fuera del cuarto para dispersar las malas ideas.
Revisó la hora. Once de la mañana. Tarde para ir a trabajar, temprano para quedarse lo que restaba de su día en casa.
Se colocó una bata y salió en busca de una excusa para no pensar. Al cruzar frente a la biblioteca de su padre se detuvo, congelado por la certeza de saber la verdad que esas cuatro paredes tenían para contar. Siguió su camino disociando su ser entre el Gaspar que quería ser un pilar para su hermano y el que deseaba incendiar la casa hasta sus cimientos.
Mantener la calma era lo más importante, necesitaba de aquello para poder ser una ayuda y no un estorbo.
Lo primero sería demostrarle a Melchor que estaba seguro, hablaría con la psicóloga, alinearía a su madre para crear un ambiente protegido. Seguir lamentándose no ayudaba, tenía que actuar en compensación de todos los años en los que fue negligente.
―¿Y dónde es el funeral?
No sabía cuándo llegó a la cocina, pero ahí estaba, parado en la puerta, siendo observado por Gloria.
Se ajustó la bata al notar que solo iba en sudadera y calzoncillos, y se peinó el cabello con los dedos por pura vanidad.
―¿Qué funeral?
―No lo sé, pero tu madre y tú tienen la misma cara de muerte.―La chica regresó su atención a la olla donde cocía la masa de los profiteroles.
―¿Mamá?
―Sí, hoy en la mañana, cuando llegué, tuve que correr a sacar la masa de panqueque del horno antes de que se quemara, ella ni se dio por enterada. Me dejó al mando y se fue.
―¿Dijo dónde iba?―preguntó Gaspar inquieto.
―Al cementerio, le escuché decir ¿Por esta fecha murió tu padre, no es así?
En efecto lo era, un poco antes, quizás un mes, no lo recordaba con claridad y tampoco deseaba hacer un esfuerzo. Miró a Gloria con desgano, asintió y comenzó a buscar entre los ingredientes desperdigados por la cocina algo comestible.
Se hizo con una bolsa de chips de chocolate y los picoteó de a uno, meditando ensimismado sobre todo.
Si su madre estaba en el cementerio en ese mismo momento, lo más probable era que ya hubiese visto el desastre dejado la noche anterior. Esperaba que aquello tomara más tiempo, por lo menos hasta que se derritiera la nieve, pero ahora solo sería cuestión de horas para que su arranque de ira fuera denunciado.
Ya no volverían a dejar las puestas del cementerio abiertas, eso era seguro.
―Oye, ¿puedo preguntarte algo?―Gloria mantenía su atención enfocada en la masa, pero trataba al mismo tiempo de entablar una conversación con Gaspar.
―¿Qué?―preguntó él, llevándose los chocolates a la boca.
―¿Cómo es la universidad?―le miró breve y retomó su trabajo, casi avergonzada por la duda.
―¿Cómo es? ¿En qué sentido?
―En todo sentido, ¿es difícil?, ¿es necesaria?, ¿aprendes cosas indispensables?
―Supongo que si quieres ser enfermera es más necesaria que si quieres ser escritor, pero claro que aprendes―respondió animado por dejar de lado sus problemas aunque fuera momentáneo―. Y es muy difícil, siempre.
―Supongo que para ti no fue tan difícil, saliste de ese internado con honores.
―La escuela y la universidad son muy distintas. Me esforzaba el doble y no obtenía mejores resultados que en el colegio. ¿Por qué preguntas?
―Por nada.
Dio dos vueltas más a la masa y bajó la temperatura, quién diría que la práctica si hacía al maestro.
Gaspar se acercó por el costado, le quitó el mango, la cuchara, le desplazó golpeando su cadera contra la de la chica y comenzó a mover la masa más rápido y energético, en menos de medio minuto esta burbujeó impregnando la habitación con un agradable olor a caramelo.
―Si lo haces lento la masa no queda todo lo esponjosa que debería quedar. Ahora, ¿por qué preguntas?
Gloria frunció el ceño, ofuscada por tal ofensa.
―Sé hacerlo, gracias por tu ayuda innecesaria.
―Tu técnica es deficiente, o eso te dirán todo el tiempo en la universidad. ¿Quieres postular?
―¡No!―chilló de inmediato―. Es decir, lo pensé, pero es una idea estúpida. Ya no estoy en edad para ir a la universidad. Además no tengo cabeza para eso.
―¿Qué quieres estudiar?―Gaspar mantenía su inquebrantable curiosidad, molestar a Gloria era una buena manera de despejar la cabeza.
―Arquitectura, o construcción civil, me gustan los edificios. Pero ya te digo que es tonto, soy mayor para ponerme a estudiar.
―¿Esa es tu excusa? Qué pena, mejor ni postules, tendrías que ir todos los días diciendo que tu maqueta se la comió el perro. La universidad es para los valientes.
―¿Y cuál es tu excusa entonces, señor valentía?
―Una madre desempleada, un hermano en las drogas y podría decirse que los planes de estudio de la cárcel no son demasiado avanzados.
Gloria frunció el ceño y bufó, la cara sonriente de Gaspar le provocaba acidez y más de una úlcera.
―Que yo sepa, saliste como hace dos meses, tu madre hace buen dinero y tu hermano está en terapia, y eso lo lograron contigo fuera del mapa... ¿Cuál es tu excusa?
―La universidad no acepta alumnos a la mitad del año.
―Me imagino entonces que ya llenaste todos tus papeles para ingresar el año que viene.
Gaspar rodó los ojos impaciente y le dio dos vueltas más a la masa.
―No uses mi psicología barata en mi contra, por favor.
Gloria sonrió y pidió la olla de vuelta. Gasp la entregó a regañadientes, esperando a su lado con los brazos cruzados.
―Aprendí de mi padre.
―Mi madre tiene pésimo ojo contratando gente.
―Tu madre es una súper mujer, y solo una súper mujer puede reconocer a otra súper mujer.
―Las súper mujeres no le tienen miedo a ir a la universidad.
―¡No tengo miedo! Tengo todos mis papeles listos y los mandaré esta misma tarde, solo para que te des cuenta de...―hizo una pausa calculando sus dichos, había caído como tonta en el juego de Gaspar―¡No uses tu psicología barata en mi contra!
―Manipulación básica, preciosa, la enseñan en primer año. Por cierto, se te está quemando eso.
Gloria pegó un grito al ver la masa botando un humo negro y la sacó del fuego justo a tiempo para notar que se había arruinado por completo.
―Sal de mi cocina, Valencia.
―Es mi cocina, pero está bien, ya esparcí mi don divino aquí, solo queda retirarme.
Le envió un beso volador y salió de la cocina riendo, sin lugar a dudas, burlarse de Gloria era un gran pasatiempo que lo alejaba de los malos pensamientos.
Pensó por un segundo en invitarla a beber algo y matar la tarde, necesitaba despejarse un poco más, pero de inmediato desechó la idea. No tenía cabeza para andar saliendo con gente, debía enfocarse en lo importante: Felipe, su madre y Melchor.
Quizás debía integrarse a su día a día en vez de ignorarlo. Quizás debía ir a trabajar.
V
A pesar de todo lo sucedido el día anterior, Melchor retomó sus responsabilidades en la cafetería con normalidad, esperando que el trabajo duro lo desconcentrara de sus problemas personales.
Sabía que ir a trabajar significaba tener que verse la cara con su hermano, pero de cualquier forma no podía eludir a Gaspar toda la vida, además, el mayor no tenía culpa alguna de lo sucedido.
Lo miró atender una mesa mientras se colocaba su mandil, tan sereno como nunca.
No sabía que odiaría más: si Gaspar actuaba como Gaspar o si no lo hacía en lo absoluto.
Se acercó a la barra junto con Tomás, ambos habían tenido un largo día de escuela y ninguno disfrutaba con la idea de pasar la tarde atendiendo mesas, pero las responsabilidades que tomas son compromisos que debes respetar.
Enrique, quien no hacía ni el más mínimo esfuerzo en disimular su descontento con Tomás trabajando, le tendió una enorme orden de tazas y pasteles.
―Mesa nueve. No los tires―gruñó a Tomás, sin siquiera saludar.―Tú, al frigorífico.
Su mirada severa sobre Melchor auguraba malas noticias, pero Melchor no se dejó intimidar. Lo siguió como una sombra hacia la trastienda, y entró a la zona de los comestibles sin emitir palabra alguna.
Enrique, entró tras de él, encendió la luz y cerró la puerta, aislándolos en la fría habitación.
―Ayer tú y tu hermano estaban muy extraños. Así que no les molesté, porque a pesar de todo tengo algo de sentido común y humanidad―explicó con calculada tranquilidad―, pero hoy la historia es otra. Dime, que planea tu amigo.
―¿De qué hablas?
―De su repentino interés por trabajar aquí.
―Enrique tú eres su padre―espetó Melchor, manteniendo cierto garbo forzado―, es lógico que quiera conocerte. Tomás es un orgulloso, nunca te lo diría directamente y...
―Antes de que continúes con tu guion de película, recuerda con quien estás hablando. Huelo las mentiras a kilómetros.―Su rictus severo se tensó, luciendo más amenazante que de costumbre―. Recuerda de qué lado estás.
Melchor tembló un poco, sin saber si era el frío o si se trataba de un escalofrío animal que lo azuzaba a escapar cuando su integridad se veía amenazada.
Enrique no tenía certezas, pero si sospechas, y para el pelirrojo transformar suposiciones en realidad era solo cosa de hacer las preguntas correctas.
―No estoy de ningún lado―masculló el menor, recordando cómo era enfrentarse a Quique antes de su sobriedad.
―Estás de nuestro lado, Melchor. Del lado de tu hermano, del lado de Felipe. Los juegos de detectives te quedan pequeños, como de niños. Habla, ¿qué pretende tu amigo?
Melchor le miró contrariado. La separación se hacía evidente. Mientras Tomás soñaba con la idea casi novelesca de hacer justicia, Enrique paseaba con sangre en sus manos. Mientras Tomás buscaba una excusa para recordar a Emilia, Enrique llevaba su marca como una cruz en la espalda. Mientras Tomás aún conservaba inocencia en sus ideas, Enrique no guardaba esperanza alguna de que la vida fuera justa.
Las personas de su mundo se dividían en mitades.
Los Enriques y los Tomases. Su hermano, su madre y Felipe, personas curtidas por el rigor, eran Enriques; Antonio, Guillermo y Cristina, expectantes del futuro y sus maravillas, eran Tomases.
¿Qué era él?
¿Esperaba que la vida le trajera una sorpresa cada nuevo día, o se conformaba que con la salida del sol no destruyera aquello que con tanto esfuerzo había logrado construir?
―Tomás te escuchó hablar con mi hermano el otro día―sentenció finalmente, entendiendo su lugar en el universo―. Pidió respuestas, se las di.
―¿Todas?
―Todas.
―Mocoso idiota.
―Tú no entiendes.
―No. Tú no entiendes. Nos has expuesto.
―La última vez que hablamos me dijiste que iba en mi si hablaba o no.
―La última vez que hablamos yo estaba en la cárcel y tú eras un desastre, una amenaza menor―siseo entre dientes, acorralando a Melchor entre las repisas y él.―Ahora es distinto, tu hermano, Felipe y yo, hay cosas en juego, hemos perdido y podemos seguir perdiendo.
―De qué hablas.
―Te lo diría, pero no eres de confianza.
―Yo no...
―Escucha mocoso. Eres un niño, eso es bueno, mantente siendo un niño.
―No lo soy―reclamó, arrepintiéndose casi de inmediato.
Podía ser un niño, podía comportarse como uno, podía intentarlo. Asumirse como tal le daba la opción de ser como Cristina, de hacerse a un lado y no tomar responsabilidades que no le correspondían.
―Si lo eres, y vas a hacerme un favor: alejaras a tus amigos de todo peligro, sus narices solo estorban.
Melchor dejó de luchar, bajó los brazos y solo escuchó las órdenes con tranquilidad.
No tenía por qué ser un Tomás o un Enrique, podía ser alguien entremedio, podía ser un Melchor. Podía esperar lo mejor de la vida sin perder de vista que ese no siempre sería el resultado.
Le habían sucedido un sin número de cosas horribles, pero también tenía cientos de recuerdos hermosos, algunos tan añejos como las tardes resolviendo misterios, y otros frescos como el olor del cabello de Cristina la noche anterior.
―No puedo hacer eso―resolvió firme, debía adoptar su lugar en toda esa cruenta historia, y debía hacerlo ya.― Tomás necesita a Emilia de vuelta, no sé para qué, pero la necesita. Quiere vengar su muerte, o quizás solo no quiere estar solo. Yo no puedo hacer eso, si quieres su nariz lejos de tus asuntos, dale lo que quiere.
―No tengo lo que quiere.
―Entonces no puedo ayudarte.
―No estoy jugando.
―¿Crees que yo sí?―gruñó Melchor.― Él es mi amigo, quiero ayudarlo y no sé cómo. Si quiere que indaguemos en una mafia, lo haremos, porque lo conozco y sé que esa idea no se le irá de la cabeza. No quiero que salga herido, no ahora que las cosas parecen tomar un rumbo normal. Soy un niño y tú el adulto, deberías estar solucionando tú este tipo de problemas, yo tengo una prueba de inglés que estudiar y amigos que apoyar.
Se escabulló, para escapar hacia el pasillo y se mimetizó entre los clientes de la cafetería. Hiperventilaba y no sabía el porqué. Cierto valor que ni el mismo sabía que tenía lo abordaba, incitándolo a hablar con palabras que no sentía propias.
―¿Estás bien?―Gaspar se acercó al verlo tembloroso, pero se detuvo antes de tocarle el hombro, como si su tacto fuera a destruirlo, igual que los copos de nieve.
Melchor se recompuso, irguió su cuerpo y miró a su hermano sintiéndose distinto.
―Lo estoy. Iré a trabajar.
Gaspar lo observó colocarse el delantal y atender con completa normalidad, como si nada importante hubiese sucedido en sus vidas en los últimos años.
Enrique apareció a sus espaldas, tan frio y distante como de costumbre.
―Tu hermano pasó de ser un niño problema a un problema en sí mismo.
Gasp lo fulminó con la mirada, y no escatimó en esfuerzos de demostrar su disgusto.
―No hables de cosas que no sabes.
―Lo único que sé, es que se está convirtiendo en ti, y creo que con un Gaspar Valencia es suficiente. Me tomaré la tarde, tengo cosas que solucionar.
Dejó el establecimiento en compañía de su mirada afilada y su silencio tenebroso, si tenía que ser un adulto, lo iba a ser con todas sus letras.
VI
Ya entrada la tarde Tomás se las arregló para ordenar toda la loza sin quebrar nada y dejar guardados los saleros y azucareros sin mezclarlos. El tercer día de trabajo no había sido para nada mejor que los anteriores, pero algo positivo dentro de él le auguraba que sería mejor que los que estaban por venir.
Cerró el último estante cansado, intentando relajar los músculos de su espalda a través de estiramientos poco ergonómicos.
Se detuvo en cuanto escuchó su espalda crujir. A Dolores siempre la ponía de nervios el tronar de las articulaciones y con los años había logrado transmitir ese temor a Tomás, quien siempre imaginaba uno de sus huesos partiéndose al oír aquel sonido.
―El trabajo duro no parece ser lo tuyo.
Enrique regresaba al trabajo luego del cierre, cargado de le misma energía con la que se marchara, y un cuaderno en la mano derecha.
―Estoy aprendiendo―dejó en esa frase cualquier duda o dolor que lo aquejara. Había metas más grandes por cumplir, no tenía tiempo para ser débil.
―Sí que lo estás.―Respiró profundo y le tendió el cuaderno.
Tomás lo tomó extrañado. Nunca antes lo había visto, pero al mismo tiempo le resultaba familiar.
―¿Qué es esto?―preguntó antes de notar una hoja con la letra de su hermana escapándose por un costado.
―Emilia, todo lo que me queda de ella―explicó tranquilo―. Ella quería dártelo cuando tuvieras edad para entenderlo, pero no tengo el tiempo para lidiar contigo. Tómalo todo y desaparece, porque mi mundo y tu mundo no pueden coexistir sin que uno de los dos salga herido.
―¿Qué significa eso?
―Significa que debes dejar de entrometerte donde no te llaman. Esto es lo que querías, ya lo tienes, deja de jugar a los detectives―esgrimió sin inmutarse―. Y solo para que te quede claro antes de comenzar tu lectura, yo no soy y jamás seré tu padre.
Antes de que Tomás pudiera salir de su ensimismamiento, Enrique se largó de la cafetería, dejando al resto de los empleados tan consternados como al chico.
Tom intercambió miradas con Teresa y Melchor, quienes veloces regresaron a sus trabajos sin emitir comentarios, haciéndose los tontos ante la declaración del dueño.
El cuaderno comenzó a pesar más de lo que debía y de pronto Tomás no estaba tan seguro de querer saber que era lo que contenía.
Lo dejó sobre el mesón, junto con su delantal.
No supo cómo, pero de pronto ya no estaba en la cafetería, no tenía el cuaderno, ni veía a sus compañeros cerca. Se le comprimió el pecho y recordó la última vez que abrió un papel entregado por Enrique.
Respiró profundo y tomó camino hacia su casa, solo y temeroso.
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