Mundos paralelos
Cuando Enrique entró a su casa ya eran casi las ocho, vio la luz de la cocina encendida y supuso que Emilia había decidido visitarlo de sorpresa. Sonrió ante la idea y decidió de antemano que pediría comida italiana por teléfono, no se sentía con ganas de cocinar.
Dejó su chaqueta en el sofá y entró a la cocina esperando ver la figura delgada de Emilia revisando las repisas, pero en vez de eso se encontró a su chica sentada en el suelo, rodeada por granos de arroz desparramados por todo el piso, llorando silenciosamente.
No entendió nada de lo que sucedía en un principio, y siguió sin entenderlo segundos más tarde. Emilia yacía en el suelo, destrozada como nunca antes la había visto.
—¿Qué sucede?—preguntó antes de acercársele, se le daban fatal ese tipo de situaciones, el llanto lo desconcertaba.
—Nada, solo déjame sola—murmuró entre sollozos.
—No soy un novato en esto, Emilia, si estás llorando es por algo y no quiero pásame el resto de la noche averiguándolo de a poco ¿Qué sucede? ¿Alguien te dijo algo? ¿Te despidieron? ¿Qué es?
Se arrodilló a su lado y le quitó el cabello de la cara, tenía la nariz roja y los ojos hinchados. Su expresión era digna de un entierro.
—Este estúpido arroz y su estúpida bolsa de plástico—lanzó la bolsa a medio vaciar que guardaba entre sus piernas, desparramando el resto de los granos por el piso de la cocina.
Enrique retrocedió un poco, Emilia no solía ser violenta, pero cuando se convertía en ese tipo de monstruo no había quien pudiese pararla.
—¿Y estás llorando por el arroz?
—¡Claro que no estoy llorando por el puto arroz!—gritó—He almorzado con mi madre.
—Ahora lo entiendo todo—rio levemente a su propio chiste, pero no recibió la misma respuesta de Emilia. Le desconcertaban las reacciones humanas, sobre todo cuando las situaciones se volvían específicamente emocionales—. No te hace gracia, debió ir todo muy mal.
—Tomás está de vuelta.
—¿Tomás?
—Sí.
—¿Es ese hermano del que tanto habla Gaspar?—Emilia asintió—¿Y se llama Tomás? Supongo que tu madre nunca se enteró que ese es mi primer nombre, le hubiese puesto otro.
Emilia le observó detenidamente, cada rasgo, cada expresión, cada gesto, quizás no terminaban de parecerse físicamente, pero en cuestiones de personalidad compartían una esencia tan similar que hasta costaba pensar que no se conocían.
—No es mi hermano, Tomás no es hijo de mi madre—se mordió el labio y contuvo sus sollozos, era momento de ser fuerte—, es mío.
—¿Tuyo de qué forma?
—Salió de entremedio de mis piernas, Enrique, de esa forma ¿De qué otra forma se te ocurre que podría ser mío? ¿Lo compré en una rebaja? ¿Me lo gané en un bingo? Es mío... y tuyo.
Las cosas volvieron a ponerse confusas en la mente de Enrique y sintió temor de preguntar en qué forma ese tal Tomás podía ser algo suyo. No tenía lógica, aparentemente nada con Emilia mantenía el sentido por mucho tiempo. Intentó armar una pregunta que no sonara estúpida. No lo logró.
—¿Mío? ¿En qué forma?
—¡Ag! ¿Por qué no te vas a hacer algo más útil y me dejas sola?
La idea sonó maravillosa en la cabeza de Enrique, irse era la mejor respuesta en ese minuto. Tomó lo poco que quedaba de su cordura y salió de la cocina en dirección a la sala. Necesitaba pensar, o por lo menos necesitaba no compartir su oxigeno con otro ser humano.
Ya más solitario se sentó en el sillón escuchando un eco en su cabeza que repetía constantemente la misma palabra: «Tuyo, tuyo, tuyo»
Ese tal Tomás era suyo.
No podía ser, era imposible, él no tenía hijos, había jurado nunca tenerlos, ninguna persona heredaría su genética maldita mientras estuviera en sus manos ¿En qué momento había sucedido? ¿Cuándo eran jóvenes? Recordaba haber usado precauciones, era un hombre cauto aun siendo un adolecente. Emilia debía estar equivocada, no eran exclusivos y su fama años atrás no era la de una chica fiel y monógama.
Eso era, no era él el causante de tal calamidad, algún otro necio con menos de dos dedos de frente había cometido tal afrenta, no había otra opción.
Respiró profundo y se calmó. Estaba resuelto el gran misterio, era solo cosa de conversar el asunto y dejar todo arreglado. Se levantó en dirección a la cocina y espió desde el umbral la desastrosa silueta de su chica.
—¿Estás segura de que es mío? Podría ser de cualquiera—pronunció confiado, a lo que Emilia respondió con un puñado de arroz disparado casi como proyectiles directamente desde su mano.
—¡Lárgate!—rugió y se echó a llorar con más fuerza.
Enrique se sacudió algunos granos de arroz del cabello y sacó la acertada conclusión de que quizás no tenía tantos dedos de frente como pensaba y que ese tal Tomás era en efecto su descendiente directo.
Inspiró lentamente y botó ¿En qué momento había sucedido tal percance? No era que recordara todos sus encuentros sexuales a la perfección, pero si había algo que tenía claro era que su trastorno obsesivo compulsivo no le permitiría nunca acostarse con alguien sin su respectivo profiláctico.
Algo no le cuadraba.
—¿En qué momento? ¿Cuándo?—insistió.
—¿Sigues acá?—chilló Emilia—De verdad quiero estar sola, solo vete a hacer tus cosas de maleante.
Le estaba echando, de su propia cocina, dentro de su propio departamento. Las mujeres eran completamente sorprendentes.
Pensó en mandarla a volar lejos ¿Quién se creía? Esa era su casa, si quería llorar hasta secarse que lo hiciera en la casa de otro. Pero no lo hizo. Principalmente porque la amaba demasiado y verla llorar de esa manera tan histérica lo descomponía.
Se acercó nuevamente tratando de adivinar cuales eran la palabras exactas que ella deseaba escuchar, pero no lograba dejar de lado sus propios cuestionamientos.
—Mili ¿Él sabe que yo existo?
—¡Claro que no! Ni siquiera sabe que yo existo. Lo criaron como mi hermano, fue lo mejor—se sorbió los mocos y se limpió lo restante con la manga, no estaba de ánimos para mantener los modales—¡Y ahora mi madre piensa que es momento de contarle la verdad! ¡Estúpida mujer!
—¿Cree que son hermanos?
—Sí, crecimos juntos. Yo lo cuidaba, pero llama mamá a su abuela—continuó llorando por unos minutos, mientras Enrique suprimía sus ganas de coger la escoba y limpiar el desastre—¡Y vuelve justo ahora, cuando menos estoy en condiciones para verlo! Mi madre definitivamente es estúpida.
Enrique quería darle la razón, nunca había logrado entablar algún tipo de relación con los padres de Emilia, pero concluyó que era innecesario echarle más leña al fuego. Ya con la furia de la mujer bastaba y sobraba.
—Y tú no quieres verlo.
—¡Claro que quiero verlo! Es mi bebé, mi gordito. No tienes una idea lo que lo he extrañado—se restregó la cara con las manos—. Es igual a ti ¿Sabes? No físicamente, en ese ámbito es casi mi copia idéntica, aunque sacó tus ojos, pero su carácter es un recordatorio constante de que es tu hijo. Tan ocurrente, un manipulador nato, con una tendencia sorprendente a los problemas. Sonríe igual que tú, como si lo supiera todo. Supongo que lo que se hereda no se hurta—a Enrique le hizo gracia el chiste. Al final la única persona que le sacaba sonrisas era ella—. Te agradaría, es un chico increíble.
—Ya lo creo.
—Pero él te odiaría si se enterara que eres su padre, es como tú en ese ámbito, puede guardar rencor eternamente.
—No creo que vayas a decirle.
—No tendría sentido, tú no quieres hijos y él ya tiene un padre. La verdad es que todo está bien como está—respiró profundo y luego miró a su alrededor, la cocina era un completo desastre. Se levantó lentamente, procurando no marearse y fue en busca de la escoba.
—¿Qué harás entonces?—preguntó Quique tanteando el terreno.
—Por el momento barrer, ya después se me ocurrirá una manera de disuadir a mi madre. Tomás es feliz tal como están las cosas. Aunque tarde o temprano terminaré presentándote, no como su padre, pero sí como mi pareja. Te va a odiar también con ese título.
—No se me dan bien lo niños, me da lo mismo ¿Estás mejor?
—Eso creo ¿Quieres cenar?
—Nada me agradaría más ¿Comida italiana?
—De acuerdo.
Salió del cuarto en busca del teléfono, mientras que la chica comenzó lentamente a recoger su pequeño caos.
Por el momento su mentira estaba a salvo y le atraía la idea de que siguiera así. Aunque no iba a mentir, de solo pensar en Tomás llamándola mamá se le derretía un poco el corazón.
Hizo ese pensamiento a un lado y continuó su quehacer, lo más importante era la felicidad de Tomás, todo el resto pasaba a segundo plano.
···~*~*~*~*~*~*~*~*~*~*~···
I
Cristina se colocó las pantuflas y se arropó con una manta de lana que solía colocar a los pies de su cama. El reloj en su mesita de noche marcaba las tres y media de la madrugada, justo a tiempo para un increíble insomnio.
Se frotó los ojos, confundida. Acababa de tener el sueño más extraño en mucho tiempo y aún no terminaba de regresar a tierra firme.
Levantó su cuerpo con intenciones de ir por un vaso de agua al baño, pero la imagen de sus pequeñas plantas cubiertas con una blanca capa la detuvo.
Nevaba. La primera nevada del año.
Había algo en la nieve que le causaba atracción. Podía tratarse del blanco inmaculado o de la sensación fría y esponjosa de pisar sobre ella, o quizás solo era la calma con la que los copos bajaban de las alturas, sin ninguna prisa por tocar el suelo.
Fuera como fuese, la nieve le traía muchos recuerdos, la mayoría agradables: su padre y su madre compartiendo una taza de chocolate caliente, sus hermanas enfrascadas en una batalla de bolas de nieve, los chicos abrigados hasta las narices dibujando ángeles; pero también había algunos que hubiese preferido olvidar: la sangre de Tomás manchado el blanco manto del parque, su primer invierno sin Melchor, la nieve cayendo durante el funeral de su abuelo, y sobre todo aquel invierno fatídico en que descubrió que ya no le emocionaba la idea de que nevara porque había dejado de significar algo importante para ella.
Le gustaba la nieve, pero siempre le entristecía pensar que hubo una época en la cual le gustaba muchísimo más.
Se acercó al balcón solo para observar como los copos se depositaban con gracia sobre el pueblo, una visión magnifica y al mismo tiempo tranquilizadora.
No tardó demasiado en notar la presencia de Melchor en el balcón de al lado, aunque él no supo de ella en un primer instante.
El muchacho admiraba la nieve, hipnotizado y nostálgico, tan absorto que Cristina no pudo mantener su atención en el fenómeno climático y se vio obligada a observar su perfil.
¿Qué era? ¿Qué los había alejado? ¿Qué había logrado separarlos? Años atrás hubiese jurado que nunca nada los dividiría, simplemente porque era inconcebible. Ella se casaría con Melchor, Tomás y Antonio estarían ahí y serían padrinos de sus hijos en un futuro. Vivirían felices los cuatro, inseparables, comiendo granizados en primavera, visitando la reserva en verano, saltando sobre las hojas en otoño, y disfrutando de la nieve caer en invierno.
Así se suponía que fueran las cosas, así había soñado que fueran, así deseaba aún que resultaran. Al mismo tiempo sabía que eran esfuerzos vanos. Ella no iba a casarse con Melchor, Tomás y Antonio no serían padrinos de sus hijos, no volverían a ser inseparables y la nieve nunca significaría lo mismo que antaño.
Melchor se volteó descuidadamente y la halló espiándolo desde la ventana.
Sonrió.
No fue una sonrisa real, repleta de la alegría de su infancia, pero Cristina la tomó como una bienvenida, un llamado a acompañarle, una invitación poco común, con un puesto y una vista privilegiados.
Abrió el ventanal y salió al encuentro de la brisa gélida y los ojos azules de Melchor.
Los Robles era digno de admirar cuando estaba en silencio, luciendo abandonado y quieto como en una fotografía. Era tan bello el mundo cuando estaba quieto, detenido en un instante perfecto para siempre.
—No estoy seguro de si me gusta o no la nieve—pronunció Melchor sin perder de vista el recorrido de los copos al caer.
—A mí me gusta.
—Siempre te ha encantado.
—No, no me encanta, solo me gusta—suspiró con desdén, podía ser que la nieve, como una canción que se escucha mil veces, hubiese perdido su gracia—, al final es solo un capricho de las estaciones para diferenciarse entre ellas, como la lluvia, el caer de las hojas o las flores al abrirse.
—Tienes razón, no debería dársele tanta importancia ¿No puedes dormir?
—He tenido un sueño raro ¿Y tú?
Melchor bufó y observó el cuerpo de Tomás tendido sobre su cama, tan inmerso en su sueño que ni el frío de la noche era capaz de molestarlo.
—Creo que dormir con Tomás era más fácil cuando no pasábamos setenta kilos cada uno—sonrió con nostalgia—debo armar esa cama pronto, antes de que mi espalda siga sufriendo las consecuencias ¿Qué has soñado?
Cristina suspiró. El sueño seguía fresco en su mente, pero al mismo tiempo se iba diluyendo, como una acuarela que no ha secado del todo. Trató de mirar más allá de los límites del pueblo, más allá de la reserva, lejos, ahí donde nadie sabía quién era ella o quiénes eran los Aprendices. No lo logró.
—No lo recuerdo bien—mintió.
—Sucede a veces ¿Qué recuerdas exactamente?—continuó Melchor sabiendo de antemano que la incomodaba, pero no quería perder la oportunidad de mantener algo de charla ligera.
—Era sobre nosotros—cerró los ojos haciendo memoria, trayendo a su cabeza las imágenes una a una—, seguíamos siendo amigos, nuca dejamos de serlo. Tomás salía con Amanda, hacían bonita pareja, tú eras el primero de la escuela y todos pensaban que eras increíble, Antonio no variaba mucho, pero estaba flamantemente fuera del armario—sonrió tímidamente—, fue un buen sueño, muy raro, pero un buen sueño.
Melchor trató de imaginarlo, aquel mundo paralelo, un lugar donde el camino no tenía curvas peligrosas o subidas pronunciadas, solo una larga pista recientemente construida con señalética clara y brillante.
Gaspar hubiese terminado la universidad y a esas alturas estaría ya trabajando en alguna empresa importante, supuso que su madre tendría su propia tienda de pasteles aunque trabajaría de todos modos con Felipe. Antonio y Tomás serían de igual forma sus amigos, pero con la salvedad que nunca hubieran dejado de serlo. Cristina también estaría ahí, pero quizás no como su amiga, sino como algo más propio y cercano.
¿Amanda y Tomás? Muy probable. En su mundo perfecto Emilia seguía viva y ocupaba el lugar que le correspondía respecto a su hijo, incluso podía ser que viniese otro en camino, Tomás siempre había querido un hermano.
Las utopías eran peligrosas, pensó, no porque no fueran reales, sino porque contrastaban de manera cruel con la realidad.
—¿Y tú dónde estabas?—preguntó solo por curiosidad.
Cristina miró a lo lejos y trató de obviar todos los detalles vergonzosos que incluía su sueño.
—Yo no estaba en el sueño—respondió mientras intentaba no traer a la memoria el recuerdo de cómo se sentía caminar de la mano con Melchor.
Guardaron silencio por un largo periodo, haciendo honor a las mentiras de Cristina, observando el delicado trayecto de la nieve hasta el suelo y aguardando que el otro trajera a colación las palabras correctas.
Cristina cerró los ojos un instante y respiró el aire helado del invierno, solo para calmar esa mente suya, empecinada en mostrarle como sería la vida en un mundo ideal.
—Mi madre siempre decía que las cosas pasan por algo—comentó el chico mirándola de reojo, como adivinando sus pensamientos.
—Lo recuerdo—sonrió, pero al mismo tiempo se sintió vacía.
—No creo que sea así. Las cosas solo pasan, buenas o malas, no hay un significado astral para ellas, no hay un destino o un complicado plan. Los acontecimientos son finalmente resultado lógico de las interacciones de los distintos actores. Una ecuación como cualquier otra.
—¿No crees que haya un significado?—inquirió Cristina.
—No lo creo. Es un gasto de energía suponer que detrás de cada copo que cae hay un motivo más allá de nuestra comprensión.
Estiró la mano y alcanzó una blanca mota que se derritió rápidamente con el contacto del calor de su cuerpo.
Por un momento Titi quiso quejarse, increparlo, obligarle a cambiar de opinión ¿Qué trataba de decirle? ¿Qué no había ninguna razón detrás de su separación? ¿Qué los caprichos del destino no eran culpables de su desdicha? ¿Qué todos los motivos detrás del quiebre no eran más que la suma de situaciones tan fortuitas como carentes de sentido?
Sin embargo guardó silencio solemne ¿Qué importaba ya todo lo sucedido? Quizás él tenía razón y la vida solo sucedía tan etérea y vacía como la nieve al caer.
—Es más difícil de esa manera—agregó escuetamente. No tenía la intención de contrariarlo, pero tampoco deseaba guardarse todas sus opiniones.
—No, todo lo contrario, vivir se te hace mucho más fácil cuando no buscas explicaciones y simplemente dejas que el tiempo corra.
El azul de sus ojos se volvió más triste de lo habitual, melancólico y doloroso de ver. Ella no desvió la mirada, solo para empaparse un poco de su sufrimiento silencioso.
¿Qué era eso que le ocultaba?
Le negó la oportunidad a sus pensamientos de continuar con esa corriente y desvió el tema a algo más terrenal.
—Es extraño tener el tiempo para conversar este tipo de cosas a estas horas de la madrugada—evidenció intentando sonar ingenua.
—Lo es—admitió cerrando de inmediato aquella herida que inevitablemente volvía a sangrar— ¿Quién diría que la tormenta nos dejaría una semana sin escuela?
—Muy oportuno ¿No crees? Necesitábamos algo de tiempo tranquilo antes de los exámenes. Sobre todo para Tomás ¿Quién podría dar un examen con semejante caos envolviendo tu vida?
Melchor sonrió.
—Tomás podría, es más, creo que con tal de olvidarse por un momento de todo lo que sucede a su alrededor Tomás sería capaz de pasarse toda esta semana estudiando día y noche. Ya sabes lo mucho que odia sentirse vulnerable.
—Si lo pones de esa forma, me parece lógico—suspiró.
—¿Crees que haya algo que podamos hacer?—Melchor sonaba acongojado.
—No lo creo, Antonio tiene razón, no lo conocemos como antes lo hacíamos—se arropó con la manta y soltó un montón de vapor—. Debemos simplemente dejar que el tiempo corra.
Le miró con una sonrisa torcida en el rostro y expresión de suficiencia. Melchor frunció el ceño.
—No uses mis palabras en mi contra—se quejó divertido, devolviéndole el gesto de superioridad.
—Ellas te atacan solas, yo solo me aprovecho de tu descuido.
—Tonta—gruñó sabiéndose vencido.
Ella rio sutil, profundamente fascinada con la futilidad de la instancia. La vida entera podía carecer de significado pero ese momento, tan único y trivial, era suficiente como para darle sentido al resto de sus días.
Él rio con ella.
—Me iré a dormir, que descanses Chie.
Se volteó rápido y trató de ignorar la pequeña pausa que su corazón había hecho después de pronunciar ese nombre. Entró a la casa y cerró detrás de sí. Su corazón volvió a latir con normalidad y su cabeza intentó generar ideas nuevamente.
«Buenas noches, Titi»
Escuchó desde afuera, justo a tiempo para terminar de confundir a su cordura.
II
El sonido de la campanilla de la entrada se le antojó muy agradable a Gaspar, un tintineo suave pero al mismo tiempo decidido, perfecto para una cafetería. Experto en campanillas de cafetería no era, pero supuso que si había algún sonido definido para un lugar especializado en café y tortas debía en definitiva ser aquel.
Halló de inmediato a Felipe, parado detrás de la barra, completamente concentrado en sus tareas, y se acercó con el ánimo por el cielo.
—Estamos cerrados todavía, vuelva más tarde—explicó sin mirarle y continuó en su trabajo de cargar la cafetera y rellenar el tarro con crema.
—¿Incluso para tu socio?
Felipe se volteó a mirarlo con su cara patentada de «lárgate de aquí antes de que te muela a palos», pero no surtió efecto en Gaspar, como la gran mayoría de las amenazas.
—Sobre todo para mi socio ¿Qué haces acá?
—Vengo a conocer la inversión de mi capital, siempre habíamos soñado abrir una como esta ¿Recuerdas?
—No. Ahora lárgate, estoy ocupado.
—Puedo ayudar.
—Ya te dijo que te largaras.
Gaspar divisó a Enrique, sentado en la mesa más alejada. Bebía una taza de café negro y comía un trozo de pastel de frutillas hecho por Magdalena. No estaba mojado, por lo que Gaspar supuso no había dormido a la intemperie sino en una casa con techo y muchas camas desocupadas, aparte se encontraba desayunando cómodamente en la cafetería una no despreciable cantidad de comida de muy buena calidad, si tuviera que apostar diría que Felipe le había dado asilo. No se equivocaba.
—Veo que has decidido quedarte—comentó contento.
—No he decidido nada, me has obligado.
—Ya me lo agradecerás.
Enrique se limpió la boca cuidadosamente y juntó toda la loza sucia para acercarla hasta la barra. Aprovechó para barrer las migas con su mano y amontonarlas en una de las esquinas para luego depositarlas sobre un plato. Recordó de pronto que no había tomado sus pastillas esa mañana, ya comenzaban a hacerle falta.
—No te agradeceré nada, si estuviera en mis manos te haría daño.
—¿Pero no lo haces porque en el fondo sabes que tengo razón?
—No lo hago porque Felipe tiene mi arma—contestó sombrío al pasar a su lado, regalándole una mirada helada.
—Y estoy planteándome seriamente la opción de devolvérsela—Felps no se quedaba atrás en la competencia de miradas frías—dejaré que tu madre te disfrute por unos días, máximo un mes, ya después será mejor que corras a esconderte.
—Vamos chicos, lo hago por ustedes. Tú—dijo mirando fijamente a Quique—debes darle una oportunidad a tu hijo, y tú—dirigió la vista a Felipe—debes dejar de hacerle esperanzas a un chiquillo mucho menor. Créanlo o no, en esta llevo la razón.
Ambos le miraron incrédulos, se miraron entre si y luego respondieron al unísono.
—Lárgate.
Gasp suspiró entre decepcionado y aburrido. Comportarse como una persona madura lo hastiaba, ya estaba Felipe para hacerse cargo del papel de padre preocupado—o madre, según se diera la ocasión—, pero dadas las circunstancias actuales le tocaba a él actuar como un adulto responsable, y eso no era divertido.
Quique tampoco le estaba ayudando, más bien se comportaba como un adolescente inmaduro a punto de arrancar para evadir toda responsabilidad.
El mundo se volvía tan asfixiante cuando era él quien estaba a cargo.
Suspiró nuevamente, necesitaría una buena tanda de suspiros para conservar su perfil serio y calculador. Por el momento intentaría hacerlos entrar en razón, ya después alguien más tomaría las riendas del asunto y se haría cargo del desastre que no fuera capaz de contener, Felipe por ejemplo, Felipe se especializaba en arreglar sus pequeños, medianos y grandes desastres.
—Está bien, me iré, lo que no significa absolutamente nada. El tiempo me dará la razón, como siempre.
—¡El tiempo nunca te da la razón!—se quejó Felipe, sopesando si en el caso de lanzarle una taza en la cabeza esta lo mataría de inmediato, lo dejaría agonizante o, mejor aún, lo volvería un vegetal. Gaspar le caía bien, pero le caía mejor aún cuando no abría la boca.
Quique acomodó la loza en una ventana que conectaba con la cocina y luego le dedicó una mirada fría a Gaspar. Detestaba esa actitud optimista y ese punto de vista arcoíris con el cual tomaba decisiones, se le antojaba falso o por lo menos sesgado. Pensar que las cosas saldrán bien solo porque haces lo correcto es como pensar que un león no va comerte porque eres vegetariano. Una utopía ridícula y peligrosa.
Antes pensaba que tal forma de pensamiento nacía de su inexperiencia o de su corta edad, pero luego de conocerlo más y acopiar uno que otro dato personal llegó a la irrefutable conclusión que aquella actitud positiva era completamente premeditada, hecho que no sabía si repudiar o solo compadecer.
De cualquier forma no tenía mayor importancia, al final siempre terminaba enfurecido.
Evitó hacer comentarios esa vez, no valía la pena. Ambos poseían las caras opuestas de la moneda, mientras Gaspar había sido un buen padre sustituto para Melchor, él carecía de cualquier don parental, situación que, por más que se la explicara, nunca terminaría de entender por completo.
No todos nacen con esa virtud, o maldición, dependiendo de cómo se mire.
—Bien, de acuerdo, hagan lo que les plazca. Pero cuando estén en un aprieto no vengan lloran...
La campanilla sonó nuevamente, y antes de que Felipe tuviera la oportunidad de avisar que aún no comenzaba el horario de atención su mente quedó en blanco.
La figura esbelta de una mujer irrumpió en la calma relativa del café, infestando el aire de memorias desagradables y culpas olvidadas.
Carla se contoneó al dar un par de pasos, haciendo sonar los tacos de sus botas. Traía el abrigo cubierto de una capa fina de copos de nieve, el cabello, en ese momento negro, le caía hasta los hombros enmarcando una cara larga y huesuda que había maquillado lo suficiente como para llamar la atención de cualquiera que la cruzara.
Paseó la mirada por cada uno de los presentes y sonrió con picardía, nunca se creyó con la suerte suficiente como para encontrar a los tres juntos sin esforzarse demasiado.
—Buenos días jóvenes ¿Qué tal se siente respirar aire libre?
Gaspar sintió una contracción recogerle el estómago, sabía que tarde o temprano el pasado volvería a golpearle la puerta, pero esperaba de todo corazón que aquello sucediera lo más tarde posible, cuando todo estuviese planeado y listo para deshacerse por completo de él.
Quique ni siquiera pestañeó, pero en su interior trató de imaginar en qué lugar guardaría Felipe su arma. No le costaría tanto dispararle desde esa distancia, como tampoco le molestaría entregarse. Era su único asunto pendiente, deshacerse de Carla, ya con eso podía pasar el resto de su vida en la cárcel, sin remordimientos.
Felipe por su parte imaginó que las cosas no terminarían bien, si Enrique no explotaba lo haría Gaspar, y viceversa. Debía actuar de la forma más inteligente posible antes de que un baño de sangre le manchara el piso.
—Carla, tan desaparecida—sonrió galante y dejó a un lado la crema batida—. No sabía nada de ti desde esa pequeña visita que le hiciste a Melchor. Y conste que me esforcé bastante en encontrarte.
Gaspar frunció el ceño, nadie le había informado de aquel suceso. Carla podía meterse con él cuando quisiera, pero que ni se le pasara por la cabeza tocar a Melchor.
—No quería ser encontrada, mis asuntos son con Gaspar, no contigo, eras solo un mensajero—sonrió mientras recorría el local superficialmente con la mirada—. Y ahora que tengo al rey mago frente a mis ojos me eres completamente indiferente—hizo un pausa y le miró directamente—, o quizás no tanto.
—¿Qué quieres?—esta vez fue Enrique quien habló, había logrado dominar su instinto asesino, lo que daba paso a su mente maquiavélica.
—¿Yo? Nada... pero tengo un amigo que quiere hablar con Gaspar.
—Dile que no estoy disponible—respondió el aludido—, seis meses en la cárcel fueron suficientes.
—Y créeme que lo entiendo y comparto—agregó ella tocándose el pecho como si la piedad le alcanzara—, pero esa no es una opción para él. Eres un hombre inteligente y sabes muy bien que mi amigo no olvida con facilidad, más después de lo sucedido con tu hermano y Roberto.
—Lárgate de aquí Carla, no hay nada que nosotros tengamos que conversar—sentenció Gaspar completamente serio—, y dile a tu amigo que ya estoy retirado, no quiero problemas.
La mujer sonrió y se acercó un par de pasos. Era dueña de un inmenso par de ojos verdes y una boca delgada que solía siempre pintar de color rojo.
—Lamentablemente esa no es una opción, cariño—sonrió calmada y luego miró a los otros dos espectadores—. Por favor no se sientan desplazados, ya llegará su turno de asistir a una reunión privada, pero por el momento su presencia es innecesaria.
—No puedo contener la impaciencia—Enrique le sonrió de vuelta, pero sin el más mínimo atisbo de emoción.
Carla tembló por dentro pero no lo demostró. Si había alguien a quien le temía ese era Enrique. Podía ser que su mirada vacía le inquietara, o quizás era esa forma lenta y meticulosa en que se movía sin producir el más leve sonido, como si no fuera más que una sombra acechante. Enrique exudaba peligro y locura por sus poros, buena razón para no provocarlo y mantenerse lejos de él.
Tragó saliva y se recompuso, era el momento perfecto para salir de ahí.
—Bien, ha sido un gusto verles, y recuerden que él no es demasiado paciente. No creo que quieran arruinar su libertad ¿Me equivoco?
Les lanzó un beso sonoro y se retiró con la misma gracia con la cual había entrado, pero dejando a su paso una atmosfera cargada de tensión.
La campanilla la despidió de la misma manera en que la había recibido, y Gaspar pensó de inmediato que era prioridad cambiar aquel molesto sonido.
Se volteó para buscar algo de apoyo moral en Felipe y Enrique, pero ninguno parecía volver aún a tierra, más bien lucían absortos en el mundo de la fantasía.
Finalmente decidió hablar.
—Bien, a eso le llamo yo golpe de realidad ¿Qué hacemos?—pregunto intercalando su mirada entre uno y el otro.
—Poner en marcha el plan—zanjó Enrique metiendo las manos en los bolsillos.
—Hasta ayer te ibas—refunfuñó Gaspar.
—Hasta ayer teníamos tiempo, el panorama ha cambiado un poco—hizo una pausa calculada para luego proseguir—, pero si quieres que me quede, las cosas se harán a mi modo.
Felipe le observó de reojo. Esperaba algo así salir de la boca de Enrique, tan perfeccionista y exacto, pero al mismo tiempo impredecible y radical. Dejarlo tomar el control era como recibir una granada con las manos desnudas.
—Tu modo es cuestionable—Gaspar no daría su mano a torcer.
—Mi modo es efectivo.
—¿Debo recordarte quien salvó el día la última vez?—se apuntó los sesos.
—Fue Melchor—acotó Felipe.
—¿De qué lado estás?—se quejó Gasp.
—Del lado con el mejor plan. Si vamos a llevar acabo esto lo primero que debemos hacer es encontrar las pruebas que necesitamos, desde ahí ya veremos cómo proceder—salió de detrás de la barra y se acercó a la puerta para cerrarla con llave. Lo más sensato era tomarse el día para pensar. Un buen golpe requería tiempo y cálculo.
—Lo mejor será salir de aquí, tiene ojos en todas partes—le recordó Quique.
—Llamaré a Teresa y a Melchor, no habrá café hoy.
—Ni una sola palabra a Melchor ¿Entendido? No quiero que se involucre nuevamente.
Los tres asintieron y terminaron de cerrar el local.
Se había acabado la libertad, el manto de las malas prácticas había vuelto a caer.
III
Melchor observó la sala de Gonzalo con minucia. Nunca antes había entrado, pero era el mismo barrio en el que vivía Tomás entes de mudarse, por lo que la orientación de los cuartos y la organización de las murallas se le hizo familiar, no así la decoración.
La casa de Gonzalo rezumaba un estilo mucho más clásico, repleto de estampados en tonos tierra y cuadros de paisajes perfectamente distribuidos en las paredes.
Se sintió incómodo en un principio, fuera de lugar, pero de inmediato comprendió que no era algo personal, sino más bien se trataba de una característica inherente de la propia casa, como si no hubiese sido adornada para recibir visitas.
La mesa, pulcramente decorada con candelabros de plata y fuentes repletas de frutas de cera, las cortinas gruesas limitando la entrada de la luz, el piso de parqué viejo y chirriante, el papel mural en un tono pastel apagado y sombrío.
La atmosfera le negaba la posibilidad hasta de pensar en sentarse, todo a su alrededor estaba hecho para ser admirado desde lejos, sin la interrupción de ningún extraño. En parte se sentía incómodo, y en parte se sentía ajeno. Tampoco se trataba de ser parte de la casa del imbécil de Gonzalo, pero era un detalle importante que hasta la decoración de su hogar le pareciera tan innegablemente desagradable.
La chica del aseo apareció de improviso y le acercó un vaso de agua, le ofreció asiento en uno de los sillones. Melchor miró el mueble con recelo, no entendía cómo sentarse en aquel lugar se convertía de pronto en un pecado, pero prefería no averiguarlo. La chica volvió a insistir y no le quedó más remedio que aceptar de buena gana.
De inmediato lo invadió un penetrante olor a vejez y encierro, muy parecido al olor impregnado en la ropa vieja del closet de su madre. Se rascó la nariz e intentó acostumbrarse al aroma, pretendía pasar gran parte de su tarde ahí.
—Viniste, estoy sorprendido.
Gonzalo apareció desde un pasillo, Melchor no le había escuchado venir y su entrada improvisada le caía tan bien como una patada en el estómago. Detestaba a Gonzalo, sin importar lo que dijera el ridículo del director.
—Por lo general cumplo mis promesas—respondió sin siquiera intentar disimular su desprecio. Hacer de mártir no se encontraba dentro de sus mejores facetas.
—Excelente ¿Quieres empezar ahora o te ofrezco algo de comer primero?
—Entre más pronto empecemos, más pronto terminaremos.
—Bien—Gonzalo se encogió de hombros y lanzó su cuaderno y libros sobre la mesa, destruyendo de un solo golpe todo el aspecto solemne que Melchor había reconocido en la casa—, pero te recuerdo que una vez iniciado el estudio no pararemos hasta que yo sepa todo lo necesario para el examen.
—Soy solo superdotado, no hago milagros—masculló el invitado levantándose del sillón para acercarse a la mesa—, además dudo que puedas seguirme el ritmo sin tomar un descanso cada veinte minutos.
Por lo general Gonzalo reaccionaba rápidamente a las provocaciones de Melchor, pero en ese momento no dijo nada, solo bufó y se peinó los cabellos castaños con calma.
—Como sea, empecemos de una buena vez.
Veinticuatro horas antes Melchor hubiese negado por completo la existencia de un universo donde Gonzalo y él pudiesen estar sentados bajo el mismo techo sin denigrarse el uno al otro. Era la naturaleza de ambos, provocarse mutuamente para luego enfrascarse en una discusión sin pies ni cabeza donde siempre ganaban los argumentos de Melchor, pero la amenaza de los puños de Gonzalo se encontraba constantemente latente. Mas ahí se encontraban, juntos en pro de una meta en común.
En un principio le sonó como una broma de mal gusto, una especie de treta cruel, la llamada de Gonzalo pidiendo su ayuda era como humor negro para sus oídos, y por los minutos que duró aquella conversación telefónica no paró de repetirse de que algo no terminaba de encajarle ¿Dónde estaba la trampa? ¿Qué tramaba Gonzalo?
Los años le habían enseñado a no confiar ni en su sombra, menos en alguien que en una pasado hubiese intentado perjudicarte, pero, inmediatamente después de colgar, esa sensación ambigua entre lástima y burla le había tomado por sorpresa.
Gonzalo no buscaba emboscarlo, todo lo contrario, realmente necesitaba de su ayuda. Probablemente no tenía a nadie más con quien estudiar. Si era disléxico, tal como Guillermo decía, nadie de su círculo debía de estar enterado, Gonzalo se le antojaba de ese tipo de personas que detestaban mostrar debilidad, y no se equivocaba.
Puesto entonces en ese plano, Gonzalo era nada más y nada menos que un chiquillo común y corriente con problemas comunes y corrientes ¿Cómo negarse a ayudarlo? Él también había pasado por la etapa donde todos te dan la espalda, y se sentía incapaz de hacérselo a alguien más.
El plan de Amanda de humanizarlo a base de abrazos y buenos deseos parecía estar dando sus frutos, lo estaba volviendo estúpido.
—Bien ¿Qué materia manejas bien?—preguntó para romper el hielo y poner manos a la obra lo antes posible.
—Configuración electrónica—dijo después de pensárselo un instante.
—¿Y en que apestas completamente.
—IUPAC—ni siquiera lo dudó.
—Partamos por ahí. La idea es lograr que medio entiendas todo y así apruebes ¿Lo tienes?
—No soy estúpido, Valencia, lo entiendo.
—¿Y entonces?
Gonzalo guardó silencio y abrió su cuaderno en busca de alguna forma de distraer la atención de Melchor.
—A veces se me confunden los conceptos—comentó finalmente, buscando sus apuntes sobre IUPAC. Nunca iba a asumir su dislexia, eso era caer demasiado bajo, aceptar que era de cierta forma retardado e incapaz.
—Bien, practicaremos eso—abrió el libro en la página treinta y cinco y se lo entregó—. Lee en voz alta desde acá.
Gonzalo comenzó a sudar. La última vez que había leído en voz alta tenía exactamente siete años y ocho meses, coincidía también con el día en que había armado su primera pelea. Había tirado un diente de leche de Javier Velasco por hacer bromas con respecto a su capacidad lectora y después de eso no había vuelto a leer en clase o en casa o en ninguna parte.
Leer no era una opción, ni siquiera podía imaginarlo.
—No me gusta leer en voz alta.
—¿Por?—le presionó Melchor.
—Me desconcentra.
—Es la mejor forma de concentrarse, escuchas tus propios errores.
—No lo es para mí, no leeré.
¿Cómo podía ayudarlo a poner atención si se pasaba más tiempo tratando de darle a la palabra correcta que comprendiendo lo que leía?
Quizás pedir ayuda a Melchor era una mala idea, pero ciertamente estaba desesperado. Cada año se le hacía más difícil aprobar el curso, más para leer, mayor carga académica, aumento de la complejidad de las materias. Ir a la universidad era un sueño que no le rondaba mucho la cabeza, ese tipo de logros eran para otro tipo de chicos.
—Si no lees no puedo ayudarte.
—Si leo no vas a poder ayudarme de cualquier manera.
Melchor cedió, no iba a lograr sacarle ni media sílaba.
—Bien leeré yo, solo sígueme ¿Lo tienes?
Gonzalo asintió y abrió su propio libro en la página indicada. Las letras lo atormentaron de inmediato, rayas y circunferencias que le sonaban de alguna parte, pero que costaba demasiado entender en su totalidad. No era solo que las letras se voltearan como la b y la d, si no que a veces la palabra en si carecía de significado, casi como leer en otro idioma.
—¿Gonzalo, estás con alguien?
Una cabeza rubia se asomó por el umbral de la puerta que daba la cocina y de inmediato clavó sus ojos avellana en Melchor, sonrió tímida.
—Vete Soledad, estoy estudiando.
—No recuerdo que le avisaras a mamá que ibas a traer a un amigo.
—No somos amigos—la corrigió Melchor, sin cambiar su expresión de aburrimiento.
—¿Enemigos?—preguntó juguetona.
—Compañeros de estudio—respondió Gonzalo—. Ahora vete ¿No tienes que ir a gritar por esa tonta banda tuya? Quizás alguno de ellos dejó a su novia multimillonaria y es tu gran oportunidad.
La chiquilla hizo un mohín y se cruzó de brazos, sacando a flote ese carácter beligerante que había heredado de la familia de su madre.
—¡Papá dijo que no te podías burlar de mí! ¡Y ninguno ha terminado con su novia!
—Gracias por avisarme. Ahora ándate, estamos estudiando.
—¡Voy a llamar a mamá y le diré que trajiste a alguien sin su permiso!—salió corriendo escaleras arriba a toda la velocidad que sus piernas le dieron.
—¿Y eso?
—Mi hermana. Es una molestia, ignórala.
—¿Y tu madre no va a molestarse contigo por invitarme?
—Se va a poner furiosa, pero no puede hacer nada, es mi casa también ¿no?—Gonzalo sonrió con suficiencia, hacer enojar a su madre era casi un trabajo de medio tiempo— Volvamos al libro.
—Bien...
Soledad corrió escaleras abajo antes de que Melchor lograse leer la primera palabra, se detuvo frente a la mesa y se sentó junto a los dos chicos para luego cruzarse de brazos nuevamente y demostrar su furia con toda gloria.
—¿Qué no ibas a hablar con mamá?
—No contesta.
—Bueno, sigue intentando—la instó su hermano mayor—, y de paso te quedas arriba para siempre.
Melchor observó la pequeña batalla con atención, era una pelea de hermanos cualquiera, aunque no se parecía en nada a las discusiones que él solía tener con Gaspar.
Dada la diferencia de edad abismal entre ambos, Gaspar siempre lo había tratado casi como su aprendiz o su pequeño secuaz, y las contadas veces que la actitud de hermano mayor desagradable llegaba a concretarse, el altercado no contenía más de un par de oraciones sin sentido, el resto del tiempo se trataba de un constante intento de Gaspar por meterse en su vida y un desesperado Melchor rogando que lo dejase tranquilo.
Lo que presenciaba en ese instante se asemejaba mucho más a la relación entre Cristina y Teresa que a la suya con Gaspar.
—Pues lástima que invites a alguien a estudiar contigo porque eres demasiado tonto para entender tu solito.
—¡Lástima que tú tengas que pasarte la semana de descanso metida en casa porque no tienes amigas!
Soledad lo miró con ira, tratando de urdir alguna frase hiriente, pero después de burlarse de la dislexia de su hermano no le quedaban más flancos que atacar.
—¡Tengo una amiga, pero está enferma!—replicó— ¡Y no te metas en mis asuntos! ¡Y no pienso moverme de está silla!—hizo un gesto para enfatizar que nada la movería, y se imaginó a sí misma como hecha de piedra.
—Veo que la simpatía va en la familia—masculló Melchor logrando que Gonzalo lo fulminara con la mirada.
—Tú eres Melchor Valencia ¿No?—de un segundo a otro los ojos de Soledad brillaron—Mi amiga Berni cree que eres demasiado cool.
Melchor alzó la ceja ¿Le estaba tomando el pelo?
—¿Gracias?
—¡De verdad!—chilló emocionada—Todas las chicas de mi curso morirían por hablar contigo.
—¿Por qué?—esta vez fue Gonzalo quien no pudo guardar sus palabras de la sorpresa.
—Porque ser malo es muy sexy.
Hacía años que Melchor no sentía vergüenza por algo, por lo general simplemente aceptaba todo lo que sucedía a su alrededor sin mucho prejuicio, pero escuchar a la chiquilla llamarlo sexy fue más de lo que podía asumir. Se enrojeció por completo y la cara comenzó a arderle. Las palabras no le salían y las ideas se mezclaban en su mente. Intentaba pensar que le habían dicho cosas mucho más vergonzosas, pero de solo recordar la soltura con la que Soledad le hacía aquel cumplido lo dejaba sin palabras.
—¿Te has puesto rojo?—preguntó ella sabiendo la respuesta de antemano.
—Sí, no, es decir ¿Qué edad tienes?
—Trece—contestó ella sonriente.
—Doce y cinco meses—la corrigió su hermano.
—Si lo aproximas son trece—se quejó la chica.
—¡No! Si lo aproximo son doce.
—¡Bravo! Algo que sepas de matemáticas.
—Sabes, ya que Valencia está acá ¿Por qué no vas por tu teléfono y te sacas una foto con él? Todas tus compañeras te envidiarán cuando se las muestres—Gonzalo sonó conciliador, Soledad aplaudió de la emoción y Melchor le miró con la más suplicante de sus miradas. La chica corrió escaleras arriba y Gonzalo se levantó de inmediato, no había tiempo que perder—. Tenemos tres minutos antes de que vuelva, apúrate.
IV
Cristina miró a ambos costados de la calle antes de cruzar y se colgó del brazo de Tomás para centrarlo en el camino y no en la nieve cayendo.
Hacía un frío terrible, y a pesar de tener en cuerpo envuelto en múltiples capas de ropa, la nariz y las mejillas apenas las sentía. Tomás había tomado prestado un abrigo de Gaspar y una bufanda de Cristina que a simple vista lucía lo suficientemente unisex, mientras que ella apenas dejaba un milímetro de piel al descubierto.
Caminaban por la avenida principal en dirección a la casa de Tomás. El chico solo deseaba recoger un poco de ropa y marcharse, pero Cristina ya tenía la idea de hacerlo conversar con sus padres incrustada en la mente. Quizás no podía hacerlo sentir mejor, pero por lo menos podía intentar hacerlo entrar en razón.
—¿No sería maravilloso si nevara todo el año?—Tom mostraba una tranquilidad terrible, completamente insondable.
¿Era que estaba planeando escapar? ¿Iba a lanzarse por un puente? ¿Robaría un banco para luego entregarse y pasar el resto de sus días en una prisión? Cristina desconocía sus pensamientos y aquello la volvía solo un poco loca. Por un momento deseó tener a Amanda cerca, ella parecía entender todos los silencios de Tomás a la perfección, igual como ella lo hacía cuando eran pequeños.
No le gustaba Amanda, menos ahora que tenía una excusa para pasar metida en casa de Melchor. No le gustaba Amanda cerca de Melchor, aunque tampoco le gustaba a ella estar cerca de Melchor, o quizás sí, no podía asegurar nada con plena certeza. Su vida se había vuelto tan confusa que prefería pasarse las tardes acompañando a Tomás hasta su casa para presenciar el inicio de la tercera guerra mundial que quedarse sola con sus pensamientos encerrada en su propio cuarto.
Porque definitivamente estaba sola en esto.
Sus hermanas eran sacos de hormonas dispuestas a corear las iniciales de Melchor al unísono vestidas de porristas; su madre no se caracterizaba por ser clara con sus consejos y más tiempo le tomaría tratar de entender lo que ella intentaba decirle que solucionar el real problema; su padre probablemente le citaría a Kant o a Sócrates aunque no viniera al caso; y Antonio lo único que hacía era deleitarse con su situación y mandarle mensajes sugerentes y fotos de Melchor dormido. Como odiaba ser ella en ese preciso instante.
Debía enfrentar las vicisitudes sola como siempre, aunque con la ayuda de una inocente y salvadora mentirilla.
«Melchor es solo un amigo, no siento nada por él»
Claro que le hubiera gustado que la besara en el baño, pero ¿qué significaba eso en verdad? Estaban muy cerca y la atmosfera era propicia y ella era medio tonta. Muy probablemente si se encontrase algún día en la misma situación con Tomás terminaría besándolo.
O quizás no.
Muy probablemente no.
—Oye Titi, no siento mi mano—Tomás la sacó de su turbación, sin darse cuenta le había apretado hasta cortarle la circulación del brazo. Soltó un poco su agarre y apoyó la cabeza en el hombro del chico. Había una cosa que siempre había adorado de su relación con Tomás, la sincera y completamente inocente relación de amistad. Antonio era guapo y atlético, Melchor había sido por años su futuro esposo, pero Tomás, sin importar que hiciera por ella, solo lograba obtener el puesto de hermano, una relación de amistad genuina sin segundas intenciones. Claro que era guapo, inteligente y hasta un poco deportista, pero simplemente no era su tipo.
—Lo siento, me concentré demasiado.
—Andas rara ¿Te sientes bien? Porque puedo ir solo.
—No, no, estoy bien, solo pensaba en algunos problemas...
—¿Problemas como Melchor?—Tomás sintió a Cristina estremecerse y medio sonrió por tener la razón, pero esperó paciente la llegada de la mentira.
—¿Melchor? ¿Por qué Melchor? No sabía que él era un problema—fingió calma a la perfección, tanto que asombró a Tomás, pero el chico no se dejó llevar por su tono sincero.
—Dejemos que el tiempo corra y averigüémoslo—volvió a sentir como Cristina se tensaba, y la sonrisa se le formó de inmediato. Desde niño disfrutaba volver loca a Cristina, y de cierta manera se alegraba de no haber perdido el toque.
—¡Estabas espiándonos!—soltó su brazo con ímpetu, por un instante se sintió traicionada.
—Cuando hablan lo suficientemente fuerte como para que todo el barrio se entere no es espiar.
Cristina Frunció el ceño, recogió un montón de nieve para rápidamente transformarla en una bola y lanzársela de lleno en la cara.
—¡No es de caballeros escuchar conversaciones ajenas!—chilló, justo antes de arrepentirse por la bola lanzada. Había dejado hacía muchos años las guerras de nieve.
—¡No es de señoritas ser tan obvia con sus intenciones indecorosas!—Tomás notó como ella comenzaba a sonrojarse de a poco.
—¡No tengo ninguna intención indecorosa!—reclamó sintiéndose injuriada.
—¡Oh Melchor! ¡Eres taaaan interesante con tus comentarios nihilistas! ¡Creo que me mojé de solo escucharte!—le imitó Tomás mientras jugaba con el borde del abrigo.
—¡Tomás! ¡Eres un grosero!—gritó completamente avergonzada. Luego le lanzó otro par más de bolas de nieve justo en la cabeza—¡Nada de eso pasó!
—Pasó en tu mente...—masculló antes de empezar a correr—¡Y en tu ropa interior!
—¡Eres un pendejo!—gritó a todo pulmón y salió persiguiéndolo, mientras el chico intentaba a duras penas esquivar sus ataques y reír con ganas. Había desatado a la bestia blanca.
—¡No entiendo por qué no asumes que te gusta y ya!—gritó mientras se escondía detrás de un poste.
—¡Porque no me gusta! ¿Cómo podría gustarme? ¿Lo has visto?—Cristina detuvo su ataque, pero mantuvo una bola entre sus manos solo por si le entraban ganas nuevamente—Es un completo desastre, no es guapo, tiene las cejas demasiado gruesas y pestañas de niña. Usa ropa nueve tallas más grande y no la combina a menos que sea todo en color negro. Apenas le puedes sacar una palabra, tiene un carácter desagradable y hace ese gesto desesperante con los ojos, cuando quiere que te sientas estúpido, que simplemente me enerva. Habla con la boca llena, no se cubre cuando bosteza, se rasca la panza en lugares públicos, no sabe lo que es un cepillo para el cabello y hasta hace unos poco meses no conocía el agua con jabón ¿Cómo podría gustarme una cosa así?
Tomás sonrió con suficiencia.
—¿Me estás preguntando a mí o te lo estás preguntando tú misma?
La chica apretó la nieve entre sus manos y suspiró, luego le lanzó una última bola de nieve justo en la nariz y siguió su camino como si nada.
—Tomás, entiéndelo, me agrada, no es tan malo como pensaba, pero no me gusta. No lo conozco lo suficiente como para que me pueda gustar—dijo con la intención de finalizar el tema, hablar de Melchor solo la confundía más.
—Oye, tranquila, relaja esa vena palpitante en tu cien. No he dicho que estés completamente enamorada de él, solo que te gusta ¿Puede gustarte alguien sin conocerlo, no?
—Supongo. Pero este no es el caso.
—Pero podría serlo. Este "nuevo Melchor", oscuro y misterioso, podría ser en el fondo interesante y atrayente. A ustedes las chicas les gustan peligrosos. Con tatuajes y pasado sombrío—Tomás pasó su brazo por los hombros de Cristina y acercó su cara para mostrarle su sonrisa pícara.
—Melchor no tiene tatuajes, deja de jugar, y aléjate que la boca te apesta a mentiras.
—Y la tuya también olería así si no fueras adicta a los caramelos de menta, y claro que los tiene ¿No lo has visto? Yo comparto baño con él, puedo asegurártelo. Incluso tengo una foto—sacó su celular y comenzó a buscar entre los archivos—Antonio me pidió que se la tomara sin que lo notara, no me dijo para qué, pero tampoco voy a juzgarlo. Quizás no eres la única que le gusta Melchor.
—Deja de mentir, sé que lo haces para provocarme, pero no voy a caer. Melchor no significa nada más que un compañero en vías de convertirse en un buen amigo. Eso es todo—enfatizó la negativa con las manos y se cruzó de brazos, una cosa era seguirle el juego a Tomás en todo para hacerlo sentir mejor y otra muy distinta denigrarse—. Y para que sepas creo que los tatuajes son asquerosos, no peligrosos.
—Mira, acá está.
Tomás le acercó la pantalla a la cara y dejó la imagen suspendida frente a sus narices. Cristina perdió el aire.
Melchor salía del baño sin camiseta, sobre su pectoral izquierdo, ahí donde se guarda el corazón, se dibujaba el rustico e improvisado perfil de un águila. Simple, sin mucha tinta. Un poco más trabajado que un par de líneas, pero mucho menos majestuoso que la realidad.
Algo se apretó en su pecho y un millón de preguntas le rondaron la cabeza. Era solo un águila, una como cualquier otra, no había otro sentido más allá de lo populares que eran las aves cuando se trataba de tatuajes.
Quizás no era un águila, quizás era un halcón, un cóndor, un albatros, o cualquier otro ser volador con mucho menor garbo, prestancia y significado.
Tomó el teléfono en sus propias manos y analizó la fotografía de cerca. Era realmente un águila, una igual a las de papel que Melchor solía hacerle de pequeños, igual a las que aparecían en los libros de la biblioteca del padre del muchacho, igual a la que supuestamente había puesto un nido en uno de los árboles más altos del parque. Era un águila, no cabía duda.
Tomás trató de hablarle, provocarla con un par de bromas, incitarla a iniciar una nueva batalla de bolas de nieve, pero Cristina simplemente no respondía a ninguno de sus comentarios mal intencionados. Comenzó a preocuparse por la chica, tanto silencio prolongado era indicativo de que quizás se le había pasado la mano.
Le quitó el teléfono solo para traerla de vuelta al mundo de los vivos, lo que dio resultados parciales.
Cristina le miró medio atontada, desorientada entre el presente y el pasado ¿Era que Melchor solo existía para confundirla o era ella la que se confundía con la existencia de Melchor?
—Aló, tierra a Cristina ¿Me escuchas?—pasó la mano frente a su cara y logró que pestañeara un par de veces. Volvió en si por completo, preguntándose qué era lo que debía hacer ahora.
—¿Por qué un águila?—fue lo único que logró pronunciar, porque era lo único que rondaba su cabeza.
—No lo sé, pero podríamos preguntárselo. Allá viene—dijo señalando el final de la cuadra.
Cristina giró en la dirección que el dedo de Tomás apuntaba, solo para encontrarse con Melchor conversando animadamente con Gonzalo.
La duda en ese momento fue otra ¿Qué hacía Melchor junto a Gonzalo?
Cuando Melchor notó la presencia de sus amigos ya era tarde, habín descubierto su compañía y caminaban decididos hacía él.
¿Cómo no había pensado en eso antes? Sabía que los chicos irían a casa de Tomás durante la tarde, podría haberlos evitado, era un estúpido.
—Entonces, si es un alcohol termina OL. Por lo que si tengo dos carbonos este se llamaría etanol ¿Voy bien? ¿Hola? ¿Me estás escuchando? ¿Melchor?
—¿Melchor?
Gonzalo observó a Cristina y Tomás cruzarse de brazos al mismo tiempo, parados justo frente a ellos ¿De dónde había salido ese par? ¿Por qué estaban juntos? ¿Era que Cristina ya le había encontrado un reemplazo a Antonio o quizás Tomás buscaba alguna chica con la cual tontear un rato?
Dejó de sacar conclusiones, tampoco le importaba demasiado, más bien le eran indiferentes.
Melchor por otra parte lucía completamente compungido, como si le hubiesen pillado cometiendo el peor de los delitos.
—¿Qué hacen ustedes dos juntos?—preguntó Cristina intercalando la mirada entre uno y otro.
—¿Qué te importa? ¿Acaso me meto yo en lo que haces con Tomás?—sonrió Gonzalo de medio lado y alzó una ceja, todo para hacerlos sentir incómodos—Bien hecho Tomás, toda una hazaña levantarte una Marambio.
Cristina la miró con pena, Gonzalo era solo un pobre soquete con medio cerebro de rata funcional.
—Yo...
No alcanzó a defenderse antes de que Melchor golpeara a Gonzalo en el hombro con su puño. Nada demasiado violento, casi un toque amistoso, una acción que más allá de defender a Titi la desconcertó por completo.
Gonzalo miró a Melchor con expresión de repulsión mientras que Melchor le devolvió ojos de reproche. Si Tomás no hubiese conocido de antemano todo el lío entre ambos podría haber jurado que estaban manteniendo alguna especie de conversación mental. Desechó de inmediato la idea, sonaba tan ridícula que lo hacía sentir como un tonto.
—Lo que sea—masculló Gonzalo al final y se apartó del grupo para seguir su camino a la biblioteca, con las manos en los bolsillos de la chaqueta y cara de desagrado.
Era oficial, algo muy extraño se estaba cocinando entre los dos.
—¿Se puede saber desde cuando sales con Ramírez?—Cristina no dudó ni un segundo en interrogarlo, por lo pronto todo el asunto del tatuaje quedaba atrás, lo importante era averiguar de qué iba su tregua con el imbécil de Gonzalo Ramírez.
—No estoy "saliendo" con él—marcó las comillas con los dedos, solo para desviar su atención lejos de lo obvio. Era un buen momento para ser poseído por el espíritu evasivo de su hermano. Se inventó la mentira más creíble posible, ya que le era incómodo asumir que simplemente ayudaba a Gonzalo porque Amanda lo había convertido en una buena persona a punta de arcoíris y unicornios—. El director me ha obligado a ayudarle con un par de materias a cambio de mantener el perfil bajo en la escuela—eso no tenía sentido alguno, lo decoró un poco más—, así me llevaría mejor con los profesores, ya saben, como él es hijo del maestro de química.
No era una gran mentira, pero muy en el fondo se sentía orgulloso de salir del paso por sus propios medios.
—¿Mi tío hizo eso?
Grandioso, había olvidado deliberadamente ese pequeño detalle. Y se hacía llamar a si mismo superdotado ¡Bah!
—Es que... es uno de esos planes amistosos que aprendió en una capacitación o algo así, no le puse demasiada atención, arma estas parejas disparejas y después finge que no ha hecho nada como para que se vea natural. Le da una cara solidaria a la escuela e incita al alumnado a ser más amables unos con otros.
—En pocas palabras eres su cobayo de laboratorio—Tomás no lucía convencido.
—Sí, en parte, creo que se está vengando porque le pongo muchos límites cuando trata de salir con mi madre—se encogió de hombros y miró en dirección a Gonzalo, quien lo esperaba al final de la cuadra.
—¡Hablaré con él! No puede simplemente atarte a un patán como ese solo porque eres protector con tu madre—Cristina sonaba molesta, y cuando eso pasaba solo auguraba catástrofe.
—¡No puedes decirle!—le ordenó—Es decir, creo que sería muy incómodo para él que tú lo regañaras solo por algo así. Piénsalo, mi madre le gusta y apenas lo dejo que haga un movimiento a la vez, es entendible, además a mí no me importa.
Tanto Tomás como Cristina le miraron sorprendidos.
—¡Wow! Mírate, pensando en los sentimientos de tu enemigo, Amanda ha logrado convertirte en un buen chico solo con arcoíris y unicornios—se burló Tomás.
Maravilloso, luego de todo el esfuerzo mental realizado la mentira no servía para nada. Es universo volvía a reírse de él en su cara.
—Como sea, debo irme.
—No, espera—le detuvo Tomás—. Cristina tenía algo que preguntarte.
Pero Cristina ya no estaba ahí, si no que caminaba varios pasos más adelante, en dirección opuesta a la de Melchor y Gonzalo.
—¿Qué era?—preguntó Melchor.
—Al parecer nada importante. Nos vemos luego—el chico corrió un poco para darle alcance a Titi, mientras Melchor les miraba entre confundido y aliviado. Fuese lo que fuese, podía esperar lo suficiente como para que el incidente con Gonzalo quedase en el olvido.
Dio media vuelta y siguió su camino.
Tomás por su parte no pudo atrapar a Cristina por lo menos por una cuadra y media. La chiquilla caminaba tan rápido y con tanta energía que cualquiera diría que estaba participando en algún tipo de competencia.
—Oye, tranquila, no tengo tantas ganas de llegar a mi casa—bromeó Tomás—. Por lo menos no tantas ganas como las que tú tienes de evitar a Melchor.
Cristina se detuvo y le cantó las cosas bien claras.
—No quiero hablar de Valencia, no quiero escuchar de Valencia, no quiero bromas de Valencia, ni comentarios, ni acotaciones, ni insinuaciones. No quiero saber de su existencia por lo menos el día de hoy ¿Puedes hacerme ese favor?
Siguió caminando sin esperar respuesta, no estaba de ánimos para discutir, solo para ordenar y esperar que le obedecieran.
Tomás la siguió un paso detrás, había cruzado el límite de la resistencia de Cristina y era momento de hacerse cargo.
Guardaron silencio el resto del recorrido, olvidado por completo la meta final de su paseo hasta muy avanzado el trayecto, pero ya viendo su casa en el horizonte, a Tom se le formó un nudo en la garganta y la furia alcanzó sus puños apretados.
Cristina se detuvo en la puerta y dejó ir todos sus problemas momentáneamente, había llegado la hora de dejar a un lado las pataletas y madurar un poco.
—¿Quieres que llamé?—preguntó tímida.
—No es necesario—respondió sacando las llaves de uno de sus bolsillos.
Abrió lentamente tratando de no emitir ni el más mínimo sonido, pero la puerta era vieja y la casa silenciosa. Lorena salió a su encuentro tan pronto como dieron un paso dentro. Le miró emocionada y por un instante pensó en reprenderlo por ausentarse tan súbitamente y hacer que todos se preocuparan, pero Tomás se le adelantó.
—¿Tú también lo sabías?
Lorena abortó todo ánimo maternal, la persona frente a ella ya no era su inocente y adorable Tomás, se había convertido en la materialización de la cruda realidad.
—Sí—respondió escuetamente, ya de nada servía mentir—. Cuando llegué a esta casa tu hermana... Emilia tenía ocho meses de embarazo.
Tomás no dijo nada, ni siquiera le regaló su cara de sorpresa, simplemente porque no le sorprendía. Todos eran traidores sacados del mismo saco. Todos.
—Subiré por algunas cosas.
—Tomás...
—No, no quiero escucharte—la calló antes de que siguiera en curso algún discurso sentimental—. Voy por mis cosas y me largo.
Subió a su cuarto antes de que ella pudiese pronunciar una nueva palabra y se encerró a hacer su maleta.
Cristina observó los escalones como si pudiese verlo a través de las paredes y le regaló una mirada apenada a Lorena, la mujer no tenía más culpa que ser empleada en esa casa y querer mucho a Tomás.
—¿Está comiendo bien?—preguntó Lorena a Titi. No le importaba que Tomás la odiara, se conformaba con que se encontrara en buenas condiciones.
—Sí, la señora Magdalena se asegura que limpie su plato.
—Es alérgico a la canela así que debería tener cuidado con ese tipo de alimentos. Con frecuencia lo olvida ¿Podrías comentárselo a la mamá de Melchor?
—Se lo mencionaré.
—Y por favor trata de que no se destape cuando duerme, se resfría muy rápidamente—Cristina asintió—. Sé que pareciera como si fuésemos unos monstruos por mentirle así, pero eran otros tiempos, ella estaba sola y a simple vista parecía mucho más fácil de esa forma. Ellos no querían herirlo así, nunca lo quisieron. Ni ellos, ni Emilia, ni yo.
—Lo sé—contestó Titi—. No se preocupe, estaremos cuidándolo mientras se da cuenta.
Lorena le sonrió con calidez y la invitó a subir, suponía que Tomás se encontraría en medio de un ataque de furia y necesitaría un poco de contención emocional.
Subió los peldaños pensando alguna frase digna del Pulitzer, algo pegajoso y sabio, como las que aparecían de tanto en tanto en el muro de su Facebook, pero no logró dar con una buena fuente de inspiración. Tampoco se sintió lo suficientemente valiente para mentir diciéndole que todo estaría bien, no sabía si en verdad las cosas comenzarían a mejorar desde ahí ¿Quién era ella para darle falsas esperanzas?
Pensó entonces en inclinarse por un comentario ligero. Te entiendo. Lo siento. La vida es una perra. No, eso sonaba como algo que Melchor diría, ella simplemente tenía otro estilo, uno un poco más directo.
Podía ser qué lo único realmente necesario fuese honestidad.
«Mira Tom. Sé que todo esto de tu hermana/madre es duro y confuso, pero si quieres respuestas creo que los únicos que pueden darte una son tus padres»
Quizás debía decir abuelos. Sí, diría abuelos.
Abrió la puerta esperando ver la maleta de Tomás casi lista y a este parado junto a la ventana despidiéndose simbólicamente y para siempre, pero lo halló sentado en el borde de la cama con un par de calcetas en una mano y un calzoncillo en la otra.
Lloraba desconsoladamente.
Las palabras no le hicieron falta, hablar de pronto carecía de sentido ¿Qué podía decirle? Era estúpido siquiera hacer el esfuerzo. El dolor no iba a irse sin importar lo que le dijera o hiciera. Solo quedaba acompañarlo en su catarsis la mayor cantidad de tiempo que le fuera posible.
Se acercó recogiendo algunas prendas que Tomás había tirado y se sentó junto a él, le sobó la espalda y lo acercó a su cuerpo para que llorara tranquilamente en su hombro.
—Juro que nunca voy a dejarte, jamás—le prometió mientras apoyaba la mejilla sobre su coronilla—. Estaré ahí para lo que necesites, aun cuando sea estúpido y sin sentido. Te alentaré en cualquier cosa que quieras hacer, y por sobre todo, nunca voy a mentirte, nunca.
Acarició el cabello del chico y se secó una lágrima tramposa que escapaba incluso en contra de su voluntad. Quizás no podía eliminar su tristeza, pero por lo menos podía mejorar un poco su mundo.
—Gracias—susurró entre sollozos Tomás—. Muchas gracias.
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