Lo que no cura el tiempo
Enrique vio la silueta delgada y estilizada de una chiquilla atravesar el umbral de la puerta de entrada y sintió un chispazo de desconfianza. Estaba ahí para cuidar el ingreso de extraños, y una muchacha con ese perfil no encajaba para nada con quienes frecuentaban el lugar.
Dejó caer su cigarro al suelo de la bodega y lo pisó sin demasiado cuidado, para luego recogerlo y lanzarlo a la basura. Detestaba desperdiciar un cigarro, pero Joaquín era muy estricto respecto a la ley anti tabaco. Quién lo diría, un traficante apegado a las reglas.
Ella no notó que la seguían, solo caminó con extrema soltura a través de los pasillos con paredes de concreto y pisos de baldosas rotas. A lo lejos se oía una música ahogada, presa de los muros gruesos del edificio, tan toxica como quienes la escuchaban.
Enrique lo ignoró por completo, lo único que le importaba era la joven de cabello largo y castaño que se contoneaba unos cuantos pasos delante de él. De cualquier manera no era fanático de la música, o de los bullicios.
La observó desde la punta de sus zapatos de plataforma, pasando por sus medias negras, su falda corta de mezclilla y su chaqueta de cuero caro, hasta el borde anaranjado de sus uñas.
No podía equivocarse, era una tipa con dinero.
De repente se dejaban caer por ahí, intentando parecer mayores y más experimentadas de lo que realmente eran, jugaban a ser adultas, a hacer cosas de adultas, y después se iban creyéndose "expertas en la vida dura".
Era tan patético.
Si querían vivir la vida dura, mejor que intentaran sobrevivir hasta la adolescencia sin su ropa de marca y sus cuatro comidas diarias. Con una madre ausente y un padre alcohólico. Que aprendieran a robar antes que a leer, y a matar solo para vivir.
Drogarse hasta la inconciencia y tirarse a un montón de viejos podridos no era la vida dura, era ser demasiado pendejo para agradecer lo que te había tocado.
La chica trotó hasta la escalera verde de metal que llevaba al cobertizo donde Joaquín solía armar sus mambos, y solo al subir el tercer peldaño notó la presencia del pelirrojo.
Se giró en su dirección, no tan inquieta como a Enrique le hubiese gustado, y suspiró mientras se apoyaba en la baranda.
Tenía el rostro muy pálido, casi como la nieve, tan suave y sutil que parecía el de una muñeca de porcelana. El cabello le caía alrededor del rostro realzando sus ojos color café y la boca se le curvaba en una especie de sonrisa sabionda que a Enrique le descompuso el ánimo. No tendría más de quince años, pero actuaba como de treinta.
—Tú debes ser el nuevo perro faldero de Joaquín—su voz alteró aún más a Quique. Era tan aterciopelada, como un susurro, segura, directa. Voces como esa hipnotizaban. Voces como esas estaban hechas para ordenarte cosas sin que siquiera te dieras cuenta.
—Esta es una fiesta privada—se limitó a contestarle—, sin invitación...
—Pero si tengo mi invitación... yo siempre estoy invitada.
—Todo quien está invitado tiene una pulsera, y se presenta conmigo.
—Bueno, yo no la tengo, porque no saben que vengo, pero créeme niño—sonrió misteriosa—, me esperan.
Dejó de ponerle atención y continuó su ascenso hasta el cobertizo. Enrique se apuró y la alcanzó interponiéndose entre ella y los últimos peldaños.
—No puedo dejar subir a nadie sin invitación, ya te lo dije.
—Pero oye, si esa fiesta es en mi honor. Son mis dulces, dulces, duuulces dieciséis—teniéndola así de cerca se dio cuenta de lo drogada que iba.
—Ve a celebrarlos en tu casa—comenzaba a perder la paciencia. Detestaba a las pendejas drogadas, costaba un montón deshacerse de ellas.
—¿Para qué? A nadie le importa de cualquier manera. Si quisiera estar sola me iría a meter a mi casa, pero es mi cumpleaños y lo único quiero es respirar gente y vida ¿Me dejas pasar?
—No.
—¡Ay! Pero que pesado eres ¡Si no tienes más de dos años que yo! No trates de hacerte pasar por mi padre ¿Quieres?
—Me vale lo que hagas. Mi trabajo es no dejar pasar a nadie que no esté invitado, eso te incluye.
La muchacha rodó los ojos y se mordió el labio pesando en alguna artimaña para colarse. Como detestaba a los perros nuevos, siempre tan fieles a las reglas.
—Ya veo que te gusta hacer tu trabajo al pie de la letra ¿No te cansas nunca de hacer lo que te ordenan?
—Ese no es tu problema.
—¡Claro que lo es!—chilló sonriente—Ese es el problema del universo: no hacemos lo que queremos, sino lo que debemos. Piensa es tus padres y sus mandatos, piensa en tu profesores y sus reglas ¿No te sientes repentinamente exhausto? ¿Cómo si fuese extenuante ser la persona que todo el mundo quiere que seas?
—No terminé la escuela...—Enrique intentó sonar sarcástico, pero solo logró sonar venenoso.
Ella detuvo su parloteo en la mitad de una idea y quedó con la boca abierta, congelada en el hilo del pensamiento.
—Supondré que tampoco tienes padres—acotó—. Bien, pésimo ejemplo ¿Qué tal si pensamos en Joaquín? Es un mandón ¿No te cansas de él de ves en cuándo? Yo lo hago, por eso me dejo caer poco por acá ¿No sientes ganas de golpear su enorme cara? ¿No sientes ganas de ser libre?
Enrique estaba confundido ¿A que venía todo esto? Era que la chica iba tan jalada que no sabía de qué hablaba o Joaquín intentaba probarlo de alguna manera retorcida.
—Vete antes que tenga que usar la fuerza—se limitó a agregar, no le sobraba la paciencia, incluso podría decirse que le faltaba su buen poco.
La muchacha hizo un puchero y se amarró el cabello en una cola alta, como si con eso pudiese levantar la moral.
—Público difícil ¿Eh?—sacó una moneda de su bolsillo y se la enseñó a Enrique—Mira, mira.
La hizo bailar en sus dedos, la dejó en su palma movió las manos y de pronto ya no estaba.
—¿Qué haces?
—¡Shh! Espera la magia—ella se acercó hasta casi rozarlo y con sus dedos acarició su oreja—¡Voila!
La moneda apareció nuevamente entre sus dedos, tan brillante como antes, mientras la pregunta que Enrique se formulara con anterioridad era contestada en toda su gloria.
La chica iba tan drogada que era muy probable que no tuviera idea ni de en qué país estaban.
—¡Lárgate ya!—gruñó Enrique y le propinó un empujón que si la chica no se agarraba de la baranda terminaba rodando escaleras abajo.
Clavó su mirada furiosa en los ojos verdes de Quique y tragó, preparada para soltarle la escena del siglo. Se serenó en el último momento y prefirió usar palabras civilizadas.
—¿Sabes? Mis padres quieren otro hijo. No sé para qué, ni siquiera se saben el cumpleaños de la que ya tienen. Y en la escuela piensan que soy retardada y me han dejado repitiendo el curso. Y el tarado de mi novio dice que si no me acuesto con él va a dejarme, y las imbéciles de mis amigas solo me incluyen porque estoy forrada. No tengo idea de que te ha tocado en la vida, o si puedes empatizar con mi situación... pero solo quiero divertirme ¿De acuerdo? No voy armar jaleo, no voy a matar a alguien, y no soy de la policía. Solo quiero cerrar los ojos y bailar ¿Puedo por lo menos tener eso el día de mi cumpleaños?
Enrique no fue capaz de sentir pena por ella. Era solo otra niña rica en busca de aventuras más grandes que su cerebro. Tan patético.
—Vete.
Ella cambió la cara, chasqueó la lengua y se volteó completamente derrotada. Como si su día no pudiese empeorar.
Sus padres, la escuela, su novio, sus amigas y ahora esto ¿Por qué el universo la odiaba tanto? ¿Para qué seguía siquiera en esta tierra? Si mañana la atropellaba un bus o un camión a nadie le importaría, porque era tan dispensable como una toalla de papel desechable ¿Qué sentido tenía vivir?
Quizás debía seguir molestando al pelirrojo hasta que este decidiera tumbarla de un golpe, y luego continuar, y continuar, hasta que ya no le quedara conciencia.
Se giró un poco antes de terminar de bajar y tentó su suerte una última vez.
—¿Sabes una cosa? Me calientan los pelirrojos ¿Me dejarías entrar si te invito a entrar conmigo?
Enrique iba a contestarle, iba a hacerlo de verdad. La tomaría de un brazo y la arrojaría a la calle mientras le explicaba que las escolares pertenecían justamente a aquella institución, y que todos los otros lugares eran demasiado alocados para una chiquilla tonta. Pero fue interrumpido un segundo antes de que las palabras salieran definitivamente de su mente.
La puerta del cobertizo se abrió y Joaquín salió con una copa en la diestra y una rubia en la zurda.
—¿Qué pasa que hay tanto alboroto?
Enrique tomó esa postura erguida que le había aprendido a un militar jubilado que había conocido hacía unos años. Sabía de antemano que aquello le hacía ver más alto y atemorizante, muy conveniente para un aspirante a matón.
—Solo una chica que intenta colarse—esgrimió serio.
—Hola Joaquín, tantas lunas—la joven ni siquiera intentó disimular su burla hacia el pelirrojo, le encantaba ganar.
—¡Emilia Josefa Riquelme! ¿Pero qué haces acá?—Joaquín se olvidó por completo de la rubia y bajo de a dos peldaños para abrazar a la chica.
—Nada, nada, solo buscaba donde celebrar mi cumpleaños.
—¡Cumpleaños! Madre del señor ¡Me avisas antes y te compro un regalo! Espera un segundo—sacó un fajo de billetes y se los tendió a Enrique—¡Ve por una torta!
—No, no es necesario, con la compañía me basta.
—Pero si yo quiero que tengamos torta ¡Ve por una torta, Ernesto!
Enrique se mordió la lengua y apretó el dinero en su mano para luego asentir con sumisión. El orgullo era algo poco útil en ocasiones como esa.
—Joaquín, no lo molestes, déjalo hacer su trabajo.
—Su trabajo es seguir mis órdenes.
—Y lo hace estupendo—Emilia le guiñó un ojo a Quique, desconcertándolo olímpicamente—, pero creo que su área fuerte no es la repostería ¿Entremos y bebamos algo?
Se colgó del brazo de Joaquín y juntos subieron hasta la puerta del cobertizo, donde aprovecharon de recoger a la rubia que apenas se podía mantener de pie.
Entraron sin poner mucha atención en el muchacho, habían cosas mucho más interesantes por delante, la fiesta por ejemplo.
Enrique se halló solo nuevamente, con una mano empuñada y la otra llena de billetes. Detestaba que le pisotearan.
Decidió guardarse el dinero en el bolsillo y volver a su puesto de vigilante, probablemente Joaquín no recordaría aquel episodio mañana por la mañana, no perdía nada con asumir esos billetes como una bonificación extra.
La puerta volvió a abrirse justo cuando llegó al último peldaño de la escalera. Era la tal Emilia con dos cervezas, una en cada mano.
—¿Dónde vas?—preguntó con una candidez que no le encajaba para nada.
—A vigilar, ese es mi trabajo.
—Tranquilo, Pitbull hambriento, nadie viene a meterse por acá sin invitación—Enrique no se movió ni un milímetro, no le agradaba esa chica—. Vamos, te invito una cerveza.
—¿Para qué?
—Ya te dije, me ponen los pelirrojos.
Rodó los ojos completamente hastiado de tener que hablar con la muchacha y se retiró sin decir una palabra más, la noche ya era suficientemente larga sin tener que compartirla con nadie.
Emilia sonrió traviesa y se regocijó en su pequeño triunfo. Le agradaba la gente que hacía su trabajo.
Esperaba seguir viendo al tal Ernesto, perros mal genio siempre significaban una buena dosis de carcajadas, y ella adoraba reírse hasta la inconsciencia.
···~*~*~*~*~*~*~*~*~*~*~···
I
Tomás no estaba teniendo un buen día... o semana, la verdad a no importaba el tiempo o el espacio, todo era parte de un continuo infinito de sensaciones desagradables y ánimo por los suelos.
Por lo general pasaba su tiempo haciendo cosas de provecho, no era de esos que se quedaban sentados esperando que la vida se les escurrirá bajo las narices, pero los últimos días no le producían ni la más mínima motivación. Con decir que ya llevaba dos ausencias en la escuela.
A sus padres no les importaba, hacía tres días que se habían ido de viaje a la capital y solo se enteraban de las desventuras de su hijo por boca de Lorena, quien podría jurarle a cualquiera que el pequeño Tomás sufría de una terrible y casi fulminante indigestión.
No era difícil engañar a todo el mundo. Nunca se enfermaba, por lo que su palabra respecto a su condición médica no solía ponerse en duda, por otra parte no tenía ganas de comer, y su cara los últimos días no representaba la de una persona en su mejor estado.
Era muy posible que Tomas sí estuviera enfermo, quizás su mente lo había terminado por enfermar.
No lograba dejar de pensar en Emilia.
Suponía que cuando descubriera la verdad lo superaría, como si eso la dejara descansar en paz, pero las noticias de que el misterio ya se había resuelto y el crimen había sido vengado, fueron como una patada en la entrañas.
No quedaba nada por hacer, como si su hermana hubiese dejado de ser suya por un momento eterno y se hubiese vuelto de ese maldito de Enrique.
¿Quién era de todas maneras?
Nunca había escuchado de él, y estaba seguro de conocer a todos los novios de Emilia. Sus padres tampoco lo habían mencionado, aunque, siguiendo por esa línea de pensamiento, tampoco habían mencionado el pequeño detalle de que su hermana se drogaba antes de que él naciera.
Todo le sonaba un poco forzado, como si faltara algo para unir toda la historia, para que le hiciera sentido.
Enrique conoce a su hermana, se drogan, se separan, ella vuelve a la droga, se reencuentran, ella muere.
Y todo esto sin que él siquiera lo supiera. Algo faltaba. Quizás eso era lo que no dejaba que Emilia se fuera de su mente, aquel detalle mínimo que estaba ignorando por completo.
Debía solucionarlo o sino no podría seguir viviendo sin volverse loco. O quizás ya estaba loco y necesitaba que Emilia descansara para calmar sus desvaríos.
Se restregó la cara y gruñó. Era como vivirlo todo de nuevo. De esa misma manera había comenzado a investigar la primera vez, y ahora que tenía todas las respuestas su cuerpo le exigía que siguiera buscando y buscando.
Nunca terminaría. Emilia nunca se iría.
Se estiró sobre la cama y clavó la mirada en el techo ¿Y si Felipe había mentido? ¿Y si Farías no era el asesino de su hermana? ¿Y si Enrique era el culpable real y Felipe insistía en protegerlo?
¿Por qué sentía como si necesitara hablar con él? Se le había metido entre ceja y ceja que ese hombre tenía algo para decirle, aun cuando no lo conociera, algo importantísimo sobre Emilia.
No podía seguir viviendo así, simplemente no podía.
Se levantó con la cabeza dándole vueltas, estar en cama siempre le producía contracturas y migrañas. No había nacido para ser un desocupado. Tomó lo primero que encontró en su armario y se vistió lentamente, procurando no marearse. Quizás no podía hablar con Enrique, pero conocía un lugar que tenía mucho para decir de él.
Bajó las escaleras con calma y cuidado, no quería despertar las sospechas de su falsa enfermedad.
Lorena se encontraba en el patio, barriendo las últimas hojas del otoño, completamente concentrada en sus quehaceres.
—Lore, voy por unos apuntes y regreso—comentó el chico como si nada.
La mujer le quedó mirando casi ofendida. Tomás no iría a ninguna parte así de enfermo.
—¿Has perdido la cabeza? ¿Tienes fiebre o algo por el estilo? No saldrás de esta casa mientras no te mejores.
—Ya me siento mejor—agregó sonriente. Adoraba que Lorena se comportara tan maternal con él—. Solo iré a la casa de un chico de mi clase y regresaré. No me tomará más de una hora...
—¡Una hora! ¿Perdiste el juicio? Por irresponsabilidades como esta se esparce la porcina, usted no irá a ninguna parte jovencito.
Tomás rodó los ojos y suspiró tratando de ingeniárselas con un plan maestro para convencerla, Lorena era un hueso duro de roer cuando una idea se le anclaba en la cabeza.
—Lore, ya estoy bien, y debo ponerme al día. No querrás que me quede atrás en mi último año ¿Cierto? Solo será un paseo corto, algo de aire nuevo me hará bien.
—¿Aire nuevo? Gas mortal, así lo llamo yo—se cruzó de brazos y miró a Tomás con su mejor cara de reproche—. Ya casi termina el otoño y tú sabes bien como es de crudo el invierno por acá, no te quiero agonizante para principios de Julio.
—Nadie va a agonizar Lore, no seas extremista...
Sonó el timbre justo antes de que Tomás pudiese defenderse y la conversación quedó en el aire, de cualquier manera Lorena no pensaba dar su mano a torcer bajo ninguna circunstancia.
La mujer se dirigió a abrir, seguida de cerca de un ofuscado Tomás, al parecer su plan de fingir enfermedad no era tan maestro como pensaba.
Comenzó rápidamente a armar en algún pretexto plausible que lo liberara por suficiente tiempo como para ir al departamento de Enrique y volver, algo no muy llamativo, suficientemente tranquilizador como para convencer a mamá águila, pero su línea de pensamiento fue súbitamente interrumpido por la silueta de una chica bajita y adorable en su recibidor.
—¡Amanda!—chilló Lorena emocionada—Hacía tanto que no te veía por aquí.
—Hola Lorena ¿Cómo está?
—Muy bien, mi amor. Pero pasa, por favor ¿Quieres algo de beber o algo de comer?
—No, no, así estoy bien.
Ella aún traía puesto su uniforme de la escuela y el cabello medio mojado le recordó a Tomás que los viernes ella tenía deportes. Fue en lo único que logró pensar, siempre que aparecía Amanda en su campo de visión era como perder de inmediato la lógica.
Si sus cálculos no estaban incorrectos había pasado aproximadamente una eternidad y media desde la última vez que hablaran, justo el día en que se le había ocurrido besarla a la fuerza.
No se sentía orgulloso, ni siquiera lo había disfrutado. Estaba tan repleto de rabia, celos y más rabia, que su mente solo había logrado realizar la acción, olvidándose por completo de la parte agradable del asunto.
Ese probablemente era el único beso que Amanda le permitiría y lo había desperdiciado por completo.
¡Genial!
Se sintió repentinamente estúpido y estaba en lo correcto.
—Hola Amanda—dijo desanimado, como si estuviera fingiendo enfermedad, pero sintiéndose realmente enfermo.
—Hola Tomás ¿Cómo te sientes?
—Mejor, mucho mejor.
—Pero aun así no iras a ninguna parte—agregó Lorena— ¿Por qué no llevas a Amanda a tu cuarto? Yo les llevaré algo de merendar en unos minutos.
Tomás asintió y al ver que Amanda no ponía resistencia la guio hasta su cuarto aun cuando ella conocía el camino de memoria.
A pesar de todo el tiempo que habían pasado en silencio no tenía ganas de hablarle. Otro punto que comprobaba lo deprimido que estaba, no sentía necesidad de hablar con nadie, incluyendo a su perfecta Amanda.
Le ofreció la silla del escritorio o la cama y ella prefirió el escritorio. Siempre se había sentido cohibida al sentarse en las camas de otras personas.
Él se sentó en la cama y evitó mirarla a la cara, como temiendo que bajo sus ojos mentirosos ella fuera capaz de leer su tristeza.
—¿Qué pasa, Tomás? Los chicos del centro de alumnos están preocupados porque has faltado mucho—preguntó rompiendo el silencio.
—Nada, he estado enfermo, ha sido el estómago. Ya estoy mejor, me reintegraré la próxima semana.
—Sí, pero, llevas mucho tiempo raro.
—Estaba encubando el virus. Cosas del invierno.
Amanda intentó no ser tan obvia y ocultar la verdadera pregunta que quería hacer, principalmente porque llevaba tanto tiempo sin hablar con Tomás, que cualquier muestra de interés luciría demasiado sospechosa.
—Sí pero, no sé, es como si no estuvieras. Estamos preocupados.
—No se preocupen, estoy bien.
—Bueno, pero, no lo sé, te conozco y es como si fueras un muerto en vida ¿Tienes algún problema? ¿Algo que quieras comentar?
Su insistencia le causó pena y alegría al mismo tiempo. Era agradable que alguien pudiera ver bajo su coraza, pero era lamentable que esa persona fuera Amanda. Sabía de antemano que ella seguía muy molesta por lo sucedido en su casa, pero también sabía que era tan buena persona que no dejaría que una situación como esa nublara su juicio y le impidiera abordarlo con la simple intención de ayudarle.
—Amanda, te agradezco la preocupación, pero entiendo que no te sientas cómoda siendo la mensajera del centro de alumnos.
—¿A qué te refieres?
—A que tú y yo no hemos tenido encuentros muy afortunados en el último tiempo y no quiero incomodarte solo porque los chicos del centro de alumnos están preocupados.
—¿Te refieres a lo que pasó en mi casa?—preguntó ella comenzando a sentir las mejillas a fuego vivo.
—Sí.
Volvieron a la dinámica del silencio y Tomás buscó alguna manera agradable de despacharla sin que ella tuviera que rogárselo, pero sus pensamientos fueron nuevamente interrumpidos por un tercero.
—Sé que me dijiste que no querías nada, pero te he traído un té con algunas gotas de limón ¿Así te gustaba, no?—Lorena entró al cuarto con la bandeja cargada de galletas, emparedados de queso y dos tazas de té—. Tú aún no puedes comer nada muy pesado, así que solo te he servido té.
—Gracias, Lore—Tomás maldijo, justo cuando creía que podría despacharla.
—Muchas gracias Lorena—Amanda sonrió cortés, como siempre.
Se retiró del cuarto sin saber cuánto le odiaba Tomás en ese preciso momento y probablemente nunca llegaría a enterarse.
Amanda tomó una galleta y se llenó la boca de comida con tal de no hablar, había una sola cosa que se negaba terminantemente a comentar y esa era del dichoso beso entre ella y Tomás.
Podían llamarla infantil o tonta, pero la única manera de realizar la petición de Melchor y ayudar a Tomás era ignorando y borrando por completo aquel episodio de su mente. Era complicado pero no imposible, solo necesitaba enfocarse en otra cosa.
Tomás tampoco hizo demasiado para mantener la conversación, entre más callados se mantuvieran, mejor. Comerían en silencio, ella se marcharía, buscaría una excusa para salir, revisaría la casa del tal Enrique y volvería a su hogar como si nada.
Solo debía mantener las aguas tranquilas, solo eso.
—Ya no hablas mucho con Melchor ¿Se han peleado o algo?—se aventuró ella a preguntar, tenía un misión y deseaba cumplirla antes de irse.
—¿Te ha comentado algo?
—No es la persona más comunicativa—respondió entre risillas—, casi todo lo que tiene que ver con él lo saco por inferencia ¿Qué ha pasado entre ustedes? ¿Es mi culpa?
—¿Tu culpa? ¿Por qué sería tu culpa?
—No lo sé, estabas muy ofuscado la última vez, cuando te enteraste que lo besé.
—Eso ya no importa... ¿Están juntos?
—¿Quiénes?
—Tú y Melchor.
La cara se le volvió aún más roja de lo normal. No era posible que insinuara algo como eso, impresionantemente ridículo.
—No, claro que no, ese beso fue un terrible error y nosotros somos solo amigos.
—Es bueno saberlo. Aléjate de él, es una mala persona.
Y hasta ahí llegaba la paciencia de Amanda. La impactaba lo mucho que le enervaba que hablaran mal de Melchor, aun cuando se tratara de Tomás.
Dejó la taza de té sobre la bandeja y lo encaró extremadamente molesta.
—Sabes una cosa, no te entiendo. Primero me dices que lo odias, después lo ayudas, después vuelves a odiarlo, luego te peleas por él en una fiesta, luego vuelves a odiarlo ¡Decídete de una buena vez!
—No es una buena persona Mandy, sé de lo que habló.
—Déjame decirte que no tienes una idea, Melchor es... Melchor es... Melchor es millones de veces más honesto de lo que tú has sido conmigo.
Tomás sintió unas ganas ridículas de carcajear.
¿Melchor? ¿Honesto? Debía ser una jodida broma. Ese hijo de puta era todo menos honesto, era un tramposo, un estafador, un maldito que se había reído en su cara. Ni un solo pelo en su cuerpo era honesto, estaba compuesto por completo de mentiras, una tras otra.
—Como se nota que no lo conoces ¡Pregúntale Amanda! ¡Pregúntale por qué no le hablo y veamos si sigues pensando lo mismo!
—¡Dímelo tú, vamos!—Tomás la miró serio pero no dijo nada. Amanda continuo—¿Sabes por qué estoy acá? Porque él me lo pidió. Está preocupado.
—No está preocupado, tiene cargo de conciencia ¡No me gusta que estés cerca de él!
—¡Ese no es tu problema!—rugió levantándose de la silla. Tomás estaba pasándose de la línea—¡No te entiendo Tomás! Me tratas como si fuera algo tuyo, pero no lo soy, no tenemos ningún tipo de relación ¡Me rechazaste por otra chica! ¿Lo recuerdas?
—Lo recuerdo.
—¿Dónde está esa chica ahora?—le encaró. Llevaba tanto tiempo queriendo decirle esas palabras. Sacar de su sistema aquel reproche tan de adolescentes—No la he visto preocupada por ti, no la he visto buscarte o preguntar por ti ¡Por todos los cielos que ni siquiera sé quién es! Hasta esa mala persona llamada Melchor se preocupa más por ti que esa chica. Todo el mundo se preocupa más por ti que esa chica ¡Yo me preocupo por ti! Respóndeme Tomás ¿Dónde está?
Tomás lo supo entonces, entendió por fin que era lo que le sucedía. Faltaba una parte de la historia de Emilia, la parte más importante, faltaba Emilia.
—Está muerta—susurró con un hilo de voz, sintiendo como comenzaban a resbalar la lágrimas por sus mejillas—, se ha ido, ella se ha ido.
Amanda no necesitó ninguna palabra más para comprender lo que estaba sucediendo. La chica misteriosa era Emilia, siempre había sido ella.
Se acercó hasta Tomás completamente arrepentida por sus palabras, más al verlo llorar. Tomás no lloraba, nunca lo había visto hacerlo.
—Oye, tranquilo, está bien.
Él ocultó la cara entre sus manos e inició un casi inaudible sollozo. Emilia estaba muerta, no iba a volver, no importaba que hiciera, no importaba que descubriera, ella estaba muerta.
Nuca había buscado venganza, nunca había buscado un culpable, lo único que deseaba de verdad era a su hermana. Quería su olor y quería esos abrazos apretados que solo ella sabía dar. Quería sus postres de plátano y quería sus besos de buenas noches. Simplemente la quería a ella, y ella se había ido.
Rompió en llanto, fuerte y claro, y Amanda no pudo evitar abrazarlo.
—Yo solo quería...—susurró—, es solo que la extraño demasiado.
—Lo sé, lo sé—le dijo mientras acariciaba su espalda.
—Solo quiero un abrazo más ¿Es mucho pedir? Solo quiero escuchara nuevamente ¡Que me diga lo que quiera pero que me diga algo!—se aferró a Amanda como si la necesitara para respirar— ¿Por qué tenía que morir? ¿Por qué no podía quedarse conmigo? La extraño mucho Amanda. Duele de tanto que la extraño.
Amanda lloró también y lo abrazó con fuerza.
No tenía nada para decirle porque sabía que no había nada en el mundo para decir que le quitara el dolor. Era lo terrible de la muerte, solo se la lleva el tiempo.
Había sentido lo mismo cuando muriese su madre, un dolor tan grande e infinito que pensó que jamás volvería a sentirse feliz. Pero había pasado, le había tomado años, pero había pasado.
Al final el tiempo, aunque sonara a frase manoseada, lo curaba todo.
—Tranquilo, vas a estar bien, yo me voy a quedar contigo ¿De acuerdo? Vas a estar bien, no voy a dejarte solo.
Se quedaron así todo lo que Tomás lo necesitó. Le había tomado muchísimo tiempo pero por fin lo había descubierto, había perdido a Emilia, había perdido a la única persona que amaba incondicionalmente.
II
Llegar a casa después de una clase de deportes era reconfortante... por lo general. Luego de pagar todos los pecados cometidos durante su vida—en forma de lagartijas, sentadillas, vueltas a la cancha y abdominales—, tomar una ducha, comer algo y holgazanear en el sillón mientras leía algún buen libro era todo lo que necesitaba para ser feliz. Deportes podía lograr que apreciaras las pequeñas cosas que te entregaba la vida.
Melchor lo sabía, y trataba de disfrutar el tiempo de calidad que el universo le entregaba al máximo, pero cuando llegaba a su casa exhausto después de una terrible clase de deportes en el infierno y se encontraba con el director sentado en su sala, solo podía pensar que la vida lo odiaba por completo y que lo único que quería era verlo completamente metido en las drogas con tal de restablecer el statu quo.
Lanzó su mochila sobre la mesa del comedor y se cruzó de brazos.
Estaba sudado, cansado y apestaba a transpiración y hormonas, era un pésimo momento para que Letelier se fuera a meter a su casa.
—¿Qué haces acá?
—Me encontré con tu madre en...
—Te encuentras demasiado con ella últimamente ¿No deberías estar en la escuela?
—Hoy hubo una reunión a nivel regional y recién regresé—se sintió algo tonto por darle explicaciones a uno de sus alumnos pero prefería las cosas de esa manera, transparentes y claras.
—Hoy hubo una reunión a nivel regional—lo remendó con voz de estúpido—. Quiero que entiendas una cosa Letelier, Magdalena está fuera de tus ligas, muy fuera de ellas ¿Te crees que por qué no está mi hermano vas a hacer lo que quieras? Somos hijos de la misma persona, somos igual de aterradores.
—No entiendo a qué te refieres—lo contrarió Guillermo.
—Ella lleva cinco años viuda y recién ahora se te ocurre comenzar a cortejarla... justo cuando mi hermano no está en casa.
—Melchor, por favor, no tiene nada que ver...
—Sí claro ¿Qué tanta cara de tarado me ves?—bufó amenazante—Quiero que entiendas las tres N: entre Magdalena y tú, no, nada y nunca ¿Lo tienes?
Guillermo se asombró por un minuto, tenía enfrente a Gaspar Valencia a sus dieciocho años. El mismo porte orgulloso, las palabras secas y la mirada dura. Físicamente ambos eran iguales a Baltazar, mismo cabello, mismos ojos, misma piel, pero de carácter distaban mucho. Baltazar solía ser de esas personas altivas y despreciativas, siempre mirando a todos quienes le rodearan como inferiores, mientras que esos chicos, tanto Gaspar como Melchor, te miraban como un igual y te enfrentaban como tal. No se colocaban en una posición superior, pero de alguna manera sabías intrínsecamente que ibas a perder.
—Lo tengo Melchor—respondió con algo de alegría. Era increíble notar que Melchor comenzaba a parecerse a Gaspar, más cuando lo había visto tan maltrecho a principio de año—. No, nada y nunca ¿Podemos ser amigos por lo menos?
—No, nada y nunca. Aplícalo a todo lo que tenga que ver con ella.
—De acuerdo—sonrió levemente—. Y hablando de relaciones, supe que te peleaste con Gonzalo.
A Melchor se le descompuso aún más el ánimo. Gonzalo era la peor de las plagas.
Por alguna razón el chico estaba obsesionado con él, lo que no le gustaba para nada, más cuando exigía al maestro de deportes agregarle dos vueltas más a la cancha y seis series de sentadillas. Lo peor había sido en el partido "amistoso" de basquetbol, porque Gonzalo sí que tenía buena puntería, para darle sobre su cabeza.
Así era como habían terminado a empujones, nada grave, pero realmente lo había logrado sacar de sus casillas.
—¿No estabas en una reunión regional?
—Tengo ojos en todos lados... aparte existen los teléfonos—le mostró el celular con una sonrisa ladina en la cara, la cual se borró al notar que a Melchor no le hacía gracia—. El profesor Sánchez me contó que tuvo que separarlos. No sé porque se llevan tan mal ustedes dos.
—Él empezó.
—¿Con lo de la prueba de química?
—Sí ¿Ya lo sabías?
—Cristina me lo dijo.
—¿Por qué no has hecho nada?
—No tengo pruebas
—¡Deberían expulsarlo!
—Aunque tuviera pruebas no lo expulsaría Melchor—respondió tranquilo.
—¿Por qué? Hacer cosas como esa está mal.
—Por la misma razón por la cual no te expulsé a ti cuando faltaste casi medio año hace dos años, aun con todos los profesores en desacuerdo.
Melchor frunció el ceño ¿A que venía eso? No había punto de comparación. Las cosas que él había hecho habían sido en contra de sí mismo, las cosas que hacía Gonzalo eran en contra de los demás.
—Es distinto.
—La situación es distinta, pero el principio es el mismo. Ambos son chiquillos sin experiencia en el mundo real, me parece injusto cerrarles las puertas por un error que cometieron motivados por las hormonas y la inexperiencia.
—Intentó que me expulsaran. Eso es mucho más que hormonas e inexperiencia.
Guillermo suspiró y torció la boca.
—Melchor, hay dos tipos de personas: las que ven situaciones y las que ven contextos. Te conozco de pequeño y estoy muy seguro de que tu inteligencia te permite ver más allá de las situaciones. Gonzalo es un chico con temperamento, eso es muy cierto, pero además de tener temperamento tiene claras falencias en el ámbito educacional, es disléxico, aparte tiene un padre muy estricto, ya conoces al profesor de química, es tan rígido que no admite el más mínimo error. A Gonzalo siempre lo han presionado para que tenga notas de excelencia, pero simplemente le cuesta más. Quizás la empatía no es tu fuerte pero ¿no te sentirías enojado si de repente alguien llegara e hiciera lo que a ti te ha costado tanto lograr, sin siquiera esforzarse?
—Eso no lo justifica.
—No lo estoy justificando...
—¿Y qué me pides que haga? ¿Qué lo perdone y le invite a tomar un helado?
Letelier se rio, definitivamente ambos hermanos estaban cortados por la misma tijera.
—No te estoy pidiendo nada, Melchor. Te estoy explicando porque no voy a expulsarlo—se acomodó en el sillón y le miró con una tranquilidad paternal—. En la vida todos cometemos errores garrafales, y cuando los cometes todo el mundo te cierra las puertas en la cara. La gente común ve situaciones Melchor, y las situaciones son concretas y no están sujetas a interpretación. Juzgar es fácil así que cuando metes la pata a lo grande te dan la espalda. Sé que entiendes a lo que me refiero, porque ya te has equivocado mucho, pero créeme que no has siquiera empezado a vivir, y vas a cometer más y más errores, yo lo sé, tu madre lo sabe, tu hermano lo sabe, así son las cosas.
» Pero aún eres un niño, aún estás formándote y mientras esté en mis manos que mejores, voy a darte todas las oportunidades que necesites, y a Gonzalo también. Me parece injusto cerrarle las puertas tan temprano a un niño, quiero creer que mientras no seas un adulto aún hay esperanzas de mejorar, de superarse. Por eso me convertí en profesor Melchor, porque creo en que la gente no es desechable, porque creo que las bases lo son todo.
»Gonzalo no es simplemente el chico malo de la película, hay más matices que ese, hay contexto. Esos son mis principios, en eso creo, y con eso trabajo ¿En qué crees tú, Melchor?
Por un instante, solo por uno, Melchor se sintió seguro. No del tipo de seguridad que te hace subir un risco, sino del tipo que te hace pensar que aunque lloviera a cantaros estarías protegido. Por un instante, aunque fuera solo uno, Melchor deseó haber tenido esa conversación antes.
Pero era orgulloso ante Letelier, y no iba a dejárselo saber. La sabiduría de los adultos le resultaba de cierta manera fascinante y al mismo tiempo ingenua.
—La gente no cambia—respondió aún con los brazos cruzados.
—Los adultos no cambian, pero quiero creer que los niños son diferentes, y ustedes aún son uno niños.
—Tú serás el niño.
—Nada me haría más feliz.
Guillermo tenía algo especial, algo calmado y meditativo, algo completamente opuesto a su padre, algo que repentinamente le comenzaba a gustar. Quizás su madre no estaría tan mal a su lado, cabía la posibilidad que Guillermo no fuera tan mala opción.
—¡Lo siento por la tardanza! Me he quedado esperando que hirviera el agua—Magdalena salió de la cocina con dos tazas de café en la mano, y se encontró con la escenas de su hijo y Guillermo conversando en la sala—¡Melchor! No te oí llegar, hijo ¿De qué conversan?
—Charlábamos sobre niñerías—contestó Guillermo, siempre con la sonrisa a flor de labios, guiñándole un ojo a Melchor.
—Sí, Letelier me estaba comentando que quería invitarte a salir para tu cumpleaños. Yo le dije que era cosa tuya—Guillermo se petrificó por completo ¿Qué era lo que había dicho?—. Me parece muy estúpido que me pida permiso a mí y no a ti.
—Melchor, cuida tu vocabulario.
—Aun así es estúpido...
—Yo no... Melchor... él—balbuceó—. No quiero importunarte, sé que tienes mucho trabajo.
—Que tierno Guillermo, pero no es necesario que me invites...
—No, no ¡Yo quiero!—notó la impaciencia en su voz y se reguló un poco—Ya sabes, almorzar algo, pasear, por ahí, una película... Como amigos.
—Nada de lugares oscuros—masculló Melchor.
—¡Melchor! ¿Qué insinúas?
—Nada, solo quiero recordarle al director las tres N.
—¿Las tres N?—Magdalena parecía perdida.
—Nación, naranja y nubosidad. Es un chiste interno. No te preocupes—mantuvo la compostura e intentó cambiar el rumbo de la conversación sutilmente—. De cualquier manera, estoy seguro de que estás muy atareada con lo de los pasteles, no quiero que te retrases...
—Pierde el cuidado, ya he conseguido a alguien que me ayude.
—¿Alguien que te ayude? ¿Quién?
Magdalena solo sonrió.
III
—¿Estás trabajando para quién?—a Teresa se le cayó la cara de asombro.
—La señora Magdalena—contestó Gloria mientras picoteaba la ensalada de tomates y queso de cabra.
—¿Haciendo qué?—inquirió Sonia atónita.
—Pasteles.
—Pero si tú no fríes ni un huevo, con suerte calientas agua—agregó Cristina.
—Ya, ya, déjenla—las calmó Mónica—. Ella verá lo que hace.
Gloria asintió seguro y continuó comiendo con calma, necesitaba un trabajo con urgencia, y si tenía que aprender una nueva área por completo con tal de tenerlo, lo haría. Si había algo de lo cual no la podían acusar era de ser floja.
—Estoy muy contenta por ti hija—comentó su madre— ¿Qué harás específicamente?
—Decoración—Teresa bufó tratando de contener la risa—¡Cállate Teresa! Soy completamente capaz. La repostería y la peluquería no son tan distintas.
—Me tenías, te lo juro—acotó Sonia—hasta ese argumento.
Teresa carcajeó al igual que René, y fueron acallados por la mirada reprobatoria de Susana. De inmediato Teresa cambió el rumbo de la conversación.
—Bueno, veámosle el lado positivo, así las familias estarán más cerca para cuando Titi y Melchor formalicen ¡Uhhhhhhh!—todos rieron con fuerza, todos menos Cristina quien se limitó a rodar los ojos y encogerse de hombros.
—Que infantil, Teresa—arguyó Cristina antes de meterse un trozo de pollo a la boca.
—¿Solo eso?—Teresa se encontraba completamente consternada—¿No vas a tirar tu plato por la ventana y mandar a volar tu relación sanguínea conmigo?
—He madurado, Teresa, palabra que veo tú desconoces por completo.
Todos se miraron confundidos tratando de hallarle una explicación al extraño comportamiento civilizado de la menor de las Marambio.
Sonó el timbre y Cristina se levantó rauda, sabía quién era, solo una persona en la tierra coincidía perfectamente con la hora de la cena.
—Voy a atender, debe ser Antonio—comentó retirando su plato de la mesa.
—¿Antonio? Creí que ustedes habían terminado—Mónica no cabía dentro de su asombro.
—Sí, pero somos mejores amigos, eso no cambia.
—Me parece muy maduro de tú parte, hija—René se sentía muy orgulloso, aun cuando sabía que a Titi no había que creerle ni la mitad de las cosas que decía.
—Gracias papá, iré a hablar con él.
—Bien, recuerda que hoy te toca secar la loza ¿De acuerdo?
Cristina sonrió y asintió mientras se retraba en dirección a la puerta.
Abrió y salió a recibir a Antonio, claro que era él ¿Quién más?
Entró en su papel de mujer resentida y se cruzó de brazos asumiendo una posición de altivez y enojo.
—¿Qué quieres Gonzales? ¿Vienes a ignorarme en mi propia puerta también?
—Titi...
—No me digas Titi, y no tengo ganas de hablar contigo ahora mismo, estoy cenando.
—Lo sé, lo siento, siempre vengo en mal momento—ella no varió su postura intransigente, era un hueso duro de roer cuando se molestaba por algo—, solo quería disculparme, he sido ruin contigo, y no te lo merecías.
—Claro que has sido ruin y claro que no me lo merezco—hizo una pausa dramática y bufó—, pero te lo perdonaré esta vez, a cambio de una semana comprando mi almuerzo.
—Pero si tú traes comida desde tu casa.
—¡Eh! Nada de peros.
—Bien, una semana ¿Estamos bien?
—Eso creo... Ahora dime ¿Qué haces acá?
Antonio frunció el ceño y trató de mirarla con incredulidad.
—Vine a disculparme ¿Qué más?—Cristina sonrió con suficiencia.
—Antonio, te conozco desde que tenemos seis años, sé que algo te molesta.
Él chico metió las manos a los bolsillos y luego infló una mejilla como si fuese un niño pequeño.
A Cristina le enternecía que incluso con el pasar de los años Antonio siguiera mostrando la misma pose infantil cada vez que se sintiera vulnerable. Era un bebé, siempre lo sería.
Se sentó en los escalones del pórtico e invitó a Antonio para que la acompañara, la conversación, como siempre, iría para largo.
—Lo extraño.
—¿A quién?
—Felipe.
—Ve y háblale.
—No puedo hacer eso—respondió ofuscado—, él y Melchor mintieron. Es imperdonable.
—Fue por una buena razón, yo hubiese hecho lo mismo.
—Tú quizás, yo nunca haría algo así.
—Claro que no lo harías, señor correcto, te crio el capitán de la policía, no matas una mosca. Para el resto de los mortales, mentir por un hermano o un amigo es lo más normal del mundo.
Antonio resopló inquieto tratando de entender lo que Titi decía con tanta convicción. Pensó en Francisco ¿Mentiría por él? No lo sabía, aunque podría asegurar que él no haría algo tan estúpido.
No, no lo entendía.
—Tomás está muy herido, casi destrozado. Eso es culpa de Melchor y de Felipe.
—Lo sé. Hay que darle tiempo.
—¿Tiempo? Creo que hay que darle una explicación convincente.
—También, pero lo mejor es dejar que corra agua bajo el puente. Al final las cosas como estas se las lleva el viento. La pena, la tristeza, la desesperanza, todo se va con la brisa.
Antonio le encontró algo de razón, tarde o temprano todo pierde sentido, tanto el odio como el amor.
—¿Y qué pasa con eso que no se lleva el viento? ¿Qué pasa con lo que nos queda?
—Aprendemos a vivir con ello, Anto, aprendemos a vivir con el pasado.
Cristina dejó su cabeza descansar en el hombro del muchacho y suspiró. Se sentía intranquila, como si un tifón tremendo se acercara hacia ellos, pero no podía encontrarlo en el horizonte. Una fuerza natural se aproximaba, una que con sus vientos huracanados terminaría por arrasarlo todo.
—Yo creo que si lo extrañas deberías hablar con él—agregó a sabiendas de que sería lo último que conversaran sobre el tema.
—Me lo pensaré.
La puerta de la casa de al lado se cerró y Melchor apareció en el campo de visión de los chicos.
Antonio se tensó pero Cristina le golpeó con el codo en las costillas.
—Compórtate, si extrañas a uno tienes que ser bueno con el otro también—le masculló mientras Melchor se acercaba a ellos.
—Hola—saludó casual el chico.
—Que sepas que sigo enojado contigo—gruñó Anto—pero tengo que ser consecuente ¿Qué sucede?
Cristina rodó la mirada y suspiró. Nunca entendería a los hombres, menos a los que tenían algo que ver con la policía.
—Yo solo quería preguntarle a Cristina si sabía dónde vivía Gonzalo.
—¿Gonzalo Ramírez? ¿El mismo con el que te agarraste a empujones hoy? ¿Para qué quieres esa información?—Cristina sonaba preocupada, si no era uno era el otro, pero todos los chicos andaban por ahí haciendo estupideces. Le provocarían una úlcera.
—Tengo un asunto pendiente.
—¿Un asunto pendiente? No se te ocurra ir a su casa a cobrar venganza, Melchor—le amenazó Titi.
—No es eso.
—No quiero enterarme que te has puesto violento sin razón.
—¡No es eso!
—Además Gonzalo podría partirte la cara—comentó Antonio tratando de no hacerse parte de la conversación.
—¡Cristina le partió la cara!—respondió Melchor.
—Cristina podría partirte la cara.
—¡Oye!—se quejó la chica.
—¿Qué? Tienes buen brazo, siempre has tenido muy buen brazo—Antonio se encogió de hombros y Melchor asintió—. De cualquier manera ¿Para qué quieres su dirección?
—Tengo algo importante que decirle, algo que no puede esperar.
Antonio miró a Cristina y ella le miró de vuelta. Algo estaba por pasar, ambos podían sentirlo.
IV
Gonzalo abrió la puerta aún vestido con el uniforme escolar. El reloj marcaba las nueve y ya era de noche. Su madre levantaba la mesa junto con su hermana, su padre terminaba de revisar unos trabajos de la escuela y Melchor Valencia estaba en su puerta.
Pestañeó un par de veces antes de lograr entender que lo que estaba sucediendo era real ¿Por qué Valencia estaba en su puerta? ¿Qué le hacía pensar que podía venir a tocar a su puerta?
—¿Valencia? ¿Qué mierda?
—Soy superdotado—lo soltó como si le pesara mantener las palabras en la boca.
—¿Ah?
—Soy superdotado. Tengo una especie de memoria fotográfica, una capacidad impresionante para los cálculos mentales y una comprensión lectora superior. Así fue como llegué hasta el último curso. Abría un libro unos minutos antes de la prueba y retenía suficiente información como para aprobar. Matemáticas era un poco más difícil, no es cosa de solo leerlo, pero trataba de hacer algunos ejercicios y ya está. En el caso de química, me aprendí la tabla periódica cuando tenía siete, podría recitártela, completa. Número atómico, peso, cantidad de electrones disponibles, al revés y al derecho. Hidrógeno, Helio...
—¿Superqué?—le interrumpió Gonzalo
—Superdotado.
—¿Crees que soy imbécil?
—¿Quieres que te responda honestamente? La mayoría del tiempo lo pienso, pero no es lo importante—Gonzalo rechinó los dientes.
—¿Para qué me vienes a decir esto? Son las nueve de la noche.
—Porque no hice trampa, nunca he hecho trampa, ni siquiera cuando peligraba perder el año. Puede que haya recibido algo de ayuda respecto a la asistencia, pero nunca copié en una prueba, sin importar la dificultad. Mis notas son mías—se paró con toda la dignidad que tenía y le clavó la mirada azul a Gonzalo—, y solo para que quede registro, mi madre no se ha acostado con nadie para ayudarme, y si lo vuelves a mencionar te parto yo mismo la cara ¿Entendido?
—¿Vienes a amenazarme en mi propia casa Valencia?
—Claro que sí, no soy de los que atacan por la espalda. Ten claro que nadie se mete con mi madre.
Gonzalo soltó una risa llena de cizaña y se cruzó de brazos.
—Entonces eres súper inteligente ¿Cierto?
—En palabras simples... sí.
—Y has pasado todos los años gracias a tu súper cerebro.
—Algo así.
—¿Y qué? ¿Piensas ofrecerme tus tutorías desinteresadas porque eres todo un mártir?
—No pensaba hacerlo, pero ya que lo mencionas...
Gonzalo le cerró la puerta en la cara, muy sonoramente. Melchor esperó que la volviera a abrir. No sucedió.
—Esto me pasa por ser buena gente. Maldito Letelier.
Levantó el cuello de su chaqueta y se retiró con las manos en los bolsillos, caminando a paso lento de vuelta a su hogar.
Había dado el primer paso, había dejado que le torcieran la mano, era momento de retirase con la conciencia limpia. Gonzalo podía irse al demonio si quería.
Gonzalo debería, definitivamente, irse al demonio.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top