La importancia de decir no
Antonio acarició la cabeza rubia de Cristina lentamente mientras ella miraba al horizonte con cara de desesperanza. Llevaba dos días así de triste y por fin Anto había logrado que hablara.
—Entonces me dijeron que no saldrían más conmigo porque yo era muy coqueta y ese no era su estilo.
—Estúpidas arpías—maldijo él con la cara deformada por la ira.
—Realmente no sé qué fue los que les hice.
—¡Tú no les hiciste nada!—exclamó molesto—Lo que sucede es que ellas son horribles por fuera y por dentro y tú les robas protagonismo.
—Pero yo no quería…
—¡No, no!—dijo casi perdiendo los estribos—No es tu culpa. Si realmente valieran la pena los chicos se fijarían en ellas, pero dado que son horribles personas nunca nadie las tomará en serio.
Cristina hizo otra mueca de tristeza y suspiró como si no quedara nada en que creer. Estaba casada de no poder hacer amigas ¿Por qué no aprendió a hacerlo de pequeña? Quizás si hubiese pasado más tiempo intentando agradarles a sus compañeras y menos tiempo subiendo árboles con Melchor, Tomás y Antonio, la adolescencia sería más fácil en esos momentos.
Era como si las chicas la rechazaran por el simple hecho de que ella era ella. No había nada que pudiese hacer, porque por mucho que lo deseara no dejaría de ser Cristina Marambio.
—Quizás no debería usar vestidos, ni peinar mi cabello.
—No, no y no. Nada de cambiar para que te acepten.
—Pero…
—A mí me gustas tal cual eres.
—¡Pero tú eres un chico! No soy competencia para ti—gimoteó estresada. Por eso era que quería una amiga con tantas ganas, Antonio simplemente no la entendía—Solo quiero una chica con la cual hablar de cosas de chicas.
—¿Y tus hermanas?
—No es lo mismo ¡Deja de tratar de consolarme Antonio! Se te da fatal—gruñó finalmente.
—Ahora estás siendo grosera—se quejó él.
—¡Lo sé, y lo siento! Es solo que… solo… me gustaría ser como las demás chicas Anto. Me gustaría pasar desapercibida. No quiero ser bonita, ni encantadora…
—Pero lo eres Titi—le interrumpió—, eres preciosa y muy especial, y no debes dejar que nadie te quite eso. Puede haber muchas chicas en el pueblo pero hay una sola Titi, la cual por fortuna es mi amiga, y puedo decir por experiencia propia que si no quieren ser tus amigas ellas se lo pierden.
Le sacó una pequeña sonrisa a la chica quien se dejó abrazar por él. Todo el asunto de ser una chica más la agobiaba, pero mientras tuviera a Antonio el futuro no se veía tan negro.
—Supe que una chica te invitó a salir—comentó Cristina después de un rato, solo para cambiar de tema.
—Sí, se llama Nicole.
—¿Y? ¿Te gusta?
—Algo, es bonita, va en mi clase—ella le propinó un codazo en el costillar y él se puso rojo.
—Eres todo un galán. Quien hubiese predicho que aquel chico alto y desgarbado se convertiría en todo un rompecorazones.
—Si lo dices así es más vergonzoso.
Rieron como niños por un buen rato, y después regresaron a sus quehaceres. Cristina no iba a rendirse, encontraría una amiga, aunque la vida se le fuera en ello.
···~*~*~*~*~*~*~*~*~*~*~···
Melchor salió de la ducha sabiéndose pálido y ojeroso. No tenía espejo pero no necesitaba uno para tener la cereza que su aspecto no era el más saludable.
Se sentía como un saco de box en pleno entrenamiento y sabía que lucía tan molido como uno.
El reloj de pared marcaba las tres y media de la madrugada, su madre dormía plácidamente y sus sabanas estaban empapadas en sudor.
Era como si una maldición silenciosa lo hubiese atrapado, pero desde el mismísimo día de la feria que no dormía. Las pesadillas lo asediaban, atormentaban su mente y lo despertaban hasta diez veces por noche. Le desagradaba la sensación pegajosa de su propio sudor en la ropa, el calor que lo embargaba y le dificultaba la respiración, el cobertor asfixiándolo, el tic tac del reloj, todo.
Era tanta la desesperación que corría al baño y se daba una ducha. Podía llegar a hacerlo hasta seis veces por noche. Después se ponía algo limpio, sacaba la ropa de cama y recostaba sobre el colchón para volver a conciliar el sueño hasta que llegase la mañana, o hasta que la siguiente pesadilla lo sacara tembloroso y asustado de la cama.
Estaba exhausto, cansado hasta la medula. Nunca antes había deseado tanto dormir, pero no lograba hacerlo. Hasta algo de miedo se arraigaba en él, terror a cerrar los ojos y volver a ver las mismas imágenes escabrosas y distorsionadas de siempre. No estaba seguro de cuánto tiempo más soportaría así antes de que su espíritu se quebrara, suponía que no mucho.
Entró en su cuarto, dejó la toalla sobre la silla y buscó entre la ropa algo fresco. Ya casi no le quedaba nada limpio, alguna poleras viejas de Gaspar, calzoncillos desgastados, un pantalón de buzo, camisas para la escuela y el resto de su uniforme.
Se decidió por la ropa heredada por su hermano y después de vestirse se lanzó a la cama. No había mojado tanto las sabanas así que podía acostarse sobre ellas sin sentirse tan asqueroso.
Recordó repentinamente que unos meses antes no hubiese soportado tal tortura, ni una sola noche. A estas alturas estaría en la calle esperanza, haciendo de las suyas y sin sentir ni un solo remordimiento.
Tampoco había que ir tan atrás para notar que las cosas habían cambiado, era cosa de pensar en cuando recién partía la escuela. En aquella época los dolores musculares lo hacía gritar, maldecir y hasta llorar, y ahora estaba tirado en la cama, con los brazos detrás de la cabeza soportando con un garbo envidiable la misma sensación de carne molida.
Miró a hacia la ventana, no era difícil escaparse, solo le tomaría medio minuto descender por el balcón. Su madre dormía profundamente al igual que todo el barrio.
Era realmente muy fácil, pero ¿desde cuando esa posibilidad le parecía tan distante, tan incorrecta?
Como cambian las cosas, pensó con cierto orgullo, y se levantó solo para admirar como no iría a ninguna parte esa noche.
La brisa le golpeo la cara, poco a poco se hacían más frías las noches, pronto comenzaría la temporada de lluvia y con ella vendría la nieve. No tenía claro si le gustaba o no la nieve, tenía malos recuerdos con ella, pero también tenía buenos.
Puso las manos en la baranda y aspiró todo el aire que sus pulmones eran capaces de contener. El frio lo calmaba.
—¿Dónde vas?—se sobresaltó al darse cuenta de que no estaba solo. A su izquierda, sentada en el balcón de al lado, estaba Cristina—Dime que no piensas salir a drogarte por ahí, porque no me siento con ánimos de detenerte.
Estaba pintándose las uñas a las tres de la mañana en el balcón de su cuarto. Melchor supo entonces que no era el único con problemas de insomnio.
—No tienes por qué hacerlo—respondió con la misma pedantería de Titi.
—¿Y cómo miraría a tu madre a la cara?—observó sus manos y bufó, no le gustaba el color—Trata de no saltar por el balcón porque no pienso atajarte, acabo de pintarme las uñas. Solo voy a gritar tan fuerte que todo quien viva a diez kilómetros de distancia va a enterarse.
—¿Eso es una amenaza?
—No, es un hecho. Pon un pie en esa baranda y todos sabrán donde vas.
—Eres como una maldita plaga—se quejó.
—Gracias, es lo que hago.
Melchor esperó que Cristina entrara a su cuarto nuevamente, pero ella se quedó en el suelo, sentada a lo indio, probando todos sus colores de esmalte.
—No es necesario que me vigiles, no haré nada.
—¿Quién dice que te estoy vigilando? Estaba aquí desde antes que llegaras, si quieres privacidad vete a tu cuarto—ni siquiera lo miró. En ese preciso momento sus uñas lucían años luz más interesantes que su vecino.
—No me digas que hacer.
—No es una orden, es un consejo. Tómalo o déjalo.
Detestaba esa manera que Cristina tenía de decir las cosas, como si fuese la dueña de la verdad. Como si estuviera por encima de todos y solo por obra y gracia de alguna fuerza mística se dignara a compartir algo de su vasto conocimiento con los simples mortales.
Optó por ignorarla, el aire le hacía bien a la cabeza y no dejaría que la chica se lo arruinara.
Se mantuvieron callados, cada uno en su mundo, dándole vueltas a sus propios problemas con la frescura de la madrugada pegándoles en la cara.
—Valencia—dijo Cristina destruyendo la calma—¿Somos amigos? Es decir, tú eres amigo de Tomás y de Antonio, yo también, te salvé con lo de química y ayudé a tu madre y a Felipe con lo de los pasteles ¿eso nos hace amigos?
La pregunta tomó por sorpresa a Melchor, pero no dudó ni un segundo en la respuesta.
—Claro que no.
—Maravilloso, comenzaba a agobiarme esa idea—agregó con una sonrisa ancha en la boca.
—Eres la única persona en la tierra la cual podría agobiarse con tener amigos.
Titi dejó de sonreír y sopló sus dedos. Melchor había dado justo donde dolía.
Había vuelto a la escuela con todo las energías recargadas, había buscado a Patricia para arreglar todo lo que estuviese sucediendo entre ellas y había conseguido lo mismo de siempre: «Ya no podemos ser amigas, no creo que sea bueno que me junte contigo»
¿Qué era exactamente lo que espantaba a la gente?
En el caso de Pati lo entendía, ella no era la persona más valiente sobre la tierra, y más que estar incómoda con Cristina, estaba asustada de Nicole.
Lo entendía, pero eso no hacía que se sintiera menos sola.
—No me agobia tener amigos—dijo con un tono frio como el hielo—, me agobia ser tu amiga—se levantó tratando de controlar su ira y recogió sus cosas. Le entregó una última mirada venenosa al chico y habló—Deberías dejar de evitar a Amanda.
—¿De qué hablas?
—No te hagas el tonto, me siento justo delante de ustedes.
—No deberías escuchar conversaciones ajenas.
—Ese es el problema, no escucho ninguna conversación. Ella te habla y tú la ignoras monumentalmente—él miró hacia otro lado tratando de no cruzarse con los ojos inquisidores de la muchacha—. No sé qué te habrá hecho, pero por lo menos ten la decencia de comunicarle la razón de que dejes de hablarle. Buenas noches.
No subió la mirada hasta que escuchó el sonido del ventanal de Cristina al cerrarse.
Realmente no tenía nada en contra de ella, hasta le caía medianamente bien, pero era cosa de que intercambiaran alguna palabra como para que todo su tono beligerante se desbocara ¿Por qué tenía que ser tan pedante y altanera?
Trataba de sentirse mínimamente culpable por haberla abandonado, y lo lograba, casi todo el tiempo, hasta que ella se aparecía frente a él y abría su inmensa e inmunda bocota. En ese instante Cristina Raquel Marambio se transformaba de inmediato en el enemigo público número uno.
«Lo que pasa es que no tienes paciencia»
Escuchó claramente la voz chillona de una pequeña Cristina. Era como si estuviese aún sentada junto a él, pero con diez años menos.
«Y la paciencia es la madre de todas las ciencias, Chie»
Recordar aquello le sacó una pequeña sonrisa, muy leve, tanto como la brisa que le desordenaba los cabellos.
—Te equivocas Titi, la observación es la madre de la ciencia—respondió al viento.
«Tú y tus comentarios extraños» dijo la voz «De cualquier manera hay que tener paciencia para observar»
—Tienes razón.
«Lo sé, siempre la tengo. Buenas noches Chie»
Y se fue, desapareció en la oscuridad de la noche, abandonó a Melchor a su suerte.
—Buenas noches, Titi—dijo, se dio media vuelta y entró a su cuarto.
Salir temprano de la escuela era un regalo muy extraño, solo sucedía cuando los planetas se alineaban, alguien moría o algún profesor enfermaba de manera repentina a la hora del almuerzo.
Eso fue justamente lo que sucedió. La maestra Gallardo de artes había almorzado algo descompuesto, y en menos de treinta minutos se encontraba amarrada al baño botando todo lo que comiese ese día.
Liberaron al curso de Tomás y Antonio—el otro tenía ciencias—y como decir que no era una idea estúpida, se fueron contentos todos para sus casas.
Todos excepto Tomás, él tenía mejores planes.
Llorar por Amanda había estado bien por un rato, era aceptable, pero no podía permitirse olvidar la razón por la cual lo había hecho.
Emilia, esa era su motivo para evitar distracciones, y si quería que el sacrificio significara algo debía dejar de deprimirse por Amanda y poner manos a la obra.
Por eso no estaba en su casa, por eso estaba frente a la casa de Enrique Torllini.
Esta vez venía preparado, no era un especialista en abrir puertas cerradas pero se manejaba en la materia, por lo menos podía abrir la de su casa.
Miró a su izquierda y a su derecha, nada ni nadie de quien preocuparse.
Se acuclilló frente a la chapa, metió dos pequeñas varillas de metal y comenzó a jugar para destrabarla, un movimiento a la vez, muy suave, nada de desesperarse.
Las manos le sudaban y no le quedaba saliva que tragar. Trató de mantener la templanza pero la chapa se lo estaba haciendo muy difícil.
Escuchó pasos provenir de la escalera y las manos dejaron de moverse con tanta precisión. Debía calmarse, no pensar, concentrarse solo en abrir la puerta. Algo cedió con un «Click», la puerta se abrió casi mágicamente y Tomás entró tan rápido como sus piernas se lo permitieron.
Estaba dentro, lo había logrado.
Cerró y esperó a que las voces fuera se apagaran. Cuando se sintió más seguro buscó el interruptor y encendió la luz.
El lugar olía a encierro, a tabaco y a cloro. Todo estaba cubierto por una fina capa de polvo, pero aun así se notaba un orden casi psicopático. Los libros milimétricamente puestos en el librero, los sillones abultados, las sillas alrededor de mesa ordenadas como si en cualquier momento fueran a recibir a un rey.
No era extremadamente pequeño, pero el espacio tampoco era envidiable. Lo único que podía asegurar era que el sentimiento más fuerte al entrar a aquel lugar era la incomodidad, como si dar cualquier paso se convirtiera en un pecado mortal.
Se recompuso de inmediato y comenzó a indagar.
Los libros no le dijeron nada, tampoco el interior de los muebles. Había una caja fuerte bajo la televisión, pero no sabía cómo abrirla.
Dentro de la cocina todo estaba impecable, organizado casi alfabéticamente, pero cubierto de polvo. El refrigerador estaba vacío y abierto, al igual que la alacena. Le llamó la atención un papel pegado en la puerta de la estantería.
«Voy y vuelvo. M.»
Leyó sin entender el mensaje. No encajaba, por alguna razón. Quizás era el detalle que, aparte del papel, nada más parecía ser personal. Era como visitar el departamento piloto, uno abandonado, claro está.
Solo había un cuarto, que tampoco contenía nada personal del tal Enrique, solo la cama, el closet, dos mesitas de noche y…
Tomás corrió hasta la mesita de noche, se acercó con el corazón en la mano y tomó la única pertenencia que parecía hablar un poco de su morador.
Era una fotografía de Emilia, pero no cualquier foto, una de hace muchísimos años atrás, incluso de antes que el mismo naciera. Lo sabía porque él también tenía esa foto en su mesita de noche, exactamente la misma.
La verdad era que solo existían dos copias de esa foto. Una la tenía él, la otra la tenían sus padres ¿Por qué había una allí?
Las rodillas se le doblaron y tuvo que sentarse en la cama para no irse al suelo.
Algo comenzaba a pudrirse, o muy probablemente ya lo estaba.
Cristina maldijo mentalmente a Tomás y a Antonio. Salir temprano era demasiado bueno, por el contrario ella no tenía esos privilegios y después de una extremadamente aburrida clase se encontraba exhausta. Apenas si había llegado a casa y su madre ya la estaba molestando.
—¡Cristina, saca a Mozart a pasear!—supo de inmediato que le gritaba desde la cocina, su madre, cuando quería, podía sacar un vozarrón impresionante.
—¡Ya voy!—gritó de vuelta.
Se armó de valor para ser arrastrada calle abajo por su enorme perro, se cambió la ropa por algo más cómodo, cogió la correa y la ató al collar de un muy emocionado San Bernardo.
Salió por la puerta con el animal dando miles de vueltas y ladrando como loco. Era cosa de esperar un poco para terminar con un hombro dislocado. Pero el perro solo logró tironearla por un par de metros, inmediatamente se detuvo a lengüetear a otro transeúnte.
—Hola Mozart ¿Quién es un buen chico?—Magdalena le acarició la cabeza al perro y este se regocijó al punto de quedar de espalda al suelo con las piernas abiertas esperando por alguien que le rascara la panza.
—Muy bien Mozart, mantén la dignidad de la familia en alto.
Magdalena soltó una carcajada y miró a Titi de una forma que a la chica no le gustó nada, como si fuese a pedirle algo.
—¿Cristina te puedo pedir algo?—la tripa se le hizo un nudo, Cristina detestaba que le pidieran cosas porque tenía una incapacidad congénita para decir que no, sobre todo a las viudas con hijos problemáticos.
—Justo ahora estoy paseando a Mozart y lo haré por los próximos quince minutos así que…
—No hay problema, lo que voy a pedirte es para una hora más.
En ese instante supo que había firmado su sentencia de muerte.
Antonio sentía como su vida se iba de sus manos con la lentitud de una tortuga. Si se podía estar más aburrido de lo que él estaba debería considerarse algún tipo de tortura.
Miró a Francisco—su hermano menor—sentado frente a él en la mesa. El chiquillo organizaba sus arvejas en el borde del plato como si eso fuese la más excitante de las misiones, y podría decirse que de alguna forma lo era, la otra opción era escuchar a sus padres mantener una cultural conversación sobre la esencia de existencia con el alcalde. Debería haber una ley que castigara duramente a la gente que permitiera que las cenas fueran así de tediosas.
Se suponía que ese sería un buen día, había salido temprano, eso significaba tiempo para visitar a Felipe, tiempo para dormir una siesta, quizás un rato para dedicarle a la consola, pero Antonio no contaba con su madre y: «Estamos invitados a la casa del Alcalde ¡Nada de caras largas jovencitos! Acá se hace lo que yo digo».
No podía decirle que no a esa invitación.
Nada que hacer, solo quedaba vestirse bien y matar el tiempo solucionando la guerra en medio oriente mientras fingía poner toda la atención del mundo en una conversación tan aburrida como mirar una carrera de caracoles.
Podría incluso quedarse dormido ahí mismo, con los ojos abiertos.
Lo peor de todo es que no podría ver a Felipe. Le había llamado antes de salir para avisarle que no asistiría a su “cita”, pero no sonó afectado en ningún momento.
«No hay problema, pásalo bien en tu comida, adiós»
Hasta Francisco era más cariñoso que eso, y Francisco era la persona más fría que Antonio conocía, bueno, ahora era la segunda.
¿Era acaso que iba a terminar con él? Quizás estaba aburrido y no sabía cómo decírselo. Quizás lo encontraba demasiado niño. Quizás había otro. Quizás, quizás, quizás. Iba a volverse loco, en cualquier minuto.
No entendía a Felipe. De repente lo sentía cercano, accesible, el chico más cariñoso que se pudiese pedir, pero otras veces era como una muralla o como un profundo barranco imposible de ser atravesado.
Algunas veces estaba susurrándole cosas en el oído y otras estaba al otro lado del globo hablándole a través de un teléfono hecho con vasos plásticos.
No tenía idea de que se hacía en casos como ese, no tenía idea de nada en general.
—¿Qué opinas tú Anto?
Escuchó que decían su nombre y reconoció la voz del alcalde. Alzó la cabeza sin tener ni la más mínima idea de lo que hablaban. Buscó ayuda en su hermano pero este solo se encogió de hombros, ninguno de los dos estaba atento.
—Lo siento, no estaba escuchando.
Su padre frunció el ceño. No le importó mayormente. Estaban peleados a muerte y a menos que se estuviese desangrando en la mitad de una avenida no le haría caso.
—Estos chicos de hoy—dijo el alcalde con una sonrisa y se rascó el bigote—, viven en su propio mundo. Estábamos comentando que ya se iban a cumplir diez meses del asesinato de mi hermano. Tú vas a la escuela con ese individuo indeseable ¿No?
¿Individuo indeseable? ¿Hermano? Cayó en cuenta del tema que hablaban y deseó saltarse esta conversación, no se sentía con el ánimo de mantenerse políticamente correcto.
Sonrió sin ganas y clavó la mirada en el plato.
—Sí, va a la escuela.
—¿Va? Las ratas como esa con suerte saben lo que es comportarse—las verduras recién tragadas se revolvieron en el estómago de Antonio.
—La verdad es que sus notas son buenas, ha tenido sobresaliente en todas las pruebas.
—Claro que sí, el incompetente del director babea por su madre, no me sorprendería que arreglara sus notas con tal de quedar bien.
Respiró hondo, lo necesitaba, si no lo hacía saldría ese Antonio Gonzales padre que llevaba dentro. Había una sola razón por la cual Antonio evitaba a toda costa el conflicto y esa era que cada vez que se enfurecía se convertía en la encarnación misma del capitán Gonzales.
Como dice el dicho: lo que se hereda no se hurta.
—Realmente no lo entiendo Antonio—continuó Fernando Farías—, como es que a un departamento tan eficiente como el tuyo se le puedo escapar aquella basura.
—Quizás porque es inocente—murmuró Antonio bajito.
—¿Qué dices?—preguntó Fernando.
Antonio miró a los presentes y carraspeó.
—El aceite, pueden pasarme el aceite.
La mujer de Fernando Farías—Margarita—le pasó todos los condimentos al muchacho y siguió escuchando a su marido como si este fuese Jesús predicando la palabra.
—Ni hablar de ese otro, el que se dedicaba a vender drogas, por lo menos a ese lo cogieron.
—Y su madre—agregó Margarita—, que mujer tan vulgar, trabaja día por medio en una tienda del centro. No sé cómo tiene la decencia de mirar a la gente a la cara ¿Qué creerá? Que crio a dos seres decentes.
Anto sintió la patada en las canillas que le propinó su hermano, entendía que lo hacía para que se calmara, pero no lo calmó para nada. Tenía los cubiertos bien sujetos en las manos, tanto que se iban doblando con la presión. No podía controlarlo, la parte Gonzales que mantenía bien sellada iba a escaparse.
—Nadie debería confiar en una esposa que engaña a su marido—finalizó Fernando—y menos si lo echa de su propia casa cuando ha perdido el trabajo… Que mujer más patética.
Lo siguiente que supo Antonio era que su padre le exigía que se sentara. Su plato se había volteado con el impacto de sus manos contra la mesa, tenía la mandíbula apretada y todos lo miraban con asombro.
—Antonio siéntate—esta vez Antonio Gonzales padre sonó más calmado, aunque sin dejar de parecer molesto.
—Melchor es mi amigo—gruñó—y no me gusta que se hable mal de mis amigos en mi presencia.
Margarita se llevó la mano al pecho como si aquella declaración fuera una ofensa personal y miró a su marido esperando que este le mostrara como se actuaba en situaciones como esa.
—Una amistad bastante peculiar considerando que es un drogadicto.
—Su hermano también lo era ¿No?
—¡Antonio!—chilló su madre. La discusión acaba de tomar un color bastante oscuro.
—¿Cómo te atreves a ensuciar la memoria de mi hermano, mocoso insolente?
—Lo encontraron en la fábrica abandonada. Hay una sola razón por la cual una persona iría hasta allá.
—¿Qué insinúas, niño?—inquirió Fernando sin el más mínimo rastro de su sonrisa típica.
—Yo no insinúo nada señor—contestó con una seguridad apabullante—, estoy siendo muy directo y claro. Si Roberto Farías estaba ahí esa noche es porque en algo andaba metido…
—Por dios—murmuró Margarita—, que bochorno…
Antonio volvió a golpear la mesa y señaló a la mujer con toda propiedad.
—No se le ocurra comentar algo sobre mi madre señora, porque no respondo de mí…
El sonido del golpe seco sobre la mesa fue suficiente como para que a Antonio recobrara el sentido de lo que era correcto y lo que no.
Su padre se había levantado también y le fulminaba con la mirada. Iba a matarlo, eso era seguro.
—Antonio, afuera.
No fue necesario que gritara, ni siquiera tuvo que levantar su tan conocido dedo inquisidor, su hijo tenía claro que aquello era una orden irrevocable y que si no hacía caso de inmediato, ardería el mundo.
Bajó los brazos y calmó las pasiones. Alicaído, se rindió después de susurrar un escuálido «gracias por la comida». Mientras se retiraba escuchó a su madre disculparse diciendo que el último año lo traía muy estresado, que tenía demasiadas responsabilidades y que no era la primera vez que se quebraba en público.
Él solo suspiró. Estaría castigado hasta su funeral.
Cristina repitió por novena vez la oración en su cabeza
«Lo siento señora Magdalena, no puedo acompañar a Melchor al médico porque tengo que (inserte aquí cualquier actividad aburrida que prefieras hacer en vez de estar de camino al doctor con Valencia)»
¿Qué tan difícil era decir eso?
«No puedo señora Magdalena, lo siento»
Ella era una perfecta mentirosa ¿Qué tanto le costaba mentir diciendo que tenía algún trámite inaplazable? Sonaba hasta irónico. Tanta capacidad de engaño y aun así se encontraba junto a Valencia camino al hospital.
Se hubiese reído de su suerte si no se sintiera tan patética.
«Realmente los siento señora Magdalena, preferiría que me aplastara una manada de hipopótamos furiosos antes de acompañar a su hijo a alguna parte»
¡Mentirosa maestra! ¡Ja, ja, ja! Quien quiera que le hubiese dado ese título debía venir a quitárselo lo más pronto posible y dárselo a alguien que si supiera como sacarse de encima una tarea indeseable.
Lo peor de todo era rememorar la cara suplicante de Magdalena.
«Yo no puedo acompañarlo ¿Me harías ese favor? No quiero que vaya solo, se lo mucho que detesta el hospital»
No, no, no. Podría haberlo hecho, realmente podría haberlo hecho, pero el remordimiento fue más fuerte. Así que solo le quedó aceptar con una sonrisa en la cara mientras Mozart se restregaba en el suelo.
Pero qué suerte la suya.
—Y… ¿Vas constantemente al hospital?
—No vengo desde marzo, por lo general voy una vez al mes.
—¡Oh!
Iban sentados en el bus, cada uno en un lado del pasillo. No era mucha la gente viajando a esa hora en esa dirección, pero casi como un acuerdo tácito decidieron no sentase juntos, hubiese sido la guinda en la torta de la incomodidad.
Melchor por su lado odiaba a Magdalena con una energía impresionante. De todas las personas a las cuales pudo pedirle que lo acompañara ¿por qué tuvo que ser Cristina? ¿Por qué?
Si no fuera porque Amanda estaba ocupada pasando tiempo con su padre le hubiese pedido que le acompañara, si Antonio y Tomás no hubiesen salido temprano se lo hubiese pedido a ellos.
El universo confabulaba en su contra.
—Podrías haberte negado.
—Sabes que no puedo hacerlo, no puedo decirle que no a la gente.
—Deberías comenzar a superarlo Marambio.
—Y tú deberías superar tu terror a los hospitales e ir solito, Valencia.
Estaba seguro que si su compañía fuera el padre de Antonio tendría más temas de conversación que con Cristina. Simplemente era la peor opción de acompañante, la peor.
No había nada interesante que conversarle, y tampoco quería conversar con ella.
—Te arreglaste con Amanda entonces.
—No deberías escuchar conversaciones ajenas.
—Ustedes hablan muy fuerte.
Cristina jugueteó con sus dedos y miró por la ventana, estaban próximos a llegar, pronto se terminaría la tortura. Él entraría a hablar con el doctor y ella se quedaría fuera, sola y relajada. Quizás no era tan malo después de todo, le serviría como tiempo para pensar en la inmortalidad del cangrejo y otras materias de relevancia nacional.
El bus se detuvo frente al recinto. No era una estructura impresionante, más bien era un hospital básico. Atendía más que nada medicina general, para cualquier especialidad se debía viajar hasta la ciudad. Melchor solo venía por un chequeo, por lo que no había problema alguno en ser atendido ahí mismo.
Cristina rara vez visitaba el hospital, no se enfermaba con facilidad, si iba era para acompañar a Sonia, quien tenía controles por su asma cada seis meses, o recoger a su padre, que trabajaba ahí los lunes y los jueves.
Atravesaron la entrada, doblaron por el área de ginecología y llegaron hasta el policlínico. Melchor se anunció en la ventanilla y se sentaron a esperar frente al box siete.
No fue demasiado larga la espera, diez segundos más tarde salió una mujer joven vestida con bata blanca.
—¡Melchor! Pero qué alegría verte ¡Y traes una amiga! Pasen por favor, no hay problema.
Los empujó a ambos dentro de la consulta sin derecho a réplica y, antes de que pudieran decir algo, inicio un interminable e increíblemente rápido parloteo.
—No tienes una idea de lo emocionada que estaba porque venías hoy. Vi tu nombre en la lista y fue como ¡Por fin alguien con menos de dos millones de años cumplidos!—su risilla la hizo parecer más joven de lo que ya se veía—De verdad me gustan mis abuelitos, pero a veces me canso de tanta enfermedad crónica. Que la diabetes, que el EPOC, que la hipertensión, que la artrosis—sacó una ficha de debajo de la mesa y la abrió por la mitad—, que la incontinencia, que la osteoporosis. Eres un respiro de aire fresco Melchor, me mantienes joven ¿Y cómo está tu madre?
—Ahhh… bien.
—Una lástima que no pudiera venir, que mujer más agradable, ojalá todos fueran como ella ¿Y tú quién eres?—preguntó mirando a Cristina con infinita curiosidad en la cara.
Era pecosa y el cabello castaño le caía largo y lacio a ambos lados de la cara. Titi casi podía asegurar que había sacado el titulo la semana anterior.
—Cristina, soy la vecina de Melchor.
—¡Pero qué bien! Entonces lo ves todos los días ¿Cómo lo encuentras?
—Ah… bien, lo encuentro bien.
—¿Cierto? Si se le ve de maravilla, está hecho todo un galán de telenovela, cuidadito con andar conquistando a mis enfermeras, las necesito—le señaló con un dedo y fingió severidad por un segundo—. Soy la doctora Gárate por cierto, mucho gusto—agregó mientras le sonreía a Cristina—. Bien Melchor, ya conoces el ritual, empecemos ¿Cómo te has sentido?
—Bien, o sea, mejor que antes. Estoy mejor que antes.
La mujer comenzó a anotar rápidamente mientras el chico hablaba, sin mirar para nada la hoja, e intentando no dejar de mirarle.
—¡Excelente! ¿Has consumido algo? Drogas, alcohol, tabaco, medicamentos.
Cristina comenzó a sentirse verdaderamente incómoda, la situación se ponía personal y prometía ponerse más y más personal conforme avanzara en las preguntas.
—Nada desde diciembre.
—Y estamos a mayo, eso hace que ya sean seis meses ¡Felicidades!—dijo ella aplaudiendo—medio año limpio ¿Harás una fiesta? Porque si la haces debes invitarme, he aportado mucho a este proceso.
—No creo que haga nada.
—¡Qué aburrido Melchor! Cosas como esas se celebran ¿Cierto Cristina?—la muchacha asintió sorprendida que la hicieran partícipe de la conversación—¿Qué tal el estómago? ¿Vómitos? ¿Nauseas? ¿Diarrea?
—No he vomitado desde hace un mes y medio, nada de diarrea, y a veces tengo nauseas por la noche.
—¿A qué hora es tu última comida?
—A las once, a veces a las diez.
—Que sea a las ocho—anotó y cambio de página—¿Tos? ¿Flema? ¿Fiebre? ¿Estornudos? ¿Sangre?
—Nada de eso.
—Perfecto ¿dolores musculares?
—A veces, últimamente más, sobretodo de noche, he estado algo estresado.
—¿Cómo duermes?
—Los últimos días no muy bien, pero por lo general solo me despierto solo tres o cuatro veces.
—No me gusta eso ¿Has estado yendo al psicólogo como te dije que lo hicieras?
—No.
—¡Melchor Valencia!—se quejó dejando el lápiz a un lado—¿Cómo se supone que haga mi trabajo si tú no pones de tu parte? ¡Te pediré una hora hoy mismo!
—Yo puedo hacerlo.
—¡Si pudieses hacerlo lo hubieras hecho hace meses! Hablaré con René Marambio, él es experto en estos temas.
—Podría no ser él—se quejó Melchor muy apenado.
—¿Por qué no? Es uno de los mejores, te daré hora con él y no se hable más.
—Por favor, no quiero…—masculló casi inaudible.
—Él es mi papá—agregó Cristina de la nada—. Creo que sería incómodo tener que hablar todos tus problemas con la persona que vive al lado ¿No?
Se le escapó una risilla inocente, salida de alguna parte recóndita de su cuerpo.
—¿Es tu papá? Eso significa que son vecinos René y tú—comentó dirigiéndose a Melchor—Claro, ahora lo entiendo, te buscaré otro.
La doctora siguió hablando por el resto de la consulta, parecía como si nunca se le acabaran las palabras, o el aire. Pasaron de un órgano al otro con velocidad suprema, y luego de un rato de constante entrevista le pidió a Melchor que se subiera a la camilla.
Cristina se dio la vuelta cuando la mujer lo desvistió para examinarlo y quedó en el techo después del grito que pegara la doctora al descubrir que su paciente favorito había subido casi siete kilos, sonaba más contenta que el mismo Melchor.
Lo que más le llamó la atención a Titi fue lo relajante que resultó escuchar la respiración profunda de Melchor, como si el simple hecho de saberlo sano le causara tremenda satisfacción. Inhalar, exhalar, repetir. Música para sus oídos.
Sacó la idea rápidamente de su cabeza y se concentró en las vetas del enchapado plástico de la mesa. Pensar en lo mucho que le gustaba oír respirar a Melchor no era correcto.
Unos instantes después él ya estaba de vuelta a su lado, vestido y compuesto.
—Voy dejarte algunas vitaminas ¿De acuerdo?—sacó unos frascos de un mueble y se los mostró— Este de acá tiene casi todas las vitaminas de la A a la Z, te lo tomarás con el desayuno, solo una pastilla. Estas son minerales, zinc, magnesio, cloro, fosforo, litio, uranio, Neptuno, Marte—Melchor dejó salir una pequeña risa, Cristina se le quedó mirando sorprendida—, te tomas una junto con la otra. Me falta el complejo B así que iré por una, tú quédate acá que mandaré a la enfermera para que te tome las muestras de rigor.
Se retiró con la misma energía que la había caracterizado durante toda la entrevista. Repentinamente volvía el silencio.
—¡Por dios!—exclamó Cristina luego de un minuto—Ella no se calla nunca. Ahora entiendo tu aversión a venir.
—¡Gracias! Mi madre no lo entiende, la encuentra de lo más encantadora.
—Sí, extremadamente encantadora. Tanto que preferiría no ver más personas por lo que queda de la semana.
Melchor rio francamente. Corto pero preciso. Lo suficiente como para que Cristina se hiciera una imagen mental exacta del hoyuelo que se había formado en su mejilla derecha.
Quedó boquiabierta, mirando a Melchor con la expresión de una presa a punto de ser comida. Él lo notó de inmediato, pero no supo entender que era aquello que la había dejado tan perpleja.
—¿Qué pasa?
—Lo había olvidado.
—¿Qué cosa?
—Como se veía tu sonrisa—con su índice tocó el lugar preciso donde se formara la Margarita, solo para comprobar que Melchor era real—, justo ahí.
La enfermera entró sin tocar e hizo que se separaran ¿En qué momento el espacio entre ambos se había reducido? Cristina se acomodó en su silla mientras que Melchor comenzaba a arremangarse el polerón.
—No, súbete la manga izquierda—lo corrigió la enfermera.
—Siempre me sacan de la derecha.
—Te toman mal la muestra entonces, muéstrame el brazo izquierdo niño, no tengo todo el día.
La chica se lavó las manos, preparó el material y se colocó los guantes. Para cuando estuvo lista, el brazo de Melchor estaba estirado sobre la mesa.
Titi vio la cicatriz solevantada en el antebrazo del chico, las manchas oscuras y piel de aspecto tirante. Le recordó algo importante, el chico frente a ella no era Chie, era Valencia.
—Soy diestro—se justificó él—va a costarle encontrar una vena.
—Descúbrete el brazo derecho—ordenó derrotada—. Son tres muestras: hemograma, VIH, Bioquímico.
—Bien.
A Cristina se le erizó el pelo de la nuca al escuchar las palabras de la enfermera y deseó salir corriendo tan rápido como pudiera, pero no lo hizo. No quería dejar a Melchor solo, no podía explicarlo, pero estaba cansada de huir, de distanciar a Valencia para protegerse ella misma.
Había llegado a una conclusión, la persona sentada junto a ella no era su Chie, su Chie había muerto muchos años atrás. A quien acompañaba era a Melchor Valencia que, a pesar de no ser su queridísimo e inocente Chie, no dejaba de ser a fin de cuentas una persona como cualquier otra.
No pudo negarse ante Magdalena, fue incapaz de decirle que no a la doctora ¿Qué le daba el derecho a abandonar a Melchor a su suerte?
Es importante aprender a decir que no, pero a veces es más importante dar el brazo a torcer.
Sin mirarle buscó su mano libre y la entrelazó con la suya para que la apretara si lo necesitaba. Él comprendió el mensaje de inmediato.
De regreso a casa no dijeron nada, mantuvieron un respetuoso silencio en honor de los pensamientos del otro y guardaron las distancias, sentándose cada uno a un lado del bus.
El trayecto no se les hizo excesivamente largo y antes de las ocho estaban ya frente a sus casas. Titi se despidió con la mano y sacó sus llaves. Melchor la detuvo.
—Cristina, yo quería decirte que…—pero no alcanzo a terminar la frase.
—Buenas noches, Melchor—interrumpió ella. Si bien no quería marginar a Melchor, aún quedaban muchas cosas dentro de ella que proteger, y por el bien de esas cosas lo mejor era mantener una sana distancia.
Melchor suspiró.
—Buenas noches, Cristina—finalizó derrotado y luego de verla entrar a su casa, regreso a la propia.
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