La carpeta naranja
La vida era impresionantemente injusta, y al descubrirlo, Emilia no pudo hacer otra cosa que congelarse.
Los últimos meses habían sido un completo infierno. Primero huir de casa y vagar constantemente entre sus conocidos solo para darse cuenta de que nadie era realmente su amigo, después descubrir que estaba embarazada y verse en la dura situación de no saber qué hacer con un bebé, luego volver arrepentida a la casa de sus padres llorando asustada, para finalmente pasar nueve horrendos meses viendo crecer y crecer su panza al punto de casi estallar.
No quería un bebé, no quería ser madre, no quería nada de eso. Apenas tenía dieciséis, no terminaba aún la escuela, no sabía cómo cuidar de sí misma ¿Qué haría con una criatura que no era capaz siquiera de mantener su temperatura corporal correctamente?
Estaba decidido, lo regalaría, lo daría en adopción. Debía haber alguien más cualificado que ella para cuidarle, alguien que deseara un lindo niño recién nacido, una persona cuyo sueño fuera tener una familia.
Ella no deseaba eso, ella deseaba volver a casa y tratar de recuperar el tiempo perdido.
Por fin había logrado crear algún tipo de relación con sus padres. Podían conversar, comunicarse, la mayoría de las veces terminaban en gritos, pero se preocupaban por ella y ella dejaba que lo hicieran, todo gracias a ese bebé que como regalo recibiría una mejor familia.
No le había puesto nombre, por lo general solo lo llamaba bebé, exceptuando cuando le daba por patear su vejiga a mitad de la noche, en esos casos lo llamaba Enrique, solo para maldecirlos a ambos de una sola vez. No tenía claro si era niño, pero se había convencido de ello. Era niño, era pelirrojo y tenía los ojos verde profundo igual que la persona que la había embarazado.
No lo había vuelto a ver, pero por decisión propia. Su estado era un misterio para él y prefería mantenerlo así.
Sus padres habían decidido mudarse nuevamente poco después de que ella volviera a casa, y a ella le parecía una magnifica opción. Enrique no era el tipo de persona que se alegraría con la idea de un bebé y al final la resolución sería la misma, deshacerse de él.
Las cosas eran mejor así. No volvería jamás a ver a Enrique, el bebé se iría, y el siguiente otoño regresaría a la escuela justo donde la dejó para tratar de darle un rumbo lógico a su vida.
No lo creyó posible, pero el plan le sonaba maravilloso. Tan ridículamente normal y mundano, su vida sería tan aburrida como la de sus padres y eso a todas luces era alguna especie de premio a pesar de su terrible comportamiento anterior.
Pero la vida es injusta, y cuando esperas que todo comience a salir bien descubres que aún no has tocado fondo y que el infierno no es el único subterraneo.
Las contracciones habían empezado tres días antes de su cesárea electiva, justo cuando salía de la ducha. Al principio no eran tan molestas, pero pasadas unas cuantas horas la sensación de que se le partían las caderas y le estiraban las tripas como si fueran alguna clase de elástico poco distensible era por lejos el peor dolor que se podía sentir.
Iba y regresaba, cada quince minutos.
Sus únicas fuentes de información sobre partos eran películas y los relatos de su madre, pero ninguna de ellas era completamente real. Dolores había tenido una cesárea, y las películas por lo general se ahorraban toda la parte aburrida de la historia, por lo qué pasadas tres horas de dolor y sufrimiento fue a descubrir que un parto podía durar días.
Nunca rompió fuente, ningún equipo médico corrió a recibirla, no gritó como condenada y el bebé no salió en pocas horas.
Todo fue mucho más pausado, se la pasó un día y medio caminando por los pasillos del hospital a ver si de esa manera el niño decidía bajar, mientras las matronas le recordaban que por ser primeriza a su cuerpo le tomaría más tiempo dilatarse lo suficiente, que no se impacientase, que caminar ayudaba, que aún no podían ponerle anestesia, y que si quería podían traerle algo de hielo.
Era una maldición terrible que cada quince minutos le avisaba que todo podía ser peor. Sus tripas se contraían de maneras inimaginables y maldecía a Enrique en voz tan alta que ya todas las pacientes del piso comenzaban a odiar a ese hombre un poco.
Su madre o su padre le sobaban la espalda y la acompañaban en sus caminatas susurrándole que lo hacía bien, y que en cualquier minuto comenzaría a salir. Pero ese minuto nunca llegaba y ella solo lograba acumular más y más odio a todos quienes le rodeaban.
Odiaba respirar, odiaba moverse, odiaba el hielo. Aun así, respiraba, se movía y se comía doce o trece cubitos de hielo por hora.
El dolor se hacía más y más intenso, más y más frecuente, pero no lo suficiente para gritar a todo pulmón, era más bien una especie de cólico estomacal que te hacía querer abrazar tus rodillas y llorar, una tortura lenta y constante. Iba y venía, una y otra y otra vez.
Un parto podía ser muy traumático y lo estaba aprendiendo de la mala manera.
A eso de las siete y quince de la mañana del nueve de agosto le avisaron que había logrado dilatarse lo suficiente y que las contracciones eran efectivas.
Ella solo le grito al doctor «Si no me saca al bebé ahora lo único efectivo va a ser mi puño en su nariz»
No había dormido nada, no había comido nada, y el dolor era la única sensación que podía recordar. Si Enrique hubiese estado ahí lo hubiera matado con sus propias manos.
No hubo anestesia al final de cuentas, eso tomaría tiempo y Emilia lo único que deseaba en esta vida era sacar al engendro de sus entrañas. Estaba exhausta y adolorida. Su única motivación era dormir un poco y si para eso tenía que sacar al niño por su vagina a la antigua, iba a hacerlo.
No le quedaban fuerzas para nada, pero aun así pujó con todas las energías posibles mientras molía los dedos de su madre al apretarle la mano.
«Vas bien, vas bien, solo un poco más, ya veo la cabeza» dijo el doctor y a ella se imaginó una mata roja de cabello asomándose entre sus piernas. Pujó con muchísima más fuerza y sintió como el cuerpo entero del niño se deslizaba fuera de ella.
Fue un instante intenso y lo recordaría por el resto de su vida como en momento en que perdió un pequeño pedazo de su alma. Algo le había arrebatado ese niño, algo muy personal.
Descansó la cabeza en el brazo de su madre y cerró los ojos. Por fin terminaba tanto sufrimiento. Dejó de sentir, dejó de oír, y de pronto, cuando sintió un peso en el pecho su única reacción fue tomar lo que le pasaban.
—No, no, ella no quiere tomarlo. Lo va a dar en adopción—dijo su madre a la matrona, pero ya era tarde, el niño yacía en los brazos de Emilia.
La vida era impresionantemente injusta, y ahora lo sabía.
En bebé no era pelirrojo, sino que tenía el pelo castaño clarito como ella, su cara estaba roja e hinchada y no compartía la majestuosa belleza de los recién nacidos de las películas, pero le pareció que era la criatura más bella que jamás había visto.
Pequeñito e indefenso ¿Cómo algo así podía golpearle tan potentemente la vejiga?
Le tocó la nariz solo para cerciorarse que aquello era real y se asustó al notar que aquella cosa se movía.
Era real y era suyo.
Emilia rompió a llorar de inmediato empapada de una sensación muy parecida al amor pero millones de veces más intensa. Nunca antes algo le había agobiado de esa forma, pero no lograba entender cómo un ser tan perfecto podría haber salido de alguien tan imperfecto como ella.
El amor a primera vista era completamente real y Emilia estaba profundamente enamorada.
—Emi, tienen que llevárselo—le susurró su madre sacándola del ensueño.
De repente la golpeó la realidad. Seguía en la sala de partos, la matrona estaba junto a ella y el doctor aún se encontraba entre sus piernas revisando que todo estuviera bien.
—No, no—gimió y apretó al niño.
—Tranquila—dijo la matrona—solo voy a pesarlo y a medirlo.
—No, no—repitió ella aferrándose al bebé con ganas.
No podían quitárselo, no ahora que sabía que era suyo. Nunca lo había sentido así, ni cuando se daba vueltas dentro de su panza, ni cuando usaba su hígado como saco de box, ni cuando a mitad de la noche comenzaba con un inquietante hipo. Pero era indudablemente suyo y abandonarlo le parecía una tarea mucho más titánica que darle a luz.
—Solo serán unos minutos.
Ella negó ¿Y si no eran unos minutos? ¿Y si nunca volvía?
Miró a su madre desesperada.
—Dile que me quiero quedar con él ¡Díselo!
—Emi, ya lo conversamos, dijiste que no querías tenerlo—le acarició el cabello y le secó un poco el sudor de la frente.
—No quiero, pero no puedo abandonarlo.
Volvió a llorar. Ella no era una madre, no podía cuidar de ella misma, menos iba a cuidar de un bebé, pero lo amaba, no cabía duda de ello. Lo amaba y estaba segura de que nadie podría jamás amarlo como ella lo amaba.
—Emi, no lo estas abandonando, le estás dando una mejor oportunidad.
—No hay mejor oportunidad, yo lo amo, no me lo pueden quitar.
—¿Y quieres hacer entonces?—preguntó su madre mirando a la criatura.
No estaba segura de que hacer. Por un lado podía asegurar que nunca podría criarlo como es debido, mientras que por el otro no lograba imaginarse un mundo donde ese niño estuviera lejos de ella.
Lo había llevado dentro por nueve largos meses, nadie iba a separarlo de ella.
—Tú querías un nuevo bebé—dijo recordando repentinamente lo sucedido—, tú querías otro hijo mamá. Acá lo tienes, que sea tuyo.
—No podemos hacer eso mi vida—respondió su madre bajo la mirada nerviosa de la matrona.
—Sí podemos, yo no puedo ser su madre pero tú sí, tú eres una mamá.
Dolores abrió y cerró la boca contrariada. No podía adoptar al hijo de su hija como propio, no era lo correcto.
—Mientras lo discuten voy a llevármelo para pesarlo—dijo la matrona e intentó tomar al pequeño sin lograr que Emilia lo soltara ni un poco.
—No se lo lleve.
—Serán solo unos minutos.
Miró a su madre y esta asintió para que lo dejara ir.
—¿Cómo vas a ponerle?—preguntó la mujer con amabilidad—Voy a colocarle el brazalete ¿O prefieres que solo escribamos el apellido?
No lo había pensado, no pensaba quedárselo así que nunca lo llamó de otra forma que no fuera bebé o Enrique, y no iba a ponerle Enrique, sería como condenar al niño a ser como su padre.
Se le ocurrió una idea.
—Tomás como su padre, Riquelme como yo.
Se lo pasó confiada, como si no pudiese perderlo ahora que lo había nombrado.
Tomás empezó a llorar de inmediato, suponiendo que no volvería a sentirse tan protegido nunca más y ella lo calmó en la lejanía.
Nadie se lo arrebataría, nunca.
···~*~*~*~*~*~*~*~*~*~*~···
A Tomás le hubiese encantado llorar. Era una sensación impresionantemente liberadora. Si bien terminaba doliéndote la cabeza y se te hinchaban los ojos, nada permitía deshacerse de la rabia y la pena tan rápidamente como el llanto.
Las lágrimas barrían el dolor y los gritos diluían la ira.
Llorar era su mejor opción, pero simplemente no podía. Cerraba los ojos y trataba de forzarlo, de sentir pena o furia, pero nada. Como si fuese incapaz de conectarse con esa parte de si mismo que se encontraba sufriendo.
Al principio quiso gritar, y lo hizo, gritó todo lo que pudo a sus "padres", les gritó hasta que se sintió atemorizado de su propia ira. Luego quiso llorar, y en el breve intervalo que le tomó correr desde su casa hasta el parque lo logró. Un par de lágrimas escaparon de sus ojos y se confundieron con la lluvia.
Pero después se produjo un quiebre. Un golpe duro de madurez.
Descubrió que llorar no servía y que enfurecerse solo lo transformaba en un energúmeno.
Todos, inclusive sus emociones, le habían abandonado.
Las razones por las cuales se sentía furioso de repente le parecieron lejanas e insípidas, como cuando te descubres en medio de una pataleta sin sentido, y la pena le supo a aire, a algo inmaterial, no lo suficientemente importante como para quitarle tiempo.
De pronto nada tenía sentido.
No reconoció el lugar donde se encontraba, había árboles, había un lago, había maicillo mojado y había lluvia.
Se asemejaba mucho a un parque que conociera de pequeño, pero no lograba recordarlo perfectamente.
Quería llorar, de verdad necesitaba hacerlo, pero no había nada que llorar.
Su hermana era su madre, su madre estaba muerta.
¿Qué podía hacer ahora? ¿Valía la pena llorar por algo que no importaba? Ella estaba muerta y con ella se iba todo lo que alguna vez pudo haber sido.
Ojala él también lo estuviera, eso haría las cosas más fáciles.
La inquietante sensación de cansancio lo agotó de pronto, buscó un lugar para descansar y bajo la lluvia incesante se sentó en una banca.
Las gotas caían en medio de la tarde y de a poco el cielo se volvía más y más negro. El lago se mecía al ritmo de la lluvia al caer, y las copas de los arboles danzaban con el viento.
Y él no sentía nada más que un inmenso cansancio.
Se sumergió en la profundidad de su mente mientras el agua le corría por entre los cabellos, buscando algo que lo reconectara con el presente, algo que lo devolviera a la vida.
Podía ser que en el fondo siempre lo hubiese sabido. Emilia y él. No como una certeza, sino más bien un presentimiento, una corazonada.
Si se pensaba con lógica y en frio Emilia siempre había sido su madre, había cuidado de él, le había querido como nadie, había sido participe de cada momento importante en su vida. Ella era más importante que cualquier otra persona en su vida, razón por la cual no había podido dejarla ir a pesar del tiempo, razón por la cual sabía muy en sus adentros que ella siempre había sido su madre.
¿Por qué entonces era tan dura la verdad?
Nada cambiaba. Ella seguía muerta y él seguía pensando en ella como su madre ¿Por qué saberlo le resultaba tan doloroso, tan irónico, tan devastador?
Cerró los ojos y pudo definir aquel recuerdo antiguo y olvidado de su hermana llorando mientras lo apretujaba con fuerza, el primero de toda su vida.
Había sido una tarde después de la guardería, era verano porque Tomás recordaba ese olor a flores y la sensación agradable del sol en su piel.
Jugaba con un auto rojo o con un camión verde, no importaba la verdad. Su hermana acababa de llegar desde el trabajo y almorzaba en la mesa del patio. En ese minuto fue que sucedió.
«A veces desearía que tú fueras mi mamá, Emi»
Había sido un inocente comentario de niño, cosas a las que no se les daba mucha vuelta. Ni siquiera sintió pesar cuando lo dijo, solo siguió jugando con sus autos como si nada, pero su hermana apareció de pronto a su lado y lo tomó de los hombros.
«Jamás vuelvas a decir eso. Piensa en cómo se sentiría mamá si te escuchara decirlo. Debes tener cuidado con las cosas que dices, porque puedes herir los sentimientos de las personas»
Luego empezó a llorar y lo abrazó al punto de dejarlo sin aire.
Sí, siempre estuvo ahí, esa certeza etérea de que su hermana era algo más, algo especial.
Pero lo que es etéreo no puede tocarte, mientras que lo real pesa. Tomás sentía el peso y ese peso en sí mismo no le dejaba sentir nada más.
Las cosas le perecían demasiado materiales, pero lejanas, era extraño.
Su cuerpo le exigía con leves calosfríos que corriera a refugiarse a alguna parte, pero no tenía idea de dónde ir. Estaba perdido, desorientado y solo, como toda su vida, solo que recién en ese momento se daba cuenta.
Cruzaron algunas personas corriendo a refugiarse a alguna parte con techo y él no le encontró sentido.
¿Cuánto daño podía hacer unas cuantas gotas de agua?
Sonrió con ironía. A él lo había destruido una carpeta naranja con solo dos hojas en su interior. Su certificado de nacimiento y su certificado de adopción.
La gente podía correr temiéndole a lo que quisiera, al final todo podía hacerte daño.
Botó todo el aire que contenían sus pulmones. No sabía dónde ir, no sabía dónde esconderse, no sabía de qué huía.
De pronto un recuerdo borroso vino a su mente, el recuerdo de cuatro niños pequeños escapando a toda velocidad de la lluvia. Cerró los ojos, se levantó y decidió seguirlos.
No tenía donde ir y ellos parecían demasiado seguros de su camino.
II
Cristina siempre había tenido su carácter, eso todos lo sabían. Podía mantenerlo bajo control por algún tiempo, a veces podía pasar hasta meses actuando de manera civilizada, pero de repente explotaba.
Solo liberaba toda su rabia en una sola exclamación. A veces un grito de ira, otras un instante de locura, pero siempre impactante y poderoso, como un trueno un rayo o ambos a la vez.
Melchor lo sabía, porque la conocía desde siempre.
Tanto sus pataletas por el último trozo de pastel, como sus berrinches por una mala nota. A veces por cosas de suprema importancia, otras por nimiedades.
Cristina explotaba y nada quedaba de pie a su lado.
Por eso le extrañaba que no lo hubiese hecho en ese momento. Simplemente asintió ante la noticia y de inmediato puso manos a la obra.
Los organizó a todos, puso a Magdalena como base y la dejó a cargo del teléfono, intercambio celulares y dio ideas para comenzar a buscar a Tomás.
Rápida, certera, líder.
No se tomó ni medio segundo para lloriquear, sino que de inmediato arregló al equipo para iniciar el rastreo.
Amanda se puso bajo sus órdenes de inmediato y se convirtió automáticamente en la segunda al mando, relegando a Melchor, Gaspar y Enrique a un segundo plano.
En siete minutos y medio todo estaba listo y programado, tan exacto como un reloj, listos para salir en plan de búsqueda.
Y así fue, Gaspar y Enrique—muy en contra de sus principios—corrieron calle abajo para reclutar más gente, mientras que Titi, Mandy y Melchor tomaron la calle principal para encontrarse con Antonio y luego separarse para encontrar a Tomás antes de que se hiciera de noche.
Cristina iba delante en el pequeño grupo, moviéndose decidida y concentrada. Ninguno de los tres hablaba y a Melchor, por primera vez en mucho tiempo, el silencio le ponía los pelos de punta.
Se detuvieron en un semáforo observando como los autos avanzaban ajenos a la tragedia que les ocurría. La lluvia seguía cayendo y la tarde se transformaba en noche casi imperceptiblemente.
—Cristina yo...—se atrevió a decir Melchor solo para intentar explicar la situación. Sabía que no le debía nada a ella, pero no podía dejar de comentarle que para él tampoco era agradable lo que estaba sucediendo—... no quería mentirle, pero simplemente no sabía cómo decírselo.
Cristina no emitió ningún sonido y ni siquiera tuvo la cortesía de mirarlo, mantuvo la mirada pegada en el semáforo y dejó salir un montón de vaho de su boca.
—No creo que sea el momento para tener esta conversación—agregó Amanda—, lo importante es encontrar a Tomás y llevarlo a su casa.
Melchor asintió avergonzado de ser egoísta pero la voz dura de Cristina le arrebató las ganas de asentir.
—Es increíble que puedas seguir decepcionándome, Melchor. Cada vez que creo que las cosas entre nosotros vuelven a ser normales, siempre terminas decepcionándome, y no solo a mí, a todos. Lo que le hiciste a Tomás no tiene nombre, simplemente no lo tiene.
—Créeme que no he estado tendido sobre un campo de flores todo este tiempo—se defendió tratando de no quedar como el malo de la historia.
—No me importa sobre qué hayas estado tendido todo este tiempo—gruñó furiosa, sin mirarle ni por un segundo—, lo que tengo claro es que nos has mentido, a todos, reiteradas veces, y por más que trato de entenderlo no puedo justificar esto ¡Es su madre Melchor! ¡Su madre!—se restregó la cara mojada con la palma de las manos e inspiró muy hondo—. Yo iré por Antonio, ustedes comiencen a buscar.
La luz dio verde y ella corrió todo lo que sus piernas le dieron hasta el otro lado de la calle, para luego doblar a la izquierda y desaparecer unas cuantas cuadras abajo.
Era su culpa, lo sabía, se había comportado como un cobarde, pero a su favor podía decir que realmente no era bueno contando secretos. Retenía todo con una impresionante facilidad que al final se terminaba convirtiendo en una maldición.
Lo que algunos podrían considerar una gran virtud para él era el más terrible de sus defectos. Nada que entrara por sus oídos saldría por su boca, aun cuando aquello lo pudriese por dentro.
Amanda le tomó a mano y la apretó para apoyarle, también estaba enojada con él, pero sabía que no era completamente culpa de Melchor. Los padres de Tomás y la mismísima Emilia también lo sabían y por diecisiete años no se lo habían dicho.
Melchor era solo parcialmente culpable y quizás un poco desleal.
—Lo mejor que podemos hacer ahora es encontrarlo. Eso vamos a hacer ¿De acuerdo?—masculló centrada. Él asintió—Creo que debemos ir a la escuela o quizás esa local de hamburguesas que le gusta tanto.
—Es una buena idea. Partiremos por allí.
Se soltaron y retomaron camino hacia la escuela esperando que la primera parada fuera también la última.
Cristina por su parte dejó el aliento en el camino, se mojó por completo y paso a paso trató de ignorar las náuseas que le revolvían el estómago.
No era momento de enojarse o de sentirse perdida, Tomás la necesitaba y no podía fallarle, no después de que casi todos le habían fallado.
Tomó un atajo hasta la casa de Antonio y esperó que estuviera ahí. Sabía que si lo llamaba notaría el nerviosismo en su voz y realmente prefería contarle las malas nuevas en persona. Estaba segura de que él enloquecería, no se le daba bien eso de asumir las noticias sorprendentes.
Lo mejor era informárselo mientras estuviese sentado y quieto, sino podía hasta matarlo de la impresión.
Dobló por la calle de la reparadora de calzado y luego cortó camino por el terreno baldío, buscando en su mente las palabras correctas para informarle a su mejor amigo sobre el actual estado de la situación, pero no había nada correcto en lo que estaba sucediendo, por ende no había ninguna manera adecuada de informarlo.
Aminoró su trote al llegar a la calle correcta y juntó aire y ánimo. No debía acobardarse, Tomás la necesitaba, los necesitaba a todos.
Avanzó hasta la casa y tocó la puerta, tan calmada como siempre.
—¡Cristina! Estás empapada niña ¡Pasa, pasa!—la madre de Antonio no podía estar más asombrada por la visita, por lo general Cristina nunca lucía desalineada, y menos llegaba son avisar antes.
—Gracias ¿Cómo está?—preguntó mientras entraba a la casa y se quedaba goteando agua en el recibidor.
—Bien, bien. Pero no te quedes ahí, vamos a la cocina, te prestaré algo para que te seques y te daré un té.
—No se moleste, solo he venido a conversar una cosa con Anto.
—Nada de molestia, por favor pasa y sécate un poco.
Cristina obedeció con una sonrisa en el rostro y entró a la cocina para ponerse rápidamente al lado de la estufa, una cosa era estar preocupada por Tomás y otra muy distinta olvidar que tiritaba de frío.
No era la única en la habitación, también estaba Francisco sentado frente a la pequeña televisión del cuarto con los dedos de ambas manos cruzados.
—Que suspendan las clases en Los Robles, que suspendan las clases en Los Robles—murmuraba sin quitarle la vista al periodista en la televisión.
—Hola Pancho.
—Hola Titi ¿Sabías que estamos presenciando el peor temporal en cincuenta años? La mayoría de los caminos están cortados, hay derrumbes en algunos pueblos aledaños, puede que clausuren las escuelas.
—No creo que la nuestra cierre.
—Lo hará, lo presiento.
Cristina miró hipnotizada la pantalla y suspiró. Claro que este era el peor temporal de las últimas cinco décadas, y no solo por la lluvia y el viento. Era como si el meteorólogo supiera lo que sucedía con ella y sus amigos, su estado de ánimo se proyectaba en las nubes.
Se sentía lluviosa, con altas probabilidades de tormenta eléctrica.
Anto entró en escena. Traía la expresión de quien detesta a la humanidad y a todos quienes pisan la tierra o respiran oxígeno y ella supo de antemano que ese rostro tenía un culpable.
Felipe.
—Hola ¿Qué pasa?
—Y por eso te dejó—murmuró Francisco—, a las chicas se les trata como una joya.
Le guiñó un ojo a Cristina y se peinó el cabello coquetamente.
—Él me dejó a mí—agregó Titi sonriendo falsamente. Por lo general le divertían los burdos intentos de Francisco para conquistarla, pero no se sentía con ánimos suficientes como para que algo le hiciera gracia.
—Eso jamás te pasaría conmigo—le guiñó nuevamente el ojo—, yo sí sabría apreciarte. Aprovecha ahora que sigo soltero.
—¿Aprovechar qué?—gruñó Antonio—Apenas si te cambió la voz.
Francisco se intimidó de inmediato, su hermano rara vez andaba de malas, pero cuando se encontraba así era mejor ni hablarle.
—Ya relájate—respondió sintiéndose solo un poco osado, ya era momento de que Antonio lo considerara un adulto y no el eslabón débil de la manada—. Te pones tan desagradable a veces.
—Anda a meterte en tus asuntos niño—ladró, y de inmediato se sintió culpable. Su carácter cada vez que se molestaba se desviaba hasta la senda de su padre, y odiaba parecerse en lo más mínimo a su padre.
Francisco apagó el televisor y se marchó con la cabeza baja, no era el día para probar ser un hombre. Anto hubiese querido disculparse, pero no halló energías para eso.
—¿Qué ha sido eso?
—Nada, Titi, solo un arranque de mal humor.
—¿Problemas con...?
—No me hables de eso. Se acabó, se acabó para siempre.
—Bien, no hablaremos de eso—hizo silencio y meditó si era una buena idea contarle la noticia en ese minuto. Alterar a Antonio no era su idea, pero no quedaba otra salida. Lo necesitaba, y Tomás los necesitaba a ambos—. Hay otra cosa que sí quiero decirte.
—¿Qué pasa?
—Es sobre Tomás—volvió a calcular sus palabras. La mentiras se le daban perfecto, pero la verdad era una historia muy distinta—. Se ha escapado de casa.
—Lo sé, te llamé para avisarte ¿Recuerdas?
Lo recordaba, vagamente, parecía como si hubieran pasado años desde eso, aunque no era más de una hora.
Ella tragó saliva y pensó en todas las ocasiones en las cuales Tomás amenazó con irse del pueblo a algún lugar lejano. Nunca lo llevó a cabo. Si esta vez desaparecía solo podía significar que, donde fuera que estuviese, debía de estar muy herido.
—¿Te acuerdas de la carpeta naranja? Esa que dijiste que estaba en la casa de... ya sabes—Antonio asintió mientras comenzaban a sonarle las tripas. Si el nombre de Felipe salía en la conversación nada bueno podía venir—. Aún existe, y llegó a manos de Tomás.
—¿Y qué había en ella? ¿Algo de Emilia?
—Sí, pero algo de Tomás también, sus papeles de adopción.
Prefirió soltarlo en una sola oración, como si las palabras pesaran en su boca tanto como las rocas, pero no se sintió libre, todo lo contrario, ahora las palabras eran cadenas y grilletes que la ataban por siempre a ese secreto.
Deseo desconocer la verdad, deseo perder la memoria. El olvido se le antojó como un alivio, un par de alas, una salida segura.
—Y Emilia es su madre—finalizó Anto.
No pudo disimular su sorpresa, Cristina simplemente no entendía cómo Antonio había deducido la verdad tan rápido.
—¿Lo sabías?
—No estaba seguro, pero siempre me pareció que la relación entre ambos era muy extraña—buscó un silla donde descansar y se tomó unos instantes para sopesar todas las consecuencias que traería la confesión de Cristina. Había diferencias entre suponer la verdad y tener la certeza.
—¿Extraña? ¿De qué estás hablando?
—Siempre tan unidos, Emilia constantemente cuidándolo hasta las últimas consecuencias. El poder que ella ejercía sobre él y viceversa. Tú tienes hermanas, yo también tengo uno, pero nada se compara a esa relación. Emilia era el eje de Tomás, al igual que mi madre lo es para mí.
—¿Y por eso lo suponías?—Titi seguía sin entender por qué estaba tan tranquilo.
—Sí, pero creía que eran imaginaciones mías.
—¡Emilia es la madre de Tomás y tú me dices que ya lo sabías? ¿Soy la única persona que no lo sabía?
—¿A qué te refieres?
—Melchor lo sabía, Amanda también, Gaspar, Felipe supongo, ese tal Enrique... y ahora tú. Todos menos yo y Tomás lo sabían.
—¿Melchor y Amanda? ¿Enrique el tipo con el que Emilia salía antes de morir?—bajó un poco la voz y se acercó a la chica—¿El que le disparó a Roberto Farías? ¿Por qué lo sabe?
—No tengo idea, y la verdad es lo que menos me importa en este momento. Hay que encontrar a Tomás.
Antonio asintió levemente y se puso manos a la obra. Eran tiempos de emergencia, que requerían medidas desesperadas.
—¡Mamá!—gritó dejando a Cristina medio sorda del oído izquierdo—¡Necesito que me prestes el auto!
Su madre asomó la cabeza y alzó una ceja de inmediato. Cada día Antonio se tomaba más atribuciones.
—¿El auto?
—Hay una emergencia, necesito que me lo prestes, lavaré los platos para el resto de la eternidad si así lo deseas, pero necesito esto.
Ella hizo una mueca de disgusto, confiaba mucho en su hijo, pero sentía que darle demasiadas libertades con facilidad no era la manera correcta de criar a alguien.
—Serás cuidadoso.
—Sí, claro.
—Bien, pero vuelve temprano.
Antonio hizo un gesto con la cabeza y tomó las llaves de repuesto que siempre guardaban sobre la nevera. La búsqueda sería más rápida si le daban vuelta a Los Robles en auto.
Podían pasar la tarde completa lamentándose por lo terrible de la situación, o podían tomar cartas en el asunto. Ambos eran de la misma opinión: no te preocupes, ocúpate.
III
La puerta de Felipe se abrió con lentitud y pereza. El dueño de casa no estaba de ánimo para recibir visitas, y las visitas no eran bienvenidas.
En cuanto vio a Gaspar y a Enrique intentó cerrarla de golpe, pero Gasp se lo impidió.
—¡Ya! Que estás enojado y quieres demostrar que lo homosexual no te quita lo macho, pero no es momento de ponernos masculinos. Hay una emergencia.
Felipe forcejeo un par de segundos pero finalmente se rindió, no valía la pena seguir intentando, Gaspar sonaba serio, y cuando aquello sucedía no paraba hasta conseguir lo que buscaba.
—¿Qué quieres?—rezongó abriendo la puerta e interponiéndose en su camino para que no entrara.
—Tomás está perdido.
—¿Tomás? ¿El hermano de Emilia?
—El hijo de Emilia.
—¡Oh, cierto! Recibí ese mensaje ¡Podrías habérmelo comentado antes!
—No lo creí necesario, solo iba a atormentarte—respondió tratando de quitarle peso al asunto.
—¡Entonces no debiste decirlo nunca!
—Siempre eres tan dramático.
—¡Claro que lo soy!—gritó ofuscado—Resulta que Emilia tiene un hijo que no sabe que ella es su madre y no está aquí para decírselo ¿Sabes cómo me ha roto el corazón saber eso?
—Tomás lo sabe.
—No, no lo sabe.
—No fue un pregunta, fue una afirmación—Felipe le quedó mirando, Tomás no podía saberlo. Era su secreto mejor guardado y estaba en posesión de todas las pruebas—Enrique le entregó la carpeta porque es un cabrón ¿Ciert...? ¿Enrique? ¿Enrique?
Pero él ya no estaba a su lado, sino que caminaba alejándose unos cuantos metros de la casa. Gaspar se enfureció repentinamente, no podía ser que armara tal quilombo y luego se retirara como si nada hubiese ocurrido.
—¿Y tú para dónde crees que vas?—gruñó Gaspar.
—A mi casa—contestó con calma y algo de aburrimiento, deteniéndose solo unos instantes, con el fin de despachar a Gaspar permanentemente.
—¿Haces arder Troya y ahora te retiras como si no tuvieras nada que ver en el asunto?
—No tengo nada que ver en el asunto, hice lo que Emilia tenía pendiente y ahora me desligo.
La lluvia siguió cayendo incansable, y el viento sopló con algo de fuerza. Casi caía la noche y muy pronto la luz sería insuficiente.
Se respiraba la tensión pero a Enrique aparentemente no le afectaba.
—¡Es tu hijo!—ladró Gaspar, Felipe lo miró anonadado. No podía ser verdad, nada de eso podía estar sucediendo realmente.
—¿De qué hablas?—Quique frunció el ceño, ese era un secreto que estaba seguro Emilia se había llevado a la tumba.
—No te hagas el tonto, es cosa de sumar dos más dos. Tú y ella tenían una relación antigua que terminó hace diecisiete años, él y tú tienen el mismo carácter y el mismo color de ojos y tu primer nombre es Tomás ¿Realmente crees que cosas así son simples coincidencias?
No encontró escape a esos argumentos, Gaspar carecía de pruebas materiales, pero así mismo estaba en posesión de todos los indicios. Optó por ser sincero, de cualquier manera no le quitaba el sueño la situación.
—No es nada mío. El chico tiene un padre y una madre, yo soy un accidente en su vida.
—¿Un accidente? ¡Eres una colisión de trenes! Ese niño estaba bien viviendo como vivía ¡Solo viniste a desbaratarlo todo y ahora te vas porque no es tu problema! ¡Eres un...!
—Sí, lo soy. Solo actúo por mis propios intereses y los de Emilia, ya deberías saber eso de mí—se midieron con la mirada, pero Enrique terminó por rendirse. No le quedaban asuntos pendientes, era momento de marchar—. Si quieres hacerte cargo del problema, bien por ti, pero te recomiendo que des un paso al costado.
Dicho aquello siguió su camino completamente despreocupado, no iba a quitarle el sueño ni el tiempo un muchachito del que apenas había escuchado hablar un par de veces.
—Enrique ¡Enrique! Hijo de... ¡Estoy rodeado de problemas! Uno se revuelca con un menor y el otro se hace el papito corazón. Creo que quiero volver a la cárcel, el mundo real es demasiado duro.
Se restregó la cara con las manos y tomó una enorme bocanada de aire que dejó salir lento y pausado. Debía intentar calmarse y reordenar sus ideas, Tomás era el asunto número uno a atender y el tiempo le corría en contra.
—Debemos ir por él—zanjó Felipe. Entrando a la casa y recogiendo las llaves de la casa y las del auto—Si yo fuera él me hubiera vuelto loco. Debe estar descontrolado.
—No, él no es tú. Conozco a ese niño desde que tiene seis años, no pierde el control con facilidad, es de los que se congelan, donde quiera que esté debe haberse detenido a pensar y a meditar.
—¡Claro! Su hermana es su madre y él se sentó a develar los misterios del universo—Felipe cerró la puerta con llave y junto con Gaspar caminaron hacia el auto.
—Tomás es un Enrique en miniatura ¿Qué es lo que haría Enrique en una situación como esta?
—Se largaría, no es de los que se toman el tiempo para afrontar los problemas.
Se miraron al mismo tiempo. Tomás huiría de algo así, claramente lo haría.
—A la estación de buses. Ahora—ordenó Gaspar, Felipe asintió de inmediato.
Ninguno era directamente responsable por el chiquillo, pero apreciaban demasiado a Emilia como para dejar a su hijo a la deriva. La responsabilidad era tacita, y compartían un secreto que él nunca debió conocer.
Emilia siempre había respondido por ellos mientras vivía, se la debían, se la debían para siempre.
Iban a encontrar a Tomás, sabían que lo harían.
IV
—¡Melchor!—gritó Amanda—¡Detente! ¡Espérame!
Pero Melchor no podía detenerse, corría y corría con toda la velocidad que sus piernas le daban. Detestaba hacer ejercicio, y por lo general lo evitaba a toda costa, sin embargo esta era una emergencia y ese tipo de ocasiones significaban esfuerzos, aun cuando estos fueran desagradables.
¿Cómo no se la había ocurrido antes? Era tan obvio. Tomás solo podía estar en una parte. La guarida.
Desde que eran niños, cada vez que Tomás trataba de aislarse elegía la guarida como su fortaleza de la soledad. Se ocultaba por horas en aquel lugar y después de calmarse reaparecía como nuevo, ignorando por completo los problemas que lo rodeaban, similar a salir de un capullo, dejando el pasado con la piel anterior.
No estaba seguro de que Tomás estuviese ahí, el tiempo no pasaba en vano y era muy probable de que los años y la mudanza le hubiesen quitado aquella manía, pero ¿y si no era así?
En ese momento la única idea lógica que se le ocurría era que él estuviese en la guarida y no perdía nada con descartarlo.
Atravesó el puente corriendo mientras Amanda le pisaba los talones. Era incapaz de olvidar el camino a la guarida, aun cuando pasara una eternidad, aun cuando hiciera un esfuerzo.
Era el camino directo a la felicidad porque nunca había sufrido estando en la guarida, nunca había llorado y siempre había encontrado alguien con quien contar ahí. La guarida era el mejor lugar en el universo entero y Tomás lo sabía. Tomás estaba ahí, eso creía y nadie se lo quitaría de la cabeza.
Llegó a la fuente del ángel y torció camino hacia la derecha resbalando en la arenilla mojada y cayendo de costado. No le importó lo suficiente, se levantó antes de siquiera llegar a sentir dolor y continuó corriendo entre los árboles. Al necesidad de contar los pasos hasta la guarida no representaba un problema ahora, conocía cada rama y cada piedra, podría llegar aun con los ojos vendados.
Amanda, justo detrás de él, no entendía lo que estaba sucediendo. De un segundo a otro Melchor se había quedado quieto solo para empezar una carrera desesperada en dirección opuesta a la escuela. Ni siquiera se dio el tiempo de explicarle que es lo que pensaba o intuía, solo corría como enajenado.
Le hubiese gustado ignorarle, seguir su camino, pero Melchor lucía tan decidido, tan seguro, Como si supiera de antemano donde estaba Tomás, como si pudiese verlo.
Se detuvo de sopetón frente a un árbol enorme y ella hizo lo mismo, apenas si lograba meter aire a sus pulmones y las piernas le temblaban por el esfuerzo. Si no fuese por la adrenalina probablemente hubiese caído al suelo.
Miró a Melchor tratando de imaginarse qué podía haberlo llevado hasta un lugar tan perdido dentro del parque, él solo admiraba la copa como si pudiese ver algo con la poca luz y la tormenta.
—¡Tomás!—gritó con fuerza—¡Tomás, soy Melchor! ¡Tomás!
No obtuvo respuesta, solo agua y viento.
—¿Qué podría estar haciendo Tomás sobre un árbol Melchor?
—No es solo un árbol, hay una casita un poco más arriba ¡Tomás! ¡Baja Tomás!—volvió a gritar a todo pulmón. Algo había cambiado en él, Amanda lo notó. Su energía era distinta, su poder, su voz—Voy por él.
Se quitó la chaqueta que llevaba puesta solo para no dañar el regalo de su madre, y se acercó al tronco buscando los antiguos peldaños que conducían hasta la cima.
—¿Estás loco? Puede que no esté ahí.
—Está ahí—afirmó sin dudar ni por un segundo.
Amanda se sintió aparte por un instante, lo vio en los ojos de Melchor, ella no tenía idea de dónde podía encontrarse Tomás pero a Melchor no le cabía ni la más mínima duda.
Nunca se había sentido conectada a alguien pero Melchor sí, sobre sus hombros caía el peso de una amistad como se tienen pocas. Su destino y el de Tomás estaban atados para siempre de una forma en que Amanda jamás lograría entender.
O quizás solo era cuestión de tiempo para empezar a hacerlo.
Melchor encontró un resquicio y metió su pie. De la vieja escalera solo quedaban algunos tablones, pero él sabía trepar ese árbol, solo era cosa de cerrar los ojos y recordar su niñez para encontrar de inmediato la escalera que la misma naturaleza había formado a través de los años.
Amanda lo observó en su ascenso, trepaba con algo de dificultad pero bastante seguro, centímetro a centímetro, movilizando su cuerpo más y más arriba.
El viento sopló con fuerza y Melchor pisó en falso, su cuerpo resbaló un meto antes de que pudiese sostenerse de una rama y volver a retomar el equilibrio.
Ciertamente la lluvia le jugaba en contra, pero su espíritu era más fuerte en ese momento. Llegaría a la guarida, no lo dudaba para nada.
—¡Ten cuidado!—chilló Amanda desde la base, esquivando un par de ramas pequeña que Melchor había roto con su desliz.
—Llama a Cristina y a Antonio, fue la única respuesta que recibió.
Ella entendió de inmediato que a Melchor no le importaba demasiado su seguridad en ese momento, pero siguió sus órdenes sin chistar, sacó su teléfono y marcó en número que Cristina le había dado.
Le contestaron de inmediato.
—Amanda—vociferó la chica desde el otro lado de la línea, se oía entrecortada, como si estuviera corriendo—ya sabemos dónde está. Dile a Melchor que vayan a la guarida, él sabe cómo llegar.
—¿Es un árbol?
—¿Qué?
—¿La guarida es un árbol?
—Sí.
—Entonces estamos ahí, Melchor está trepando porque Tomás no le ha contestado.
—Bien, estamos en camino.
Ella cortó y Amanda miró hacia arriba, apenas si lograba divisar a Melchor, la noche había caído repentinamente dificultando la visión. Solo esperaba que estuviese bien y encontrara a Tomás.
Melchor por su parte por fin lograba ver el piso de la casa. Seguía igual como su hermano lo había construido, la misma madera, la misma rama gruesa sirviendo de pilar, los últimos maderos de la escalera permanecían intactos y parte de la cuerda que usaban para subir cosas colgaba por uno de los costados.
Era tal cual la había recordado en sus momentos más bajos, tal cual se aparecía en medio de sus pesadillas, tal como se la imaginaba cuando solo deseaba ir a drogarse, o cuando lo hacía.
Ahí estaba, después de todos esos años, la guarida.
Asomó la cabeza y luego la mitad del cuerpo por la entrada. Era grande para cuatro niños, pero pequeña para un adulto. Conservaba todavía algunas cosas personales. Dibujos en las paredes, cajas con juguetes, una gorra vieja y algunos inventos.
Tomás también estaba ahí.
Melchor se sintió aliviado de inmediato. Estaba en lo correcto, después de todos esos años aún conocía a Tomás.
El chico se encontraba sentado al fondo de la casita, con la espalda apoyada en la pared y las piernas estiradas casi tocando la pared de en frente.
Miraba al techo hipnotizado.
No lloraba.
—Tomás—masculló suavemente Melchor.
—¿Qué?—preguntó el otro sin dejar de observar el techo.
—Hola.
—Hola.
Melchor se sujetó bien de una rama y miró al suelo, sin lograr definir el piso.
—¡Lo encontré, está acá arriba!—gritó esperando que Amanda le escuchara.
—¿Qué haces?
—Amanda está preocupada por ti. Todos lo estamos.
—Supongo que estás al tanto de todo ¿No?—Melchor dudó un instante. La tranquilidad de Tomás lo ponía nervioso. Incluso así deseaba fervientemente ser honesto, añoraba esa relación sincera que una vez tuvieron.
—Sí—respondió algo avergonzado, tratando de meterse en la casita. Era muy pequeña para ambos, y demasiado vieja para soportar tanto peso.
Se detuvo y esperó.
—No tiene sentido. Ella está muerta, así que siento como si no importara, o quizás no siento nada. Es extraño... no siento nada.
Melchor no sabía que decir o que hacer. Hubiese sido maravilloso volver a ser el Melchor de antes, ese que siempre tenía algo ingenioso que comentar.
Lo intentó, solo por Tomás lo intentó.
—Nunca dejas de sentir realmente—explicó con temor—, tu cuerpo solo se acostumbra e ignora el estímulo. Siempre estas sintiendo olores, sabores, presión, frío, calor, dolor, pero lo ignoras porque no eres capaz de abarcarlo todo.
Tomás soltó una pequeña risilla.
—Suenas muy parecido a una persona que solía ser mi amigo, yo quería mucho a esa persona.
—Y esa persona te quería mucho también, parece que aún te quiere mucho.
Le miró de soslayo. Solo la mitad del cuerpo de Melchor entraba en la casita, mientras que el resto se anclaba firmemente a las ramas.
—¿Qué nos pasó, Melchor? ¿Por qué dejamos de ser amigos? Entiendo que te alejaras pero ¿Por qué dejamos de intentar? Éramos como hermanos y simplemente nos rendimos, botamos lo más preciado que teníamos como si no tuviese valor.
—No fue su culpa...—murmuró.
—Si la fue, fue culpa de todos.
Melchor sintió como la madera bajo su pecho crujía y se asustó. Confiaba en las obras arquitectónicas de su hermano, pero el tiempo era capaz de mermar hasta la más resistente de las construcciones.
—Tomás ¿No prefieres conversar abajo?
No recibió respuesta. Él volvía a estar estático y distante, perdido en el universo infinito de los recuerdos.
—Ella era mi madre Chie, siempre, todo ese tiempo. Nunca fue capaz de decírmelo. De la misma manera en la que yo no fui capaz de decirte cuanto me importabas...
Y volvían a la temática del silencio. No había nada que pudiese decirle que le hiciera sentir mejor, ni siquiera conocía alguna palabra que pudiese reconfortarlo un poco. El dolor de Tomás era inevitable, tanto como su propio dolor.
—¡Melchor! ¡Melchor!—escuchó la voz de Cristina y su corazón dio un vuelco. Había llegado la caballería, justo a tiempo.
—¡Aquí estoy! ¡Tomás está conmigo!—gritó aliviado, un instante antes que el piso de la guarida se partiera a la mitad lanzado a su habitante a una caída libre.
No supo cómo, fue cosa de segundos, pero impulsó su cuerpo a través del suelo de la casa y estiró su diestra lo que más pudo, buscando la mano perdida de Tomás entre trozos de madera y recuerdos que se desplomaban.
En cámara lenta lo visualizó cayendo buscando un resquicio al cual sujetarse. Una última oportunidad, una atisbo de esperanza.
Cristina, Antonio y Amanda vieron los escombros de la guarida caer del otro lado del árbol y tardaron un poco en reaccionar.
La primera en hacerlo fue Cristina, que corrió hasta los maderos para cerciorarse de que ninguno de los chicos se encontrara entre ellos.
—¡Melchor! ¡Tomás!—gritó mirando hacia la copa. No estaba entre los escombros, debían seguir arriba.
—Voy a subir—sentenció Antonio subiéndose las mangas y trepando rápidamente hasta la primera rama.
—Ten cuidado—ordenó Cristina mientras sacaba su teléfono cuidando que no se mojara. Marcó el número de Gaspar y esperó.
—¡Cuñada!
—Gaspar estoy en la guarida, Tomás y Melchor están arriba del árbol, pero la casa se acaba de caer y no los veo por ninguna parte ¡Ven ahora!
—Felipe, da la vuelta, vamos al parque—imperó—.Vamos a toda velocidad, cuida de la oruga, cuñada.
Cortó y Cristina esperó que llegaran tan rápido como fuera posible.
—Cuidado Antonio—chilló Amanda al verle resbalar, pero él se recuperó veloz y continuó la subida coma si nada.
—Tranquila, es muy bueno trepando—le calmó Cristina—llamaré a los padres de Tomás... o sus abuelos... lo que sea.
Antonio trepó sin mucha dificultad. Estaba acostumbrado al esfuerzo físico. Antes de darse cuenta ya no distinguía el suelo y se llevó tremenda sorpresa cuando vio a Tomás colgando por completo de una rama.
Se sujetaba con ambas manos del brazo de Melchor, y este por su parte le apretaba con fuerza mientras se abrazaba con fuerza de los restos de la guarida.
—¡Tomás! ¡Acá!—estiró su brazo y se agarró del tronco con el otro.
Podía tomarlo, solo era cosa de centímetros.
—Si me suelto voy a caer—masculló, como si hablar alto lo precipitara de inmediato al suelo.
—No vas a caer—dijo Melchor con la cara apretada por el esfuerzo—no importa lo que pase, no te voy a soltar.
El resto de la guarida crujió y ambos descendieron unos centímetros.
—Tomás, rápido, tu mano.
El chico se soltó un instante e intentó tocar a Antonio, pero sus dedos apenas se rozaban. Volvió a asirse de Melchor y la madera se partió nuevamente, descendieron un par de centímetros más. Melchor sintió como el propio peso de su cuerpo se deslizaba hacia abajo. Iba a caer, ambos lo harían.
—Voy a balancearte.
—¿Estás loco?—inquirió nervioso. Sentía la sangre escapársele a los pies y el agarre poderoso de Melchor en su muñeca.
—Si no lo hago caeremos los dos ¡Porque no voy a soltarte! ¿Entiendes? No voy a soltarte.
Tomás le miró y asintió lentamente, al tiempo que Melchor intentaba moverlo hasta Antonio. Los tablones bailaron con el bamboleo, no tenían mucho tiempo, no los aguantaría a ambos eternamente.
—Dame la mano—Antonio se estiró todo lo que pudo y rogó que la lluvia no le jugara una mala pasada. Tomás soltó una mano y acarició los dedos de Antonio, sin lograr asirse a él del todo—. Solo un poco más.
Cristina logró verlos desde abajo y se tapó la boca con las manos. Iban a caer, estaban a punto.
Melchor hizo un último esfuerzo, asustado por lo inestable de la guarida, o lo que quedaba de ella, con todas las fuerzas que tenía movilizó el cuerpo de Tomás. Era su última oportunidad.
Antonio tomó su mano con fuerza y le gritó a Melchor para que lo soltara. Tiró con energía asegurándose de que su amigo no cayera aún más.
Y no lo hizo.
Tomás quedó con medio cuerpo sobre la rama y las piernas colgando. Lo había logrado, estaban a salvo.
Las tablas dejaron de crujir y Melchor fue capaz de retroceder y ponerse a salvo, un segundo antes de que la estructura colapsara y el resto de su infancia se precipitara directo al piso.
Cristina vio los tablones acercarse y corrió a quitar a Amanda del camino, un segundo antes de que un montón de madera la matara de seguro.
Soltó un chillido mirando entre los maderos por si alguno de sus amigos aparecía, pero no logró distinguir nada.
—¿Están todos bien?—gritó Amanda.
—¡Sí!—respondió Antonio.
Respiró relajada. Estaban bien, por fin.
Bajaron lentamente y ya tocando el suelo lo primero que Tomás recibió fueron los abrazos apretados de Cristina y Amanda. Les había dado un buen susto.
—¿Cómo se te ocurre venir a meterte a un montón de palos podridos en la mitad de una tormenta? ¡Envejecí como treinta años!
Cristina simplemente no lo soltaba, no lo soltaría nunca más.
—Lo siento Cristina—murmuró.
—Lo siento Cristina—lo remendó ella—, yo voy a hacer que lo sientas—dicho esto le dio dos golpes duros en el brazo y acto seguido perforó con la mirada a Melchor y a Antonio—¡Y pobres de ustedes que vuelvan a hacerse los héroes de una película de acción! ¡Porque lo van a sentir también!
Ambos asintieron y se miraron entre sí, habían olvidado lo mandona y violenta que Cristina se ponía con las situaciones límite.
—¿Vamos a casa?—preguntó Amanda—la tormenta no hará más que empeorar.
Miraron a Tomás, quién no parecía convencido.
—Podemos ir a cualquier casa—habló Titi con calma, colocándose nuevamente su máscara de actriz—, la que tú quieras.
Él asintió y todos partieron en camino al auto del padre de Antonio.
Por un instante el mundo no era un lugar tan cruel para Tomás. Quizás no estaba tan solo, quizás no estaba tan desamparado.
Miró los trozos de la guarida justo antes de irse, eran los restos del mejor tiempo de su vida. Decidió que ya no los necesitaba.
Miró a su alrededor y vio a los chicos, los mismos de siempre, esos que creyó nunca volverían. Estaba con él, hombro a hombro, a pesar de todo.
Volvió a sentir.
La pena lo golpeó duro y por un instante pensó que se le doblarían la rodillas, pero sintió la mano de Amanda entrelazarse con la suya y se mantuvo de pie.
No estaba solo, quizás nunca lo había estado.
Anduvieron un buen trecho, hasta encontrarse al fin con el lago y una de las salidas del parque.
Y con los padres de Tomás.
Él se paralizó de inmediato y sintió la rabia embargarlo.
Eran unos mentirosos, unos traidores. No quería verlos, no quería hablarles, ojala desaparecieran de la tierra, consumidos en sus propios engaños.
—Hijo—murmuró Dolores.
—¡No me llames así!—exclamó alterado—¡No soy tu hijo!
Se soltó de la mano de Amanda y avanzó un par de pasos, dispuesto a cortar toda relación con ellos, a dejarlos en el olvido para siempre.
—Tomás, nosotros...—Luis intentó hablar con calma, pero Tomás no estaba dispuesto ayudar, no después de lo que habían hecho.
—¿Ustedes qué? ¡Nada! Me han mentido toda la vida, me han ignorado, me han separado de la persona que más quería ¡No quiero verlos más! ¡Nunca más!—se dejó los pulmones en aquel grito, nunca antes había hecho algo así, nunca antes había odiado tanto.
Gaspar y Felipe aparecieron en la distancia, guiados por la voz portentosa de Tomás, que retumbaba en los árboles y se diluía en la lluvia.
Gaspar se colocó junto a Tomás y lo rodeó con uno de sus brazos sujetándolo fuerte. Sabía perfectamente que la conversación que mantenían él y sus padres solo podía terminar en un montón de cosas que ninguno sentía realmente, por lo que decidió intervenir antes de que el daño se volviera completamente irreparable.
—Oye campeón que bien que te encuentro, creímos que te había sucedido algo, más con esta lluvia terrible... ¿Sabes qué es lo que me gusta hacer cuando está lloviendo? Me gustan los chocolates calientes ¿No te gustaría uno justo ahora?
Tomás le miró confundido. Le dolía la cabeza y no quería seguir hablando con sus padres, o abuelos, o lo que fueran. No deseaba gritar, ni discutir y un chocolate caliente sonaba de maravilla.
Extrañamente era lo único que parecía tener algo de lógica.
—Sí—respondió con un hilo de voz—, me apetece uno.
—No se diga más ¡Oye polilla!—llamó a su hermano—Llévatelo a casa y dale un chocolate caliente.
Melchor lo miró sorprendido. Gaspar era un superhéroe, siempre lo había sido, capaz de lograr lo imposible y manejar hasta la más difícil de las situaciones.
No tenía idea de cómo se las ingeniaba para mantener el caos bajo control, pero nunca perdía el dominio absoluto de la situación. Era como si pudiese ver dentro de las personas o adelantarse a lo que sucedería en el futuro.
Se acercó a Tomás y lo tomó del brazo justo en el momento en que Gaspar lo dejaba ir. Su hermano le guiñó un ojo y le hizo una seña para que se lo guiara hasta la casa. Melchor asintió.
—¡No! Tomás no se va a ninguna parte—chilló Dolores tan exhausta como su hijo. Gaspar la contuvo.
—Déjelo ir—le susurró muy bajito—, necesita pensar. Sí siguen así solo lograran herirse.
—¿Quién crees que eres para darme lecciones de vida Gaspar Valencia?—inquirió indignada la mujer mirando severa al muchacho.
Él solo suspiró y trató de mostrarse lo más maduro que pudo.
—A veces debemos dejar de aferrarnos a las causas perdidas para que ellas tomen su curso natural, y sentarnos a esperar que vuelvan a nosotros si así está escrito.
Dolores sintió como se le oprimía el pecho y observó cómo la espalda de su hijo tomaba la misma forma que la de Emilia hace ya tantos años. Se abrazó a su marido y rezó que la historia se repitiera, rezó para que su pequeño volviera a ella así como su hija lo había hecho.
Antonio vio a Melchor acercarse con Tomás a su lado y corrió a encender el auto, no tenía idea de que había sucedido, pero estaba seguro de que debían irse rápido.
Amanda corrió para cogerle del otro brazo y Cristina procuró colocarse detrás de él y cubrirle con el paraguas.
A penas pudieron lo subieron al auto del padre de Antonio y arrancaron en dirección a la casa de Melchor.
Gaspar les vigiló mientras desaparecían en la noche, para luego hacerle un par de señas a Felipe. Alguien debía llevar a los padres de Tomás a su casa.
—No se preocupen por él, estará en mi casa, no le quitaré un ojo de encima.
—Es solo un niño. Nos necesita—se quejó Luis.
—Sí, pero él debe descubrirlo solo. Es un chico increíble, pero tiene su carácter.
Les calmó con su sonrisa y les dejó su teléfono para que se comunicaran en caso de cualquier duda.
No era padre, pero tenía un hermano que le había causado más de una úlcera, y mirándolo desde esa perspectiva, podía asegurar que aquel matrimonio no dormiría esa noche, lo mínimo que podía hacer por ellos era mantenerlos informados.
Le agradecieron el aventón a Felipe pero ya tenían su auto aparcado cerca y no deseaban molestar.
Se fueron caminando bajo la lluvia, completamente destruidos.
—Enrique va a pagar esto—masculló con ira contenida Gasp, mientras observaba a Luis sujetar con fuera a Dolores.
—¿Tú crees?
—¡No! No lo creo, sé que no lo va a pagar—pateó la tierra enfurecido—¡Ustedes dos, metiéndose con adolescentes como si fueran adultos! ¡Yo soy el infantil, yo puedo hacer esas cosas! ¡Ustedes no!
Se volteó, metió las manos a los bolsillos y comenzó a caminar en dirección a su casa, pasaría algo de tiempo antes de sentirse capaz de confiar en alguno de sus dos "secuaces" nuevamente.
—Oye ¿No quieres que te lleve en auto?—inquirió Felipe tanteando el terreno.
—Claro que quiero, pero no gracias, caminaré a casa para calmarme un poco y de paso agarrarme una neumonía que me llevará a la tumba, así moriré joven para no tener que seguir aguantándome sus...
—De acuerdo.
Felipe se volteó en dirección opuesta y se dirigió a su auto. No iba a quedarse escuchando los berrinches de Gaspar, el día ya había sido suficientemente largo.
—¡Vas a dejarme hablando solo! ¡Es el colmo! ¡El colmo!
Felipe ya no lo escuchaba, aparentemente nadie lo escuchaba. Pero las cosas no quedarían así, estaba de vuelta y haría que todo volviera a la normalidad, aun cuando eso significara tomar el toro por las astas y arriesgarse a una cornada.
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