Eso que no sabías que necesitabas

Los ojos azules de Melchor se quedaron pegados en la vitrina de la librería, deteniendo su caminar y abandonando su lugar junto a Cristina, quien caminó casi tres metros antes de notar que hablaba sola.

La nieve se había presentado temprano ese año, y ese doce de junio la calle completa se teñía del más impecable blanco.

Ambos chiquillos caminaban abrigados hasta la nariz, con guantes, gorros, abrigos y bufandas. Melchor cumplía once ese día y Cristina aún tenía diez. Iban camino a la casa de Tomás para ir por Antonio, y juntos los cuatro iniciar la guerra de bolas de nieve más grande que se hubiera visto en Los Robles.

Lo más probable era que hubiese otros niños en el parque, tirándose nieve como condenados, pero cuando los aprendices llegaran las cosas se pondrían realmente serias.

No era un secreto que entre Tomás y Melchor se podía resumir toda la competitividad del planeta, eso sumado al poderoso brazo de Antonio y la puntería de Cristina, el equipo se volvía invencible. A decir verdad la única realmente temible del equipo era Cristina, todo el año se comportaba como una señorita, pero ese día, durante la guerra de nieve, soltaba al demonio.

Corría el rumor que un año antes Cristina había llenado la boca, de un chico dos años mayor, con nieve hasta que se rindiera, también decían que ese pobre chico pasó una semana sin sentirle sabor a la comida.

Desde ahí que la llamaban "Bestia blanca". Un seudónimo del cual, por solo un día al año, se sentía profundamente orgullosa.

Este sería el cuarto año consecutivo en que ganarían la guerra de nieve, y ostentar el título nuevamente sonaba interesante.

Pero si Melchor se quedaba parado a la mitad de la cuadra como un tonto era poco probable que llegaran a tiempo para encontrar el mejor escondite y armar las más de cien bolas de nieve que se necesitaban para abatir a todos los chicos que se presentaran a la batalla.

—Oye, vamos tarde—Cristina puso los brazos en jarras y se negó a tener que jalarlo para que dejara de mirar la vitrina. Melchor tenía una debilidad por los libros y la librería era como la tierra prometida—. Melchor Valencia te estoy hablando ¡No me hagas llamarte por tu horrible segundo nombre, Melchor!

Ni con eso le hizo reaccionar, estaba completamente absorto en las novedades de la tienda.

A regañadientes Titi se acercó a mirar aquello que tanto lo hechizaba, suponía que no notaría nada especial, detestaba leer, no entendía como Melchor podía pasar tanto tiempo pegado a un montón de letras.

La única forma de que Cristina se acercara a un libro era si Melchor se lo leía, en ese caso si le gustaban, y hasta podía pasarse el resto de la tarde muy concentrada en como Melchor movía la boca, convirtiendo ese montón de aburridas letras en impresionantes historias.

Todo es agradable con el estímulo correcto.

Detrás de la vidriera solo vio un montón de tapas de colores y tamaños diferentes. Libros, libros y más libros. Aburrido.

—¿Qué estamos mirando?—preguntó luego de empujar a Chie con su hombro para que le prestara un poquito de su preciosa atención.

—A la derecha, tapa roja, letras doradas, foto de un mapa—habló sin despegar la vista de la vitrina.

—Cartografía avanzada—leyó la chica atentamente y luego bufó. Ya sabía ella que sería algo súper aburrido—. Es eso sobre hacer mapas ¿No?

—Sip.

Lucía tan embobado con aquel tomo que Titi se sintió ligeramente celosa. Si Melchor la mirara aunque fuera una vez como miraba los libros nuevos, se sentiría la chica más feliz de la tierra. Probablemente nunca sucediera, por lo que se conformaba con ser su amiga.

—¿Quieres entrar a preguntar cuánto cuesta?

Ahí estaba de nuevo, esa sonrisa enorme que le recordaba a Titi lo muy feliz que le hacían los libros y todo lo relacionado con ellos.

Claro que quería entrar, Melchor siempre quería entrar a una librería, podía vivir en una si era necesario. Dormir entre las repisas, pasear por los pasillos y alimentarse de lectura.

No por nada Cristina le había regalado un libro esa mañana, el primer libro que era enteramente propiedad de Melchor. Un regalo que el chico leería tantas veces que terminaría memorizándolo en dos días.

La chica lo cogió de la mano y lo arrastró dentro de la tienda. Ahí se encontraba la esposa del dueño, ordenando los títulos de la sección de cocina.

—Buenos días ¿Cómo está?

La mujer miró a ambos chiquillos con una enorme sonrisa y suspiró. Melchor y Cristina entraban con tanta frecuencia a esa tienda que ya era difícil confundirlos.

—Muy bien niños ¿Y ustedes?

—Yo estoy bien—contestó Cristina—, y Melchor está de cumpleaños.

—¿De verdad?—el menor asintió—Eso es increíble, felicidades ¿Cuántos cumples?

—Once.

—Que grande ¿Recibiste algún regalo?

—Sí.

—¿Algún libro?

—Sí—Melchor sonrió enorme y Cristina hinchó el pecho de orgullo por haber escogido el regalo perfecto.

—Maravilloso, pásalo bien el resto del día—colocó el último libro y caminó hasta la caja—¿Qué se les ofrece por acá?

—Queríamos saber cuánto costaba el libro de cartografía avanzada—contestó Chie con propiedad—, el que está en la vitrina.

La mujer echó un vistazo hacia la entrada de la tienda sin lograr recordar el precio de ese libro en particular.

—No estoy segura ¿Por qué no van y lo revisan? Está escrito en la primera página.

Los chiquillos corrieron hasta la vitrina y tomaron el libro con todo el cuidado que poseían. Melchor lo observó con los ojos repletos de esperanza y acarició las letras doradas. Era simplemente perfecto.

La primera página estaba en blanco, a excepción de unos delicados números escritos con lápiz a mina.

—Es muy caro—dijo Titi sorprendida, nunca creyó que un libro pudiese costar tanto dinero.

—Sí—Melchor sonó decepcionado. No podía pedirle esa suma a sus padres, menos cuando sabía que las cosas en la fábrica no iban bien.

Cristina vio cómo se apagaba el brillo azul de los ojos de Chie y frunció el ceño. Ni juntando el dinero de todos sus domingos lograría hacer esa suma. Ni siquiera con el dinero de los cuatro lo lograrían.

Malditos libros, solo traían problemas.

Chie lo cerró y lo devolvió a su lugar en la vitrina, junto a sus amigos.

—Gracias—gritó y salió de la tienda, seguido de Cristina.

No importaba, un libro no hacía la diferencia, y su padre tenía suficientes en casa, ninguno de cartografía, pero no importaba.

Metió las manos en los bolsillos y pateó la nieve sin ganas. No importaba, no importaba, no importaba.

—¡Oye!—Cristina lo llamó pero no recibió respuesta—¡Oye, Melchor!—nada, el chico estaba demasiado concentrado en refunfuñar y bajarle el perfil al asunto.

La bola de nieve le impactó de lleno en la nuca y lo sacó de sus pensamientos tan rápido que olvidó por completo el contenido de sus cavilaciones.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué has hecho eso?—se quitó el gorro y lo sacudió.

—Yo voy a darte ese libro—gruñó ella mientras se acercaba.

—No bromees Titi, no tienes el dinero.

—No me digas Titi, y claro que no lo tengo, pero no voy a dártelo ahora, te lo daré cuando tenga el dinero.

—No te molestes, no es importante.

—Yo quiero dártelo, pero me tienes que prometer algo a cambio—Melchor giró la cabeza hacia un costado y alzó una ceja—Cuando te lo dé vas a mirarme con la misma cara con la que miras un libro nuevo.

—No sé de qué hablas.

—No importa, solo prométemelo—el chico aceptó muy confundido y le tendió la mano.

—Lo prometo.

Cristina se la estrechó de vuelta por media milésima de segundo y huyó corriendo a toda velocidad tan roja como un tomate.

Desde ese mismo día comenzaría a ahorrar, aunque le tomara un millón de años iba a conseguir ese libro. 

···~*~*~*~*~*~*~*~*~*~*~···

I

La luz entraba al salón de forma perezosa, como si no quisiese iluminar de verdad. Era una de esas señales del invierno, que con él traía la oscuridad, el frío y la nieve.

La tormenta había cesado, dejando tras ella ese clima apagado, repleto de nubes grises y corrientes de aire gélido.

Melchor miró por la ventana. El pueblo se extendía mucho más lejos que hacía unos años. Se preguntó si seguiría llamándose pueblo o pronto sería una ciudad o una comuna. No era importante, pero tenía curiosidad de ello.

Los techos de tejas rojas le resultaron tan diminutos, tan lejanos, aun cuando uno de ellos le pertenecía. Podía ser que él se sentía de esa forma, diminuto y lejano, externo a lo que sucedía a su alrededor, como si de pronto habitara una dimensión paralela.  

Anto no le hablaba, no importaba que tan urgente fuera la situación, Anto simplemente se guardaba todas sus palabras y le ignoraba magistralmente.

Tomás ni siquiera lo miraba, pasaba de él como si de verdad no existiera. Melchor era parte del decorado, como un florero feo o un adorno del refrigerador. Se comportaba completamente normal, como si nada hubiese sucedido, cordial con sus compañeros, bromista con las chicas, ordenado, generoso y aplicado.

Quizás era verdad que Melchor no existía, quizás por eso Tomás lo ignoraba. Había muerto, o se había vuelto repentinamente invisible, o podía ser que la teoría del mundo paralelo estaba en lo correcto y en estos momentos Melchor los miraba desde su propio mundo.

Distante, frío y solitario.

—¡Feliz cumpleaños!—el grito de Amanda le despegó el alma del cuerpo. Si no había muerto antes, Mandy le había quitado unos veinte años de vida con el susto.

La miró completamente confundido y luego miró el paquete sobre su mesa. Estaba envuelto en papel café con un cordel rojo atándolo. De uno de los extremos del cordel colgaba una tarjeta roja escrita con lápiz color plata.

«¡FELICIDADES!»

Leyó el mensaje seis veces antes de entender que significaba esa palabra.

—¿Felicidades?

—Sí, por tu cumpleaños.

No podía ser su cumpleaños, faltaba mucho para su cumpleaños, recién estaban a mayo, mediados de mayo, y su cumpleaños era el doce de junio, faltaba una eternidad.

—No, no puede ser ¿A cuánto estamos?

—Doce de junio.

Pestañeó tratando de hacer memoria de en qué momento el tiempo había pasado tan rápido. Visitó a Enrique el veinte de mayo y ya de pronto era doce de junio ¿Cómo?

Casi cuatro semanas en un instante ínfimo. Cuatro semanas sin que Tomás o Antonio le hablaran, cuatro semanas desde que hablara por última vez con Felipe, cuatro semanas en la que no sabía que había hecho.

El tiempo se le resbalaba por entre las manos de forma macabra. Ya era junio y parecía como si hubiese sido ayer cuando le confesara la verdad a Tomás, cuando besara a Cristina, cuando diera la primera prueba de matemáticas, cuando conociera a Amanda, cuando entrara a la escuela.

¿En qué momento se le había escapado el tiempo?

—¿Melchor, sigues ahí?

Pegó otro respingo y se quedó con cara de tonto mirando a Mandy. No lograba entender lo que sucedía. No podía ser doce, simplemente se negaba a que el tiempo se movilizara al tal velocidad.

—¿Estás segura de que hoy es mi cumpleaños?

—Amm... sí. Lo revisé varias veces en el calendario, es doce... de junio, por si también te preguntas eso.

Volvió a mirar el paquete, asombrado, y lo tomó para asegurarse que era real.

Su madre no le había dicho nada en la mañana, ella siempre lo saludaba, pero no había visto a su madre en la mañana, por lo que seguía dudando si creer que estaba de cumpleaños o no.

—¿Estás segura, segura?

—Agg... ¡Ya! Da lo mismo, estamos a nueve de octubre y se me ha olvidado saludarte cuando debía ¡Abre el maldito regalo!

A la chica se le enrojecieron las orejas y se sentó en su silla con los brazos cruzados. Ya estaba lo suficientemente preocupada por haber elegido el regalo correcto como para además tener que convencerlo que efectivamente era su cumpleaños.

Comenzaba a odiar a todos los hombres. Eran raros.

Melchor abrió la tarjeta y leyó el corto mensaje.

«Feliz cumpleaños ¡Ya eres todo un niño grande!»

Cerró la tarjeta y desató el cordón rojo.

No necesitó terminar de desarmar el paquete para reconocer las letras doradas escribiendo la palabra cartografía. Se quedó estático un instante, tratando de convencerse de que estaba equivocado en lo que pensaba, para después sacar el libro con tanta delicadeza que cualquiera creería que desarmaba una bomba.

Tapa roja y la foto de un mapa. Era imposible, no estaba sucediendo, era mentira.

Sintió las granulaciones del encuadernado y con su pulgar izquierdo dibujó la C dorada. Tal cual como lo recordaba.

Ese libro solo existía en su mente ¿Cómo era que ahora estaba en sus manos?

Abrió la tapa y ubicó el precio en la esquina superior derecha. El mismo que antes, con el mismo lápiz. Ni siquiera la inflación lo había afectado.

Hubiese soltado un garabato si hubiese tenido alguna palabra al alcance de su lengua. Ni siquiera podía llamarse sorpresa, el impacto era tan grande que ya había muerto y resucitado mil veces en el último segundo.

—¿Y? ¿Aún no te convences de que estás de cumpleaños?—Amanda sonrió de medio lado con los brazos aun cruzados.

—Yo... no... mi...—realmente no recordaba cómo se armaban las palabras.

—¿Te sientes bien? Estás algo pálido.

—¿Cómo?—logró articular finalmente, no le sacaba los ojos de encima el libro, por si acaso se le ocurría desaparecer mágicamente.

—¿Cómo qué?

—¿Cómo supiste?

—Pff. Se cuenta el milagro pero no el santo, Melchor.

Amanda estaba en su salsa, nunca había visto a Melchor a ese nivel de impacto. Tendría que agradecérselo a Cristina, debería comprarle algo... bien, era momento de pedirle ayuda a Antonio.

—Por favor—pidió Melchor, sacándola de su problema—, dime cómo fue que tú...

—¡Oh! Felicidades—la voz de Cristina le arrebató la atención al libro—. Que sea un buen cumpleaños.

Sonrió y sacó un pequeño regalo de su mochila. Melchor lo recibió aún más impactado.

—No tenías que molestarte—masculló perplejo.

—No es molestia, trabajo en la tienda de libros y los marcadores de página estaban en rebaja. Eso sumado a mi descuento de empleada... de verdad no fue una molestia.

Se sentó fingiendo una tranquilidad admirable.

Había visto el libro sobre la mesa de Melchor y eso la hacía odiar nuevamente a Amanda. De todos los lugares en la tierra donde pudo habérselo entregado ¿Tenía que ser en la escuela? ¿En serio?

¿Qué iba mal en la cabeza de esa chica? ¿No entendía que la estaba metiendo en un aprieto?

¿Por qué le había aconsejado que se lo comprara? Era un maravilloso regalo, pero contenía demasiado significado para pasar como cualquier otro regalo.

Solo esperaba que Amanda no se fuera de lengua, de lo contrario estaría en un gran...

Mierda.

La había dicho que trabajaba en la tienda. Se había enterrado sola ¡Sola!

¡Maldita Amanda!

Melchor miró la espalda de Cristina ¿Había dicho que trabajaba en la librería? Estaba casi seguro, no, estaba completamente seguro. Miró a Amanda que silbaba de manera sospechosa mientras sacaba su cuaderno.

Si algo estaba claro era que sus capacidades deductivas estaban intactas después de la heroína, y ellas le avisaban que ese libro no había sido, bajo ninguna circunstancia, idea de Mandy.

—Aman...

—¡Valencia!—la voz de Gonzalo le interrumpió el interrogatorio. Venía hacia él, con pasos amplios y mirada severa.

Se paró automáticamente, si venía para golpearlo era mejor que lo pillara a la misma altura. Echó los hombros hacia atrás y levantó un poco el brazo.

—Tú y yo tenemos algo que conversar—sonaba algo violento, pero Melchor supuso que no venía por sangre.

—No que yo recuerde.

Amanda sintió como se le tensaba hasta el último músculo del cuerpo, hacía mucho que Gonzalo no se metía con Melchor ¿Por qué justo ahora buscaba pelea?

El chico lanzó un par de hojas sobre la mesa de Melchor y se cruzó de brazos. Era una prueba de biología que habían dado la semana anterior.

—Has sacado casi puntaje perfecto.

—¿Por qué tienes mi prueba?

—¿Cómo lo haces Valencia?

—¿De dónde sacaste mi prueba?

—¿Cuál es tu secreto? ¿Te robas las pruebas? ¿Le pagas a los profesores? ¿Le pagas a mi padre?

A estas alturas ya todo el salón se había volteado a observar el conflicto en proceso. Amanda se había levantado de su asiento levemente, pero era Cristina quien se interponía entre ambos intentando calmar las aguas.

—Tranquilos chicos. No es momento de comparar testosteronas.

—¡Vas a decirme que haces y lo harás ahora!—ordenó Gonzalo.

—¿Quién te crees para obligarme a hacer algo?

—Oye Gonzalo—terció Titi—, sabemos que estás enamorado de Melchor, pero en serio no es el momento para que te baje un ataque...—la chiquilla hizo su mejor esfuerzo para retener a Melchor y al mismo tiempo espantar a Gonzalo, pero ambos estaban demasiado enfrascados en el pleito como para reparar en ella.

—¡Dímelo!

—¿Qué te importa lo que hago o dejo de hacer? ¡Métete en tus asuntos!

—¡Me importa! Me mato estudiando para apenas aprobar, y tú sales de la nada y sin mayor esfuerzo superas al promedio ¡Estás haciendo trampa!

—¡No hago trampa!

—¡Por todo lo sagrado! Dejen de pelear como si tuvieran cinco años—Amanda sacó voz de alguna parte de su cuerpo y detuvo la inminente colisión. Tanto Melchor y Gonzalo, como Cristina, le miraron sorprendidos ¿Cómo de un cuerpo tan pequeño podía salir tanta furia?

—Lo siento—contestaron los tres.

—¿Podrían posponer su pelea por un día? Es el cumpleaños de Melchor.

—De acuerdo—volvieron a contestar los tres.

—Vuelve a tu lugar Gonzalo.

El muchacho miró a Melchor y a Cristina, entrecerró los ojos y se marchó maldiciendo. No le agradaba para nada ninguno de ellos, pero pronto resolvería todo el misterio.

Melchor por su parte notó por primera vez que Cristina estaba delante de él, y que lo protegía con su cuerpo. Repentinamente se le anudó la garganta.

Maldijo.

¡Estúpidos sentimientos confusos!

Ella se apartó pronto, más de lo que él hubiese deseado, y regresó a su puesto como si nada. Él intentó decir alguna cosa, pero de inmediato entró la maestra de lenguaje y les obligó a sentar.

Se acomodó en su silla y miró detenidamente el libro y el paquete sin abrir que le había regalado Cristina. Debía averiguar que estaba sucediendo ahí. Debía hacerlo por el bien de su cordura.

II

Cristina se sentó junto a los chicos en las gradas de la cancha. Era raro ver a Antonio sin jugar un partido durante el recreo, pero todo estaba tan raro que decidió no mencionar la extrañeza de la situación.

Se acomodó a su altura y suspiró profundamente. Sabía de antemano que ellos aún se encontraban molestos con Melchor y por consiguiente la consideraban una traidora. 

Hablarle a Valencia era el peor de los pecados capitales, atentaba directo en contra de todo lo que se refería a lealtad.

Abrió una caja con galletas y se las ofreció, ninguno de los dos llegó siquiera a mirarla.

El tiempo pasaba rápido, y Titi comenzaba a preocuparse. Conocía el carácter resentido de Tomás, pero nunca esperó que en casi un mes su temperamento no hubiese encontrado refugio.

Por lo general se le veía calmado y simpático, como siempre. Pero cuando le ponías la suficiente atención podías notar que seguía tan destruido como ese primer día bajo la lluvia.

No tenía idea que lo mantenía tan deprimido, y a pesar de que realmente quería ayudarlo él no se dejaba. Un poco de cooperación no le hubiese hecho daño, pero se resistía a abrirse a la gente, por sobre todo a Cristina, el enemigo público número dos en ese momento.

Antonio era otro buen ejemplo si de inestabilidad mental se hablaba. Con todo y el corazón hecho añicos había logrado resistir semanas sin hablarle a su mejor amiga y única confidente, pero era una lucha ridícula contra un reloj que no se detenía ni un segundo.

Por dentro se desmoronaba. La pérdida de Felipe sumado al engaño de Melchor amenazaban con terminar de mermar su lucidez, y aunque trataba de alejar su mente de ello varias veces se encontraba a si mismo caminando en dirección a la cafetería solo para pasar por fuera y que Felipe lo viera.

No podía evitar preguntarse si él estaría sufriendo las mismas penas del infierno o si se sentiría tan molido y desganado, pero por lo general llegaba a la conclusión de que no era así, que Felipe no era del tipo de personas que se comprometen demasiado y que había dejado de pensar en él en el mismo segundo que saliera por la puerta.

Al final terminaba más deprimido y con menos ganas de seguir con su vida. Ni siquiera patear el balón le llamaba la atención. Nada lo hacía.

Ambos muchachos eran un caso de depresión severa, y ahí estaba Cristina, sentada entre ambos, sin tener la menor idea de que hacer.

—Hoy es el cumpleaños de Melchor—soltó inocente, solo para intentar hacerles reaccionar aunque fuera de manera negativa.

Ninguno pareció darse por enterado, simplemente siguieron mirando el partido sin observarlo realmente.

—Sé que están enojados con él, y no digo que vayan a abrazarlo como el hijo prodigo que regresa a casa, pero podrían por lo menos comenzar a sopesar la idea de dejar de estar tan enojados.

—No estoy enojado con él—masculló Tomás sin quitar su cara de aburrimiento—, simplemente no me importa que le suceda o deje de sucederle. Es como si no existiera.

Cristina frunció el ceño y le puso mala cara. Cambió de objetivo y miró a Antonio.

—¿Tú también fingirás que no existe?

—Déjame en paz, Cristina—gruñó el mayor, con expresión malhumorada.

—Chicos, esto es muy infantil de su parte.

—No, me parece sorprendente que tú lo dejases pasar así como así. Nos mintió a todos, no solo a mí—comentó Tomás.

—No es que lo deje pasar, es solo que comprendo sus motivos. Protegía a su hermano, yo haría lo mismo.

Tomás le miró intrigado y de inmediato bufó.

—¿Tú también me mentirías en la cara durante meses?

—Tomás...

—Te hice una pregunta Cristina ¿Me mentirías con algo tan importante para mí?

—No lo sé, tendría que estar en la situación—se excusó la muchacha—, pero no descarto esa posibilidad.

Tom dejó de mirarla y regresó su atención en el partido, había escuchado suficiente.

—Vete de aquí Cristina—dijo con tono monótono—no tenemos nada que conversar.

—Pero Tomás...

—Vete, por favor.

Ella busco ayuda en Antonio, pero este desvió la mirada ignorándola por completo. En momentos como ese no se sentía con ánimos de apoyar a Titi en nada, menos si estaba relacionado con Valencia.

—Bien—gruñó molesta—, me iré. Pero que quede claro que se están comportando como un par de inmaduros...

—Si no mal recuerdo—interrumpió Anto—tú le odiabas a muerte.

—Sí, lo hacía. Pero tenía mis motivos y ya los he aclarado así que...

—Nosotros tenemos los nuestros... déjanos en paz.

Titi se quedó muda y desarmada. Odiaba ese tipo de argumentos sin sentido en los cuales cualquier error cometido en el pasado se convertía en un arma en tu contra. Era cierto, hacía algunos meses Melchor le resultaba repugnante, pero esa época era parte del pasado y ahora no había razones suficientes para condenarlo al ostracismo.

Se sentía impotente y por más que lo intentaba no sabía cómo ayudarlos.

Estaban solos, de nuevo.

—Bien. Me iré. Pero antes voy a recordarles que si no fuera por él seguiríamos sin saber sobre Emilia.

—Lo teníamos contra la pared, confesar así no tiene mérito.

—Sabes que no es así Tomás, sabes muy bien que no tenías a nadie contra la pared. Melchor te lo dijo porque es tu amigo.

—¿Y qué quieres que haga?—gritó perdiendo los estribos por primera vez en mucho tiempo—¿Qué vaya y lo abrace? Gracias Melchor, ha sido muy considerado de tu parte contarme sobre mi propia hermana después de todos esto meses... ¡No jodas, Cristina!

Cristina frunció el ceño y gruñó como un oso hambriento. Tomás tenía una especie de don para sacarla de sus cabales.

Se retiró antes de comenzar a enojarse de verdad, la actitud intransigente podía soportarla, solo hasta cierto límite ¿Se había comportado así también? Se enojaba más de solo pensarlo.

Nadie decía que Melchor fuera un santo, pero por lo menos podían sentarse a conversarlo en vez de mantener ese juego infantil de la ley del hielo.

Pateó una lata de pura rabia y se regresó a su sala furiosa, con cada segundo que pasaba entendía que tener amigos de quienes preocuparse era el peor de los castigos divinos.

Y si esos amigos se llamaban Tomás, Antonio y Melchor, aún peor.

III

A la hora de salida Melchor divisó la cabeza de Tomás moviéndose entre la multitud hacía la calle. Apresuró el paso para alcanzarlo, pero en un abrir y cerrar de ojos había desaparecido.

Se tomó un minuto para buscarle de nuevo, no podía simplemente evaporarse.

No le halló.

Se mantuvo firme a la entrada de la escuela hasta que Amanda le alcanzó, por un segundo había olvidado que iba con ella al lado.

—¿Se puede saber qué pasa entre ustedes?—dijo ella con el aliento entrecortado—Y no te hagas el inocente, hace semanas que no se hablan.

Melchor no le prestó mucha atención, seguía demasiado preocupado por Tomás como para fingir normalidad ante Amanda. Esperaba que en algún momento dejara de preguntar, Mandy sabía que él no era el más asiduo a compartir sus secretos.

—Está molesto conmigo—respondió seco.

—¿Por?—la chica le miró expectante, pero no recibió ni la más mínima muestra de cooperación—Ni siquiera sé para qué pregunto.

Rodó los ojos y se quedó junto a Melchor esperando a que este reaccionara.

Le carcomía la curiosidad de saber que estaba  sucediendo, pero nadie parecía dispuesto a explicarle. Se encontraba regularmente en esta situación de desorientación total. Quizás por eso le gustaban tanto los libros, tarde o temprano siempre te enterabas de lo que estaba sucediendo.

Pero esto no era un libro, sino la vida real, era mejor acostumbrarse a la sensación de ignorancia.

—¿Nos vamos?—preguntó tratando de que Melchor volviera al mundo de los vivos.

—Ve tú, tengo algo que hacer.

—Pero creí que Felipe te había dado la tarde por un asunto de cierre de mes o algo así.

—Es algo más que tengo que hacer...

—¿En tu cumpleaños?

—Sí, si quieres más tarde salimos a dar una vuelta o algo así... ¿Puedo pedirte un favor?

—Claro—Amanda se sintió extrañamente tensa, era raro que Melchor le pidiese algo.

—¿Podrías hablar con Tomás?

—¿Te has vuelto loco? Claro que no, nada de eso, yo y Tomás no hablamos. Me besó en contra de mi voluntad ¿Recuerdas?

Mandy se cruzó de brazos e hizo su mejor intento de lucir molesta, aun cuando nunca lograba molestarse con Melchor.

—Mandy, él te necesita. No va a decírtelo, porque es un orgulloso, pero necesita de alguien que le conozca y lo quiera.

—¡Yo no lo quiero!—Melchor se despidió y le cerró un ojo—¡Oye! No he dicho que sí, no te vayas ¡Melchor! ¡Agg! Detesto a todos los hombres ¡Me haré monja!

Dedicó un par de miradas malignas a quienes pasaron a su lado y luego se fue a su casa. Definitivamente el sexo masculino era un gran problema.

Melchor por su parte trotó calle abajo hasta topar con la avenida principal. Caminó por la vereda norte con las manos en los bolsillos y se detuvo justo en frente del supermercado. Tomó la calle de la derecha y divisó el borde poniente del parque, por el lado en el que solían ponerse los vendedores de helados durante el verano y los carritos con café en invierno.

Justo a mitad de cuadra se encontraba el que en su tiempo fue uno de los lugares favoritos de su infancia.

La campanilla de la tienda de libros le resultó extraña, no recordaba que tuviese una, y estaba seguro de recordar todo sobre esa tienda, aun cuando habían pasado años desde la última vez que entrara.

La tibieza del lugar le golpeó la cara y el aroma de libro viejo lo acunó como un familiar al que no se le visita hace mucho. El orden de las repisas había cambiado, y de seguro las secciones no se encontraban organizadas como hace seis años, pero el piso era de la misma madera crujiente y el techo aún conservaba ese tono lila de antaño.

Entró por la sección de niños mientras acariciaba los lomos de libros tan viejos como bien conservados.

Colección de cuentos de los hermanos Grimm, Alicia en el país de las maravillas, Ana Frank. Todos esos ya los había leído, hacía muchísimos años atrás.

Se paseó por el área de aventuras y luego por la sección de misterio. Acarició toda la colección de Sherlock Holmes y se pilló a si mismo sonriendo.

Tomó uno cualquiera y lo abrió justo a la mitad.

«Vamos chicos, no es tan difícil» se escuchó a si mismo decir «deben pensar en todas las pruebas que Sherlock ya les ha dado y sabrán de inmediato quien es el asesino»

Como adoraba leerles Sherlock Holmes a sus amigos. Que entendieran por qué lo idolatraba tanto. Ver la cara de aturdimiento de Antonio tan intrigado que era incapaz de imaginar una respuesta, o la de Tomás, siempre intentando dar con la respuesta antes del final del relato.

O la de Cristina, tan serena, sin siquiera intentar pensar, solo escuchando sus palabras con una atención sublime. Adoraba leerle a Cristina, porque nunca lo interrumpía, siempre hacía buenas preguntas y cada vez que terminaba un capítulo le exigía otro.

Cerró el libro y con él se difuminaron los recuerdos. No era momento de ponerse sentimental. Lo dejó cuidadosamente en su lugar y retomó su camino hasta la caja.

Reconoció de inmediato al chico detrás de la registradora. Era Ramón, el hijo de los dueños de la tienda, lo había visto un par de veces cuando eran pequeños, pero al ser él tres o cuatro años mayor nunca habían entablado mayor relación. Supuso que no le reconocería y no se equivocó, Ramón tenía la memoria de un pez con Alzheimer.

—Hola ¿Puedo hacerte una consulta?—un gruñido fue la única respuesta coherente. Ramón también era fanático de la lectura y cuando lo pillaban leyendo no había manera de sacarlo de su mundo—Quisiera saber quién vendió este libro.

Sacó el libro de cartografía avanzada de su bolso y lo colocó sobre la mesada.

Necesitaba saber si era Cristina quien lo había vendido y necesitaba saber por qué. Recordaba claramente su promesa de regalárselo.

Recordaba el frío en sus dedos, recordaba la nieve, recordaba ese gorro de lana morada que ella adoraba y las mejillas rojas por el clima que la hacían lucir extremadamente adorable. Recordaba cómo había latido su corazón al escuchar esas palabras y como le había nacido esa primera sonrisa tonta que se repetiría millones de veces hasta culminar en un incómodo beso varios metros sobre el suelo.

Lo recordaba porque ese día había dejado de ver a Cristina como una hermana, ese día se había enamorado por primera vez. O por lo menos se había dado cuenta de que estaba enamorado.

Pero ahora tenía el libro en sus manos, y a pesar de que siempre lo había deseado, no se sentía tan triunfante como esperaba. Como si la cartografía hubiese dejado de tener sentido repentinamente. Como si la espera latente a lo largo de todos esos años no hubiese servido para nada.

Solo podía pensar que Cristina ya no recordaba esa promesa, y no la juzgaba por ello, no todos tenían la misma increíble memoria que él, pero eso no significaba que aún conservara la esperanza.

Ramón alzó la mirada por sobre su libro y de inmediato pareció volver al planeta tierra.

—Así que tú eres el chico del regalo—sonrió de manera misteriosa—¿Te ha gustado?

—Sí, claro, pero no es eso lo importante ¿Tú se lo vendiste a Amanda?

—No, no, fue la otra chica que trabaja acá.

—¿Cristina? ¿Cristina Marambio?

—Sí ¿La conoces?  

—Sí...

Se sintió decepcionado. Uno de sus recuerdos más preciados de la infancia se había convertido de pronto en eso, un simple recuerdo agradable sin ninguna relación con la actualidad.

¿Por qué se sentía tan derrotado? No era como si él y Cristina fueran las personas más unidas, pero incluso desde esa perspectiva esperaba que algunas cosas del pasado en común que tenían se mantuvieran en el tiempo. Cosas como el beso del árbol, las guerras de nieve, los viajes a la reserva y el libro.

—Oye, hablando de Cristina ¿Tú eres su amigo?—Ramón lo sacó de sus pensamientos y lo trajo de forma forzosa de vuelta a la realidad.

Melchor se lo pensó un par de segundos antes de contestar.  A esas alturas no estaba seguro de que tipo de relación compartía con cualquiera de las personas que lo rodeaban.

—Sí, eso creo.

—Bien ¿Y sabes si ella está viendo a alguien?

Volvió a tomarse un par de segundos en contestar, no le gustaba nada el rumbo que tomaba aquella conversación, pero tampoco sabía cómo detenerla.

—No que yo sepa.

—Es que ya ha pasado bastante tiempo desde que terminó con su novio y quería ver si seguía sola.

—Ese no es mi asunto—respondió con algo de rudeza.

—Lo sé, lo sé. Lo siento si te puse en un aprieto—el joven se rascó la nuca e hizo sonar su cuello—¿Puedo hacerte una última pregunta?

Melchor lo miró estático, no quería decirle que sí, pero se sentiría tremendamente obvio si se negaba. Comenzaba a pensar que Cristina se estaba convirtiendo en un problema grave, más que nada ahora que la cercanía no era algo efímero, sino pan de cada día. Debía poner en claro sus sentimientos, lo antes posible.

—¿Qué?—dijo finalmente, luego de notar lo infantil que se estaba portando.

—¿Puedo invitarla a salir o crees que es muy pronto?

Fue asombroso como todos sus sentimientos quedaron claros después de esa pregunta. La respuesta era solo una y bastante completa por lo demás.

No, no podía invitarla a salir. No hoy, ni mañana, ni cuando tuvieran cuarenta años. Por lo que a Melchor respectaba ojala Cristina hubiese cambiado de empleo ayer en la mañana y ahora se encontrara a cientos de millones de kilómetros de distancia de esa librería y de los peligros que esta representaba.

Ojala que Cristina odiara  a ese tipo, ojala odiara las invitaciones y ojala odiara salir.

Quizás no tuviera claro lo que quería con Cristina, pero tenía muy claro lo que no quería... y no quería que ese tipo siquiera le respirara cerca.

Pero no podía decirle eso, principalmente porque apenas si tenía claro su relación de amistad con ella, no tenía derecho alguno de limitar con quien ella salía o dejaba de hacerlo ¿qué creía? ¿qué Cristina le correspondía en algún sentido? Por favor, era una idea completamente ridícula. Había sido ella quien se acercó a decirle que ese beso no significaba nada, incluso le había recomendado a Amanda que le compara el libro que ella había prometido regalarle.

Cristina y él eran completos imposibles, y a pesar de que quisiera partirle la cara en un trillón de pedazos a ese pobre idiota que se consideraba suficientemente bueno para invitarla, no estaba dentro de lo que le correspondía.

Si Cristina quería salir con él, allá ella.

¡Como apestaba sentir cosas!

—Supongo que sí—respondió finalmente, con un encogimiento de hombros incluido.

De verdad quería dejar de darle vueltas al asunto. Superarlo y seguir su senda. Pero le había costado tanto abandonar a Cristina la primera vez, que estaba seguro que esta vez sería una tarea titánica. Una que requería no seguir hablándole, no seguir acercándose, en lo posible no verla más.

No estaba dispuesto a ello, no de nuevo.

—Genial.

Melchor se retiró de la tienda con la imagen de la sonrisa triunfal de aquel idiota.

Probablemente la invitaría, y Cristina aceptaría, y todos serían muy felices, menos él, quien estaría en un rincón tratando de entender qué demonios sentía exactamente por Cristina.

Necesitaba mandarlo todo a la mierda, partiendo por el tipo de la tienda de libros. Caminó hasta su casa tratando de entenderse sin lograr absolutamente nada, y para cuando entró a la cocina estaba tan furioso consigo mismo que ni siquiera reparó en que su madre no era la única dentro.

—Ni te imaginas lo mucho que me costaba darle dulces Melchor, las detestaba, siempre fue muy de fruta y esas cosas, nada de azúcar. Todo lo contrario con Gaspar, a él debía castigarlo para que dejara de comerse la masa de galletas y me dejara llevarla al horno. Pero aun así Gaspar siempre fue un fideo mientras que Melchor parecía un pequeño balón hasta como los cuatro años.

Magdalena soltó una risa suave, acompañada de las carcajadas bonachonas de Guillermo, mejor conocido como el director de su escuela.

Ambos estaban sentados en la mesa de la cocina, conversando de lo lindo, más cerca de lo que a Melchor le hubiese gustado.

Demasiadas sorpresas para un solo día.

—Buenas tardes.

Magdalena estaba tan concentrada en su conversación que no le escucho llegar y en cuanto lo vio parado en la entrada corrió a abrazarlo.

—¡Feliz cumpleaños cielo!

El la abrazó de vuelta pero mantuvo la mirada fija en el rostro de Guillermo Letelier ¿Qué hacía ese en su casa, conversando con su madre?

Entrecerró los ojos y lo fulminó.

«¿Qué haces aquí?» pronunció sin voz esperando que Letelier supiera leer los labios, y si no sabía hacerlo más le valía empezar a aprender.

—Me encontré con tu madre cuando salía del supermercado y decidí traerla en mi auto hasta su casa. Llevaba muchas bolsas con ella ¡Felicidades por tu cumpleaños!—contestó él con simpatía. A Melchor no se le movió ningún músculo.

Magdalena Lo soltó por fin y le acarició la cara.

—He preparado tu pastel favorito, de manzana roja y verde con nuez ¿Por qué no vas a abrir el regalo que te dejé arriba y bajas a probar un pedazo? Podrías llamar a los chicos si te apetece.

Melchor le regaló una sonrisa desganada y aceptó su propuesta.

En cuanto ella le dio la espalda fulminó a Guillermo con la mirada nuevamente y le hizo la señal universal de que lo estaría observando atentamente. Lo último que le faltaba, el imbécil del director ignorando su autoridad y acercándose de todas maneras a su madre.

Maravilloso cumpleaños.

Subió con la furia contenida. Quizás no había matado a Farías, pero Letelier no correría la misma suerte.

Dejó la mochila sobre la silla de su escritorio y divisó un pequeño paquete sobre su cama. Lo abrió imaginando que el papel era la cara de Guillermo y solo se detuvo a mirar lo que era cuando vio que todo el envoltorio estaba hecho picadillo en el suelo.

Debería conversar sus instintos asesinos con la psicóloga.

Su madre le había comprado una chaqueta negra, la primera prenda de su talla y nueva que conseguía en mucho tiempo. Nunca esperó ese regalo, pero sabía que las madres tenían por costumbre no regalar lo que quieres sino lo que necesitas.

Se la probó, le calzaba perfecto.

Acurrucado en ese calor agradable recordó repentinamente que todavía no abría el regalo de Cristina, y se quedó mirando su bolso con algo de resentimiento.

¿Para qué abrirlo? Estaba seguro de que no sería nada importante, solo un simple marca páginas. Podía posponer esa acción indefinidamente, que el supiera no necesitaba uno urgente.

Aun así sería descortés no hacerlo, aunque fuera solo por compromiso.  

Se decidió por abrirlo y terminar de entender lo impersonal y poco importante que era su relación con Cristina. No podía haber nada en un marca páginas que significara un gran detalle. Un regalo para cuando no sabes que regalar.

Era de color amarillo, estaba plastificado y tenía escrita una frase que a Melchor le resultó dolorosamente familiar.

«Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde; desde las tres yo empezaría a ser dichoso»

Bajo esta había un pequeño zorrito dibujado con torpeza junto a un niño de cabello dorado.

Se paralizó.

¿Por qué Cristina le hacía algo como eso? ¿Por qué le regalaba una cita de ese libro? ¿Por qué le regalaba esa cita precisamente?  

De tres zancadas llegó hasta el balcón y de un solo salto se pasó hasta la casa de al lado. Golpeó el ventanal de Cristina y esta se sobresaltó de inmediato, estaba demasiado concentrada en su estudio. Se apresuró a abrirle y él entró sin invitación alguna para enfrentarla cara a cara.

—Pasa por favor—comentó con sarcasmo—¿Quieres té?

—¿Qué significa esto?—colocó el separador justo frente a sus narices dejándola turnia.

—¿Has olvidado el español? Justo lo que dice ahí... bruto—se quejó ofendida por la propiedad con la cual Melchor la interrogaba.

—No, no me refiero a la literalidad ¿Qué sentido tiene que me regales esto? ¿Por qué me lo regalas?

—Porque estás de cumpleaños, y es tradición que en estas ocasiones las personas se regalen cosas.

Melchor se tironeo el cabello un par de veces y gruñó. Cristina sabía sacar a cualquiera de quicio.

—Cristina, finjamos que tú no eres tú y que yo no soy yo... responde con claridad ¿Por qué me regalas un marcador de páginas con una frase de El Principito?

—¿Ese de ese libro? Quién lo diría...

—¡No te hagas la tonta! Sabes muy bien que lo es, porque te leí ese libro más de cien veces, porque tú me lo regalaste cuando cumplí diez. No finjas, no hoy.

Cristina cambió su semblante relajado a uno más sombrío y quitó el regalo de enfrente a su nariz.

¿Cuál era el afán de Melchor de siempre buscarle el sentido oculto a las cosas? ¿No entendía que a veces era más bonito vivir con la duda?

—Te lo di porque es de tu libro favorito ¿Contento? Ni siquiera sé para qué te sigo el juego si sabes perfectamente las respuestas a tus preguntas.

Claro que las sabía, las tenía muy presentes, pero de alguna manera, escucharlas salir de su boca era mucho más gratificante.

Titi se cruzó de brazos y huyó del campo de batalla para refugiarse en su escritorio, la presencia de Melchor le ponía nerviosa, más cuando estaban completamente solos en una habitación donde nadie les observaba.

—¿Y por qué justamente esa oración? ¿Por qué esta cita?—insistió el muchacho.

—Porque es sobre la amistad—contestó Cristina desde su puesto de estudio—, de una amistad como la nuestra. Una donde tú eres el principito, inocente pero repleto de conocimiento, y yo soy el zorro, condenada a esperarte cada tarde hasta que decidas regresar—Melchor no pudo evitar sentir la culpabilidad atacarlo, pero en cuanto Cristina se volteó para mirarlo con una sonrisa enorme, supo que todo estaría bien—. Pero ahora estás acá... y yo soy tremendamente dichosa.

Si hubiese sido lo suficientemente valiente, la hubiera besado. La hubiese amarrado a su cuerpo y nunca jamás la hubiese dejado ir. Pero Melchor no era valiente y Cristina no era de esas que se dejaban atrapar rápido. Así que hizo la única cosa de la cual fue capaz, una de la cual no estaba enterado que sabía hacer: la miró con la misma emoción con la que se mira un libro nuevo.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top