Emilia

—No sé de qué hablas Emilia—Gaspar sonrió de lado a lado con ese aire inocente que le iba como anillo al dedo. Estaba por cumplir los veintitres pero lucía como de dieciocho, quizás menos. Para Emilia siempre sería un niño de cabello desordenado y cara simpática, sin importar en lo líos que se metiera.

—Claro que sabes. Gaspar, no soy tonta, no me mientas.

—Nunca he dicho que lo seas, es solo que te pasas todos esos rollos de mujer hormonal.

—Y después Felipe se pregunta por qué no tienes novia, con esa boca dudo que alguna chica te soporte.

—Con esta boca he conseguido muchas chicas Mili—le guiñó un ojo, a lo que Emilia solo pudo rodar la mirada.

A Gaspar lo conocía desde que era un púber, con esa barba como pelusas y el cuerpo aún asimétrico. Y a pesar de que ya de aquel niño no quedaba nada, seguía viendo en él el mismo tinte juvenil e inexperto.

Le producía ternura maternal, se preocupaba por él, y le perseguía si era necesario, ni hablar de reñirle, ese era como su trabajo de medio tiempo.

Aquella amistad no se había entablado hasta que ya eran mayores, una necesidad de mantener contacto con una época mejor y más feliz, pero no por eso era menos fuerte el lazo que los unía.

Habían descubierto en el otro una maravillosa fuente de apoyo y compañía. Podría hasta decirse que eran amigos íntimos.

—Estás evitándome, no creas que no lo noto.

—¿Evitándote? Claro que no bonita, yo nunca evitaría ese lindo rostro—le acarició la barbilla y trató de cautivarla con la mirada. Emilia no estuvo ni cerca de morder el anzuelo.

—¿De verdad conquistaste alguna chica con esa boca?—soltó incrédula.

—Sí, pero no hablando precisamente...

Se volteó rápidamente y se encaminó por la calle esperanza con las manos en los bolcillos. El invierno se comenzaba a volver crudo, pronto nevaría.

—No me dejes hablando sola.

—No voy a discutir contigo tus teorías conspirativas imaginarias—miró a ambos lados y ocultó un poco la cabeza entre sus hombros.

—No es ninguna teoría imaginaria—replicó ella mientras caminaba a su lado—, andas metido en algo turbio, tú y Felipe.

—Nada más turbio que vender drogas, soy un simple distribuidor.

Emilia bufó. La gente solía tomarla por ilusa.

Por lo general le echaba la culpa a su aspecto de chica desvalida. Según ella sus rasgos eran demasiado finos y suaves como para que la tomaran en serio, y ahora que su peso rondaba la desnutrición podía apostar que todo el respeto que Gaspar pudo haberle tenido alguna vez, se había transformado en simple y humillante compasión.

Era denigrante lucir como una damisela en apuros, más cuando sabes lo capaz que eres para superar situaciones límite.

—Realmente me tomas por tonta, no puedo creerlo.

—¿Ves que haces un dramón por nada? No te tomo por tonta, solo te digo que estás equivocada.

Frunció el ceño. Gaspar le estaba mintiendo en la cara sin ningún reparo. La subestimaba de una manera casi ofensiva, pero no se saldría con la suya.

Le siguió de cerca por casi media cuadra, atenta a todos sus movimientos, y aun cuando él apuró el paso y trató de dejarla atrás, ella no desistió. Nadie se atrevía a mentirle en la cara y luego salía huyendo.

—No sé qué quieres comprobar, pero no lo lograras siguiéndome al trabajo.

—Solo quiero que me convenzas que vendes droga Gaspar, muéstrame una prueba de que verdaderamente lo haces y me quedaré tranquila.

—¡Aha! Ya veo, de eso se trata todo esto—se giró sobre sus talones y le apuntó con el dedo—. Quieres que te venda, por eso te comportas tan cargante.

Ella se cruzó de brazos y alzó una ceja. Gaspar definitivamente se estaba ganando una buena patada en sus partes nobles.

—¿Sabes qué Gaspar? No tengo tiempo para esto. Solo preséntame al tipo para el cual trabajas y estamos, con eso me quedo tranquila.

Avanzó firme hacia la casa verde que ya se divisaba a mitad de cuadra. Gaspar corrió tras ella y trató de hacerla entrar en razón.

—¡Te has vuelto loca! Ese hombre es peligroso, no voy a presentártelo solo porque te has encaprichado con una estupidez.

La detuvo sujetándola por los hombros, Emilia—lo quisiera o no—era su punto débil, y no dudaría ni por un segundo, en protegerla de lo que fuera. Incluyéndose a sí mismo.

—Deja de pensar que soy una desvalida, si es cierto lo que dices no creo que haya ningún problema en que me presentes a ese tal Ernesto. Solo un hola y un adiós. No es que vaya a quedarme a tomar el té.

Se burló con algo de coquetería, que más que parecer femenino dio la impresión de ser una hermana mayor jactándose frente a su pequeño e inocente hermano.

—Se llama Enrique.

—Enrique, Ernesto, Emilio. Lo que sea, solo quiero conocerlo.

—Emilia, es momento de que dejes de pensar...

—¿Pensar qué? Gaspar, eres un buen chico, eres educado, tienes mucho cerebro, y odias las drogas ¿Crees que voy a creerte que estás aquí por necesidad? Podrías estar haciendo cosas mucho más productivas.

—La necesidad tiene cara de hereje—se excusó mientras intentaba lucir herido e inocente—, hago lo que hago por mi familia. No me siento orgulloso de ello.

Ella le acarició la cara y le peinó el cabello hacia atrás.

Melchor y Gaspar se parecían demasiado, casi como dos gotas de agua. Lo único que los diferenciaba era la edad, y ese aire suspicaz que rodeaba al mayor.

Mientras que Chie era como un pequeño gato asustado, Gaspar nunca era menos que un tigre agazapado, esperando el momento correcto para atacar.

—Lo sé, pero no termino de creerte.

Antes de que pudiese seguir argumentando las razones por las cuales presentarle al hombre más terrorífico de la tierra no constituía el plan más brillante a seguir, vio la mota de cabello rojo acercarse hasta ellos.

Era Quique, y no parecía contento.

—Vienes tarde—gruñó con ese vozarrón portentoso que indicaba la llegada de los cuatro jinetes del apocalipsis.

Le sonrió para pedir disculpas y escondió a Emilia detrás de él para no exponerla. A Enrique no le gustaban los extraños... a decir verdad no estaba seguro si había algo sobre la faz de la tierra que le gustara a Enrique.

—¡Quique! No tienes una idea de lo que me sucedió camino hasta acá... todo partió cuando descubrí que mi madre combate el crimen de noche...

El pelirrojo enarcó una ceja y acomodó su ánimo para soportar toda la palabrería sin sentido que saldría de la boca de Gaspar por los próximos noventa minutos. Jamás nunca había conocido a alguien con tanta imaginación.

—¿Enrique?

La voz de la muchacha detrás de Gaspar le resultó levemente conocida, tan familiar y al mismo tiempo extraña. Observó con cuidado la cabellera castaña de Emilia emerger por detrás de Gaspar.

Podría haber reconocido esos ojos sin importar cuanto tiempo pasara, en cualquier parte del mundo. Era ella.

Corrió a Gaspar de un solo manotazo y enfrentó a la chica quien no paraba de mirarle.

—¿Enrique Torllini? ¡Oh, claro que eres tú! Cabello rojo, ojos verdes, drogas.

Por lo general Quique no hablaba mucho, por no decir que evitaba la comunicación a toda costa, pero en esa ocasión en especial no era su carácter reservado lo que le quitaba las palabras, simplemente no tenía idea de qué decir.

Frente a sus ojos estaba una versión más madura de Emilia Riquelme, esa muchachita rica que se había reído de él hacía ya más años de los que recordaba.

—¿Ustedes se conocen?—Gaspar no entendía nada. Emilia y Enrique eran la definición de dos mundos completamente opuestos ¿En qué punto exacto esos dos podrían siquiera haber compartido una palabra?

—¿Qué haces acá?—Enrique supuso que esa la prioridad entre todas sus dudas, aunque, más que preguntarle a Emilia, era una pregunta al espacio y al tiempo. Algo como: ¿Cómo puede ser que aun siendo seis mil millones de personas en la tierra tú y yo volvamos a encontrarnos?

—Te preguntaría lo mismo, pero tengo bastante claro que es lo que haces acá—fulminó a Gaspar con la mirada y le propinó un empujón débil—¡Me mentiste! Nunca traficaste drogas.

Gaspar perdió la calma un instante y buscó apoyo en Quique. Emilia aparentemente sabía mucho más de lo que debía y eso era un inesperado cambio de planes que no quería saber en qué terminaría. Enrique era un hombre peligroso.

—¿Lo sabes?

—Claro que lo sabe—se adelantó el pelirrojo—. Mili siempre fue muy suspicaz, metiendo la nariz donde nadie la llama.

Si no fuera porque era Enrique Torllini de quien se hablaba, Gaspar podría haber jurado que entre ambos había una historia más que personal, de esos cuentos repletos de sangre y pasión. Pero Enrique se le antojaba un ser hasta asexuado, incapaz de mostrar interés por algo o alguien, tan frio como el invierno y tan inmutable como una montaña.

Hasta le hizo gracia pensar en que Enrique tendría alguna otra modalidad que no fuera indiferente y completamente indiferente. Incluso pensar en Emilia—la persona más cariñosa sobre la tierra—mimándolo era una imagen imposible, hasta para su monstruosa imaginación.

Soltó una risilla.

A nadie le importó.

—Deja en paz a Gaspar, déjalo libre—reclamó ella.

—No sé de qué hablas, no lo tengo atado a mi patio. Es libre de hacer lo que quiera.

—Claro que no lo es, no sabe qué clase de persona eres, no tiene idea de lo que eres capaz.

—Creo que tiene más claro que tú que clase de persona soy.

—No tiene una puta idea de quién eres en verdad—no era odio, ni furia, ni rencor, la voz de Emilia irradiaba pena, hasta compasión, Gaspar no podía creer lo que sus ojos veían—. Hay demonios que no sabes reconocer hasta que te los presentan.

Se volteó sin siquiera despedirse y se fue caminando calle abajo completamente desarmada por los recuerdos. No estaba preparada para hacerse cargo de todo el pasado que le había tomado tanto trabajo enterrar.

Escuchó los pasos de Gaspar acercarse para detenerla. Enrique jamás correría detrás de ella, eso era más que imposible, eso era un mundo paralelo.

—Detente Mili ¿Qué sucede? ¿De dónde conoces a...?

—Gasp, detente ahí—Emilia entraba en una faceta de seriedad que nunca antes le había visto, casi no parecía ella—. Sé que eres joven y crees que nada importa de verdad, pero hombres como Enrique Torllini pueden acortar tu expectativa de vida más de lo que crees.

—No exageres bonita...

—No exagero Gaspi—le acarició la mejilla y sonrió con lástima—, espero que tomes mi consejo y te alejes de él, sino me veré en la obligación de ir a la estación de policía y hablar con el capitán Gonzales. No va a gustarle lo que va a escuchar.

Por primera vez creyó ver a la pequeña y desvalida Emilia Riquelme armarse con uñas y garras. No le gustó para nada.

—¿Me estás amenazando Emilia?

—No bonito, las amenazas son bastante superfluas, esto es una declaración. Si en una semana no te has separado de ese monstruo, todos en el pueblo se enteraran de lo que te traes entre manos. Te prefiero en la cárcel que muerto.

 Gaspar sé quedó sin palabras mientras observaba como la menuda joven se perdía en la oscuridad de la noche.

Por lo general se manejaba de maravilla con los contratiempos, pero más que un contratiempo Emilia era un aluvión cayendo directo en su dirección. Más cuando Enrique estaba enterado del asunto.

—No me gusta que me amenacen—masculló Enrique.

Entró en pánico en cuanto la presencia ominosa de su jefe se materializó a su lado.

—No le tomes en serio, solo dice cosas como esa de los dientes para afuera—relajó los músculos de la espalda aun cuando no podía relajarse para nada—. Es una adicta loca, nada más.

Por primera vez Gaspar vio a Enrique sonreír, fue escalofriante.

—Yo me haré cargo de ella—Gaspar tragó duro.

—No, de verdad, yo puedo manejarla—sonó como una súplica, no le importó.

—Ella y yo tenemos asuntos personales.

Gaspar le tomó del brazo y se deshizo de su orgullo tan rápido como entendió que Enrique hablaba demasiado en serio.

—No le hagas daño—ahora sonaba como una orden. A Torllini nadie le daba órdenes.

Se soltó del agarre y regresó a la casa verde con la calma como su mejor amiga y guía. Era una sorpresa poco grata tener a Emilia de nuevo en su radar, pero quien decía que no podía sacar provecho de ello.

Emilia Riquelme le dejaba un gusto a limón en la boca, pero bien sabía que el ácido siempre se le había dado mejor que dulce.

Era cosa de sentarse a pensar un poco, Emilia no se volvería un problema, no la dejaría serlo.

···~*~*~*~*~*~*~*~*~*~*~···

I


Melchor sintió la espalda húmeda, los dedos fríos y los calcetines empapados. Recordaba que de niño la peor sensación sobre la tierra era tener las calcetas mojadas, tan desagradable que lo obligaba a correr a casa a cambiarse la ropa varias veces.

El tiempo te hacía menos quisquilloso, pensó, aguantas mucho más.

No pensaba correr a casa, ni siquiera pensaba pararse del sillón de Felipe. Las piernas no le funcionaban, ni siquiera podía articular palabra. Era el momento de la verdad, literalmente.

Tomás lucía concentrado, la furia había disminuido y solo le quedaban energías suficientes para escuchar atentamente lo que Felipe tuviera para decir.

Antonio aún mantenía la ira en el rostro, no podía obviar el hecho de que le habían traicionado, las mentiras aquejaban su mente como pequeñas agujas, clavándose una a una, lento pero certero.

A Cristina ni siquiera la había mirado. Seguramente le odiaba en este minuto y tenía justa razón para hacerlo, pero incluso sabiendo aquello no podía dejar de pedir que le perdonara. No solo Cristina, Tomás y Antonio también eran parte de la plegaria.

Felipe se estiró con pereza y suspiró cansado. De cierta manera sabía que tarde o temprano la verdad sería contada, pero no imaginaba que los primeros en escucharla serían dos chiquillos que apenas conocía, ni menos que sería él quien la revelara.

Era un blando, no servía para guardar secretos.

—Bien Tomás, antes de empezar quiero hacerte una pregunta ¿Qué crees que pasó?

Tomás no estaba para juegos de detectives y desde pequeño detestaba el Clue, ponerse enigmáticos en ese momento solo podía hacerlo salir de sus casillas.

—¿Qué importa eso ahora?

—Solo quiero saber que tan buen trabajo hizo Melchor distrayéndote.

Tomás fulminó a Melchor con la mirada. Podía ser que hace algunas horas no supiera que sentir, pero ahora lo tenía claro.

Asco, repulsión y desagrado. Melchor era la traición misma, la peor de las calañas.

—Fue Enrique Torllini, el tipo que le vendía drogas. Creo que estaba obsesionado con ella, no sé por qué, pero él fue quien... ¿Qué te parece tan gracioso?

Felipe se cubrió la boca solo para no parecer tan irrespetuoso y trajo a su mente algún pensamiento triste. Por lo menos había dado en el clavo sobre la personalidad obsesiva de Quique, pero eso derivaba más de un trastorno psiquiátrico benigno que de una psicopatía.

No es tan malo ser extremadamente ordenado y limpio ¿Cierto?

—¿Hablas en serio? ¿Eso es lo mejor que se te ocurrió inventarle?—preguntó Felipe a Melchor—. A veces dudo que tengas un CI tan alto.

—Fue lo primero que se me vino a la mente, hacía mucho sentido.

—Eres pésimo criminal Chie, mejor termina la escuela.

Antonio carraspeó y se cruzó de brazos. Evidenciar que toda la mentira estaba muy bien elaborada no mejoraba su estado de ánimo.

—¿Vas a contarme la verdad o vamos con el capitán Gonzales de inmediato?—Tomás recién iniciaba el camino de la amenazas, pero a Felipe le pareció muy valiente de parte del chiquillo.

Sería alguien en la vida, eso estaba claro.

—Antes, una última pregunta ¿Qué harás con la persona que mató a tu hermana?

Tomás endureció lo puños y tensó la espalda. Nadie nunca le había preguntado aquello, aun cuando era lógico que aquel representaba su máximo objetivo.

—Le haré pagar.

Cristina le miró por un segundo, Tomás iba enserio, tanto que podía sentir la sed de sangre en el ambiente.

No se lo había planteado, nunca ¿Para qué quería Tomás descubrir al asesino de su hermana?

Era obvio que buscaba justicia, pero qué tipo de justicia no le quedaba tan claro ¿Lo denunciaría? ¿Le expondría ante el pueblo? ¿O lo que lo motivaba era un afán mucho más personal, más ligado a la venganza?

No tuvo que preguntárselo para saber cuáles eran sus intenciones. Tomás era capaz de guardar muchísimo rencor, y canalizar ese rencor en alguna acción bien pensada, no era su fuerte.

—¿Y qué pasaría si te dijera que eso es imposible?

—No me importa de quien se trate, o a quien estés tratando de proteger, no saldrá libre de esta.

—No, no salió libre—finalizó Felipe—, porque esa persona ya está muerta.


II


Enrique Torllini se había criado en la suciedad, en los barrios bajos, rodeado de ratas y bolsas de basura sin retirar. Quizás ese era el detalle que definía mejor su lugar de origen, ni siquiera los camiones de basura se atrevían a entrar por miedo a terminar en medio de una balacera.

Algunos decían que tanta mugre era lo que lo había vuelto un obsesivo, otros apuntaban que algo muy malo sucedía en su cabeza. Fuera lo que fuera, Enrique detestaba el desorden y la inmundicia.

Podía controlarse por algunas horas—ayudado por las pastillas que tomaba a diario—mirar la tierra y el polvo a su alrededor sin inmutarse siquiera, pero pasado más de un día comenzaban a picarle las manos y hasta el movimiento de la pelusa más pequeña lo irritaba.

Por lo mismo, su estancia en la cárcel lo traía más irritable que de costumbre, casi al borde de la locura. Mantenía su cara de póker, tan inmutable como siempre, pero por dentro una ira irrefrenable crecía exponencialmente al punto de enloquecerlo.

Ocasionalmente liberaba energía golpeando a algún pobre cristiano que se atreviera a molestarlo, otras solo corría y corría en el patío, incluso algunas veces, cuando nadie lo veía, limpiaba la celda que compartía con Gaspar y otros cuatro reclusos.

Nadie comentaba algo sobre sus extraños hábitos, porque nadie con dos dedos de frente se metería con Enrique Torllini.  

O casi nadie.

—Esa sí que ha sido la visita más larga en la historia de la humanidad, te has demorado como cuatro horas allá abajo.

Gaspar descansaba sobre su colchón, de espalda, con las manos detrás de la cabeza, mirando los maderos de la cama encima de la suya.

Estaban solos en el cuarto, acompañados por el ruido de gente conversando, proveniente de la única ventana de la habitación.

La cama de Enrique estaba tan estirada que parecía hecha a presión y como siempre le costó unos segundos tomar la decisión de sentarse sobre ella y desordenarla por completo.

—Necesitaba pensar—contestó luego de acomodarse.

—¿Quién era?

—¿Quién era quién?

—La persona que vino a verte. Según la última información que manejo no tienes a nadie más en esta tierra que yo y Felipe ¿Era él?

—No.

Apoyó los codos en las rodillas y se quedó mirando al piso con suma concentración. Deseaba que su cabeza dejara de pensar y se perdiera en la infinidad del suelo. Le era fácil desconectarse, viajar a un universo paralelo al real. Lo hacía desde niño, era la única manera de separarse de la ansiedad que le causaba el mundo y su caos constante.

—¿Entonces quién era?—Gaspar mantenía su regular tranquilidad, estaba acostumbrado a las respuestas insuficientes de Enrique. Después de tantos meses juntos en la misma celda era bueno acomodarse a las mañas del otro.

—Melchor.

Gaspar se incorporó tan rápido que se golpeó la frente con los maderos de la cama de arriba, pero ni siquiera se tomó el tiempo de acariciarse el chichón.

—¿Melchor, como mi hermanito Melchor?

—Sí, Melchor, como tu hermanito Melchor.

—Hijo de... mi madre ¡Viene a verte a ti y a mi nada! ¿Qué tipo de hermano te castiga así? Es un monstruo. Le enseñé demasiado bien a ser un desgraciado vengativo—se quedó mirando a Enrique mientras este observaba el piso—. Esta es la parte donde tú me contradices y dices: no Gaspar, esa no es la razón de porque tu hermano no ha venido a visitarte.

Enrique lo ignoró por completo. Después de varios meses con Gaspar en un espacio reducido aprendías a que ignorarlo era siempre la mejor respuesta.

—¿Cómo lo viste? ¿Está mejor? Mamá dice que ya no está consumiendo, y no es que no le crea, pero a veces ella no ve lo obvio.

—Está bien.

—Respuestas de más de dos palabras por favor.

—Está bastante bien.

Se lanzó de vuelta a la cama y colocó las manos detrás de su cabeza. El tiempo en prisión se volvía cada día más eterno, aun cuando su liberación estaba ya tan cerca. Extrañaba su hogar, a su madre, a su hermano, su cuarto, sus cosas, su vida.

Debía tener paciencia, no hay mal que dure cien años.

—¿A qué vino?—cambió la dirección de la conversación a sabiendas de que no llegaría a una respuesta clara.

—Vino porque se dio vuelta la olla—respondió solemne.

—Maravilloso, estaba cansado de la comida del comedor ¿Noche de tacos?—Enrique asintió. Lo mejor era ignorarlo, por completo, incluyendo las estupideces sin sentido—¿Quién se ha enterado?—agregó, esta vez en tono serio.

—Tomás Riquelme—Quique daba por hecho que Melchor confesaría, no cabía duda.

—Mierda. Ese niño va a tener una muy mala semana ¿Se destapó toda la olla? ¿Parcialmente? ¿Tres cuartos?

—No lo sé, solo sé que sabe lo de Emilia.

—Bien—tomó aire y lo botó calmado—. Creo que me pondré cómodo, pasaremos un largo tiempo acá—soltó una risilla ridícula—, pero creo que deberíamos cambiar el papel tapiz, de gris triste a gris opaco, y pintar de nuevo el techo, sé que dije que podía acostumbrarme a esa mancha de humedad y a ese hongo, pero creo que cambié de opinión. Quiero un terminado blanco nácar.

Enrique no le pareció afectado para nada, y trató el mismo de bajarle el perfil al asunto. Siempre se había considerado un poco hiperactivo, y estar contenido en un espacio tan pequeño lo estaba matado lentamente. No tenía claro cuánto tiempo sería por ser cómplice de homicidio, pero estaba claro que serían muchos más de seis meses.

—Tú sabes que yo la amaba.

La confesión pilló de improviso a Gaspar, quien le miró asombrado. Enrique nunca se ponía ni remotamente sentimental, eso no se le estaba permitido.

—No, no, no. Nonono. No... no. No me salgas con cosas como esa a esta altura de la historia. Tú eres un ser frio y calculador incapaz de sentir. Mi vida se basa en que tú no tienes alma, Quique. Si me haces creer que en realidad hay algo que salvar allá adentro tendré que comenzar a trabajar para salvarte, ya sabes, soy muy religioso, y la verdad ya tengo demasiados problemas como para además preocuparme por tu alma—mentía, lo sabía. Gaspar siempre sabía todo lo que pasaba a su alrededor, estaba al tanto incluso del alma frágil de Enrique—. Y claro que sé que la amabas, y ella te amaba por igual.

—Fue mi culpa.

—Claro que no, fue culpa de todos, no supimos mantenerla lejos, no supimos protegerla.

—No le gustaba que la protegieran.

—Ciertamente. En fin, solo queda rezar para que Tomás no nos delate.

Cerró los ojos y pensó en Tomás Riquelme y en Emilia Riquelme. La vida era una perra a veces, demasiadas veces.

 —Melchor está bien, más gordo, hasta tiene amigos—comentó solo para no quedarse con la novedad.

—Gracias, por la información.

Enrique se recostó también sobre la cama y se hundió profundo en sus pensamientos. Su sexto sentido le decía que las cosas se pondrían difíciles, pero no tanto como para que su sentencia se alargara eternamente.

Saldría justo a tiempo para realizar el último deseo de Emilia, aun cuando aquello terminara destruyéndolo todo.


III


Antonio, Tomás y Cristina miraron a Melchor automáticamente, tan coordinados que parecía como si lo hubieran practicado toda la semana.

El afectado se encogió un poco y puso toda su atención en los dedos de sus manos.

La palabra muerte solo podía relacionarse con una persona, una que tenía cabello negro y ojos color azul tristeza. Irónicamente todo comenzaba a conectarse, a tomar un estúpido orden lógico que causaba nauseas.

La mente de Cristina se dividía en dos Cristinas que gritaban para hacerse escuchar por sobre la otra. Una reclamaba que siempre lo había sabido, mientras que la otra le rogaba que no sacara conclusiones demasiado apresuradas.

Había una tercera, pero no gritaba, solo miraba a las otras discutir sin saber que hacer de ahí en adelante, esperando que en algún momento su madre viniera a despertarle porque se le hacía tarde para ir a la escuela.

Melchor era un asesino, era oficial.

—Roberto Farías—sentenció Tomás.

A Antonio se le hizo un nudo en el estómago. Esto no podía estar sucediendo. Era tan ilógico, tan kafkiano, que las ganas de echarse a reír iban y venían. Primero Felipe sabía que le había pasado a Emilia, y ahora Melchor había matado a Roberto Farías, solo faltaba que el techo se le cayera sobre la cabeza como para terminar de destruir todo lo que había armado en los últimos meses. 

—No lo miren así—comentó Felipe—, él no ha hecho nada.

Cristina botó un poco aliviada, mientras sentía como las cosas dejaban de darle vueltas.

—No he matado a nadie—se defendió Melchor y apretó los puños—, aun cuando ese hijo de puta se merecía cada uno de esos disparos. No queríamos que muriera, queríamos entregarlo.

—¿Queríamos?—Tomás alzó una ceja.

—Es una historia larga niño, ponte cómodo.

»Emilia Riquelme, por lo menos cuando yo la conocí, estaba muy profundamente metida en las drogas, Melchor se veía apuesto al lado de ella. Era amiga de Gaspar, y me la presentó porque yo también estaba metiéndome en el negocio.

—¿Tú traficabas?—Antonio ni siquiera sonó sorprendido, de a poco entendía que no había conocido a Felipe jamás.

—Algo así, ayudaba a Gaspar en algunos aspectos técnicos. Nada demasiado importante. Pero era buen dinero y yo lo necesitaba, como dicen, la necedad tiene cara de hereje—chaqueó la lengua y prosiguió—. Enrique Torllini era el distribuidor principal, se codeaba con los que manejaban todo el circo. Farías y sus secuaces.

»El hombre era reservado, se mantenía al margen y dejaba que Enrique controlara lo que él no podía hacer sin ponerse en evidencia. Un buen plan por lo demás. A esas alturas Emilia no representaba nada en la vida de nadie, hasta que conoció a Enrique.

»No creo que lo supieras pero tu hermana no era adicta, era reincidente. Es decir que ella ya había salido de las drogas una vez, hacía muchísimos años.

—Eso es mentira—le contradijo Tomás furioso—¡Mientes!

—Eso fue lo que ella me dijo, no miento, había estado muy metida en las drogas antes y esta era solo una recaída. Enrique era parte de ese pasado, se conocían de antes, de cuando ella aún era una estudiante y tenía unas muy malas amistades, puede que no te acuerdes, debes de haber sido un bebé.

»Al parecer habían sido amigos antes, incluso algo más, luego tu hermana se había mudado y ahí se había terminado todo. Hasta que se volvieron a ver. Emilia lo amenazó de denunciarlo si no se alejaba de nosotros, según ella Torllini solo significaba problemas, pero su amenaza no llegó demasiado lejos.

—Porque Farías la asesinó.

—Porque tu hermana se enamoró de Enrique. Como siempre diré, el amor es un arma de mierda.

Tomás arrugó la cara y golpeó la mesa, estaba demasiado cansado como para que le salieran con sinsentidos como ese ¿Su hermana enamorada de un traficante? Era ridículo y enfermizo.

—¡No me vengas con cuentos! ¿Crees que soy imbécil? ¿Me quieres ver la cara acaso?

—Tom, cálmate—rogó Titi tomándole de un brazo.

—¡No!—se soltó de un tirón y apunto a Felipe—¿Te atreves a mentir? Tú crees que mi hermana podría haber estado con alguien sin que yo lo supiera ¡Ya lo he investigado todo! ¿Crees que eso no hubiera salido a la luz?

¡¿De verdad lo crees?!

Gritaba. Las palabras se las arrancaba de lo profundo del alma, dejaba escapar toda su furia a través de la garganta sin poder deshacerse de todo por completo.

Si no gritaba explotaría.

Dolía. Dolía tanto como cuando Lorena se lo contó, dolía como la primera vez que se enfrentó a al cuerpo inerte con labios morados de su hermana. Dolía de una forma tan cruda, que ya no estaba seguro de querer saber la verdad, porque cuando la supiera no quedaría nada de que aferrarse, ya no quedaría nada ella.

De repente la foto de su hermana en el departamento le hizo sentido. Había dos copias de esa foto, una que tenía él y otra que tenían sus padres. Pero esta no era ninguna de esas dos, era una tercera foto, una que su hermana podría haberle dado mucho antes de llegar a los robles.

¿Podía ser verdad aquello? ¿Podía ser qué en verdad, después de todo lo que había descubierto, no conociera a su hermana ni un poquito?

—Disculpa si no confío en tus poderes deductivos, pero lo que tú te has demorado meses en descubrir a Melchor le tomó tres semanas, aun metido en las drogas. Así que si quieres saber la verdad baja ese dedo y cierra la boca.

Le lanzó una mirada venenosa a Melchor antes de reacomodarse en la silla y escuchar a Felipe. Cristina le tomó la mano, tratando de mantenerlo calmado.

Antonio se acomodó en la silla y carraspeó.

—¿A qué te refieres con que lo descubrió?—algo no encajaba. Algo estaba perdido.

—Un día Emilia no contestó su teléfono, nadie la había visto desde la mañana, así que salimos a buscarla—hizo una pausa y bajó la mirada, esa imagen nunca saldría de su cabeza—. La encontré en la casa abandonada de la calle Cienfuegos, no sé por qué se me ocurrió buscar ahí, pero lo hice. Llamé a emergencias, intenté reanimarla, quizás cuantas horas llevaba muerta, no fue útil.

»Cuando llegó la ambulancia mentí diciendo que la había encontrado muerta, que no la conocía de nada. No debían saber mi conexión con ella, algo olía mal, tu hermana estaba rehabilitada, era extraño. Y no fui el único que lo pensó, ninguno de nosotros terminó de entenderlo. Enrique estaba destruido. Y por un tiempo nada nos hizo sentido. Nadie sabía sobre Enrique y Emilia, ella era una chica más que conocía a Gaspar, nada que llamara mucho la atención.

»Pero Quique es un obsesivo, no se quedó tranquilo. Investigó discretamente, reunió la información necesaria, averiguó todo lo que faltaba por saber. Y cuando ya tenía todo reclutó a Melchor.

Hicieron silencio. Era como estar ahí nuevamente, los cuatro sentados en esa misma sala, mientras Melchor repasaba todo y conectaba los puntos, sacando conclusiones, y discutiendo teorías.

Siempre había sido demasiado inteligente para su propio bien, y Enrique no había dudado ni un segundo en sacarle provecho a sus  capacidades.

No había sido difícil. Lo descubrió más rápido de lo que todos creían, incluso antes de haber leído por completo la investigación de Quique. Pero le faltaba el móvil, la razón de todo lo sucedido ¿Por qué Farías mataría a Emilia? No había una justificación para matar a una desconocida.

No conocía a Farías en persona, pero estaba claro que no era un tonto. Por otra parte sabía que era imposible rastrear la conexión entre Emilia y Enrique, y aunque lo hubiera sido, Farías y Enrique no tenían problemas entre si ¿Por qué matar a Emilia entonces?

Ahí fue cuando lo supo, no tenía nada que ver con ellos. Eran méritos de Emilia, ella sabía algo, algo que ni siquiera ellos sabían.

Fueron tres semanas demoniacas. La búsqueda terminó un sábado por la tarde. Gaspar lo llamó diciendo que no encontraba a Enrique por ninguna parte y que Farías había faltado a una reunión.

Nunca debió contestar esa llamada, nunca debió buscar a Enrique y nunca debió encontrarlo.

Aún escuchaba los disparos en sus pesadillas, aún sentía la boca seca de tanto correr, el pecho apretado y la sensación de que no se puede correr más rápido. Con cada paso un disparo, y con cada disparo un paso lejos de la libertad.

No había vuelta atrás, nunca más podría volver.

—Fue Farías, de eso no había dudas—Felipe habló y Melchor volvió a la presente nuevamente—. Pero no alcanzamos a saber porque lo había hecho. Quique enloqueció y un sábado por la tarde le metió diez balas a Farías.

—Entonces llegó Melchor—continuó Antonio—, llamó a emergencias y luego huyó, junto con Enrique.

Melchor asintió.

—El siguiente en enloquecer fue Fernando Farías. Movió tierra y cielo para encontrar al asesino de su hermano. Han de recordarlo, el hombre dio vuelta el pueblo buscando un culpable.

—Y encontró a Melchor—Cristina no sabía si enojarse o mantener la compostura tan digna como siempre.

—No encontró a Melchor, nosotros le dimos a Melchor.

Ahora sí se sorprendieron, la historia había dejado de tener sentido.

—Farías quería un culpable—dijo el chico—Enrique no reaccionaba, la policía nos pisaba los talones. Simplemente le dimos lo que quería. Nadie podía culparme de verdad, no tenían pruebas, así que implantamos algunas cosas y esperamos que no fueran suficientes para declararme culpables, y si lo hubiesen sido soy menor de edad, no sería tan grave como lo que esperaba a Enrique.

—Hicimos lo mismo con Gaspar y Quique, necesitábamos que Enrique estuviera lejos por un tiempo y alguien debía ir con él para lograrlo. La cárcel sonaba bien, podía purgar sus pecados y de paso mantenerse fuera del rango de visión de Farías.

»Funcionó de maravilla. Ellos terminaron en la cárcel por seis meses, Melchor quedó como inocente. Nada fuera de lo planeado... hasta que apareciste tú. El resto ya lo conoces, esa es toda la historia.

La lluvia seguía cayendo implacable, debía ser tarde ya, era difícil saberlo con la tormenta cubriendo el sol. Quizás las siete, quizás las ochos.

Antonio trataba de digerirlo todo, pero era imposible unirlo. Como si el Felipe y el Melchor que conocía no fueran los mismos protagonistas de la historia que había escuchado, sino unos actores tomando sus papeles.

¿Dónde había estado él cuando Melchor detenía a Enrique de terminar desfigurando a Farías con balas? ¿Qué hacía mientras Emilia era cruelmente asesinada? Parecía un cuento ocurrido en un reino muy lejano, no algo que pasaría en ese mismo pueblo, a solo unas cuantas cuadras de su casa, a sus propios amigos.

Se sentía engañado y al mismo tiempo culpable. Como si de alguna forma que no lograba definir hubiese podido evitarlo. Como si fuese su responsabilidad que Emilia Riquelme recayera, que Farías la matara y que Enrique le disparara a Farías.

Cristina aun no sabía cómo sentirse al respecto, pero no estaba enojada y no entendía por qué.

Pero Tomás, Tomás perdería la cordura en cualquier momento.

No era lo que esperaba escuchar. Nunca se planteó que era lo que realmente quería escuchar, pero por seguro no era esta historia.

Se sentía tan vació, más solo que antes, desamparado como un bebé. Estaba tan furioso, pero no le servía de nada, porque no había nadie con quien estar furioso, así que simplemente estaba enojado con todos. Incluso con Emilia, por mentirle, por abandonarlo, por morir, por irse para siempre.

Se levantó callado, sin mirar a nadie y buscó la salida.

Tanto Cristina como Antonio le siguieron, Tomás colapsaría pronto, estaban seguros de eso.

—¿Qué harás con lo que te he dicho?—preguntó Felipe desde el sillón.

—No es de tu incumbencia—masculló el chico sin mirarle.

—Lo es...

—Sabes una cosa—gruñó Tomás con la cara roja volteándose para encararlo—, lo que va a pasar ahora...

—¡Nada!—Felipe seguía tan calmado como en el principio—Eso es lo que sucederá ahora. Mira Tomás, se cómo te sientes... 

—No tienes una puta idea de cómo me siento, maricón de mierda, no tienes ni la más puta idea de cómo me siento en este minuto—estaba colapsando, pronto perdería la razón.

—¡Esta muerta!—gritó Felipe—Está muerta y no va a volver, no importa lo que hagas, no importa a quien denuncies, no importa cuántos balazos le des a un cuerpo inerte... ¡Emilia está muerta! La verdad no va ocupar su lugar, la venganza no va ocupar su lugar, ni siquiera otra persona va poder lograrlo.

»Ella está muerta Tomás, y de verdad lo siento mucho, la conocí y sé que era maravillosa, pero la muerte es un imposible y sin importar cuanto la extrañes, y sin importar lo que hagas: no va a volver.

»Yo también la extraño, a mí también me gustaría cerrar los ojos y oírla abrir la puerta, pero no va a suceder, porque la muerte se la llevó y ni siquiera vengarte de la misma muerte va a llenar el vació que tienes en pecho. Ella ya no está y quiero que lo entiendas, porque vi a uno de mis mejores amigos buscarla con una pistola en mano y lo único que encontró fue más vacío.

»Siento ser yo quien te lo diga, pero la esperanza es inútil en estos casos. Lo único que queda de tu hermana es lo que llevas contigo, nada más, no te la vas a encontrar en algún recoveco por más que busques pruebas y evidencias, no te la volverás a encontrar.

»Lo siento, de verdad, lo siento.

Tomás se largó, rápido salió por la puerta principal fingiendo que nada había sucedido, que las palabras de Felipe no le habían llegado.

Los chicos lo siguieron, incluido Melchor, y bajo la lluvia intentaron detenerlo para que dejase de escapar.

Se mojaron, más de lo que ya estaban, corriendo por la calle inundada. Antonio fue el primero en alcanzarlo, pero la voz de Melchor fue lo que lo detuvo.

—Tomás, espera. Deja que te explique.

Giró lentamente para tener un primer plano de Melchor. Si había alguien con quien estar furioso ese día, probablemente sería Melchor.

—¿Explicarme? ¿Qué tienes que explicarme?

—Las cosas, como pasaron, te juro...

—¿Me juras? ¿Qué puedes jurarme Melchor? ¿Qué no sabías? ¿Qué pensabas decírmelo?

—No es eso, yo...

—Confiaba en ti Melchor—dijo en tono neutro—, no al principio, al principio solo pensaba usarte, eso tú lo sabes. Después las cosas cambiaron, volvimos a ser amigos, no como antes, pero amigos. Lo creí Chie, de verdad lo hice. Lo creí tanto que ignoré lo obvio y me dejé llevar por lo mágico que parecía todo.

Antonio apretó los puños. Entendía perfectamente a Tomás.

—Tomás...

—Pero tú no eras mi amigo, tú estabas encubriendo a tu hermano y a sus amigos. Tú me mentiste con la única cosa que de verdad me importaba, me engañaste y te guardaste lo más importante para mí. No tenías derecho ¡No tenías ningún derecho!

—No fue lo que pasó...—se defendió Melchor.

—¡No me importa lo que pasó! ¿No lo entiendes? ¡No me importa lo que sientas ahora, no me interesa en absoluto!—la lluvia calló por sus mejillas confundiéndose con sus lágrimas, nadie sabría nunca que estaba llorando. Era mejor así. Como decía Emilia, los niños grandes no lloran—Nunca te lo voy a perdonar Melchor, jamás.

Ni siquiera se molestó en correr, sabía que no quedaba más que hablar, solo se retiró tratando de mantenerse firme.

Anto miró a Melchor, severo, y siguió a Tomás unos pasos detrás.

Algo, dentro de Melchor se rompió, algo que no recordaba que tenía. Decidió retomar la persecución, pero antes de poder dar un paso Cristina lo detuvo.

—No, déjalo ir—puso su mano en el pecho del chico mientras miraba como se alejaba Tomás.

—No lo entiendes Cristina, yo no...

—Lo sé—ella lo miró, y fue la primera mirada amable que Melchor vio ese día.

—Nunca quise, mentirle.

—Querías proteger a tu hermano. Lo entiendo, pero él no, no tiene hermanos.

—Tengo que decírselo.

—Debes darle tiempo. Ha sido mucho por un día...

—No puedo darle tiempo Titi, si se va ahora nunca va a saber la verdad, nunca va a saber lo que en verdad pasó, lo mucho que yo quería a Emilia...—se sujetó la frente con una mano mientras sentía como comenzaba faltarle el aire. Venía un ataque de pánico, lo sentía acercarse.

Pero lo único que se acercó fueron los brazos de Cristina rodeándolo, fundiendo ambos cuerpos en un abrazo.

—Lo siento mucho Chie—dijo Cristina con el mentón en el hombro de chico—, siento mucho todo lo que has tenido que vivir.

Hasta ese momento no supo cuánto había necesitado aquello a través de los años, ese abrazo, esas palabras, ese nombre.

La abrazó de vuelta y hundió la cara en su cuello, por primera vez en mucho tiempo se sentía como en casa, como si en medio de la tormenta más feroz hubiese un madero al cual asirse.

El ataque se alejaba, la lluvia se alejaba, todo aparte de Cristina se iba lejos.

—No quiero que Tomás me odie, por eso le conté la verdad, porque no quiero que él...—susurró bajito.

Cristina le abrazó más fuerte, como si intentara fundirse con él.

—Lo sé, pero debes darle tiempo. Todo va a estar bien, no puede odiarte porque en el fondo sabe lo que significas para él. Por favor, solo déjale pensar—se soltó a regañadientes y volvieron a sentir la lluvia golpearles las cabezas—. Todo va a salir bien, te lo prometo, yo tampoco te dejaré caer.

Acarició su cara y le regaló una sonrisa quebrada.

Ahora entendía porque no estaba enojada, o deprimida, desconcertada. Lo entendía, empatizaba con Melchor. Ella también era capaz de mentir por un amigo, ni hablar por sus hermanas.

Melchor no era malo, Melchor era fiel, siempre lo había sido.

—Ahora iré tras él, me necesita más que tú.

No era cierto, él también la necesitaba, tanto como Tomás lo hacía, pero la dejó marchar, en el fondo sabía que no se merecía tanta compasión.

Observó a Titi desaparecer por la calle y trató de memorizar esa imagen para siempre. Por primera vez en mucho tiempo supo a ciencia cierta que esa no sería la última vez que la vería.

Regresó a la casa después de calmarse y encontró todo hecho un desastre. La mesa volteada, las sillas lejos, una cortina rajada y el librero por el suelo, con todos los libros regados por la habitación. En medio estaba Felipe admirando el desastre. Lejano, inmóvil, congelado.

—Le has mentido—dijo el chico desde la puerta.

—No le he mentido, he ocultado las partes que no le interesaban.

—Merecía saberlo todo.

—¡Cuéntaselo tú entonces!—gritó sin moverse—Cuéntale la verdad si te sientes tan valiente Melchor, pero no vuelvas a pedirme que lo enfrente, nunca más en tu mísera vida. No me hagas mirar a la cara a ese niño nunca más, no soy así de fuerte.

Se fue, pasando por encima de los libros y las sillas, y lo siguiente que se escuchó fue la puerta azotarse.

Melchor quedó paralizado. Pensó en su hermano revisando el librero, pensó en Enrique sonriendo con Emilia sentada sobre su pierna, sentados en la mesa de centro, pensó en Felipe dormitando en el sillón y pensó en él mismo apoyado en esa misma puerta imaginándose como sería la vida si aquel momento fuese para siempre.

Cerró los ojos y cuando los volvió a abrirlos las cosas volvían a estar en el suelo, volvía a estar solo, y volvía a responderse esa pregunta.

Nada es para siempre, solo la muerte.

  

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