Asuntos inconclusos
—Un día—dijo Anto—voy a ser un gran luchador. Venceré a todo quien se ponga en mi camino, y me conocerán como Anto el valiente.
Miraban las nubes, los cuatro tirados en el pasto de la casa de Cristina. Mozart era apenas un cachorro y se dedicaba a lamerle los pies a Tomás mientras que Cristina armaba una corona de flores para Melchor. Ya les había hecho a Anto y Tom, solo faltaba una para que todos fueran miembros oficiales de su corte imaginaria.
Los chicos dejaban que ella hiciese lo que quisiera. Si quería fingir que ella una princesa y ellos sus caballeros andantes, lo harían sin siquiera dudar. Al final y al cabo de cierta manera ella si era su princesa.
—Yo voy a ser un empresario muy rico y voy a inventar muchos robots monstruo.
Lanzó un par de puñetazos al aire e imaginó sus creaciones peleando unas contra otras, todas organizadas para destruir. Iba a ser épico.
—Yo seré un detective famoso como Sherlock Holmes y además una cartografista tan increíble que me llamarán de países exóticos para hacer los mapas de ciudades perdidas…
—Yo voy a casarme con Melchor—comentó Titi colocando la última flor en la corona—. Y después viajaré por el mundo descubriendo templos escondidos, y después seré veterinaria y salvaré muchos perritos, y después voy a hacer películas donde yo sea la heroína, y después voy a ayudar a la gente loca como papá, y después tendré hijos, y después…
—Cristina, no puedes hacer tantas cosas—le reclamó Tomás, quien se sentía celoso de que Titi hubiese escogido tantas cosas y el solo dos.
—¿Por qué?—preguntó la mocosa mientras le encajaba la corona a Chie—Mi papá siempre dice que puedo hacer todo lo que quiera.
—Nunca puedes hacer todo lo que quieras, porque el tiempo no es infinito, debes decidirte por una, máximo dos—replicó el pequeño, pensando en las escusas que sus padres siempre le ponían cuando les pedía jugar con ellos.
Cristina hizo un mohín y miró el cielo. No lograba decidirse entre todos sus sueños. Era injusto que solo pudiese escoger uno.
—En ese caso… me casaré con Melchor—Chie sonrió, le gustaba ser la primera opción de Cristina siempre—y seré la presidenta del país.
Anto comenzó a reírse. No le costaba nada imaginar a Titi como presidenta, si había una papel que le quedaba de maravilla era el de tirana. Pocas personas eran tan mandonas como ella… por suerte había encontrado tres buenos lacayos.
—¿Puedo ser tu guarda espaldas?—pregunto el mayor.
—Claro que sí. Tomás hará mi ejército con sus robots monstruos y Melchor los mapas de guerra ¡conquistaremos el mundo juntos! Todas las naciones nos temerán.
Rio con carcajadas malvadas, se las había aprendido a Sonia hacía unos días y le parecieron extremadamente entretenidas.
—Eso sería genial—saltó Tomás del suelo. Por poco pierde la corona—Nadie podría vencernos.
—Yo podría diseñar una base subterránea ¡Todo el país podría ser subterráneo!—Melchor también estaba emocionado. Casi podía ver una capital enterrada bajo la tierra.
—Yo entrenaría a los soldados, serían los más poderosos—se levantó dándole una patada al aire.
—¿Qué estamos esperando?—se quejó Chie—¡A la guarida!
Corrieron seguidos por Mozart. Atravesaron la cocina y no se detuvieron ni por los potes de helado que la madre de Cristina les había servido. Había demasiado que planear y tan poco tiempo.
Pasaron ese verano completo estudiando las fronteras, las ciudades, las estrategias de invasión. Un poco antes de que empezaran las clases ya tenían un país nuevo, nuevo nombre, nuevo himno, nuevo idioma.
Lo llamarían Marambia—en honor a su presidenta casi dictadora—y tendría los niveles más altos de educación, no habría pobreza y los padres estarían obligados a pasar por lo menos todos los fines de semanas con sus hijos.
Siempre nevaría en Marambia, porque Cristina amaba la nieve, y cuando hiciese sol no habría escuela.
Tomás sería quien construiría todas las máquinas de la nación, mientras que Antonio mantendría organizados a todos los trabajadores. Melchor por su parte, además de ostentar el título de primer caballero, se encargaría de las obras públicas. Cualquier casa que se construyera sería diseñada por él.
Marambia, aun cuando sonaba a régimen totalitario, era un lugar tranquilo en donde habían logrado conseguir la felicidad (mediante la destrucción de todo quien se opusiera, que según Cristina no habían sido muchos).
Fue un verano productivo, pero por sobre todo fue el verano en que descubrieron que podían estar junto para siempre, que podían unir sus sueños por la misma causa.
Los Aprendices eran para siempre, de eso no había duda.
···~*~*~*~*~*~*~*~*~*~*~···
Cristina supuso que el rumor de que había golpeado y escupido a Gonzalo en la fiesta de cumpleaños de Verónica ya era de conocimiento público.
Era cosa de que diera un paso más hacia su salón como para que todos se voltearan a verla, aunque, más que lucir asqueados por su actitud, parecían compadecerla.
Lo último que le faltaba, que la gente pensara que tenía algún problema mental y que por eso actuaba de esa forma. Los del problema mental eran ellos, por suponer que algo andaba mal con su cabeza.
Aunque, pensándolo mejor, sí que algo andaba mal con su cabeza. Había besado a Melchor ¿Qué mejor prueba?
Quizás fingir locura temporal era una buena carta, podía decir que el alcohol se le había subido a la cabeza, actuar como si no recordara nada. Aun cuando aquello fuese una enorme mentira.
¿Desde cuándo le preocupaba mentir?
Había nacido mintiendo, era su segundo lenguaje, quizás incluso el primero. No podía ser que justo ahora, un día lunes, casi a fines de mayo, después de diecisiete primaveras, comenzara a preocuparse por las cosas falsas que salían de su boca.
No era el momento para ponerse moralista, era momento de defenderse con uñas y dientes.
Llegó a su sala dispuesta a no hablar con Melchor, a ignorarlo tal cual como se lo había prometido esa tarde en el patio trasero. No le miraría, no le escucharía, siquiera reconocería su presencia. Era el camino más fácil y factible. Hacerse la tonta era la única respuesta acertada.
Se sentó y miró su banco con suma concentración, Melchor no estaba ahí y eso, por sobre todas las cosas, era maravilloso.
Tan sumida en su tarea se encontraba que cuando Patricia se sentó frete a ella ni siquiera la notó.
—Sé que me he portado mal contigo, pero no puedo dejar de acercarme para ver cómo estás.
—¿Ah?—Cristina notó que tenía la boca abierta y la cerró de inmediato. El asunto «Melchor» la traía completamente mareada.
—Mira, sé que dije que no podíamos ser amigas, pero la verdad es que no puedo evitar preocuparme por ti. Sé que te gusta hacer como que nada importa, pero tú y Antonio hacían una linda pareja y a ti te gusta y…
—¿De que estas hablando Patricia?
Pati la miró con pena y giró un poco la cabeza.
—No hace falta que finjas.
—¿Fingir qué?
Su teléfono vibró dentro de su bolsillo y se vio obligada a revisarlo. Era un mensaje de Antonio.
«Buenos días preciosa, espero que tu mañana no vaya tan catastrófica (sobre todo ahora que encuentras tan delicioso a Valencia ¡Ñami!). Recuerda que cuando te sientas agobiada siempre debes mirar hacia adelante… porque atrás tuyo está Melchor. Muchos besitos (lamentablemente míos, que sé que no te gustan tanto como “otros”). Cuídate.
PD: terminamos»
—Terminamos—leyó en voz bajita sin comprender del todo a que se refería Antonio.
—Lo sé, todos lo saben. Y no te imaginas las cosas que anda la gente diciendo. De verdad Cris, ya no me importa lo que me haga o deje de hacerme Nicole, no te voy a abandonar ahora que…
—Hijo de la grandísima…
Fue lo único que pudo pronunciar antes de que llegara la maestra y todos comenzaran a organizarse dentro del salón.
Antonio había decidido tomar el toro por las astas, y no se había tomado la molestia de avisarle a absolutamente nadie.
La gente solo vio la cabellera castaña de Cristina volar por entre los pasillos. Le importó un carajo a quien empujaba o quien le hablara. Su vista se nublaba de tanto en tanto. Estaba furiosa.
¿En qué mundo Antonio terminaba con ella por un mensaje de texto? Era absurdo.
Tenía claro que la cabeza de futbolista de Anto a veces no lograba encajar las cosas, pero esto era una especie de deficiencia mental grave.
Iba a descuartizarlo vivo.
Lo pilló en la entrada del salón. En cuanto la gente la vio aparecer se esfumó, pero tampoco tan lejos, todos querían la primera fila de aquella pelea.
—Amor—gimoteó Cristina mientras mantenía a raya su carácter—¿Podemos hablar un poco?
—Por favor Cristina, no insistas, ya no somos…—tuvo que reprimir un grito, Titi lo había agarrado de un costado y le pellizcaba la piel.
—Lo sé, pero no tiene nada que ver con nosotros.
Anto asintió con las lágrimas a punto de escapársele y la acompañó hasta una parte menos transitada de los pasillos. Sabía de antemano que Cristina no reaccionaría bien, pero de cualquier forma se lo tomaría mal, por lo menos, ahora que todos lo sabían, terminaría aceptándolo tarde o temprano.
—¿Cómo se te ocurre hacerme esto?—chilló en cuanto estuvieron protegidos.
—Lo siento, pero es momento de que comencemos a sellar nuestros asuntos inconclusos.
—¿¡Qué asuntos inconclusos!?—iba a perder la cabeza y las palabras misteriosas de Anto no ayudaba a sujetársela.
—Los nuestros. Tú, yo, Tomás y Melchor.
—¡No tengo asuntos inconclusos con nadie!—se defendió.
—Claro que sí, besaste a Melchor ¿Recuerdas?
—Fue un accidente.
Sus cejas se juntaron, su mandíbula imitó un gorila, y sus puños se volvieron como las rocas. Cristina amaba mentir, principalmente mentirse.
—Sí, claro… y si te digo que Melchor besó a Amanda hace unos días, no te pasa nada.
Hizo su mejor esfuerzo para no parecer sorprendida y por poco lo logró, por lo menos no fue físicamente evidente.
—Ese no es mi problema. Melchor puede hacer lo que quiera—Antonio se rio en su cara.
—Estás perdiendo el toque Titi. Mejor deberías aprovechar este tiempo para aclararte.
—¿Aclararme? ¿De que hablas?—pero Anto no estaba ahí para escucharla, se había volteado para marcharse—¡No me dejes hablando sola! ¡Antonio!
Hizo caso omiso. Cristina necesitaba toda la libertad del mundo para pensar, para arreglar sus asuntos, para darse cuenta de la más grande de las verdades.
Ya no estaban solos, hace días que no eran los mismos.
De alguna forma, intrincada y no corpórea, los Aprendices habían vuelto para quedarse.
El día se había ido rápido para Amanda. Entre evitar a Tomás a cualquier costo y tratar de entender por qué Melchor parecía tan repentinamente nervioso el tiempo había volado.
Su barriga le avisaba que algo estaba por suceder, algo grande. Algo que involucraba a Melchor, pero no podía diferenciar si era bueno o malo. Ella esperaba que fuera bueno.
En cuanto a Tomás no había mucho para decir, lo odiaba pero al mismo tiempo le gustaba. Tenía tal enredo que prefería siquiera pensar en ello. Y solo había una forma que ella conocía para no pensar y dado que el cumpleaños de Melchor se acercaba, prestaba la excusa perfecta.
La campanilla de la librería sonó de aquella forma suave que a Amanda tanto le gustaba, el aroma a libro viejo le golpeó la cara y su mirada se llenó de la visión más hermosa sobre la tierra, estanterías repletas de libros. Podía vivir para siempre ahí, sin exagerar.
Se internó por entre los pasillos y se dirigió directamente a la parte de fantasía. Recorrió con la mirada todos los lomos en busca de algún volumen que llamara su atención, se sentía insegura respecto a que elegir, más ahora que no era para ella, sino para Melchor.
Se acercaba su cumpleaños, solo a unas cuantas semanas, quizás menos. Debía tenerle algo perfecto, y no había nada más perfecto sobre la tierra que un buen libro.
Leyó los títulos, hojeó algunos, otros simplemente los desechó por la portada.
Era difícil saber que le gustaría a Melchor, nunca le había visto un libro en el cuarto, tampoco le había visto leyendo, pero sabía de parte de Magdalena que hacía algunos años era imposible quitarle la lectura de las manos. Había perdido el hábito, pero nunca era tarde para darle una nueva oportunidad a las letras ¿Y qué mejor que una buena historia de aventuras, magia y dragones?
No lograba decidirse. Necesitaba ayuda de alguien que supiera, debía buscar al encargado.
Se acercó hasta la caja pero el hombre tras ella la mandó en busca de la chica de las recomendaciones. Se paseó entre las comedias románticas y la literatura latino-americana. Dio media vuelta en los best sellers y se la encontró en poesía acomodando un par de tomos.
—Hola ¿Eres tú la encargada de la tienda?
Cristina se volteó al escuchar que le hablaban y de inmediato deseó no haberlo hecho. Amanda lucía tan tontamente sorprendida que le pareció patética. No tenía idea desde cuando le desagradaba su presencia, pero lo cierto era que tener la noción de que Melchor también la había besado solo la hacía enojar más.
Ni siquiera quería ponerse a pensar lo que aquello significaba, solo quería tomar aquella montaña infinita de libros por ordenar y ponerlos en sus respectivos lugares sin necesidad de usar su cerebro.
—Sí, yo soy.
—¿Trabajas acá?
—No, no. Mi nombre es encargada y me gusta reacomodar libros en mi tiempo libre.
Amanda se cohibió un poco por el tono hostil de Cristina y encogió su cuerpo en señal de paz. A Titi le valía mierda la paz, la única gracia de trabajar en la librería era que nunca, pero nunca, se encontraba con personas de la escuela, nadie en sus cabales vendría por gusto propio a una tienda de libros.
Otra razón más para detestar a Amanda.
—Lo siento, hice una pregunta estúpida.
—Claro que la hiciste—quiso agregar que todo en ella era estúpido, pero se contuvo— ¿Qué quieres?
—Nada—respondió Mandy rápido, solo quería alejarse lo más posible de la mirada asesina de Cristina.
—Perfecto.
—Aunque, quizás tú podrías…
Cristina rechinó los dientes y giró la cabeza hacia un costado.
—¿Yo podría qué?
—Ayudarme con un libro.
Iba a replicar, iba a cantarle bien claro que era una… una… una lo que fuera, pero iba a dejárselo claro, hasta que el carraspeo grave del tipo de la caja le recordó la política estricta del local.
«A los lectores se les atiende bien»
¡Jodida política!
Imaginó la lenta muerte del tipo de la caja y fingió su mejor sonrisa.
—Claro ¿Qué buscas?—dejó los libros que le faltaba ordenar a un costado y apoyó el brazo en la sección de clásicos.
—Busco algo de fantasía, algo como el señor de los anillos.
—Vamos a la sección de fantasía—antes de terminar la oración ya iban camino hasta el otro lado de la librería.
—No sabía que te gustaba leer—comentó Amanda solo para aflojar un poco la atmosfera.
—Detesto leer—Cristina no estaba de humor para juegos. Se paró en frente de la edición especial del señor de los anillos y comenzó a señalar todos los volúmenes correspondientes a la temática escogida—¿Qué buscas exactamente? ¿Dragones? ¿Grandes guerras místicas? ¿Damiselas en peligro?
—No sé, estoy algo confusa.
—Por lo más sagrado Amanda ¿Es que ni siquiera tienes claro qué te gusta leer?—se cruzó de brazos molesta. Se comportaba más violenta de lo que Mandy merecía, pero simplemente no podía detener su carácter. Le molestaba absolutamente todo sobre Amanda, desde su voz casi inaudible hasta su cara de que no mataba una mosca.
—Es que no es para mí y…—volvió a encogerse un par de tallas, Cristina rodó los ojos— ¡Deja de tratarme como si fuera estúpida!—esta vez su voz no fue inaudible, sino todo lo contrario—No sé cuál sea tu problema conmigo…
—¿Mi problema contigo? Si no mal recuerdo fuiste tú la que me gritó frente toda la escuela porque te “quité” a Tomás. Para lo que me interesa Tomás.
—¡Me equivoqué, lo siento! Estaba celosa. Perdón si me comporté como una estúpida, los sentimientos pueden sacar lo peor de nosotros.
Más allá de que Amanda tuviese razón, lo que más asustaba a Cristina era la mención casi imperceptible sobre los celos. Ella no estaba celosa, para nada, claro que no ¡No!
—Disculpa aceptada—masculló tratando de convencerse de que no era nada personal—Mira, yo no leo nada más que las reseñas de Amazon y Godsreads, así que según eso podría recomendarte…deja ver—analizó los títulos por encima y sacó algunos—Crónica del asesino de reyes, Eragon, este de aquí que se lo llevan mucho se llama… ¿Por qué me estás mirando así?
—Es que, es un regalo para Melchor y dado que tú lo conoces más que yo…—Cristina la fulminó con la mirada.
—No lo conozco más que tú.
—No, no, pero tú lo conocías de pequeño, cuando leía, así que debes saber qué tipo de libros le gustan—con cada palabra que salía de su boca la voz le disminuía un decibel, Titi simplemente no estaba haciendo ni el más mínimo intento de disimular su furia.
La observó desde el pelo a la punta de los pies, contó hasta diez, tomó todo el aire que pudo y finalmente bufó.
—Si es para Valencia, estamos en la sección incorrecta.
Se fue sin esperar a Amanda, quien reaccionó un poco antes de que Cristina desapareciera por completo entre las estanterías. Dieron dos vueltas y de pronto estaba frente a la sección de misterio y suspenso.
—¿Misterio y suspenso?
—¡Pero por dios! ¡Sí que eres buena leyendo!—Amanda suprimió el sarcasmo y la ignoró, podía ser que Cristina no la odiase a ella en particular, quizás Cristina era simplemente odiosa—Si quieres lucirte regálale el más intrincado y estúpidamente complejo libro sobre misterio, nada de Sherlock Holmes, los tiene todos.
—No le he visto ninguno.
—Están en la biblioteca de su padre, tercera repisa, bien a la derecha. Nadie tenía permiso de tocarlos, eran su tesoro—Cristina paró de hablar. Debía dejar de recordar el pasado—. No me lleves la contraria ¿Quieres mi ayuda? Escucha y asiente.
Amanda asintió y comenzó a revisar todos los títulos en busca de algo interesante.
—¿Agatha Christie?
—No le gustaba, la encontraba simplona e insulsa… con esas palabras exactas—Amanda regresó el libro a su lugar y revisó nuevamente.
—¿Dan Brown?
—¿Sabes que estamos hablado de Melchor, cierto?
Amanda chasqueó la lengua y se cruzó de brazos mientras buscaba entre los títulos algo que llamara su atención, pero nada parecía hacerle eco.
Cristina se fue de pronto, sin siquiera avisarle, al parecer se había aburrido de acompañarla. Pero justo cuando Mandy se daba por vencida en su búsqueda, regresó con un extraño libro en las manos. Se lo entregó a Amanda y dejó que ella leyera el título.
—Cartografía avanzada.
—Este es tu libro.
—Pero…
—Escucha y asiente… este ES tu libro—Amanda no dudó más, Titi se veía tan seria que solo quedaba hacerle caso.
—¿Cuánto cuesta?
—No lo sé—mintió—vamos a ver.
Se acercaron a la caja con paso veloz y en cuanto Mandy quiso entregarle el libro al cajero Cristina se lo arrebató de las manos.
—Largo de aquí Ramón.
—Oye rubiecita, acá mando yo—se quejó el tipo detrás del mostrador. Titi no se dejó intimidar.
—Ni siquiera mandas en el pasillo de libros para niños. Fuera.
Se miraron retadores. Si bien Ramón era el hijo del dueño, Cristina era la mejor encargada que había tenido la tienda a parte del propio dueño. Si se les ponía a ambos en riesgo, muy probablemente el dueño no hubiese sabido a quien salvar.
—Eres una pesadilla Marambio—Ramón se hizo a un lado mientras la chica se regodeaba por su victoria.
—Una pesadilla que aumenta las ventas—canturreó.
Tecleó en la vieja computadora y luego marcó el código de barra esperando que el precio apareciera en pantalla.
—Estas de suerte, tiene un setenta por ciento de descuento ¿Lo llevas?—anotó en precio en una papel y se lo mostró. Era un poco más caro de lo que Amanda había presupuestado, pero decidió hacer el esfuerzo, Melchor lo valía.
—Lo llevo.
No tenía idea de por qué confiaba en Cristina ¿Qué tenía que ver la cartografía? ¿De qué le serviría a Melchor un libro sobre eso? Pero no importaba, podía decirse que era un presentimiento. Sus tripas la incitaban a obedecerle sin peros a la chica detrás del mostrador.
Antes de irse le agradeció con una sonrisa mientras apretaba con fuerza la bolsa con el libro. La campanilla sonó nuevamente y la tienda volvió a su silencio regular.
Esa era una de las cosas que más le gustaban a Titi de su trabajo, la tranquilidad sepulcral.
—Ese libro no estaba tan barato—le susurró Ramón al oído, arruinando la paz.
—No es tu problema—le gruñó ella de vuelta y se alejó para terminar su trabajo—descuéntalo de mi sueldo si quieres.
—En ese caso te dejaría sin paga este mes.
—Entonces trabajaré gratis.
No le mermó ni un poco el carácter, cuando Titi hacía algo, aun cuando estuviera mal, no se echaba para atrás.
Tomás iba a explotar, no literalmente, pero por lo menos de la manera poética. Hacía más de diez minutos que caminaba junto a Antonio con la duda en la punta de la lengua y aun no se atrevía a preguntarle.
No era que estuviese incómodo con el tema, pero no podía asegurar si a Antonio le molestaría o no hablar sobre su homosexualidad. Suponía que no debería haber problemas, pero no ponía las manos al fuego por esa opción tampoco.
Así que continuó con la conversación superficial sobre equipos del futbol y autos. Cosas de hombres, machos, muy masculinos.
—Ya suéltalo Tomás—dijo Anto casi llegando al semáforo.
—¿Soltar qué?
—No sé, lo que sea que pasa por tu mente—Anto parecía divertido. Desde que le confesara su secreto a Tomás se sentía mucho más feliz.
Sabía que no era la solución final a su salida del armario, pero por lo menos era un comienzo.
—No es nada, una estupidez.
—¿Qué cosa?
—Tú… ¿Con quién sales?
Era una duda razonable. Tomás no sabía de nadie más en todo el pueblo con las mismas inclinaciones que Anto, por lo cual no lograba concebir una relación de ese tipo, menos en uno de sus amigos.
Anto carraspeó. No estaba seguro de si responderle era una buena idea. Tomás no confiaba en Felipe.
Últimamente él tampoco.
—Yo…—metió las manos en los bolsillos para ver si encontraba la respuesta correcta aquella pregunta.
—¿Lo conozco?
—Sí, lo conoces—prefirió seguir el camino de la honestidad, hasta el momento le había funcionado de maravilla—Es Felipe.
—¿El tipo de la cafetería?—Tomás se paró en seco y Anto tuvo que voltearse para admirar su expresión confundida—Pero…
—Sé lo que estás pensando, pero…
—¿Desde hace cuánto?—fue lo único que Tomás pudo pronunciar entre todo el revoltijo de ideas que tenía en la cabeza.
Esperaba que fuera un compañero, alguien de tan bajo perfil que en ningún caso levantara sospechas, pero no era así.
Felipe, el famoso Felipe, la clave para desenredar toda aquella maraña de mentiras que rodeaban la muerte de su hermana.
—Desde el verano—esperó que la locura temporal atacase a Tomás, de verdad lo esperó. El semáforo cambio a verde, a rojo y a verde de nuevo, pero Tomás aún no entraba en pánico, así que decidió hablar—Sé que crees que es malo o un mentiroso, pero créeme que no es como tú piensas…
—Él no es una buena persona—zanjó el tema de inmediato.
Tomás había tomado una decisión hacía poco. Iba a rendirse, iba a dejar de buscar imposibles. Emilia estaba muerta, Emilia se había drogado hasta morir. No era lindo de aceptar, pero si quería poder seguir adelante y vivir en el presente debía empezar a hacerlo.
Así que solo le dio su opinión a Anto, pero no pidió más explicaciones, prefería conservar un amigo aceptando sus cargas, a vivir solo y apartado por sus estúpidos principios y dudas.
—Tomás, es de verdad, no es…
—Antonio, no importa. Él no me agrada, no confió para nada en el tal Felipe, pero no tengo derecho a opinar. Te deseo lo mejor—siguió caminando y se volteó al ver que Anto no le acompañaba—¿No vienes?
—Acabo de recordar que olvidé algo—se disculpó con una sonrisa— No te preocupes por mí, nos vemos mañana—dijo rápido y nervioso, tratando de evitar preguntas.
Corrió calle abajo y se detuvo justo entre la avenida y la calle del taller de autos.
¿Por qué el corazón se le había apretado tan repentinamente?
«Yo no confió en él»
Tomás tenía razones para ello, pero ¿Y él? ¿Confiaba Antonio en Felipe? Claro que sí, tenía que confiar en él. En eso se basaban las relaciones ¿Tenían una relación? Nunca le había quedado claro, nada con Felipe estaba claro.
Se besaban, se susurraban cosas al oído, se acostaban. No salían, no podían decirle a nadie, no podían demostrarse afecto públicamente.
¿Qué le estaba sucediendo? ¿Por qué tanta duda? Felipe nunca le había dado razones para desconfiar, aunque no le había dado razones para confiar tampoco. Era una diatriba compleja que no le permitía siquiera respirar normalmente.
Solo una persona podía aclararle todo y llevaba mucho tiempo evitando la confrontación.
Paso a paso se acercó hasta la calle del café, necesitaba respuestas, o por lo menos necesitaba creer que las cosas iban bien.
Entró y la campanilla sonó tras él. Le gustaba aquel sonido, hacía que su corazón se acelerara de expectación, pero en ese mismo minuto no podía decir a ciencia cierta si sus latidos eran de amor o de impaciencia.
La cafetería se encontraba bastante llena, Melchor atendía a una pareja a la derecha, Teresa tomaba un pedido a la izquierda y Felipe cobraba una cuenta en la caja.
Se acercó a la barra, al sector más alejado y esperó a que lo notaran. No quería ser demasiado obvio y por primera vez maldijo que a Felipe le estuviese yendo muy bien con el negocio. Antes era más fácil hablarle, antes no había nadie quien los molestara.
—¿Te sirvo algo muchacho?
La mirada intensa de Felipe lo atontó como siempre. No estaba seguro de como lo hacía para manejarlo de tal forma, pero siempre se sentía a su merced.
—Un café estaría bien—masculló tratando de que su nerviosismo no fuese tan evidente.
—¿Y te gustaría que te lo sirviera en mi oficina?—hizo una seña leve hacia la parte de atrás—Allá es menos ruidoso.
Se fue a atender otros clientes mientras que Antonio se levantaba para ir al baño.
Trató de pasar desapercibido a la mirada de Melchor y de Teresa, se escabulló por un pasillo y en vez de meterse en el baño de hombres abrió la tercera puerta de la derecha.
La oficina de Felipe era grande y algo desorganizada. Siempre tenía papeles sobre el escritorio y el papelero rebosando en hojas rotas y restos de comida. A Anto le parecía que aquel lugar era el que más representaba a Felipe, más que su casa o su cuarto, aquella oficina medio desastrosa contenía parte de la personalidad y el alma de él.
Se sentó en la silla reclinable y pasó los ojos por sobre las cuentas sin clasificar y los pagos de fin de mes. En una esquina vio una pila de carpetas y se halló a sí mismo buscando una de color naranjo, como si la única carpeta de color naranjo sobre la tierra pudiera ser aquella de la cual Tomás le había hablado hace ya tanto tiempo.
Apenas si se acordaba de aquello, al final nunca la había encontrado.
Emilia.
Felipe nunca hablaba de ella. Se suponía que habían sido amigos ¿Por qué no mencionarla? Tampoco era que él le preguntara mucho, Felipe se mantenía estrictamente reservado respecto a su vida y cuando decía algo medianamente personal era motivo de fiesta.
¿Por qué pensaba en ella tan repentinamente? ¿Por qué?
El sonido de la puerta abriéndose lo sacó de sus pensamientos. Felipe traía consigo una taza de café negro y una mira oscura.
—Veo que te has puesto cómodo—bromeó sonriendo.
—Lo siento.
—No importa—dejó la taza sobre su escritorio y se inclinó hasta quedar a centímetros de la boca de Anto— ¿Te he dicho alguna vez lo poco que me calienta verte en el uniforme de la escuela? Me hace sentir un corruptor de menores.
—Disculpa, me vine directo y…—Felipe le interrumpió con un beso profundo.
—¿Por qué sigues hablando?
—Yo solo…—le besó de nuevo y luego sonrió.
—¿Te he dicho lo mucho que me enferma el hecho de que estés castigado?
—¿Me extrañas?—preguntó Anto sorprendido. Era la primera vez que Felipe demostraba necesitarlo de alguna forma.
—¿Qué crees?
—¿Sí?
Felipe sonrió como un zorro astuto y asintió mientras se acercaba peligrosamente al cuello del chico. Podría haberlo desvestido con la mirada, si es que no lo estaba haciendo ya.
Le soltó la corbata, desabrochó el primer botón de la camisa y mordisqueó la piel de Anto hasta hacerlo temblar.
—¿Qué haces Felipe?
—¿Qué crees que hago?
—Podría venir alguien.
—Nadie entra sin tocar.
Continuó con el segundo botón, al tiempo que Antonio se hundía en la silla. Había olvidado por qué estaba ahí, para qué había venido y todas sus dudas. Solo había espacio para aquella sensación cálida que comenzaba a nacerle en la entrepierna y el miedo atroz a ser descubiertos.
—Pero podrían descubrirnos.
—Eso solo lo vuelve más emocionante.
Le lamió la oreja y susurró cosas indebidas que pensaba hacerle, Anto tragó duro. Esa cara de primerizo era lo que más le excitaba de Antonio. La mezcla perfecta entre no saber qué hacer y querer hacerlo de todas formas.
Atrapó sus labios antes de que el menor pudiese tartamudear alguna replica, algún razonamiento sin sentido de por qué aquello estaba mal, del por qué amarse estaba mal.
Tocaron a la puerta y la voz aguda de Teresa los interrumpió.
—Jefe ¿Estás ahí?—Felipe lo dejó respirar y se enderezó.
—Sí Teresa ¿Qué pasa?
—¿Puedo pasar?—Antonio comenzó a abotonarse la camisa torpemente ¿En qué minuto había terminado casi sin ella?
—No, tengo jaqueca, me molesta la luz.
—Cuanto lo siento ¿Te traigo una aspirina?
—Estoy bien ¿Querías decirme algo?
—Puede esperar, mejor dejo que descanses.
Escucharon como la chica se alejaba y de inmediato Felipe le volvió a arrebatar la camisa.
—Como te decía, no me pone que lleves tu uniforme, no queda más que sacártelo.
Antonio terminó de olvidar su cometido, Felipe era finalmente demasiado astuto como para decirle que no. Sabía cómo manejarlo, que decirle, que ocultarle. Su vida no había sido fácil por lo que el don de la manipulación lo llevaba escrito en la piel.
En el fondo tenía claro que Antonio sospechaba de él, y le hubiese encantado despacharlo, pero no podía, estaba atado, algo en la inocencia de Anto le obligaba a quedarse.
Pero faltaba poco tiempo de eso, nada bueno dura para siempre y prefería disfrutar antes de tener que decir adiós.
El invierno se acercaba, y como bien había aprendido de joven, con el invierno nada bueno viene. Solo le quedaba aferrarse al cuerpo tibio de Anto y esperar a que la nieve los tapara lentamente.
La aparición de Cristina en su casa lo pilló desprevenido, con el estómago vacío y en calzoncillos. Se puso un chaleco de Gaspar y un pantalón de buzo mientras que ordenaba un poco su cuarto ¿Cómo lo hacía para transformar todo en caos?
De cualquier manera ¿Qué hacía Cristina en su casa? Suponía que no hablarían más, esa era la conclusión que había sacado al final del día. Le satisfacía esa premisa, le agradaba posponer su encuentro para siempre, y, con Cristina subiendo la escalera, se le hacía muy cuesta arriba aquella tarea.
¿Por qué había decidido recibirla en su cuarto? ¿Por qué no en la sala? Realmente no tenía todos los lóbulos de su cerebro encendidos, incluso podía ser que un hemisferio completo estuviese apagado.
—¿Puedo pasar?
Miró la puerta con pánico, lanzó su ropa sucia dentro del ropero y cerró de inmediato.
—Pasa.
La puerta se abrió y a Melchor la situación se le antojo demasiado parecida a la última vez. Él cerca del balcón, ella en el marco de la puerta dudando entre entrar o quedarse fuera. Respiró profundo, mientras no terminara besándola de nuevo no habría problema.
Cristina por su parte notó la tensión en el aire y se armó de valor para poner un pie en el cuarto de Melchor. Seguía incomodándole lo poco que había cambiado el cuarto en los últimos seis años, pero optó por ignorarlo. Era momento de dejar claras las cosas de una vez por todas.
La visita de Amanda le había dejado clara una cosa, le daba demasiada importancia al asunto del beso con Melchor, al beso con Amanda, a toda la situación en general. Si quería poder ser fiel a lo que creía debía solucionar sus asuntos pendientes con él.
—¿Quieres algo de comer o beber?
—Estoy bien gracias ¿Puedo sentarme?
—Sí, sí, claro.
Tomó asiento en la silla de Melchor y él se sentó en la cama. Carraspeó. En alguna parte de su mente esperaba que Melchor empezara la conversación, aunque no tenía idea de donde salía semejante estupidez. Ella había roto el pacto tácito de no hablarse, ahora debía hacerse cargo de las consecuencias.
—Creo que necesitamos hablar—inició nerviosa.
—Te escucho—no era la respuesta que esperaba, definitivamente Melchor no estaba haciendo ningún esfuerzo para disminuir la carga sobre sus hombros.
—Es sobre lo que pasó el otro día.
—Sí, lo recuerdo—y sí que lo recordaba, demasiado vívidamente.
—Creo que ambos concordamos que, bueno, que no fue lo correcto.
—Lo correcto es subjetivo—esa parte sabelotodo de Melchor se encendió como una ampolleta. No era el momento de analizar tecnicismos, claramente no estaba pensando—, pero creo que coincidimos en que no fue la decisión más acertada.
—Exacto. Además yo estaba borracha—agregó como atenuante.
—Y era tarde.
—Y no nos conocemos, es estúpido que dos personas que no se conocen de nada se besen.
—Una completa incoherencia.
Melchor alzó una ceja y sonrió de medio lado, Cristina se sintió menos histérica y más relajada. Por un momento creyó que aquello sería más complicado, pero resultaba que Melchor—contra todo lo presupuestado—era un chico muy aterrizado que no iba a darle más vueltas de las necesarias al asunto.
—Así que dejémoslo en que fue un accidente, de esas cosas que pasan.
—Me parece una decisión muy madura de parte de los dos.
—Y dado que somos amigos de las mismas personas—continuó Cristina—manejar este asunto de manera adulta nos ayudará a que la situación no se vuelva desagradable.
—Muy bien pensado. También deberíamos pasar por alto la conversación que tuvimos esa noche.
—No tienes que decirlo, fue una completa indiscreción de mi parte.
Melchor se peinó el cabello que le caía en la cara hacia atrás y se rascó la nuca. Ya no sabía que decirle a Cristina, sentía que si volvía a hablar lo único que saldría de su boca sería algún estúpido comentario sobre magia o comparaciones absurdas respecto a lo que ambos habían sentido.
—Por otra parte no habrá problemas entre tú y Amanda—Titi quiso morderse la lengua, arrancársela de raíz, pero las palabras se había escapado solas—, dado que ustedes están juntos.
—No, claro que no, somos amigos, nada más—no entendió a que venía la necesidad imperiosa de definir su relación con Amanda, pero sus palabras casi se pisotearon unas a otras para dejar en claro de que entre Amanda y él no había absolutamente nada romántico.
—Yo creí que…
—No, para nada.
Debía irse, en ese mismo instante. La atmosfera se estaba impregnando de aquella nostalgia pegajosa y la conversación amenazaba con salirse completamente del tema principal, igual que la última vez, y no quería repetir lo de la última vez, o quizás sí, simplemente no quería descubrirlo.
—Se hace tarde.
—Cierto ¿Te pasas por el balcón?
Cristina miró la ventana con cierto asco y luego lo miró a él, completamente ofendida.
—Por lo general no hago cosas como esa, la vez pasada era una emergencia, mientras pueda usare las puertas, como la gente normal.
Sonó más fría de lo que debía, pero eso la dejó más tranquila. Aún era capaz de levantar un muro ante Melchor, no todo estaba perdido.
—Entonces por la puerta. Conoces la salida, no creo que sea necesario que te acompañe.
—Dalo por hecho.
Melchor se acercó para abrirle y Cristina le permitió el gesto. Nuevamente estaban cerca y ella, solo por cortesía, le besó la mejilla para despedirse.
Fue un impulso, como olvidado quienes eran y en qué situación se encontraban. Una despedida cualquiera que en alguna parte del espacio que embarcaban había dejado de ser como cualquier otra.
«Ahora»
Lo escuchó fuerte y claro. Una orden rotunda en la cabeza de Melchor.
Supuso que era fácil hacerlo. Una mano en su nuca, aproximarse solo unos centímetros, con la otra rodearle la cintura y besarla. Exactamente igual que la última vez.
No lograba explicarlo, aquella necesidad irracional de besar a Cristina. No le gustaba, ni siquiera la conocía, pero revivir la sensación que sus labios le habían provocado era una tentación demasiado grande como para negarse.
No podías decirle que no a la magia.
Titi no movió un solo cabello. Solo se quedó parada esperando que él la besara, era el momento perfecto, era el único momento.
«Por favor…»
—Nos vemos mañana—dijo Melchor exprimiendo sus últimos rastros de cordura.
—Hasta mañana.
Ella sonrió por política, bajó la mirada, suspiró y se fue.
La puerta al cerrarse lo hizo sentir tonto, más que de costumbre.
¿Qué le estaba pasando? ¿Qué era esa sensación de terror que lo inmovilizaba en cuanto Cristina se le acercaba? Ella lo odiaba, él la odiaba a ella.
¿Por qué? ¿Cuál era el sentido de torturarse a sí mismo? ¿Qué era? ¿¡QUE!?
Abrió la puerta con ímpetu, salió a su encuentro y dejó en manos del destino el desarrollo posterior de las cosas.
Pero ella ya no estaba ahí, era como si nunca hubiese estado.
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